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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: noviembre 4th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 34

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Empezamos la semana. Aquí con una alergia brutal y un malhumor directamente proporcional. Vamos a ver si la teofilina de mi verdísimo Young Hyson me ayuda un poco. Para ustedes, el Capítulo 34 de Aguas de primavera. Muy buenas noches, hasta mañana.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 34

—¡Ah! —exclamó con una sonrisa medio cortada, medio burlona, mientras tomaba con rapidez la punta de una de sus trenzas y clavaba en Sanin sus ojazos de un gris luminoso —¡Perdón! No sabía que estaba usted ya aquí.

—Sanin, Dmitri Pávlovich, mi amigo de la infancia —dijo Pólozov sin levantarse y sin mirar tampoco a Sanin, limitándose a señalarlo con la mano.

—Sí… ya sé… ya me habías hablado de este caballero. Mucho gusto en conocerlo… Pero oye, Hipólito Sídorovich, quería rogarte… Está hoy tan torpe mi doncella…

—¿Quieres que te peine yo?

—Sí, sí, te lo suplico… Dispense usted —repitió María Nikoláevna con la misma sonrisa, dirigiendo a Sanin una leve inclinación de cabeza.

Giró rápida sobre sí misma y desapareció, dejando tras de sí la impresión armoniosa y fugitiva de un cuello encantador, unos hombros admirables y un talle delicioso.

Se levantó Pólozov y salió por la misma puerta, con su paso tardo y desmañado.

Sanin no dudó un minuto de que la dama estaba advertida de su presencia en el salón del “príncipe Pólozov”. Ese tejemaneje no había tenido más objeto que lucir su cabellera, que, en efecto, era bellísima. Sanin hasta se regocijó para sus adentros de aquella salida de la señora de Pólozov. “Ha querido fascinarme, deslumbrarme… ¿Quién sabe? Tal vez nos arreglemos acerca del precio de mis tierras”. Su alma estaba tan ocupada por Gemma, que las demás mujeres ya no tenían interés para él; apenas notaba su existencia. Por aquella vez, se limitó a pensar: “No me habían engañado respecto a esa señora: no está nada mal”.

Si no se hubiese hallado en una disposición de ánimo tan excepcional, su observación hubiera tomado sin duda otro cariz. María Nikoláevna de Pólozov (nacida Kólishkina) era realmente una mujer muy digna de atraer la atención. Y no porque fuese de una hermosura perfecta: se traslucían demasiado en ella los inequívocos signos de su origen plebeyo. Tenía la frente baja, la nariz algo carnosa y respingona; no podía presumir por la finura de la piel, ni por la elegancia de brazos y piernas. Pero ¿qué importaba eso? Al encontrarla, todo hombre se hubiera detenido, no ante “la sacra Majestad de la belleza” (para decirlo como Pushkin), sino ante la fuerza y la gracia de un buen rostro de mujer en todo su esplendor, tipo medio ruso, medio bohemio; y no hubiera sido “involuntario” ese homenaje de admiración. Pero la imagen de Gemma protegía a Sanin, como el “triple broncíneo escudo” de Horacio(1).

Al cabo de diez minutos, reapareció María Nikoláevna acompañada por su marido. Se acercó a Sanin con esos andares cuyos encantos habían bastado para hacer perder la chaveta a muchos entes originales de aquel tiempo, ¡ah!, tan lejano del actual. “Cuando esa mujer avanza hacia uno, parece que le trae toda la felicidad de su vida”, pretendía uno de ellos. Se adelantó hacia Sanin alargándole la mano, y le dijo en ruso con voz cariñosa y contenida a la vez:

—Me esperará usted… ¿no es así? Pronto vuelvo.

Sanin se inclinó respetuoso, pero María Nikoláevna desaparecía ya tras el cortinaje de la puerta. Volvió la cabeza por encima de su hombro con rápida sonrisa, y se esfumó dejando en pos de sí la misma impresión de armonía.

Al sonreírse, no eran uno ni dos, sino tres, los hoyuelos que se formaban en cada una de sus mejillas, y sus ojos se sonreían aún más que sus labios, labios bermejos, llenitos y sabrosos, realzados en el ángulo izquierdo por dos lunarcitos.

Pólozov atravesó con pesadez el salón y volvió a dejarse caer en la butaca. Permaneció silencioso como antes; pero, de vez en cuando, una extraña mueca hinchaba sus carrillos descoloridos y surcados por arrugas precoces. Tenía aspecto avejentado, aunque sólo le llevaba tres años a Sanin.

La comida que dio a Sanin y que (dicho sea de paso) hubiera satisfecho al gastrónomo de gusto más exigente, pareció a Sanin de una duración insoportable. Pólozov comía con lentitud, con reflexión y conocimiento de causa, se inclinaba con aire atento sobre su plato, y husmeaba, digámoslo así, cada bocado. Al beber, se enjuagaba la boca con el vino antes de tragarlo y luego chascaba los labios… Después del asado, emprendió, sin más ni más, un largo discurso (¡pero sobre qué asunto!) acerca de los carneros merinos, de los cuales pensaba adquirir un rebaño completo, y habló de eso con infinitos detalles, empleando los más tiernos diminutivos. Sorbió el café, ardiendo, no sin repetir muchas veces al criado, con voz iracunda y lacrimosa, que la víspera le habían servido frío el café, ¡frío como un helado! Luego, con sus dientes amarillos y mal alineados, mordió la punta de un habano y se durmió, como de costumbre, con gran contento de Sanin, que se puso a pasear sobre la blanda alfombra, soñando con el género de vida que llevaría con Gemma y pensando en las noticias que iba a llevarle. Sin embargo, Pólozov se despertó mucho más pronto que de costumbre, según él mismo hizo observar: no había dormido más que una horita y media. Bebió un vaso de agua de Seltz con hielo y engulló siete u ocho grandes cucharadas de dulce, de dulce ruso, que su ayuda de cámara le trajo en un legítimo pomo de Kiev, de vidrio verde oscuro, y sin el cual decía que no hubiera podido vivir; después fijó sus ojuelos hinchados en Sanin y le preguntó si quería jugar con él al duraki. Sanin aceptó con sumo gusto, pues temía que Pólozov empezase otra vez a hablarle de los corderitos y de las ovejitas, y de sus grasientas colitas de treinta libras de peso.

El anfitrión y su huésped volvieron juntos a la sala; un criado les llevó los naipes y empezó la partida, pero no jugaban dinero.

Al regresar la señora Pólozov de casa de la condesa Lasúnskaia, los halló entregados a esa distracción inocente. En cuanto entró, al ver la baraja y abierta la mesita de juego, soltó una estrepitosa carcajada. Sanin se levantó presuroso, pero ella le dijo:

—¡No se mueva y jueguen! No hago más que cambiarme de traje y vuelvo.

Enseguida desapareció, quitándose los guantes y andando con un rumor de seda.

En efecto, casi al momento regresó. Su elegante vestido se había trocado por una amplia blusa de seda color lila, con manga perdida; un grueso cordón de nudos retorcidos le ceñía la cintura. Se sentó junto a su marido y aguardó a que este perdiese la partida, para decirle:

—Vamos, mi gran boliche, basta ya —al oír Sanin esta expresión de “boliche”, la miró con asombro, y ella le devolvió mirada por mirada con alegre sonrisa, que hizo brotar todos sus hoyuelos —Ya basta; —prosiguió —veo que tienes ganas de dormir; bésame la mano y vete. Tenemos que hablar Sanin y yo.

—No tengo ganas de dormir; —dijo Pólozov, levantándose con trabajo de la butaca —pero en cuanto a besarte la mano y marcharme, no digo que no.

Le presentó ella la palma de la mano, sin cesar de sonreír y de mirar a Sanin. También lo miró Pólozov, y salió sin decirle buenas noches.

—Ahora, hable, cuénteme —dijo la señora Pólozov con vivacidad, poniendo a la vez en la mesa ambos codos desnudos y chocando unas con otras las uñas con aire de impaciencia —¿Es cierto eso? ¿Dicen que se casa usted?

Hecha esta pregunta, María Nikoláevna inclinó la cabeza un poco de lado para clavar en los ojos de Sanin una mirada más fija y penetrante.

(1) Quinto Horacio Flaco (65-8 a.C) poeta lírico y satírico romano, autor de obras maestras de la edad de oro de la literatura latina.

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