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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: noviembre 11th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 39

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Con algunos problemas técnicos en nuestra dachita, declaramos que UN TROPEZÓN NO ES CAÍDA, que SIEMPRE QUE LLOVIÓ, PARÓ y que SI TE POSTRAN 10 VECES TE LEVANTAS OTRAS 10, OTRAS 100 OTRAS 500. Nos quedan sólo tres días de lectura nocturna para, luego, encontrarnos nuevamente en el Té Literario. Les dejo el Capítulo 39 de Aguas de primavera, en compañía de un CAPRICHO FLORENTINO (edición super limitada). Hasta mañana, queridos amigos.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 39

La representación duró aún más de una hora, pero Sanin y la señora Pólozov no tardaron en separar la vista del escenario. Se reanudó entre ellos la conversación, siempre sobre el mismo asunto; pero aquella vez Sanin estuvo menos silencioso. Interiormente se sentía molesto contra sí mismo y contra la señora Pólozov, esforzándose en demostrarle la poca solidez de su “teoría”; ¡como si a ella le importase un comino su teoría! Se puso a discutir con ella, cosa que la regocijó en sus adentros. Cuando se discute, se hacen concesiones o se van a hacer.

Ya no se alejaba del cebo, se amansaba y ya no era tan indómito. Le hacía objeciones ella, se reía, cedía, se quedaba meditabunda, atacaba de nuevo… y entre tanto, se acercaban poquito a poco sus caras, y Sanin ya no volvía los ojos a otro lado cuando ella lo miraba. Los ojos de la señora Pólozov parecían vagar con lentitud por todas las facciones de Sanin, y éste, en cambio, le dirigía una sonrisa galante, es cierto, pero a la postre una sonrisa. A ella le gustaba que él se hubiera lanzado a temas abstractos, a razonar acerca de la sinceridad en las relaciones, respecto a los deberes sagrados del amor y del matrimonio… Estos temas abstractos son una cosa excelente en los comienzos… como puntos de partida…

Los muy conocedores de la señora Pólozov aseguraban que cuando su firme y potente naturaleza parecía, de pronto, teñirse con una especie de reservada ternura y casi de pudor virginal (no se sabía de dónde lo sacaba), entonces, ¡oh, entonces, el asunto tomaba un giro peligroso! Evidentemente, aquella noche se encontraba en ese tren para con Sanin. ¡Cómo se hubiera despreciado éste si hubiera podido mirarse por dentro a sí mismo! Pero no tenía tiempo de mirarse por dentro, ni de menospreciarse.

Ella, por su parte, no perdía un segundo. ¡Y todo únicamente porque Sanin era un guapísimo mozo! Algunas veces no se puede menos que decir: “¡De qué depende la perdición o la salvación!”

Terminada la obra, la señora Pólozov rogó a Sanin que le pusiese el chal, y permaneció inmóvil mientras envolvía él con el suave tejido aquellos hombros verdaderamente regios. Luego se colgó del brazo de Sanin, salió al corredor, y faltó poco para que no diese un grito: en la misma puerta del palco surgió Dönhof como un fantasma, y detrás de él la ruin persona del crítico wiesbadenés. La oleosa cara del Litterat irradiaba maligna satisfacción.

—¿Quiere usted, señora, que haga acercar su coche? —dijo el oficialito con un temblor de ira mal reprimida en la voz.

—No, gracias, mi lacayo se ocupará de eso —contestó ella en voz alta, y añadió quedo, con tono imperioso: —¡Déjenme! Y se alejó con presteza, arrastrando consigo a Sanin.

—¡Váyase usted al diablo! ¿Por qué me lo encuentro a usted hasta en la sopa? —vociferó de repente Dönhof encarándose con el Litterat, pues necesitaba descargar contra alguien su rabia.

—Sehr gut, sehr gut! —masculló el Litterat, eclipsándose.

El lacayo, que estaba esperando en el vestíbulo, hizo acercarse al cochero; subió ligera la señora Pólozov, y Sanin se lanzó detrás. Se cerró con estrépito la portezuela, y María Nikoláevna soltó la carcajada.

—¿De qué se ríe usted?

—¡Ah!, perdóneme, se lo ruego… pero se me ha ocurrido la idea de que si Dönhof se batiese con usted por segunda vez y por mi causa… eso sería muy chistoso, ¿no es así?

—¿Tiene usted mucha intimidad con él? —preguntó Sanin.

—¿Con él? ¿Con ese mocoso? Me galantea, nada más. ¡Estese usted tranquilo!

—¡Pero si estoy perfectamente tranquilo!

—Sí, sé que usted está tranquilo. —dijo la señora Pólozov, exhalando un suspiro —Pero voy a decirle una cosa: usted, que es tan galante, no puede rechazar mi último ruego. No olvide que parto dentro de tres días para París, y que usted regresa a Francfort. ¡Quién sabe cuándo volveremos a vernos!

—¿Qué petición me quiere usted hacer?

—¿De seguro que sabrá usted montar a caballo?

—Sí.

—Pues bien, hela aquí: mañana por la mañana me lo llevo a usted conmigo; iremos a dar un paseo por las afueras de la ciudad. Llevaremos excelentes caballos. Volveremos después, terminamos el negocio y… amén. No proteste usted, no me diga que eso es un capricho, que estoy loca. Quizás todo ello sea verdad, pero limítese a decir: “Acepto”.

La señora Pólozov se había vuelto de cara a Sanin. El interior del carruaje estaba oscuro, pero brillaban sus ojos en la oscuridad.

—Pues bien: acepto —dijo Sanin, suspirando.

—¡Ah, suspira usted! —dijo la señora Pólozov, imitándolo —Ese suspiro significa: han echado el vino, hay que beberlo. Pues no, no… usted es galante, encantador, y yo cumpliré mi promesa. He aquí mi mano sin guante, la mano derecha, la mano que firma. Tómela usted y crea en su apretón. Qué clase de mujer soy, no lo sé; pero soy formal, y pueden cerrarse tratos conmigo.

Sin darse muy exacta cuenta de lo que hacía, Sanin se llevó a los labios aquella mano. La señora Pólozov la retiró con dulzura y no dijo nada más hasta que el carruaje se detuvo. Se levantó para apearse… Pero qué… ¿fue alucinación de Sanin o un contacto, rápido y ardiente rozó su mejilla?

—¡Hasta mañana! —murmuró María Nikoláevna en la escalera, iluminada por las cuatro bujías de un candelabro que a la llegada de la señora había tomado un lacayo todo galoneado de oro. Tenía ella los ojos bajos.

—¡Hasta mañana!

De regreso a su cuarto, Sanin encontró encima de la mesa una carta de Gemma. Tuvo un impulso de miedo, seguido muy pronto de otro impulso de alegría, con el cual quiso ocultarse a sí mismo el temor que acababa de experimentar. La carta sólo era de cuatro líneas. Gemma se congratulaba de ver tan bien empezado el asunto, le aconsejaba paciencia, añadiendo que todos estaban bien de salud y se alegraban de antemano con la idea de su regreso. Sanin halló un poco seca esta carta; sin embargo, tomó pluma y papel… pero los dejó enseguida. “¿Para qué escribir? Mañana regreso… ¡Aún hay tiempo! ¡Hay tiempo!”

Se metió en la cama sin tardanza, e hizo todos los esfuerzos posibles para dormirse pronto. Si hubiese permanecido de pie y despierto, de seguro que hubiera pensado en Gemma; pero sentía una especie de vergüenza al pensar en ella, de evocar su imagen. Su conciencia estaba desasosegada. Pero se tranquilizaba diciéndose que todo quedaría concluido por completo al día siguiente, que se alejaría para siempre de aquella antojadiza mujer y que olvidaría todas esas estupideces.

Las personas débiles, cuando hablan consigo mismas, se complacen en emplear expresiones enérgicas.

Y además… “¡Eso no tiene consecuencias!”

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