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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: noviembre 13th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 41

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Buenas noches, llegamos al último capítulo que compartiremos, por esta vía, hasta reunirnos a tomar juntos el té, leer en voz alta y debatir. PROHIBIDO LEER LOS 2 CAPÍTULOS QUE FALTAN, ANTES DE NUESTRA CITA! Ahora sí, los dejo con el Capítulo 41 de Aguas de primavera, del divino Iván Turguéniev. En mi taza blanca, Dunas del Magreb. Hoy todo huele a menta.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 41

El caminito se convirtió bien pronto en un trillo y desapareció por completo, cortado por una zanja. Sanin habló de volver atrás.

—¡No! —dijo la señora Pólozov —¡Quiero ir a la montaña! ¡Sigamos adelante, a vuelo de pájaro!

Hizo que la yegua saltase la zanja, y Sanin la imitó. Por detrás de la zanja se extendían unos prados, al principio secos, luego húmedos y que más lejos se transformaban en un pantano; se filtraba el agua por todas partes, formando charcos, en los cuales le gustaba a la señora Pólozov meter a su yegua.

—¡Hagamos travesuras! —exclamó con alegres carcajadas —¿Sabe lo que se llama en Rusia “cazar salpicando”?

—Sí —respondió Sanin.

—A mi tío le gustaba esa caza, la caza a la carrera en primavera, cuando por todas partes hay agua. Yo lo acompañaba. ¡Era delicioso! ¡Y también nosotros dos vamos «salpicando»! Sólo que veo una cosa: usted es ruso y quiere casarse con una italiana. Pero eso es asunto de usted. ¡Ah! ¿Qué es esto? ¡Otra zanja! ¡Hop!

La yegua saltó por encima del obstáculo, pero María Nikoláevna perdió el sombrero, y se le desparramó el cabello en rizos por los hombros. Sanin quería echar pie a tierra para recoger el sombrero, pero ella exclamó:

—¡No lo toque! ¡Yo misma lo tomaré!

Se inclinó muy bajo desde la silla, enganchó el velo con la fusta y recogió, en efecto, el sombrero, que se puso sin arreglarse el cabello; después prosiguió a más y mejor su loca carrera, lanzando el brioso grito gutural del cosaco al cargar contra el enemigo.

Sanin iba siempre pegado a ella, saltando zanjas, setos y arroyos, bajando a los valles, subiendo las cuestas, hundiéndose en los fangales, saliendo del paso bien o mal él y su caballo, y siempre con los ojos puestos en el rostro de la señora Pólozov.

En aquella cara todo estaba abierto: los ojos luminosos y devoradores, que brillaban con un ardor salvaje, la boca y las aletas de la nariz dilatadas, aspirando con avidez al viento que la azotaba de lleno. Miraba de frente, y se hubiera dicho que su alma quería tragarse todo, conquistar cuanto veía: la tierra, el cielo, el sol y hasta el aire, y parecía no sentir sino un solo pesar: que fuesen tan pocos los peligros, para darse el gusto de vencerlos todos.

—¡Sanin! —exclamó —¡Esto es enteramente como en la Lenore(1) de Bürger, sólo que usted no está muerto! ¿Verdad que usted no está muerto…? ¡Yo estoy viva!

Todo cuanto en ella había de audacia, de ímpetu y de fuerza, todo se había desencadenado. Ya no era amazona lanzando su caballo a galope tendido, era una joven centaura que retozaba, medio alimaña montaraz y medio diosa, y la comarca honrada y apacible que hollaba con sus pies, en su impetuosidad desenfrenada, la veía pasar con asombro.

Por fin detuvo a la yegua, cubierta de espuma y salpicaduras de fango, que se rendía bajo su peso. El brioso, pero pesado semental de Sanin, resollaba jadeante.

—¡Qué! ¿Esto le gusta? —murmuró María Nikoláevna bajito, muy bajito.

—¡Que si me gusta…! —contestó Sanin en un arrebato de exaltación. Comenzaba a hervirle la sangre en las venas.

—¡Espere, no hemos concluido! —dijo ella, extendiendo la mano, cuyo guante estaba hecho tiras —Le dije que lo llevaría al bosque, a la montaña… ¡Ahí está la montaña!

En efecto, a doscientos pasos del sitio donde se habían detenido los audaces jinetes, comenzaban a erguirse los montes, cubiertos de grandes bosques.

—Mire, aquí está el camino —prosiguió María Nikoláevna —¡Ahora, juntos y adelante! Pero al paso. Es preciso dejar que respiren nuestras cabalgaduras.

Se pusieron en marcha. Con un brusco ademán, María Nikoláevna se echó atrás los cabellos. Luego se miró los guantes y se los quitó diciendo:

—Me van a oler a cuero las manos; pero eso le es igual, ¿no es cierto?

La señora Pólozov sonreía, y Sanin sonrió también. Aquella furiosa carrera parecía haber acabado de aproximarlos.

—¿Qué edad tiene usted? —le preguntó ella de pronto.

—Veintidós años.

—¡Qué me dice! También yo tengo veintidós. ¡Bonita edad! Poniendo juntos nuestros años, aún falta mucho para la vejez. Pero hace mucho calor. ¿Estoy encarnada?

—Como una amapola.

María Nikoláevna se pasó el pañuelo por la cara.

—Lleguémonos nada más que al bosque, allí hará fresco. Un bosque antiguo es como un amigo viejo. ¿Tiene usted amigos?

Sanin reflexionó un instante, y contestó:

—Sí… pero no muchos; y ni un solo amigo verdadero.

—Yo los tengo verdaderos, sólo que no son viejos… Y mire, un caballo también es un amigo. ¡Con qué precauciones nos llevan! ¡Ah, qué bien se está aquí! ¡Y cuando pienso que pasado mañana estaré en París!

—¡Sí… cuando se piensa eso! —repitió Sanin.

—¿Y usted, en Francfort?

—En Francfort, desde luego.

—Pues bien, sea lo que Dios quiera. En cambio, el día de hoy es nuestro… nuestro… ¡nuestro!

Los jinetes saltaron la linde y se internaron en el bosque, que los envolvió con su sombra húmeda y profunda.

—¡Oh! ¡Pero esto es un paraíso! —exclamó María Nikoláevna —¡Metámonos más adentro, en esa espesura, Sanin!

Los caballos “se metían en aquella espesura” lentamente, cabeceando y dando relinchos apagados. La senda por donde iban hizo un brusco recodo y los condujo a un desfiladero bastante angosto, donde los helechos y los brezos, la resina de los pinos y las hojas medio enmohecidas del año anterior llenaban el aire de aromas intensos y adormecedores. Grandes rocas pardas exhalaban por sus grietas una intensa frescura. A ambos lados del camino se veían acá y allá colinas redondeadas, cubiertas de verde musgo.

—¡Alto! —exclamó la señora Pólozov —Quiero sentarme y descansar en este terciopelo. Ayúdeme a apearme.

Sanin bajó a toda prisa del caballo y acudió. Se apoyó ella en sus hombros, saltó con ligereza al suelo y fue a sentarse en uno de los musgosos montículos. Sanin, de pie ante ella, tenía de las riendas a ambos caballos.

María Nikoláevna lo miró, y dijo:

—Sanin, ¿sabe usted olvidar?

Sanin se acordó de lo sucedido la víspera… dentro del coche… de su prometida, que lo esperaba, y exclamó:

—Eso ¿es una pregunta o un reproche?

—En mi vida he hecho reproches a nadie. ¿Cree usted en brujerías?

—No comprendo.

—En las brujerías, ¿sabe?, de que se habla en nuestras canciones, en las canciones populares rusas.

—¡Ah!, ¿de eso habla usted? —exclamó Sanin, espaciando las palabras.

—Sí, de eso mismo… Yo creo en ellas… y usted también creerá.

—Brujerías… hechizos… —repitió Sanin —Todo es posible en este mundo. Antes no creía, ahora creo. Ya no me reconozco.

María Nikoláevna se quedó pensativa y miró alrededor.

—Me parece que este sitio me es conocido. Mire, Sanin, ¿hay o no una cruz roja de madera tras aquel grueso roble?

Sanin dio unos cuantos pasos hacia un lado, y dijo:

—Sí. ¡Ahí está la cruz!

María Nikoláevna sonrió maliciosa.

—¡Qué bien! Ya sé dónde estamos. Hasta ahora, por lo menos, no nos hemos perdido. ¿Qué ruido es ese? ¿Es un leñador quien da esos golpes?

Sanin miró por entre la espesura.

—Sí… allá hay un hombre cortando ramas secas.

—Entonces, tengo que peinarme. —articuló María Nikoláevna —Porque si me ve así, puede pensar mal. —se quitó el sombrero y se puso a trenzar sus largos cabellos en silencio y con cierta gravedad.

Sanin estaba de pie delante de ella… Las esbeltas formas de la joven se dibujaban insinuantes bajo los oscuros pliegues del vestido, al que se habían adherido, aquí y allá, algunas pequeñas briznas de musgo.

De pronto, uno de los caballos resolló con fuerza a la espalda de Sanin. Él mismo se estremeció involuntariamente de pies a cabeza. Estaba todo trastornado, tenía los nervios tensos como cuerdas. No en vano había dicho que no se reconocía… Se sentía realmente embrujado. Todo su ser estaba obseso de un solo pensamiento, de un solo deseo. María Nikoláevna lo miró fijamente.

—Ahora todo está bien —musitó poniéndose el sombrero —¿No se sienta usted? Siéntese aquí. No, espere… no se siente. ¿Qué es eso que oigo?

Una vibración sorda y prolongada pasó sobre las copas de los árboles y por el aire del bosque.

—¿Será un trueno?

—Creo que sí —respondió Sanin.

—¡Oh, pues entonces esto es una fiesta, una verdadera fiesta! Sólo esto nos faltaba. —el sordo trueno se dejó oír por segunda vez —¡Bravo! ¿Se acuerda usted? Ayer le hablaba de la Eneida. También “ellos” fueron sorprendidos por la tempestad en un bosque. Pero tenemos que buscar donde guarecernos —se levantó con rapidez diciendo: —Tráigame la yegua. Deme la mano… así. No soy muy pesada.

Saltó a la silla como un pájaro. También Sanin montó a caballo.

—¿Quiere… usted… volverse atrás? —preguntó con voz insegura.

—¿Volverme atrás? —contestó ella tras breve pausa, empuñando las riendas; y añadió con tono duro, casi brutal: —¡Sígame!

Volvió al camino, dejó a un lado la cruz roja, bajó la ladera hasta una encrucijada, torció a la derecha y de nuevo subió por la colina… Evidentemente sabía a dónde llevaba ese camino, que iba penetrando cada vez más y más por la espesura del bosque. Sin pronunciar una palabra, sin volver la cabeza, avanzaba ella, en línea recta con aire imperioso; y él, humilde y sumiso, la seguía sin una chispa de voluntad en su corazón anhelante.

Comenzó a caer la lluvia en gotas aún escasas. María Nikoláevna espoleó su montura y él hizo lo mismo.

Por fin, a través del oscuro verdor de los jóvenes abetos vio, apoyada en un peñasco gris, una pobre chocita hecha de ramas, donde se abría una puerta baja. María Nikoláevna se metió a través de los matorrales, saltó a tierra, se detuvo en el umbral de la choza y volvió la cabeza hacia Sanin, murmurando: “¡Eneas!”

Cuatro horas más tarde, María Nikoláevna y Sanin regresaban a Wiesbaden, seguidos por el groom, que dormitaba en la silla. Pólozov, con la carta para el administrador en la mano, recibió a su mujer con una mirada ligeramente inquisitiva; se le nubló un poco el rostro y hasta dijo entre dientes:

—¿Habré perdido mi apuesta?

María Nikoláevna se limitó a encogerse de hombros.

Y el mismo día, dos horas después, rendido y entregado, estaba Sanin de pie ante la señora Pólozov.

—¿Adónde vas, por fin? —le dijo ella —¿A París… o a Francfort?

—Iré a donde tú vayas, y no te abandonaré sino cuando me arrojes —respondió él desesperadamente, tomando las manos de la mujer de quien ya era esclavo.

Ella se desasió, puso sus manos sobre la cabeza de él y con los diez dedos tomó sus cabellos. Cogía y retorcía despacio esos dóciles cabellos, mientras, erguida, esbozaba en sus labios una pérfida sonrisa triunfal, y en sus ojos, grandes y claros hasta parecer blancos, se leía la saciedad y la dureza implacable de la victoria.

Cuando el gavilán clava sus garras en los ijares de su presa, tiene los mismos ojos.

(1) Lenore, patética balada de Gottfried August Bürger (1747-1794), poeta lírico alemán.

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