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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: agosto 11th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULOS 9 Y 10

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Capítulos 9 y 10 de la Octava Parte de Anna Karenina. Levin contradictorio; Levin adorable; Levin conservador; Levin progresista; Levin presa de la moral y las costumbres de su tiempo… habrá alguien que no se haga estos planteos? Y, si tuviéramos que elegirlo, no nos gustaría saber qué piensa y siente íntimamente? Una cosa clara: Levin con contradicciones pero sincero. Vamos, con una tacita de té.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 9

Semejantes pensamientos lo torturaban con mayor o menor intensidad pero no lo abandonaban nunca.

Leía y meditaba y cuanto más lo hacía, más se alejaba del fin perseguido.

En los últimos tiempos, en Moscú y en el pueblo, persuadido de que no podía hallar la solución en los materialistas, leyó y releyó a Platón, Espinoza, Kant, Schelling, Hegel y Schopenhauer, los filósofos que explican la vida según un criterio no materialista.

Sus ideas le parecían fecundas cuando las leía o cuando buscaba él mismo refutaciones de otras doctrinas, en especial contra el materialismo. Pero cuando leía o afrontaba la resolución de problemas, le sucedía siempre lo mismo. Los términos imprecisos tales como «espíritu», «voluntad», «libertad», «sustancia», ofrecían, en cierto modo, a su inteligencia, un determinado sentido sólo en la medida en que él se dejaba prender en la sutil red que le tendían con sus explicaciones. Pero apenas olvidaba la marcha artificial del pensamiento y volvía a la vida real, para buscar en ella la confirmación de sus ideas, toda aquella construcción artificiosa se derrumbaba como un castillo de naipes y le era forzoso reconocer que se le había deslumbrado por medio de una perpetua transposición de las mismas palabras, sin recurrir a ese «algo» que, en la práctica de la existencia, importa más que la razón.

Durante una época, leyendo a Schopenhauer, Levin substituyó la palabra «voluntad» por «amor», y esta nueva filosofía le resultó satisfactoria durante un par de días mientras no se alejaba de ella. Pero luego, también ésta decayó al enfrentarla con la vida y la vio revestida de unos ropajes de muselina que no calentaban el cuerpo.

Su hermano le aconsejó que leyera las obras teológicas de Jomiakov.

Levin leyó el segundo tomo y, pese a su estilo polémico, elegante e ingenioso, se sintió sorprendido por sus ideas sobre la Iglesia. Le asombró al principio la manifestación de que la comprensión de las verdades teológicas no está concedida al hombre, sino a la unión de hombres reunidos por el amor, esto es, a la Iglesia.

Esta teoría reanimó a Levin: primero la Iglesia, institución viva que une en una todas las esencias humanas, que tiene a Dios a su cabeza y que, por este motivo, es sagrada e indiscutible; luego aceptar sus enseñanzas sobre Dios, la creación, la caída, la redención, le pareció mucho más fácil que empezar por Dios, lejano y misterioso y pasar luego a la creación, etc. Pero después, leyendo la historia de la Iglesia por un escritor católico y la historia de la Iglesia por un escritor ortodoxo, y viendo cómo las dos Iglesias combatían entre sí, Levin perdió la confianza en la doctrina de Jomiakov sobre la Iglesia, y también aquella construcción se derrumbó ante él como las filosóficas.

Vivió aquella primavera momentos terribles y no parecía el mismo.

«No puedo vivir sin saber lo que soy y por qué estoy aquí. Y puesto que no puedo saberlo, no puedo vivir», se decía.

« En el tiempo infinito, en la infinidad de la materia, en el infnito espacio, una burbuja se desprende de un organismo, dura algún tiempo y luego estalla. Y esa burbuja humana soy yo…»

Se trataba de una ficción atormentadora, pero en ella consistía el último y único resultado de todos los trabajos realizados durante siglos por el pensamiento humano en aquella dirección; era ésta la última doctrina que se encuentra en la base de casi todas las actividades científicas. Era ésta la convicción dominante y Levin la adoptó –sin que él mismo supiese explicarse ni cuándo ni cómo–, como la interpretación más clara.

Mas no sólo le pareció que no podía ser verdad, sino que constituía una ironía cruel de una fuerza malévola y abominable a la que resultaba imposible someterse.

Era preciso liberarse de aquella fuerza. Y la liberación estaba en manos de cada uno. Había que cortar tal dependencia del mal y no había sino un medio: la muerte.

Y Levin, aquel hombre feliz en su hogar, fuerte y sano, se sentía muchas veces tan cerca del suicidio que hasta llegó a ocultar las cuerdas para no estrangularse y temió salir a cazar por miedo a que le acometiese la idea de dispararse contra sí mismo con la escopeta.

Pero ni se estranguló ni se disparó un tiro, sino que continuó viviendo.

OCTAVA PARTE – Capítulo 10

Cuando Levin pensaba qué cosa era él y por qué vivía, no encontraba contestación y se desesperaba; mas cuando dejaba de hacerse estas preguntas, sabía quién era él y para qué vivía, porque su vida era recta y sus fines estaban bien definidos, e incluso en los últimos tiempos, su vida era más firme y decidida que nunca.

Al regresar al campo en los primeros días del mes de junio, Levin volvió a sus habituales ocupaciones; y los trabajos agrícolas, sus tratos con los labriegos, sus relaciones con familiares, amigos y conocidos, los pequeños problemas de su casa, los asuntos que sus hermanos le tenían encargados, la educación de su hijo, la nueva obra en el colmenar que había comenzado aquella primavera, todo esto ocupaba totalmente su tiempo.

Se interesaba en tales ocupaciones, no porque las justificara con puntos de vista sobre el bien común como lo hacía antes; al contrario, desengañado, por una parte, por el fracaso de sus empresas anteriores en favor de la comunidad, y demasiado ocupado, por la otra, por sus pensamientos y por la gran cantidad de asuntos que llovían sobre él de todos lados, Levin dejaba a un lado todas sus antiguas ideas sobre el bien general y se dedicaba por completo a aquellos asuntos simplemente porque le parecía que debía hacerlo así y que no podía obrar de otro modo.

En otros tiempos (es decir, en su infancia, y ahora estaba ya en plena madurez) cuando hacía o procuraba hacer algo que fuera un bien para el pueblo, para Rusia, e incluso para la Humanidad, Levin sentía que aquel impulso lo llenaba de satisfacción; pero la misma actividad que antes le parecía tan grande, útil y hermosa, ahora se le figuraba empequeñecida y aun a punto de desaparecer.

Después de su casamiento, que empezó a limitar sus actividades a los asuntos o cuestiones particulares suyas o de sus allegados, no sentía aquella satisfacción, pero sí la de saber que su obra era necesaria y ver que sus intereses o los que le confiaban iban bien y mejoraban constantemente.

Ahora, incluso contra su voluntad, penetraba cada vez más en los problemas de la tierra, pensando que, como el arado, no podía librarse del surco.

Indudablemente, era necesario que la familia viviera como lo hicieran los padres y los abuelos y educar en los mismos principios a los hijos. Esto lo consideraba Levin tan necesario como el comer cuando se siente hambre, y era igualmente tan preciso como preparar la comida, o llevar la máquina económica de la propiedad que tenía en Pokrovskoie de modo que produjera beneficios.

Así, consideraba un deber indiscutible el pagar sus deudas, y no menos que éste el de mantener la tierra recibida de los padres en tal estado que el hijo, al heredarla, sintiera agradecimiento hacia su padre por ello, como Levin lo había sentido hacia el suyo por todo lo que había plantado y edificado.

Y para esto no había que dar en arriendo las tierras, sino ocuparse por sí mismo del cultivo, abono de los campos, cuidar los bosques y plantar nuevos árboles, criar animales…

Creía también un deber suyo cuidar de los asuntos de Sergio Ivanovich y de su hermana; ayudar a los campesinos que acudían a él en busca de consejo, siguiendo la antigua costumbre; cosas todas estas que no podía dejar de hacer, como no puede dejarse caer a un niño que se tiene en los brazos.

Tenía que ocuparse de preparar un cómodo alojamiento a su cuñada, con sus niños a quienes habían invitado a pasar con ellos el verano. Tenía también que atender a las necesidades de su mujer y de su hijo y pasar algún rato con ellos, cosa que, por otra parte, no requería de él esfuerzo alguno, ya que cada día le costaba más pasar mucho tiempo alejado de aquellos seres queridos.

Y todo esto, junto con la caza y el cuidado de las abejas, llenaba por completo la vida de Levin, aquella vida que él consideraba a veces sin sentido.

Pero, además de que Levin conocía perfectamente lo que debía hacer, sabía también cómo había que hacerlo, cuál asunto era el más importante y cómo debía atenderlo y desarrollarlo.

Sabía que tenía que contratar la mano de obra cuanto más barata mejor, pero no debía esclavizar a los obreros adelantándoles dinero y pagándoles jornales inferiores al precio normal, como sabía que podía hacerse. Podía venderse paja a los campesinos en los años malos, aunque inspirasen piedad; pero era preciso suprimir la posada y la taberna, aunque diesen ganancias, para evitarles gastos que contribuían a su ruina. Había que castigar severamente la tala de árboles; pero le era imposible imponer una multa porque los animales ajenos entraran en sus prados o labrantíos; y, aunque eso irritaba a los guardias y hacía desaparecer el miedo a las multas, Levin dejaba marchar tranquilamente a los animales ajenos que penetraban en su propiedad.

Prestaba dinero a Pedro para librarlo de las garras de un usurero que le exigía un rédito del diez por ciento mensual, pero no cancelaba ni aplazaba el pago del arrendamiento a los campesinos que se resistían a satisfacerlo en su día. No perdonaba al encargado que no se hubiese segado una pradera a tiempo, perdiéndose la hierba, pero comprendía y disculpaba que no se hubiese segado antes la hierba del nuevo bosque, que era muy extenso y presentaba grandes dificultades para aquella labor. Era imposible condonar al obrero los jornales que perdía no yendo al trabajo. La muerte del padre le parecía una causa muy justificada y la lamentaba; pero había que hacer el descuento correspondiente a los días no trabajados.

Ahora bien, no se podía dejar de pagar su mensualidad a los viejos criados de la casa aunque no fuesen ya útiles para ningún trabajo.

Levin sabía, también, que al volver a su casa encontraría en su despacho a muchos campesinos que estaban esperándolo desde hacía varias horas para consultarle sus asuntos, pero sentía que su primer deber era ver a su esposa, que se encontraba mal de salud, aunque aquellos campesinos hubieran de esperar algún tiempo más. En cambio, si acudían a verlo en el momento de instalar las abejas, que era la ocupación que más le gustaba, la dejaba en manos del viejo criado y los atendía aunque no le interesase en lo más mínimo su conversación.

Si obrando así hacía bien o mal no quería saberlo, y hasta huía las conversaciones y pensamientos sobre estos temas. Sabía que las discusiones le llevaban a la duda y que ésta entorpecía la labor que había de realizar. No obstante, cuando no pensaba, vivía y sentía constantemente en su alma la presencia de un juez implacable que le señalaba cuándo obraba bien y qué era lo que hacía mal; y en este caso su conciencia se lo advertía en seguida.

Sin embargo, Levin continuamente, muchas veces, se preguntaba qué era él y por qué y para qué estaba en el mundo; y el no hallar una contestación concreta lo atormentaba hasta tal punto que pensaba en el suicidio. Pero, a pesar de ello, continuaba firme en su camino.

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