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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: junio 22nd, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 7, 8, 9,Y 10

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 7

Hacía tres meses que Anna y Vronsky viajaban por el extranjero.

Después de visitar Venecia, Roma y Nápoles, llegaron a una pequeña ciudad italiana donde pensaban permanecer algún tiempo.

El maestresala, arrogante mozo de pelo brillante partido por una raya que comenzaba en el mismo cogote, con frac y camisa blanca de batista, colgantes sobre su vientre varias baratijas, metidas las manos en los bolsillos y arrugando las cejas desdeñosamente, hablaba con altanería a un señor que estaba ante él.

Al oír los pasos que subían la escalera lejos de la entrada y, viendo que era el conde ruso que ocupaba las mejores habitaciones del hotel, sacó respetuosamente las manos del bolsillo e, inclinándose, le explicó que el enviado había vuelto y que el alquiler del palacio era cosa resuelta. El encargado estaba conforme con las condiciones.

–Lo celebro. –dijo Vronsky– ¿Está en el hotel la señora?

–Salió a paseo y ha vuelto ya. –repuso el maestresala.

Vronsky se quitó el sombrero flexible de anchas alas, se enjugó con el pañuelo el sudor de la frente y de los cabellos, que se dejaba crecer hasta la mitad de la oreja, peinándolos hacia atrás para cubrirse la calva, y después de mirar al hombre que hablaba con el maestresala, que parecía muy turbado, y el cual le miraba a su vez, se dispuso a salir.

–Este caballero es ruso y desea hablarle ––dijo el mayordomo.

Con un sentimiento de enojo de no poder rehuir en ningún sitio a los conocidos y satisfecho a la vez de encontrar algún entretenimiento en la monotonía de su vida, Vronsky miró otra vez a aquel señor que se había apartado y por un momento brillaron los ojos de los dos.

–¡Golenischev!

–¡Vronsky!

Era, en efecto, Golenischev, compañero de Vronsky en el Cuerpo de Pajes.

Durante su estancia allí, Golenischev había pertenecido al partido liberal. Del Cuerpo de Pajes había salido con un título civil, sin ninguna intención de entrar en servicio. Desde entonces se habían visto sólo una vez, y en aquella ocasión, Vronsky comprendió que su amigo, habiendo elegido una actividad liberal e intelectual, despreciaba su título y su camera militar. Por esto, al verle, le trató con aquella fría altivez que él sabía y con la cual parecía querer decir: «Puede gustarte o no mi modo de vivir; me es igual. Pero, si quieres tratarme, me has de respetar».

Golenischev se había mantenido despectivamente indiferente al tono de Vronsky. De modo que aquel encuentro los separó aún más. Y, no obstante, ahora los dos, al verse, lanzaron una exclamación de alegría.

Vronsky no podía esperar que le alegrase tanto el encuentro con aquel amigo, pero se debía seguramente a que él mismo ignoraba hasta qué punto se aburría. Olvidó la ingrata impresión del último encuentro y con rostro alegre y franco tendió la mano a su ex compañero.

Igual expresión de contento substituyó a la expresión inquieta que un momento antes se dibujaba en el rostro de Golenischev.

–¡Cuánto celebro verte! –dijo Vronsky, mostrando, al sonreír amistosamente, sus dientes blancos y fuertes.

–Yo supe que había aquí un Vronsky pero ignoraba que fueras tú. Siento una alegría sincera.

–Entra, haz el favor… Y ¿qué haces aquí?

–Trabajar. Llevo aquí más de un año.

–¡Ah! ––dijo Vronsky con interés– Pasa, pasa.

Y, siguiendo la costumbre rusa de hablar en francés cuando no se quiere ser entendido por los criados, Vronsky dijo en aquella lengua:

–¿Conoces a la Karenina? Viajamos juntos. –y, al hablar, miraba intencionadamente a Golenischev– Voy a verla ahora.

–No lo sabía. –––contestó indiferente Golenischev, aunque estaba enterado–– ¿Hace mucho que estás aquí? –preguntó.

–Tres días. –repuso Vronsky, mirando de nuevo con atención el rostro de su amigo.

«Es un hombre correcto y considera el asunto como debe», se dijo, comprendiendo el significado de la expresión del semblante de su amigo y su cambio de conversación. «Puedo presentárselo a Anna. Tomará las cosas en el sentido más razonable.»

En los tres meses que Anna y Vronsky llevaban juntos en el extranjero, tratando gentes nuevas, Vronsky se preguntaba siempre cómo consideraría tal o cual persona sus relaciones con Anna. En la mayoría de los casos, encontraba en los hombres la debida «comprensión». Pero si a ellos y a él les hubiesen preguntado en qué consistía aquella «debida comprensión», unos y otro se habrían visto en un grave aprieto.

En general, los que comprendían «debidamente», según Vronsky, no comprendían de ningún modo y procedían como suele proceder la gente educada tratándose de las cosas difíciles a insolubles de que está llena la vida: se mantenían en una actitud correcta, evitando alusiones y preguntas desagradables. Fingían comprender el sentido de la situación, la aceptaban y hasta la aprobaban, considerando inoportuno y superfluo entrar en explicaciones.

Vronsky adivinó en seguida que Golenischev era una de estas personas y por ello se sintió doblemente contento al hallarle. Y, en efecto, Golesnichev trató a la Karenina, cuando su amigo le pasó a las habitaciones de ella, tan correctamente como Vronsky pudiera desear, evitando sin esfuerzo toda charla que pudiese motivar la menor molestia.

No conocía de antes a Anna y le sorprendió su belleza y, sobre todo, la sencillez con que aceptaba su situación.

Anna se ruborizó cuando Vronsky le presentó a su amigo y el infantil rubor que cubrió su rostro bello y franco cautivó a Golenischev. Lo que más le impresionó, sin embargo, fue que ella, como para no dejar duda alguna en presencia de extraños, llamó en seguida «Alexis» a Vronsky y dijo que iban a vivir juntos en una casa alquilada que allí llamaban palazzo.

Tan simple y recto modo de proceder impresionó agradablemente a Golenischev, quien, reparando en los modales de Anna, resueltos, francos y alegres y conociendo como conocía a Karenin y a Vronsky, pareció comprenderla muy bien; y hasta pareció comprender lo que ella no podía en modo alguno: el que pudiese mostrarse tan decididamente alegre y feliz a pesar de haber causado la desgracia de su esposo, abandonándolo a él y a su hijo, y haber perdido su buena fama.

–Ese palacio se menciona en la guía. –dijo Golenischev, refiriéndose al que alquilaba Vronsky– Hay un excelente Tintoretto de los últimos años del pintor.

–Hoy hace muy buen día. Vayamos y veremos la casa una vez más. –propuso Vronsky a Anna.

–Con mucho gusto. Voy a ponerme el sombrero. ¿Dice que hace calor? –preguntó ella, parándose en la puerta y mirando a Vronsky interrogativa.

Y el rubor cubrió otra vez sus mejillas.

Por la mirada de Anna, Vronsky comprendió que ella no sabía los términos en que él deseaba quedar con Golenischev y que temía no comportarse como él deseaba. La contempló con mirada larga y suave.

–No, no mucho –contestó.

Anna creyó comprender que él estaba satisfecho de ella; y, dirigiéndole una sonrisa, salió con rápido paso.

Los amigos se miraron con cierta confusión en el rostro, como si Golenischev, admirando a Anna, quisiera decir algo de ella sin saber qué y como si Vronsky lo deseara y a la vez lo temiera.

–Sí… –empezó Vronsky, para entablar conversación– ¿Conque vives aquí? ¿Sigues trabajando en lo mismo? –continuó, recordando que Golenischev le había dicho que escribía.

–Sí, estoy escribiendo la segunda parte de Los dos principios. –respondió Golenischev, satisfechísimo al oír la pregunta– Para ser más exacto, no escribo aún: preparo y selecciono el material. Será un libro muy vasto. Tratará casi sobre todos los problemas. En Rusia no quieren comprender que somos herederos de Bizancio.

Y Golenischev inició una explicación larga y animada.

Vronsky se sintió avergonzado al principio, ignorando de qué trataba la primera parte de Los dos principios, de la que el autor le hablaba como de algo muy conocido.

Pero luego, cuando Golenischev se explicó y Vronsky pudo seguirlo, aun sin conocer la obra, lo escuchó con gran interés, porque su amigo se expresaba con gran claridad. Sólo le disgustaba y extrañaba la irritada emoción con que Golenischev trataba el objeto que le interesaba.

A medida que iba hablando, le brillaban más los ojos, con mayor rapidez replicaba a imaginarios contrincantes y más inquieta y ofendida expresión iluminaba su semblante.

Recordando a su amigo como un niño delgado y vivo, bondadoso y noble, siempre el primero en el Cuerpo de Pajes, Vronsky no podía comprender ni aprobar la causa de tal irritación. Le disgustaba, sobre todo, que Golenischev, hombre distinguido, se pusiese al nivel de aquellos escritores venales que le irritaban. Él creía que no valía la pena, aunque por otra parte no dejaba de comprender que su amigo era desgraciado y le compadecía. La desgracia, casi la locura, se leía en su rostro animado, incluso hermoso, cuando, sin apenas notar que Anna había salido, seguía exponiendo sus ideas con precipitado ardor.

Al salir Anna con capa y sombrero y, con un rápido ademán de su bella mano que jugaba con el quitasol, ponerse al lado de Vronsky, éste, con un sentimiento de alivio, separo sus ojos de la doliente nada de Golenischev y los puso con renovado amor en su hermosa amiga, llena de vida y de alegría.

Golenischev, tranquilizándose a duras penas, permaneció unos momentos triste y taciturno. Pero Anna, que estaba entonces en una excelente disposición de ánimo, le distrajo en seguida con su trato sencillo y alegre.

Probando varios temas de conversación, le llevó, al fin, a la pintura, de la que Golenischev hablaba con mucho conocimiento. Anna le escuchaba con atención.

Andando, llegaron a la casa que iban a alquilar y la visitaron.

Cuando volvían, Anna dijo a Golenischev:

–Estoy contenta de una cosa… Alexis tendrá un buen atelier. No dejes de quedarte con aquella habitación –indicó a Alexis, en ruso, comprendiendo que Golenischev, en la soledad en que vivían, se convertía en un amigo ante quien no tenía por qué fingir.

–¿Pintas? –preguntó Golenischev dirigiéndose a Vronsky.

–Sí. Hace tiempo lo practiqué y ahora empiezo de nuevo –repuso éste sonrojándose.

–Tiene mucho talento. –dijo Anna con alegre sonrisa– Claro, que yo no soy quién para decirlo… Pero los entendidos se lo dicen, también.

QUINTA PARTE – Capítulo 8

En este primer período de su libertad y de su rápida convalecencia, Anna se sentía indeciblemente feliz.

El recordar la desgracia de su marido no estorbaba su felicidad. Por una parte, tal recuerdo era demasiado terrible para pensar en él y por otra, aquella desventura había sido fuente de tanta dicha que no sentía remordimiento.

El recuerdo de cuanto le había sucedido tras la enfermedad, la reconciliación con su esposo, la ruptura, la noticia de la herida de Vronsky, su visita, la preparación del divorcio, la marcha de la casa conyugal, el adiós a su hijo, todo le parecía una pesadilla de la que no despertó sino al hallarse con Vronsky en el extranjero.

El recuerdo del mal causado a su marido le producía un sentimiento como de repugnancia análogo al de quien, ahogándose, lograra desprenderse de otro que se hubiera aferrado a él y viera entonces que el otro se ahogaba. Esto era un mal pero, también, la única salvación y más valía no recordar los terribles detalles.

Un pensamiento consolador acudía a su cerebro al pensar en lo que había hecho al principio de su ruptura con Karenin. Ahora, evocando el pasado, sólo se atenía a este pensamiento: «He causado la inevitable desgracia de ese hombre, pero no me aprovecho de ella, ya que también sufro y sufriré en el futuro al perder lo que más aprecio: mi nombre de mujer honrada y mi hijo. He obrado mal y por eso no quiero el divorcio ni la felicidad y sufriré mi deshonra y la separación del ser a quien tanto quiero».

Pero, pese a su intenso deseo de sufrir, no sufría ni notaba para nada la deshonra. Con el vivo tacto que ambos poseían, eludían en el extranjero a los rusos, no se ponían nunca en falsas situaciones y siempre hallaban gente que fingía comprender su posición mutua mucho mejor que ellos.

La separación de su hijo, a quien tanto quería, tampoco la atormentó demasiado al principio. La niña, hija de Vronsky, era muy graciosa y cautivó su cariño desde que quedó sola con ella, así que rara vez se acordaba de Sergei.

Su deseo de vivir, acrecentado con la convalecencia, era tan fuerte y las condiciones de su vida tan nuevas y agradables, que Anna se sentía inmensamente dichosa.

Cuanto más conocía a Vronsky, más lo amaba. Lo amaba por sí mismo y por el amor en que él la tenía.

El poseerlo por completo colmaba su ventura. Su proximidad le alborozaba. Los rasgos de su carácter, que cada vez conocía mejor, se le hacían más queridos.

Su aspecto físico, muy cambiado al vestir de hombre civil, le era tan atractivo como podía serlo para una joven enamorada. En cuanto hacía, decía o pensaba Vronsky, Anna hallaba algo especial, elevado y noble.

La admiración que sentía por él llegaba a veces a asustarla. Anna trataba de hallar en su amado algo que no fuera agradable. No se atrevía a dejarle ver la conciencia que tenía de su propia insignificancia.

Parecíale que, al verlo, Vronsky habría de dejar de amarla más pronto y ella nada temía tanto como perder su amor, aunque no tenía motivo alguno de temor a este respecto.
No podía dejar de estarle agradecida por su nobleza para con ella, de mostrarle cuánto la respetaba… Admirábale que, teniendo tanta vocación para las armas, en las que podía haber llegado a ocupar un elevado cargo, hubiera sacrificado su ambición por ella sin mostrar el más pequeño arrepentimiento.

Vronsky se mostraba más atento y cariñoso que nunca y la preocupación de que ella no se diera cuenta de la irregularidad de su situación no lo abandonaba jamás.

Él, tan enérgico, en su trato con ella, no sólo no la contrariaba nunca, sino que parecía no tener voluntad y ocuparse únicamente de cumplir sus deseos. Y Anna, aunque la intensidad de la atención que le consagraba, la atmósfera de cuidados en que la envolvía, llegaran, a veces, a fatigarla, no podía dejar de agradecérselo.

En cuanto a Vronsky, aunque se había realizado lo que deseara por tanto tiempo, no era feliz. No tardó en advertir que la realización de sus deseos no le procuraba más que un grano de la montaña de dicha que esperaba. ¡Eterna equivocación del hombre que espera la felicidad del cumplimiento de sus anhelos! Al principio de unirse Vronsky a Anna y vestir el traje civil, sintió el atractivo de una libertad general que antes no conocía, así como la libertad en el amor y fue feliz, mas por poco tiempo.

En breve sintió nacer en su alma el deseo de los deseos: la añoranza. Involuntariamente se asía a todos los caprichos pasajeros, considerándolos como deseo y fin. Tenía que ocupar en algo las dieciséis horas hábiles del día, ya que vivían en plena libertad, fuera del círculo de vida social que ocupara su tiempo en San Petersburgo.

Era imposible pensar en las distracciones de soltero que, en sus anteriores viajes fuera de su patria, había buscado siempre, ya que un solo ensayo produjo en Anna, al retrasarse él en la cena con los amigos, una insólita tristeza.

Resultaba imposible relacionarse con la sociedad local y rusa por la situación equívoca en que estaban.

Visitar las curiosidades del país, aparte de que las habían ya visto todas, no tenía para él, hombre inteligente y ruso, la inexplicable importancia que le dan los ingleses.

Así como un animal hambriento coge cualquier objeto que halla, esperando encontrar alimento en él, Vronsky, sin darse cuenta, se asía, ya a la política, ya a los libros nuevos, ya a los cuadros.

Como en su juventud había mostrado alguna aptitud para la pintura y, no sabiendo en qué gastar su dinero, había empezado a coleccionar grabados, ahora se entregó a aquella afición, poniendo en ella su voluntad sin objetivo que necesitara satisfacerse.

Tenía el don de comprender el arte e imitarlo con buen gusto. Pensando poseer facultades de pintor, meditó en la clase de pintura por la cual optaría: religiosa, histórica, de costumbres o realista, y, tras corta vacilación, empezó a trabajar.

Comprendía todos los estilos y era capaz de interesarse por uno u otro pero no le era posible comprender que era preciso ignorar las diversas clases que hay de pintura a inspirarse únicamente en lo que brota del alma, sin preocuparse del género a que perteneciera. Desconociendo esto, Vronsky, al pintar, no se inspiraba en la vida, sino en el medio de vida ya delimitado por el arte. Así se inspiraba rápidamente y con suma facilidad y pronto y sin dificultad conseguía que lo que pintaba se pareciese al género pictórico deseado.

Le gustaba, más que ninguna, la escuela francesa, graciosa y efectista, y en tal estilo comenzó a pintar el retrato de Anna en traje italiano. El retrato pareció excelente a cuantos lo vieron y también a él.

QUINTA PARTE – Capítulo 9

El viejo y abandonado palazzo –de altos techos, frescos en los muros y suelo de mosaico, con grandes cortinas de seda en las altas ventanas, jarrones en las consolas y chimeneas de puertas esculpidas con lóbregas y desiertas estancias llenas de cuadros–, desde que se instalaron en él, mantenía en Vronsky la agradable equivocación de que no era un propietario ruso y un coronel retirado, sino un aficionado exquisito, un mecenas y hasta un pintor modesto que abandonaba el mundo, relaciones y ambiciones por la mujer amada.

Al trasladarse al palacio, el papel elegido por él halló su ambiente adecuado. Por medio de Golenischev conoció a varias personas interesantes y, durante los primeros tiempos, se sintió a gusto.

Pintaba apuntes del natural bajo la dirección de un profesor italiano y estudiaba la vida medieval de Italia. Últimamente, aquélla le había cautivado hasta el punto de empezar a usar el sombrero al descuido y la capa sobre los hombros, como en el medievo italiano, lo que le sentaba admirablemente.

–Vivimos sin saber nada. –dijo Vronsky a Golenischev una mañana en que éste fue a visitarlo– ¿Has visto el cuadro de Mijailov? –preguntó, mostrándole un periódico de Rusia recibido aquel día. En él figuraba un artículo sobre un pintor ruso que vivía en aquella misma ciudad y había terminado un cuadro del que se hablaba hacía tiempo y que se había adquirido ya por anticipado.

En el artículo se reprochaba al Gobierno y a la Academia de Bellas Artes el que un pintor tan notable careciera de estímulo y ayuda.

–Lo he leído. –repuso Golenischev– Claro que a Mijailov no le faltan aptitudes, pero su orientación es completamente equivocada: considera la figura de Cristo y la pintura religiosa según las ideas de Ivanov, Strauss y Renan.

–¿Qué representa el cuadro? –preguntó Anna.

–Cristo ante Pilatos. Cristo está presentado como un hebreo, con todo el realismo de la nueva escuela.

Llevado por aquella pregunta a uno de sus temas favoritos, Golenischev empezó a explicar:

–No comprendo tales errores. Cristo ya tiene su encarnación definida en el arte de los maestros antiguos. Si quieren presentar, en vez de a Dios, a un revolucionario o un santo, que muestren a Sócrates, a Franklin o a Carlota Corday, pero no a Cristo. Escogen para el arte a un personaje que no puede llevarse al arte y luego…

–¿Es cierto que es tan pobre ese Mijailov? –preguntó Vronsky, pensando que él, como mecenas ruso, aparte de que el cuadro fuera malo o bueno, debía ayudar a aquel pintor.

–No lo creo. Es un retratista notable. ¿Has visto su retrato de la Vasilchikova? Pero parece que ahora no quiere pintar más retratos, con lo cual es posible que necesite dinero… Claro que…

–¿Podríamos pedirle que hiciera el retrato de Anna Arkadievna? –dijo Vronsky.

–¿Para qué? –repuso ella– Después de pintarme tú, no quiero otros retratos. Más vale que pinte a Anny. – así llamaban a la niña– Ahí viene. –añadió, mirando por la ventana a la nodriza, una belleza italiana, que había sacado a la niña en brazos aljardín.

Y luego volvió la cara para contemplar a Vronsky. La hermosa nodriza, cuya cabeza pintaba él para su cuadro, era el único dolor oculto que había en la vida de Anna.

Vronsky, pintándola, admiraba su hermosura y su aire medieval y Anna había de reconocer que temía tener celos de la italiana y, por ello, trataba con especial afecto tanto a la nodriza como a su hijita.

Vronsky miró por la ventana, puso sus ojos en los de Anna y luego, volviéndose hacia Golenischev, le preguntó:

–¿Conoces a ese Mijailov?

–Lo veo a veces. Pero es un hombre raro y sin instrucción alguna, uno de esos hombres que se encuentran ahora con frecuencia, de esos librepensadores, educados d’emblée en las concepciones de la incredulidad, la negación y el materialismo.

Y Golenischev, sin ver o no queriendo ver que también Anna y Vronsky deseaban hablar, prosiguió:

–Antes, sucedía que el hombre de ideas libres estaba educado en normas religiosas, en la ley y la moralidad, llegando a las ideas libres mediante luchas y trabajos. Pero ahora surge un tipo nuevo de gente de ideas libres que crece sin saber siquiera que existen leyes de moral y religión y que hay autoridad. Se desarrollan en la negación de todo, es decir, como salvajes. Mijailov es de ésos. Al parecer, es hijo de un mayordomo de Moscú y no recibió instrucción alguna. Al entrar en la Academia y adquirir fama, como no es tonto, se quiso cultivar. Y se dirigió a lo que le parecía la fuente de la cultura: los periódicos. En otros tiempos, un hombre, supongamos un francés, que hubiera querido instruirse, se habría dedicado a estudiar a los clásicos: teólogos, trágicos, historiadores y filósofos y comprendería todo el esfuerzo intelectual que habría tenido que desarrollar. Pero en Rusia, éste cayó en derechura sobre la literatura negativa, absorbió rápidamente todo el extracto de la ciencia negativa y he aquí formado al hombre… Veinte años atrás habría encontrado en esa literatura los signos de la lucha con la autoridad, con las creencias seculares y, en esta lucha, habría comprendido que antes había existido algo más. Pero ahora da con una literatura que no hace dignas de discusión tales ideas, sino que dice sencillamente: «No hay nada. Sólo existen la evolución, la selección, la lucha por la vida y nada más». Yo, en mis artículos…

–¿Saben, –dijo Anna, que por las miradas que hacía rato cambiaba con Vronsky, comprendía que a éste no le interesaba la cultura del pintor, sino que no tenía más intención que ayudarle– saben lo que debemos hacer? –sugirió, interrumpiendo decididamente a Golenischev, entusiasmado en sus explicaciones– Vayamos a verle.

Golenischev, serenándose, consintió, gozoso, en ir. Pero como el pintor vivía en un lugar muy apartado de la ciudad, resolvieron tomar un coche. Una hora después, Anna, al lado de Golenischev y Vronsky en el asiento delantero, se acercaban a una fea casa de moderna construcción en un barrio apartado.

Informados por la mujer del portero de que Mijailov permitía visitar su estudio, pero que ahora estaba en su casa, cercana a él, le enviaron sus tarjetas pidiéndole que los dejara examinar sus cuadros.

QUINTA PARTE – Capítulo 10

El pintor Mijailov estaba trabajando, como de costumbre, cuando le llevaron las tarjetas del conde Vronsky y de Golenischev. Por la mañana no se había movido de su estudio, trabajando en su gran lienzo.

De vuelta a su casa, se enfadó con su mujer por no haber sabido ésta contestar adecuadamente a la dueña de la casa, que pedía el dinero del alquiler.

–¡Ya lo he dicho veinte veces que no tienes que darle explicación alguna! Eres una tonta rematada, pero lo eres todavía más cuando te pones a explicarte en italiano –dijo, después de una larga disputa.

–Pues no dejes pasar tanto tiempo sin pagar. Yo no tengo la culpa. Si hubiera tenido dinero…

–¡Déjame en paz, por Dios! –exclamó Mijailov con voz lastimera.

Y, tapándose los oídos con las manos, se fue a su cuarto de trabajo, tras el tabique, y cerró la puerta, diciéndose que su mujer era una necia.

Se sentó a la mesa, abrió la carpeta y empezó a dibujar con extraordinaria animación.

Nunca trabajaba con tanto ardor y acierto como cuando la suerte le era adversa y, sobre todo, como cuando discutía con su mujer.

«¡Quisiera desaparecer!», pensaba, mientras continuaba su tarea.

Estaba dibujando la figura de un hombre encolerizado. Ya había hecho el dibujo antes, pero no había quedado contento con él.

«No, el otro era mejor. ¿Dónde estará?»

Salió de su cuarto con aspecto sombrío y, sin mirar a su esposa, preguntó a la niña mayor dónde estaba el papel que les había dado.

El papel con el dibujo desdeñado apareció, pero sucio y manchado de estearina. No obstante, Mijailov tomó el dibujo, lo puso en la mesa, se apartó y lo miró entornando los ojos.

De pronto sonrió y agitó alegremente las manos.

–¡Esto es, esto! –exclamó.

Y, cogiendo el lápiz, empezó a dibujar con gran entusiasmo. La mancha de estearina daba al hombre una nueva actitud.

Mientras trazaba aquella nueva actitud, recordó de pronto el rostro enérgico, de saliente barbilla, del comerciante a quien compraba los cigarros y Mijailov dio aquel rostro y aquella barbilla a la figura que dibujaba. Una vez hecho, rió con júbilo. De repente, la figura, antes muerta y artificial, cobraba vida y se le aparecía con carácter tan definido que no podía pedirse más.

Cabía, no obstante, corregir el dibujo según las exigencias de la figura; podíase y se debía abrir más las piernas, cambiar del todo la posición del brazo izquierdo, descubrir la frente levantando algo los cabellos.

Al hacer tales correcciones, no cambiaba, sin embargo, la figura, sino que prescindía de lo que la ocultaba.

Era como si le quitase los celos que la envolvían y la hacían imprecisa.

Cada nueva línea que trazaba el pintor daba más relieve a la figura, mostrándola en todo su vigor, tal como se le apareciera de pronto bajo la mancha de estearina.

Cuando, cuidadosamente, daba la última mano al dibujo, le llevaron las tarjetas.

–Voy en seguida…

Se acercó a su mujer.

–Mira, Sacha, no te enfades. –dijo, sonriendo con dulce timidez– La culpa ha sido de los dos. Ya lo arreglaré todo.

Y, después de reconciliarse con su esposa, se vistió el abrigo color de aceituna con cuello de terciopelo, se puso el sombrero y marchó al estudio.

La figura que, al fin, había conseguido fijar sobre el cartón quedaba olvidada. Ahora, la visita de aquellos rusos distinguidos, que habían llegado en coche a su estudio le tenía alegre y agitado.

De aquel cuadro suyo, colocado en un caballete en el estudio, Mijailov, en el fondo de su alma, tenía una sola opinión: que nadie había pintado nunca un cuadro semejante. No creía que valiese más que los de Rafael, pero sí que lo que él quería expresar en el lienzo nadie lo había expresado aún.

Esta convicción estaba firmemente arraigada en su ánimo desde hacía mucho tiempo, desde que lo empezara a pintar, pero, a pesar de ello, la opinión ajena, fuese la que fuese, tenía para él una enorme importancia y despertaba en su alma una emoción muy viva.

La más leve observación que le demostrara que los críticos veían una mínima parte de lo que él encontraba en su cuadro le agitaba hasta lo más profundo de su ser. En general atribuía a sus jueces más capacidad de comprensión que la que él poseía y siempre esperaba que, en sus palabras, habría de descubrir algo que él no había podido ver en su cuadro.

Se acercó con paso rápido a la puerta del estudio, y, a pesar de su emoción, la figura suavemente iluminada de Anna, que estaba a la sombra de la entrada, escuchando las animadas explicaciones de Golenischev, mientras trataba de dirigir una mirada al pintor que se aproximaba, hizo en éste una viva impresión.

Sin que ni él mismo se diera cuenta, Mijailov captó y asimiló toda la gracia de aquella figura, como cazara al vuelo la barbilla del vendedor de cigarros, guardándola en el rincón de su cerebro de donde había de extraerla cuando la necesitó.

Los visitantes, ya desilusionados por lo que Golenischev les contara del pintor, quedaron aún más decepcionados ante su aspecto.

De mediana estatura, corpulento, de andar balanceante y amanerado, Mijailov, con su sombrero castaño y su abrigo color de aceituna, con sus pantalones estrechos cuando hacía tiempo que se llevaban anchos, producía una impresión que la vulgaridad de su ancho rostro y la mezcla de timidez y pretensiones de dignidad que se pintaban en él hacían aún más desagradable.

–Hagan el favor –les dijo, tratando de adoptar un aire indiferente, mientras hacía pasar a sus visitantes y les abría la puerta del estudio.

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