kmf "kmf"

Uncategorized

PROVEER, QUÉ PALABRA TAN GRANDE!

sábado, junio 29th, 2013

DSC_1455 det
Buenos días, dachas del campo y la ciudad! Feliz, feliz, feliz con mis proveedores. Llegaron infusores de acero inoxidable para tetera y para taza (no son cientos pero para quien necesite, hay). Nuevas producciones de Tierra de colonos, Invierno en Kiev y Capricho florentino, terminadas. Montones de peonías de distintos tonos de rosas, fucsias y rojos para elaborar la próxima edición limitada de Alma de noruega! Latas para envasar, con su correspondiente recubrimiento interno exigido por ANMAT. La mayoría de los emprendedores siempre agradece a sus clientes, que son quienes permiten, con sus compras, que la rueda siga girando. Yo, hoy, quiero dar un GRACIAS GIGANTE a quienes hacen posible que DaCha Russkiĭ Sekret exista y sea de la calidad que es, que son MIS PROVEEDORES: de hebras, de frutos, de flores, de especias, de instrumental y utensilios, de latas, de etiquetas, de bolsas, de accesorios, de servicios de diseño, de envasado, de fotografía, de imprenta. Feliz esta mañana y con el corazón contento, porque gracias a que ustedes proveen, yo puedo proveer.

Proveer:(Del lat. providēre).
1. tr. Preparar, reunir lo necesario para un fin. U. t. c. prnl.
2. tr. Suministrar o facilitar lo necesario o conveniente para un fin. U. t. c. prnl.
3. tr. Tramitar, resolver, dar salida a un negocio.
4. tr. Dar o conferir una dignidad, un empleo, un cargo, etc.
Hay algunas acepciones más pero con éstas, por hoy, basta.

ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 21, 22 Y 23

lunes, junio 17th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 21

Antes de que Betsy saliera de casa de los Karenin, se halló con Esteban Arkadievich, que acababa de llegar de casa Eliseev, donde aquel día habían recibido ostras frescas.
–¡Qué encuentro tan agradable, Princesa! –exclamó Oblonsky–. Yo vengo aquí de visita…
–Un encuentro de un momento –dijo Betsy, sonriendo y poniéndose los guantes– porque tengo que irme en seguida.
–Espere, Princesa. Antes de ponerse los guantes déjeme besar su linda mano. Nada me agrada más en la vuelta actual a las costumbres antiguas que esta de besar la mano de las damas. –y se la besó– ¿Cuándo nos veremos?
–No se lo merece usted –contestó ella sonriendo.
–Sí me lo merezco, porque me he vuelto un hombre formal; no sólo arreglo mis asuntos personales de familia, sino los ajenos también –dijo él con intencionada expresión en su semblante.
–Me alegro mucho –repuso Betsy, comprendiendo que hablaba de Anna.
Y, volviendo a la sala, se pararon en un rincón.
–La va a matar. –dijo Betsy, en un significativo cuchicheo– Esto es imposible, imposible…
–Me complace que lo crea usted así. –mañifestó Esteban Arkadievich, moviendo la cabeza con aire de dolorosa aquiescencia– Precisamente para eso he venido a San Petersburgo.
–Toda la ciudad lo dice. –añadió Betsy– Es una situación imposible. Ella está consumiéndose. Él no comprende que Anna es una de esas mujeres que no pueden jugar con sus sentimientos. Una de dos: o se la lleva de aquí u obra enérgicamente y se divorcia. Esta situación está acabando con ella.
–Sí, sí, claro. –respondió Oblonsky, suspirando– Ya lo he dicho; he venido por eso. Bueno, no sólo por eso, sino también porque me han nombrado chambelán y tengo que dar las gracias… Pero lo principal es que hay que arreglar este asunto.
–¡Dios lo ayude! –exclamó Betsy.
Esteban Arkadievich acompañó a la Princesa hasta la marquesina, le besó de nuevo la mano más arriba del guante, donde late el pulso y, después de decirle una broma tan indecorosa que ella no supo ya si ofenderse o reír, se dirigió a ver a su hermana, a la que encontró deshecha en llanto.
A pesar de su excelente estado de ánimo, que le hacía derramar alegría por doquiera que pasaba, Oblonsky asumió en seguida el acento de compasión poéticamente exaltado que convenía a los sentimientos de Anna. Le preguntó por su salud y cómo había pasado la mañana.
–Muy mal, muy mal… Mal la mañana y el día… y todos los días pasados y futuros –dijo ella.
–Creo que te entregas demasiado a tu melancolía. Hay que animarse; hay que mirar la vida cara a cara. Es penoso, pero…
–He oído decir que las mujeres aman a los hombres hasta por sus vicios, –empezó de repente– pero yo odio a mi marido por su bondad. ¡No puedo vivir con él! Compréndelo: ¡sólo el verlo me destroza los nervios y me hace perder el dominio de mí misma! ¡No puedo vivir con él! ¿Y qué puedo hacer? He sido tan desgraciada que creía imposible serlo más. Pero nunca pude imaginar el horrible estado en que me encuentro ahora. ¿Quieres creer que, aunque es un hombre tan excelente y bueno que no merezco ni besar el suelo que pisa, lo odio a pesar de todo? Lo odio por su grandeza de alma. No me queda nada, excepto…
Iba a decir «excepto la muerte», pero su hermano no le permitió terminar.
–Estás enferma e irritada y exageras. –dijo– Créeme que las cosas no son tan terribles como imaginas.
Y sonrió. Nadie, no siendo Esteban Arkadievich, se habría permitido sonreír ante tanta desesperación, porque la sonrisa habría parecido completamente extemporánea; pero en su modo de hacerlo había tanta benevolencia y una dulzura tal, casi femenina, que no ofendía, sino que calmaba y proporcionaba un dulce consuelo.
Sus palabras suaves y serenas, sus sonrisas, obraban tan eficazmente, que se las podía comparar con la acción del aceite de almendras sobre las heridas. Anna lo experimentó en seguida.
–No, Stiva, no. ––dijo– Estoy perdida; más que perdida, pues no puedo aún decir que todo haya terminado; al contrario, siento que no ha terminado aún. Soy como una cuerda tensa que ha de acabar rompiéndose. No ha llegado al fin, ¡y el fin será terrible!
–No temas. La cuerda puede aflojarse poco a poco. No hay situación que no tenga salida.
–Lo he pensado bien y sólo hay una…
Esteban Arkadievich, comprendiendo, por la mirada de terror de Anna, que aquella salida era la muerte, no le consintió terminar la frase.
–Nada de eso. –repuso– Permíteme… Tú no puedes juzgar la situación como yo. Déjame exponerte mi opinión sincera. –y repitió su sonrisa de aceite de almendras– Empezaré por el principio. Estás casada con un hombre veinte años mayor que tú. Te casaste sin amor, sin conocer el amor. Supongamos que ésa fue tu equivocación.
–¡Y una terrible equivocación! ––dijo Anna.
–Pero eso, repito, es un hecho consumado. Luego has tenido la desgracia de no querer a tu marido. Es una desgracia, pero un hecho consumado también. Tu marido, reconociéndolo, te ha perdonado…
Esteban Arkadievich se detenía después de cada frase, esperando la réplica, pero Anna no respondía.
–Las cosas están así. –continuó su hermano– La pregunta ahora es ésta: ¿puedes continuar viviendo con tu marido? ¿Lo deseas tú? ¿Lo desea él?
–No sé… no sé nada…
–Me has dicho que no puedes soportarlo.
–No, no lo he dicho… Retiro mis palabras… No sé nada, no entiendo nada…
–Permite que…
–Tú no puedes comprender. Me parece hundirme en un precipicio del que no podré salvarme. No, no podré…
–No importa. Pondremos abajo una alfombra blanda y te recogeremos en ella. Ya comprendo que no puedes decidirte a exponer lo que deseas, lo que sientes…
–No deseo nada, nada… Sólo deseo que esto acabe lo más pronto posible.
–Pero él lo ve y lo sabe. ¿Y crees que sufre menos que tú soportándolo? Tú sufres, él sufre… ¿En qué puede terminar esto? En cambio, el divorcio lo resuelve todo –terminó, no sin un esfuerzo, Esteban Arkadievich y, tras haber expuesto su principal pensamiento, la miró de un modo significativo.
Anna, sin contestar, movió negativamente su cabeza, con sus cabellos cortados. Pero él, por la expresión del rostro de su hermana, súbitamente iluminado con su belleza anterior, comprendió que si ella no hablaba de tal solución era sólo porque le parecía una dicha inaccesible.
–Os compadezco con toda mi alma. Sería muy feliz si pudiese arreglarlo todo. –dijo Esteban Arkadievich sonriendo ya con más seguridad– No, no me digas nada… ¡Si Dios me diera la facilidad de expresar a tu marido lo que siento y convencerlo! ¡Voy a verlo ahora mismo!
Anna lo miró con sus ojos brillantes y pensativos y no contestó.

CUARTA PARTE – Capítulo 22

Con una ligera expresión de solemnidad en el rostro, tal como se sentaba en su puesto de presidente en las sesiones del juzgado, Oblonsky entró en el despacho de Alexis Alexandrovich.
Éste, con las manos a la espalda, paseaba por la habitación pensando en lo mismo de lo que su cuñado había hablado con su mujer.
–¿No te estorbo? –preguntó Esteban Arkadievich, que al ver a Karenin experimentó un sentimiento de turbación insólito en él. Para disimularlo, sacó la petaca de cierre especial que acababa de comprar y, tras oler la piel nueva, extrajo un cigarrillo.
–No. ¿Puedo servirte en algo? –dijo Karenin con desgano.
–Sí. Quisiera… necesito… hablarte –repuso Esteban Arkadievich, sorprendido al notar que sentía una timidez que nunca había sentido.
Aquel sentimiento era tan inesperado y extraño, que Oblonsky no pudo creer que fuera la voz de la conciencia diciéndole que iba a cometer una mala acción. Sobreponiéndose con un esfuerzo, consiguió dominarse.
–Supongo que creerás en el cariño que profeso a mi hermana y en el particular afecto y respeto que siento por ti –dijo sonrojándose.
Alexis Alexandrovich se detuvo, sin contestar, pero la expresión de víctima resignada que se dibujaba en su semblante sorprendió a Esteban Arkadievich.
–Quería… deseaba… hablarte de mi hermana y de vuestras mutuas relaciones –añadió Oblonsky, luchando aún con su confusión.
Alexis Alexandrovich sonrió con leve ironía, miró a su cuñado y, sin contestarle, se acercó a la mesa, cogió una carta empezada que había en ella y la mostró a su interlocutor.
Esteban Arkadievich la tomó, miró con asombro aquellos ojos turbios que se fijaban en él, inmóviles, y comenzó a leer.
«Observo que mi presencia le es penosa. Por triste que me haya sido convencerme de ello, comprendo que es así y que no puede ser de otro modo. No la inculpo. Dios es testigo de que, viéndola enferma, resolví con toda mi alma olvidar cuanto ha pasado entre nosotros y empezar una vida nueva. No me arrepiento ni me arrepentiré nunca de lo hecho. Sólo quería una cosa: el bien de usted, la paz de su alma. Y veo que no lo he conseguido. Dígame usted misma que es lo que puede procurarle la dicha y la paz del espíritu. Me entrego a su voluntad y a sus sentimientos de justicia.»
Esteban Arkadievich devolvió la carta a su cuñado y siguió contemplándolo perplejo, sin saber qué decirle. Aquel silencio era tan penoso para los dos que por los labios de Oblonsky pasó un temblor dolorido. Sin apartar la mirada del rostro de Karenin, continuaba callando.
–Eso es lo único que puedo decir –habló Alexis Alexandrovich volviendo la cabeza.
–Sí, sí. ––dijo Esteban Arkadievich, sin fuerzas para contestar, sintiendo que los sollozos se agolpaban a su garganta– Sí, sí, lo comprendo… –pronunció al fin.
–Deseo saber lo que ella quiere –repuso Karenin.
–Temo que ella misma no comprenda su propia situación. Ahora no puede ser juez… Está consternada… sí, consternada por tu grandeza de alma… Si lee esta carta, no sabrá qué decir, salvo inclinar la cabeza con más humillación aún.
–Sí, mas, ¿qué puedo hacer entonces? ¿Cómo explicar…? ¿Cómo saber lo que quiere?
–Si me permites exponerte mi opinión, creo que depende de ti adoptar las medidas que encuentres necesarias para resolver esta situación.
–¿De modo que crees que hay que acabar con este estado de cosas? –interrumpió Karenin– Pero ¿cómo? –añadió, pasándose la mano ante los ojos, con ademán insólito en él– No veo salida posible.
–Todas las situaciones tienen salida. –afirmó Esteban Arkadievich, levantándose, animado ya– Hubo un momento en que tú quisiste romper… Si estás convencido de que es imposible haceros mutuamente dichosos…
–La felicidad puede comprenderse de diferentes modos… Pero supongamos que estoy conforme con todo y que no quiero nada. ¿Qué salida puede tener nuestra situación?
–¿Quieres saber mi opinión? –repuso Esteban Arkadievich, con la misma sonrisa de aceite de almendras que empleara al hablar con Anna.
Y aquella sonrisa era tan persuasiva y bondadosa que, notando involuntariamente su propia debilidad, Alexis Alexandrovich, sugestionado por ella, se sintió dispuesto a creer cuanto le dijera su cuñado.
–Anna no lo dirá nunca. –continuó Oblonsky– Pero sólo hay una salida posible; sólo hay algo que ella puede desear. Y es la interrupción de vuestras relaciones y de los recuerdos unidos a ellas. Creo que en vuestra situación es preciso aclarar las ulteriores relaciones recíprocas, relaciones que sólo pueden establecerse basándose en la libertad de ambas partes.
–O sea el divorcio ––dijo, con repugnancia, Karenin.
–Sí, a mi juicio sí; el divorcio. –repitió, sonrojándose, Esteban Arkadievich– Es, en todos los sentidos, la mejor salida para un matrimonio que se halla en vuestra situación. ¿Qué puede hacerse cuando los esposos encuentran imposible vivir juntos? Es algo que puede sucederle a todo el mundo…
Alexis Alexandrovich, respirando penosamente, cerró los ojos.
–Aquí sólo puede haber una consideración: ¿desea o no uno de los cónyuges contraer nuevo matrimonio? Si no se desea, la cosa es muy sencilla ––continuó Esteban Arkadievich, sintiéndose cada vez más dueño de sí.
Alexis Alexandrovich, con el rostro contraído por la emoción, murmuró algo para sus adentros; pero no contestó.
Lo que a su cuñado le parecía tan sencillo, él lo había pensado mil veces; y no sólo no le parecía muy sencillo, sino completamente imposible. El divorcio, cuyos detalles de realización conocía ahora, parecíale, a la sazón, inaceptable, porque el sentimiento de su propia dignidad y la religión que profesaba le impedían tomar sobre sí la responsabilidad de un adulterio ficticio. Y menos aún podía tolerar que la mujer amada y a quien había perdonado, fuese inculpada y cubierta de oprobio. Luego, el divorcio aparecía también como imposible por otras causas más trascendentales aún. ¿Qué sería de su hijo si se divorciaban? Dejarle con su madre era imposible. La madre divorciada tendría su propia familia ilegítima y en ella, la situación y educación del hijastro tenían que ser malas forzosamente.
¿Retener a su hijo consigo? Habría sido una venganza por su parte y no lo deseaba.
Y, además, el divorcio parecía aún más imposible a Karenin pensando que, al consentir en él, causaba con ello la perdición de Anna. Habían llegado al fondo de su alma las palabras que le dijera Dolly en Moscú, cuando afirmó que, al optar por el divorcio, Karenin no pensaba más que en sí mismo y causaba la ruina definitiva de su mujer. Y él, uniendo estas palabras a su perdón y a su cariño a los pequeños, las entendía ahora a su manera.
Consentir en el divorcio, dejar libre a Anna, significaba, a su juicio, prescindir de lo último que le hacía amar la vida: los niños, a los que tanto quería. Y para ella representaba quitarle el último apoyo en el camino del bien y empujarla hacia el abismo.
Si Anna se convertía en una mujer divorciada, Karenin sabía que iría a reunirse con Vronsky en unas relaciones ilícitas y antirreligiosas, porque para la mujer, según la religión, no puede haber otro esposo mientras el primero vive.
«Anna se unirá a él y, de aquí a dos o tres años, él la abandonará, o ella tendrá relaciones con otro», pensaba Alexis Alexandrovich. «Y yo, consintiendo en ese ilícito divorcio, habré sido causa de su perdición.»
Sí, lo pensaba muchas veces y se persuadía de que la cuestión del divorcio, no sólo no era muy sencilla, como decía su cuñado, sino completamente imposible.
No creía en ninguna de las palabras de Oblonsky, se le ocurrían mil objeciones a cada una y, con todo, lo escuchaba, sintiendo que en ellas se expresaba aquella fuerza incontrastable y enorme que guiaba ahora su vida y a la que tenía que obedecer.
–La única cuestión es saber en qué condiciones consientes en el divorcio. Ella no desea nada, nada se atreve a pedirte y confía en tu bondad.
«¡Dios mío, Dios mío, qué terrible castigo!», pensaba Karenin recordando los detalles sobre el modo de plantear el divorcio cuando el marido se achacaba la culpa.
Y, con el mismo ademán con que Oblonsky se ocultaba el rostro, escondió él el suyo entre las manos.
–Estás conmovido; lo comprendo… Pero, si lo piensas bien…
«Al que te hiere la mejilla izquierda, preséntale la derecha; al que te quite el caftán, dale la camisa», recordó Alexis Alexandrovich.
–Bien –exclamó con voz aguda– tomaré toda la responsabilidad sobre mí… Hasta les daré mi hijo… Pero ¿no valdría más dejarlo todo como está? En fin, haz lo que quieras…
Y volviéndose de espaldas a su cuñado a fin de que éste no lo pudiese ver, se sentó en una silla cerca de la ventana. Sentía una gran amargura y una profunda vergüenza, pero junto con aquella vergüenza y aquella amargura, se sentía enternecido y gozoso por su propia humildad tan elevada.
–Créeme, Alexis Alexandrovich, Anna apreciará mucho tu bondad. Pero se ve que ésta era la voluntad divina –añadió. Y una vez que hubo dicho tales palabras, se dio cuenta de que eran una tontería, y apenas pudo contener una sonrisa pensando en su propia necedad.
Alexis Alexandrovich quiso contestar, pero las lágrimas se lo impidieron.
–Es una desgracia inevitable y hay que aceptarla. Acéptala como un hecho consumado, procurando ayudar a Anna y ayudarte a ti mismo –dijo Esteban Arkadievich.
Cuando salió de la habitación de su cuñado, estaba profundamente conmovido, pero ello no le impedía sentirse alegre por haber logrado resolver aquel asunto, pues tenía el convencimiento de que Karenin no rectificaría sus palabras.
A su satisfacción se unía el pensamiento de que, cuando el asunto quedara terminado, podría decir a su mujer y a los amigos: «¿En qué nos diferenciamos un mariscal y yo? En que el mariscal dirige la parada de la guardia, sin beneficio de nadie y yo he conseguido un divorcio en beneficio de tres».
O bien: «¿En qué nos parecemos un mariscal y yo? En que …».
« ¡Bah! Ya se me ocurrirá algo mejor», se dijo Oblonsky, sonriendo.

CUARTA PARTE – Capítulo 23
La herida de Vronsky era peligrosa y, aunque la bala no había alcanzado el corazón, el herido estuvo varios días luchando entre la vida y la muerte.
Cuando pudo hablar por primera vez, únicamente Varia, la mujer de su hermano, estaba junto al lecho.
–Varia: –dijo él, mirándola con gravedad– el arma se me disparó por un descuido. Te ruego que no me hables nunca de esto. Y dilo a todos así. Otra cosa sería demasiado estúpida.
Varia, sin contestarle, se inclinó hacia él y le miró a la cara con una sonrisa de contento. Los ojos de Vronsky eran ahora claros, sin fiebre, pero en ellos se dibujaba una expresión severa.
–¡Gracias a Dios! –exclamó Varia– ¿Te duele algo?
Y Vronsky indicaba el pecho.
–Un poco aquí.
–Voy a anudarte mejor la venda.
Vronsky, en silencio, apretando con fuerza las recias mandíbulas, la miraba mientras ella le arreglaba el vendaje. Cuando terminó, Vronsky dijo:
–Oye: no deliro. Y te ruego que procures que, cuando se hable de esto, no se diga que disparé deliberadamente.
–Nadie lo dice. Pero espero que no vuelvas a tener un descuido –repuso ella con interrogativa sonrisa.
–No lo haré, probablemente, pero más habría valido que… Y Vronsky sonrió con tristeza.
Pese a tales palabras y a la sonrisa que tanto asustara a Varia, cuando la inflamación cesó, el herido, reponiéndose, se sintió libre de una parte de sus penas.
Con lo que había hecho, parecíale haber borrado parcialmente la vergüenza y la humillación que experimentara antes. Ahora podía pensar con más serenidad en Alexis Alexandrovich, de quien reconocía toda la grandeza de alma sin sentirse, sin embargo, rebajado por ella. Podía además, mirar a la gente a la cara sin avergonzarse, reanudar su habitual género de existencia, vivir con arreglo a sus costumbres.
Lo único que no podía arrancar de su alma, a pesar de que luchaba constantemente contra este sentimiento que le sumía en la desesperación, era el haber perdido a Anna.
Ahora, expiaba su falta ante Karenin, estaba, es verdad, firmemente resuelto a no interponerse nunca entre la esposa arrepentida y su marido; pero no podía arrancar de su alma la pena de haber perdido su amor; no podía borrar de su memoria los momentos pasados con Anna, que antes apreciara en tan poco, y cuyo recuerdo lo perseguía ahora incesantemente.
Serpujovskoy le había buscado un destino en Tachkent y Vronsky lo había aceptado sin la menor vacilación. Pero, a medida que se acercaba el momento de partir, tanto más penoso le resultaba el sacrificio que ofrecía a lo que consideraba su deber.
La herida quedó curada. Empezó a salir y a realizar sus preparativos de viaje a Tachkent.
«Quiero verla una vez y luego desaparecer, morir…», pensaba Vronsky, mientras hacía sus visitas de despedida.
Expresó aquel pensamiento a Betsy. Ésta lo transmitió a Anna y volvió con una respuesta negativa.
«Tanto mejor», se dijo Vronsky, al saberlo. «Era una debilidad que habría consumido mis últimas fuerzas.»
Al día siguiente, por la mañana, Betsy fue a su casa y le manifestó que había recibido por Oblonsky la afirmación de que Karenin entablaba el divorcio. Y por tanto, Vronsky podía ver a Anna.
Olvidándose incluso de acompañar a Betsy hasta la puerta, olvidándose de todas sus resoluciones, sin preguntar cuándo podía visitarla ni dónde estaba el marido, Vronsky se dirigió inmediatamente a casa de los Karenin.
Subió corriendo la escalera, sin ver nada ni a nadie y con paso rápido, conteniéndose para no seguir corriendo, pasó a la habitación de Anna.
Sin reflexionar, sin mirar si había o no alguien en la habitación, Vronsky la estrechó contra su pecho y cubrió de besos su rostro, manos y garganta.
Anna estaba preparada para recibirle y había pensado en lo que le debía decir, pero no tuvo tiempo para decirle nada de lo que había pensado. La pasión de él la arrebató. Habría querido calmarse, pero era tarde ya. El mismo sentimiento de Vronsky se le había transferido a ella. Sus labios temblaban y durante largo rato no pudo hablar.
–Te has adueñado de mí… Soy tuya… –murmuró al fin, oprimiéndole el pecho con las manos.
–Tenía que ser así. –respondió Vronsky– Mientras vivamos, tiene que ser así. Ahora lo comprendo.
–Es verdad. ––dijo Anna, palideciendo cada vez más y besándole la cabeza– Pero de todos modos, esto, después de lo sucedido, es terrible.
–Todo pasará… ¡Todo pasará y seremos felices! Nuestro amor, después de todo eso, ha crecido, si cabe, por terrible que sea –afirmó Vronsky, alzando la cabeza y mostrando al sonreír, sus fuertes dientes.
Y Anna no pudo contestarle ni con palabras ni con una sonrisa, sino con la expresión amorosa de sus ojos. Luego tomó la mano de Vronsky e hizo que le acariciase sus mejillas frías y sus cabellos cortados.
–Con el cabello corto no pareces la misma… Te encuentro guapa; pareces una niña… Pero ¡qué pálida estás!
–Me siento muy débil –respondió Anna sonriendo. Y sus labios temblaron otra vez.
–Iremos a Italia y allí te repondrás –dijo él.
–¿Es posible que vivamos juntos, como esposos, formando una familia? –repuso Anna, mirándole muy de cerca a los ojos.
–Lo único que me extraña es que antes haya sido posible lo contrario ––contestó Vronsky.
–Stiva dice que «él» consiente en todo, pero no puedo aceptar su magnanimidad. –indicó Anna, mirando a otro lado, melancólicamente– No quiero el divorcio. Todo me da igual. Sólo me preocupa lo que va a decidir respecto a Sergio.
Vronsky no comprendía que, aun en aquella entrevista, Anna pensase en su hijo y en el divorcio… ¿Qué le importaba todo aquello?
–No hables de eso, ni lo pienses ––dijo atrayendo hacia sí la mano de su amada para que se ocupase sólo de él. Pero Anna no lo miraba.
–¿Por qué no habré muerto? Habría sido mejor. –dijo ella– Y lágrimas silenciosas corrieron por sus mejillas. Mas se sobrepuso y procuró sonreír para no entristecerlo.
Según las antiguas ideas de Vronsky, renunciar al puesto de ventaja y peligro que le ofrecían en Tachkent era vergonzoso e imposible. Pero ahora renunció a él sin un titubeo y, notando que en las altas esferas lo desaprobaban, pidió el retiro.
Un mes más tarde, Anna y Vronsky marchaban al extranjero. Karenin quedó solo en su casa con su hijo.
Había renunciado al divorcio para siempre.

TOMA UNA TAZA DE TÉ

martes, junio 4th, 2013

zhauzhou
Emulo al viejo Zhau-Zhou
«¡Toma una taza de té!» [1]
la estantería ha estado llena por añares,
pero nadie viene a comprar.
Si pasaras por aquí
y tomaras un buen trago,
las viejas angustias mentales
cesarían de inmediato.

Cuanto más viejo me hago, más aguda
siento mi torpeza nativa;
viejos amigos compitiendo
por ser los primeros en el mundo
se compadecen de mí: «solo y pobre,
su sombra su único amigo,
tiene que mantenerse vivo
vendiendo té en la vereda».

de «Baisao» – El viejo vendedor de té – Vida y poesía Zen en el siglo XVIII – Doce poemas improvisados (pag. 153).

[1]»Toma una taza de té» es una frase pedagógica, asociada al maestro Zen de la dinastía T’ang, Zhau-Zhou. Él le preguntaba a un monje recién llegado: «¿Has estado aquí antes?»; el monje respondía afirmativamente y Zhau-Zhou le decía: «Toma una taza de té». Luego, cuándo le hacía a otro monje, recién llegado, la misma pregunta y éste contestaba negativamente, Zhau-Zhou le decía: «Toma una taza de té». Cuando un tercer monje le preguntaba por qué contestaba con la misma frase a dos respuestas diametralmente opuestas, Zhau-Zhou gritaba el nombre de éste último; cuando el tercer monje le respondía «Sí, maestro», Zhau-Zhou le decía: «Toma una taza de té».

362px-Baisao.painting.detail.01

Baisao con su puesto de té portable, como se muestra en una delicada caricatura japonesa de finales de siglo XIX / principios de siglo XX

Baisao fue una figura influyente y poco convencional en un período de gran riqueza cultural en Kyoto. Un poeta y sacerdote budista, que dejó atrás las constricciones de la vida del templo y, a los 49 años, viajó a Kyoto, donde comenzó a ganarse la vida mediante la venta de té en las calles y lugares pintorescos de la ciudad. Pero Baisao vendía mucho más que té: aunque nunca quiso aparentar ser un maestro Zen, su clientela, que consistía en artistas influyentes, poetas y pensadores, consideraba un viaje a su tienda como de importancia religiosa. Sus grandes cestos de mimbre de bambú, le daban a Baisao y a sus clientes una oportunidad para la conversación y la poesía, tanto como un excepcional té.

OO LONG (WU LONG). EL TÉ AZUL. (parte 3)

viernes, mayo 24th, 2013

2007_xi_zhi_hao_dragon_phoenix_raw_pu_erh_tea_cake_400_grams_3__11985

Torta de té Dragón-Phoenix

Más allá de la leyenda de Wu-Liang que vimos ayer, hay tres explicaciones ampliamente aceptadas sobre el origen del nombre del té azul Oolong.

1) La Teoría del Té de Tributo
El té chino era un artículo de lujo y los mejores tés se convertían, a menudo, en Té de tributo (un té que se cultivaba y procesaba para el consumo de los emperadores).
Según esta teoría, el té Oolong es un descendiente directo del té que se inventó en el siglo X, en torno a la dinastía Song del Norte.
Los emperadores Song fueron conocidos por sus diversos intereses artísticos, incluyendo el consumo de té, frecuentemente a expensas del gobierno. Ellos crearon el Jardín de té Imperial de Beiyuan, en la provincia de Fujian, que tiene un lugar muy importante en la historia del té de China y existió durante 458 años.
El Té de tributo de Beiyuan consistía en dos familias de té: el dragón y el fénix. El jardín de té se hizo famoso en la producción de la Torta de té Dragón-Fénix (Dragon-Phoenix Tea Cake/Longfong Tuancha)-.
Durante la dinastía Ming, los emperadores se volvieron hacia el té en hebras y la torta de té pasó de moda. Así, Beiyuan cambió la forma de producción y empezó a procesar las hebras sueltas, en lugar de comprimirlas en ladrillos o tortas. Como sus hebras eran brillantes, curvas y oscuras, el té fue llamado Dragón Negro (Oolong).

Continuará.

Degustación en LA AURORA DEL PALMAR ~ TIERRA DE COLONOS

lunes, enero 28th, 2013

Informes y reservas: 0345-4905725 o 03447-15431689 ~ www.auroradelpalmar.com.ar

Navidad en DaCha

martes, diciembre 18th, 2012

Armá tu set con los blends que más te gusten. Hacé tu reserva aquí:  http://dachablends.com.ar/contacto/
1 lata: $70 – 2 latas: $135 – 3 latas: $200 – 4 latas: $260
Infusor de taza: $50 – Infusor de tetera: $140

 

sábado, diciembre 1st, 2012

1 de Diciembre –
En 1988 la Asamblea General de las Naciones Unidas manifestó su profunda preocupación por la propagación del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA) y decidió establecer un día para que el mundo tomara conciencia de esta grave enfermedad y de la necesidad de un plan de lucha. El Día Mundial del SIDA ha llegado a ser un acontecimiento anual en la mayor parte de los países. Es una oportunidad importante para despertar el interés por el HIV y por el SIDA en el público en general, transmitir mensajes de prevención, mejorar la asistencia de los infectados por el HIV y luchar contra el rechazo y la discriminación.
El HIV no discrimina, no discriminemos nosotros.

Tea blends, blends artesanales, blends de té en hebras, té de alta gama, té premium, té ruso, té de samovar, tea shop, té gourmet, latex free tea blends, mezclas de té en hebras libres de látex, té orgánico.

Buenos Aires - Argentina | Tel. 15-6734-2781 - Llámenos gratuitamente | sekret@dachablends.com.ar