La infancia se recuerda en las tripas; en la “masmédula”. La casa natal, también.
La mía, tiene el sonido del piano de mi madre, cuyos hermosos dedos hacían brotar rondas y arrorrós para que yo bailara; el olor de la guitarra de mi padre, que yo sacaba en secreto de su funda de cuero; la Tristeza en Mi mayor, de Chopin, sonando en el tocadiscos del living, una y otra vez, un domingo a la mañana y el Vals de las flores, como broche de oro; el pasar de páginas de diario y la voz de Dude leyéndole una nota interesante a Zulema; los colores de las casitas de Julio Barragán y las arrugas del jardinero de Enrique Mónaco; la luz del sol, atravesando el ámbar de los vasos en los que tomábamos té; el sabor a queso crema y miel sobre las tostadas en la «cama grande», cada desayuno, mientras mirábamos Plaza Sésamo; el peso y la suavidad del quillango con que me abrigaban por las noches; la mano de Fernando, que a mí me ayudaba a dormir y a él, a desvelarse; la golosía por el bizcochuelo de mandarina de mi bobe, los sábados a la tarde y la espera de alguna fiesta que garantizara un schwarze leicaj y unos knishes de papa; las historias de niñez de ese hombre y esa mujer que nacieron en el verano de 1932, en el mismo barrio… pero se enamoraron muchos años y mucha vida después; el dulzor del bananero del patio de Soler, las flores blancas de las yucas y los jazmines, que un buen día, se comieron las hormigas; la cadencia de la voz de mi madre, contándome un cuento cada anochecer, mientras yo jugaba en la bañera; el aroma a Vieja Lavanda de papá, todas las mañanas del mundo!
Probá nuestro «OLD LAVENDER 1932», té de Ceylon, piel de mandarina tostada, pétalos de rosas y flores de lavanda, ideal para una tarde de té con tostadas y queso crema, scons dulces con manteca y dulce de naranjas o con una buena torta de miel.