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ANNA KARENINA – PRIMERA PARTE – CAPÍTULOS 31 Y 32

lunes, mayo 6th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
PRIMERA PARTE – Capítulo 31

Vronsky no trató siquiera de dormir. Permaneció sentado en su butaca con los ojos abiertos. Ora mirando fijamente ante él, ora contemplando a los que entraban y salían; y si antes impresionaba a los desconocidos con su inalterable tranquilidad, ahora parecía aún más seguro de sí mismo y más lleno de orgullo. Los seres no tenían para él, en aquel momento, mayor importancia que las cosas. Tal actitud le atrajo la enemistad de su vecino de asiento, un joven muy nervioso, empleado en el Ministerio de Justicia, que había hecho todo lo posible para que Vronsky reparara en que él pertenecía al mundo de los vivos. En vano le había pedido fuego, en vano le hablaba o le daba golpecitos en el codo. Vronsky no manifestó más interés por él que por el farolillo del vagón. Ofendido por su impasibilidad, su compañero de viaje reprimía su enojo a duras penas.

Aquella olímpica indiferencia no significaba que Vronsky se sintiera feliz creyendo haber impresionado el corazón de Anna. Aun no se atrevía ni a imaginarlo, pero el solo hecho de pensar en ello le inundaba de orgullo y de alegría. No sabía ni quería pensar en lo que podría resultar de todo aquello.

Sólo presentía que sus fuerzas, desperdiciadas hasta entonces, iban a unirse para empujarle hacia un único y espléndido destino.

Verla, oírla, estar a su lado, éste era ahora el único objeto de su vida. Estaba tan poseído por aquel pensamiento que, apenas vio a Anna en la estación de Blagoe, donde él bajara a tomarse un vaso de soda, no pudo menos de manifestárselo.

Estaba satisfecho de habérselo dicho, satisfecho porque ahora ella sabía ya que la amaba y no podría dejar de pensar en él.

Ya en el vagón, Vronsky principió a recordar los más nimios detalles de las veces que se habían encontrado: los gestos, las palabras de Anna. Y su corazón palpitó ante las visiones que su imaginación le presentaba para lo porvenir.

Se apeó en San Petersburgo, tan fresco y descansado como si saliera de un baño frío, aunque había pasado la noche sin dormir. Se paró junto a un vagón para ver pasar a Anna.

«La volveré a ver», se decía, sonriendo sin darse cuenta. «Acaso me dirija una palabra, un gesto, algo…»

Pero al primero que vio fue a Karenin, a quien el jefe de estación acompañaba con grandes muestras de respeto.

«¡Ah, el marido!», dijo para sí.

Y, al verle erguido ante él, con sus piernas rectas enfundadas en los pantalones negros, al verle tomar el brazo de Anna con la naturalidad de quien ejecuta un acto al que tiene derecho, Vronsky hubo de recordar que aquel ser, cuya existencia apenas considerara hasta entonces, existía, era de carne y hueso y estaba unido estrechamente a la mujer que él amaba.

Aquel frío rostro de petersburgués, aquel aire indiferente y seguro, aquel sombrero redondo, aquella espalda ligeramente encorvada, aquel conjunto era una realidad y Vronsky había de reconocerlo, pero lo reconocía como un hombre que, muriendo de sed, al encontrarse con una fuente de agua pura descubriera que estaba ensuciada por un perro, un cerdo o una vaca que habían bebido en ella.

Lo que sobre todo le desesperaba de Alexis Alexandrovich era su manera de andar, moviendo sus piernas de un modo rápido y balanceando algo el cuerpo. A Vronsky le parecía que sólo él tenía derecho a amar a aquella mujer.

Afortunadamente, ella seguía siendo la misma y al verla, su corazón se sintió conmovido.

El criado de Anna, un alemán que había hecho el viaje en segunda clase, fue a recibir órdenes. El marido le había entregado los equipajes antes de dirigirse resueltamente hacia Anna. Vronsky asistió al encuentro de los esposos y su sensibilidad de enamorado le permitió percibir el leve ademán de contrariedad que hiciera Anna al encontrar a Alexis Alexandrovich.

«No lo ama, no puede amarlo…», pensó Vronsky.

Se sintió feliz al notar que Anna, aunque de espaldas, adivinaba su proximidad. En efecto, ella se volvió, le miró y siguió hablando con su marido.

–¿Ha pasado usted la noche bien, señora? –preguntó Vronsky, saludando a la vez a los dos y dando, así, ocasión al esposo de que le reconociese si le placía.

–Muy bien; gracias –repuso ella.

En su fatigado rostro no se dibujaba la animación de otras veces, pero a Vronsky le bastó para sentirse feliz apreciar que los ojos de Anna, al verle, se iluminaban de alegría.

Ella alzó la vista hacia su marido, tratando de descubrir si éste recordaba al Conde. Karenin contemplaba al joven con aire de disgusto y como si apenas le reconociera.

Vronsky se sintió incomodado. Su calma y su seguridad de siempre chocaban ahora contra aquella actitud glacial.

–El conde Vronsky –dijo Anna.

–¡Ah, ya; me parece que nos conocemos! –se dignó decir Karenin, dando la mano al joven–. Por lo que veo, al ir has viajado con la madre y al volver con el hijo –añadió arrastrando lentamente las palabras, como si cada una le costara un rublo–. ¿Qué? ¿Vuelve usted de su temporada de permiso? –y, sin aguardar la respuesta de Vronsky, dijo con ironía, dirigiéndose a su mujer–: ¿Han llorado mucho los de Moscú al separarse de ti?

Creía terminar así la charla con el Conde. Y para completar su propósito, se llevó la mano al sombrero.

Pero Vronsky interrogó a Anna:

–Confío en que podré tener el honor de visitarles.

–Con mucho gusto. Recibimos los lunes –dijo Alexis Alexandrovich con frialdad.

Y, sin hacerle más caso, prosiguió hablando a su mujer con el mismo tono irónico de antes:

–¡Estoy encantado de disponer de media hora de libertad para testimoniarte mis sentimientos!

–Parece como si me hablaras de ellos para realzar más su valor –repuso Anna, escuchando, involuntariamente, los pasos de Vronsky que caminaba tras ellos.

«En realidad no me preocupan nada», pensó para sí. Y luego preguntó a su esposo cómo había pasado Sergio aquellos días.

–Muy bien. Mariette me dijo que estaba de muy buen humor. Lamento decirte que no te echó nada de menos. No le sucedía lo mismo a tu amante esposo. Te agradezco que hayas vuelto un día antes de lo que esperaba. Nuestro querido samovar se alegrará mucho también.

Karenin aplicaba el apelativo de «samovar» a la condesa Lidia Ivanovna, por su constante estado de vehemencia y agitación. Siguió diciendo:

–Me preguntaba diariamente por ti. Te aconsejo que la visites hoy mismo. Ya sabes que su corazón sufre siempre por todo y por todos y, ahora, está particularmente inquieta con el asunto de la reconciliación de los Oblonsky.

Lidia era una antigua amiga de su marido y el centro de aquel círculo social que, por las relaciones de su esposo, Anna se veía obligada a frecuentar.

–Ya le he escrito.

–Pero quiere saber todos los detalles. Ve, amiga mía, ve a verla, si no estás muy cansada. Ea, te dejo. Tengo que asistir a una sesión. Kondreti conducirá tu coche. ¡Gracias a Dios que al fin voy a comer contigo! –y añadió con seriedad–: ¡no puedes figurarte lo que me cuesta acostumbrarme a hacerlo solo!

Y estrechándole largamente la mano y sonriendo tan afectuosamente como pudo, Karenin la condujo a su coche.

PRIMERA PARTE – Capítulo 32

El primer rostro que vio Anna al entrar en su casa fue el de su hijo, quien, sin atender a su institutriz, corrió escaleras abajo, gritando con alegría:

–¡Mamá, mamá, mamá!

Y se colgó de su cuello.

–¡Ya decía yo que era mamá! ––dijo luego a la institutriz.

Pero, como el padre, el hijo causó a Anna una desilusión. En la ausencia le imaginaba más apuesto de lo que era en realidad; y sin embargo era un niño encantador: un hermoso niño de bucles rubios, ojos azules y piernas muy derechas, con los calcetines bien estirados.

Anna sintió un placer casi físico en tenerle a su lado y recibir sus caricias y experimentó un consuelo moral escuchando sus inocentes preguntas y mirando sus ojos cándidos, confiados y dulces.

Le ofreció los regalos que le enviaban los niños de Dolly y le contó que en Moscú, en casa de los tíos, había una niña llamada Tania que ya sabía escribir y enseñaba a los otros niños.

–Entonces, ¿es que valgo menos que ella? –preguntó Sergio.

–Para mí, vida mía, vales más que nadie.

–Ya lo sabía –dijo Sergio, sonriendo.

Antes de que Anna acabara de tomar el café, le anunciaron la visita de la condesa Lidia Ivanovna. Era una mujer alta y gruesa, de amarillento y enfermizo color y grandes y magníficos ojos negros, algo pensativos.

Anna la quería mucho y, sin embargo, pareció apreciar sus defectos por primera vez.

–¿Conque llevó a los Oblonsky el ramo de oliva, querida? –preguntó Lidia Ivanovna.

–Todo está arreglado –repuso Anna–. Las cosas no andaban tan mal como nos figurábamos. Ma belle soeur toma sus decisiones con demasiada precipitación y…

Pero la Condesa, que tenía la costumbre de interesarse por cuanto no le importaba y solía, en cambio, no poner atención alguna en lo que debía interesarle más, interrumpió a su amiga:

–Estoy abatida. ¡Cuánta maldad y cuánto dolor hay en el mundo!

–¿Pues qué sucede? –interrogó Anna, dejando de sonreír.

–Empiezo a cansarme de luchar en vano por la verdad, y a veces me siento completamente abatida. Ya ve usted: la obra de los hermanitos (se trataba de una institución benéfico–patriótico–religiosa) iba por buen camino. ¡Pero no se puede hacer nada con esos señores! –declaró la Condesa, en tono de sarcástica resignación– Aceptaron la idea para desvirtuarla y, ahora, la juzgan de un modo bajo a indigno. Sólo dos o tres personas, entre ellas su marido, comprendieron el verdadero alcance de esta empresa. Los demás no hacen más que desacreditarla… Ayer recibí carta de Pravdin (se refería al célebre paneslavista Pravlin, que vivía en el extranjero)- La Condesa contó lo que decía en su carta y luego habló de los obstáculos que se oponían a la unión de las iglesias cristianas.

Explicado aquello, la Condesa se fue precipitadamente, porque tenía que asistir a dos reuniones, una de ellas, la sesión de un Comité eslavista.

«Todo esto no es nuevo para mí. ¿Por qué será que lo veo ahora de otro modo?», pensó Anna. «Hoy Lidia me ha parecido más nerviosa que otras veces. En el fondo, todo eso es un absurdo: dice ser cristiana y no hace más que enfadarse y censurar; todos son enemigos suyos, aunque estos enemigos se digan también cristianos y persigan los mismos fines que ella.»

Después de la Condesa llegó la esposa de un alto funcionario, que refirió a Anna todas las novedades del momento y se fue a las tres, prometiendo volver otro día a comer con ella.

Alexis Alexandrovich estaba en el Ministerio. Anna asistió a la comida de su hijo (que siempre comía solo) y luego arregló sus cosas y despachó su correspondencia atrasada.

Nada quedaba en ella de la vergüenza e inquietud que sintiera durante el viaje. Ya en su ambiente acostumbrado, se sintió ajena a todo temor y por encima de todo reproche, sin comprender su estado de ánimo del día anterior.

«¿Qué sucedió, a fin de cuentas?», pensaba. «Vronsky me dijo una tontería y yo le contesté como debía. Es inútil hablar de ello a Alexis. Parecería que diera demasiada importancia al asunto.»

Recordó una vez que un subordinado de su marido le hiciera una declaración amorosa. Creyó oportuno contárselo a Karenin y éste le dijo que toda mujer de mundo debía estar preparada a tales eventualidades y que él confiaba en su tacto, sin dejarse arrastrar por celos que habrían sido humillantes para los dos.

«De modo que vale más callar», decidió ahora Anna como remate de sus reflexiones. «Además, gracias a Dios, nada tengo que decirle.»

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