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INVIERNO EN KIEV o «Si quieres una dama, empieza por la abuela.»

domingo, mayo 19th, 2013

DaCha 10
¡Qué importante es, en la vida de un niño, la experiencia de los abuelos! Así como yo evoco la memoria de los míos, mi madre (que lleva el nombre de la abuela de su abuela), evoca la memoria de la única abuela que conoció y me sumerge, nuevamente, en un viaje de ensueño por la historia y la tradición:

“Mi primera infancia transcurrió en nuestra casa de Canning 84″ -cuenta Zulema, mi madre-. «Recuerdo que visitaba con mucha frecuencia a mi Bobe Brane, a quien adoraba. Me encantaba jugar a disfrazarme con las ropas y zapatos de mi tía Feliza y gozar de las dulzuras que preparaba mi Bobe, quien, por la tarde, servía su té en los vasos de vidrio y mi leche en sus tazas de loza inglesa, sobre el mantel de color rojizo que cubría la mesa del comedor, de estilo Chippendale, que había traído de Inglaterra. Yo esperaba, ansiosa, a que abriera la puerta del aparador, del que sacaba una bandejita de loza, que luego llenaba de kemish broit y schtrudel de membrillo y un botellón de cristal con vishnik, del que sólo me servía una copita, ya te contaré por qué. Calculo que mi Bobe debía tener en esa época no más de 60 años pero parecía muchos más porque peinaba su larga cabellera canosa con un rodete y jamás se maquillaba.”

Brane, mi bisabuela, nació en Kiev, Ucrania, en el año 1876. En esa época, Ucrania, que fuera dominada, ya por Lituania, ya por Polonia o bien, subyugada por cosacos y tártaros, estaba bajo el dominio ruso del Zar Alejandro II, quien ese año promulgó un edicto secreto, el Ucase de Ems, por el que se prohibía el uso del idioma ucraniano en la prensa escrita, así como también en representaciones teatrales y en la enseñanza, en un intento por eliminar cualquier vestigio de cultura o nacionalismo ucraniano. Por lo tanto, Brane se consideraba rusa y hablaba ruso e idish. Su padre era rebe (maestro) y su abuela “se vestía como una reina y usaba un tocado como una corona” (sarafan y kokoshnik). No hablaba mucho de esa primera etapa de su vida. Sus recuerdos felices del terruño natal eran esos y que en verano juntaban cerezas e iban al Mar Negro. Los otros, los tristes, los que marcaron su joven corazón de un frío invierno, fueron los que la obligaron a emigrar, a los 14 años, hacia Inglaterra, sola… pero con samovar.

Brane llegó a Londres en 1890, siguiendo a un hermano que la precedió, años antes, en la partida de Kiev y se estableció en el East London, barrio que recibía a los inmigrantes pobres, fundamentalmente a irlandeses y judíos de la Europa Oriental. Su hermano trabajaba en una carpintería y suponemos que así fue como mi bisabuela conoció y se enamoró de Louis, mi bisabuelo, quien también era ebanista. De la misma manera, se enamoró de Londres, tanto, que siempre recordó esos años como los más felices de su vida. Fue testigo de la última década de la era victoriana (1837-1901), que logró el gran desarrollo económico e imperial e incluso la hegemonía mundial de Gran Bretaña, que transformaron al liberalismo en algo mucho más profundo que un sistema político: liberalismo y Parlamento vinieron a ser, al cabo del siglo XIX, debido a aquella «evolución ordenada», el fundamento de la cultura política moderna del pueblo inglés. Esa impregnación liberal de la conciencia colectiva contribuyó a que la política británica se adaptara sin violencia, casi naturalmente, a la irrupción de las masas en la vida pública, y que la transición hacia la democracia moderna fuera allí tan ordenada como había sido la evolución liberal a lo largo del siglo XIX. La muerte de la reina Victoria dio lugar a la Era eduardiana. El pueblo adoraba a Eduardo VII, quien, según Brane, “caminaba por la calle sin guardia y se sentaba en un banco de la plaza”; esta ya mujer de 25 años, respetaba el protocolo londinense, salía siempre a la calle con sombrero y amaba a una ciudad en la que “los pisos eran como espejos: uno se podía ver en el piso” y gozó de un período en el que sectores de la sociedad que habían sido siempre excluidos de la vida política, como los obreros plebeyos y las mujeres, se volvían cada vez más politizados y participativos.
Lamentablemente, Louis enfermó y, en 1908, con tres hijos vivos y otros dos en camino, ambos se embarcaron rumbo a la Argentina, en busca de los “buenos aires”, con todos sus muebles, sus cubiertos y vajilla y, por supuesto, el samovar. Pocos años más tarde, Brane enviudó y se quedó sola, con cinco chicos, en una Argentina turbulenta. Su corazón entró en el invierno para siempre, hasta la llegada de los nietos.
Brane
“Cuando mi tía Feliza se casó, yo tenía seis años” -sigue mi mamá-. “Después del casamiento, mi Bobe con mi tío Samuel, que era minervista, se mudaron a nuestra casa. Allí, en la muy amplia cocina, fui testigo de la preparación de las comidas y bebidas que preparaba mi abuela. Me encantaba verla cocinar toda clase de manjares dulces y salados, aunque yo prefería los dulces. Me asombraba la cantidad de cerezas que compraban en primavera y verano y su colocación, junto con azúcar y algo de alcohol, en unos botellones grandísimos de color verde oscuro que se llamaban damajuanas y que colocaban en el gran patio soleado de mi casa, en el que había muchas plantas y una gran pajarera con canarios, que cuidaba mi papá. Luego, cuando en las damajuanas se formaba una espuma, las guardaban en un lugar oscuro hasta el invierno. Cuando las cerezas estaban completamente maceradas, mi Bobe pasaba, con la ayuda de mi mamá, el licor color borravino a los botellones y a las cerezas, las comíamos en compota. El vishnik era mi bebida preferida, a tal punto que una vez, en una reunión de Fin de Año que festejamos en el patio de mi casa, tomé tantos vasitos que me emborraché!”
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La vida de los inmigrantes no es fácil; nunca lo ha sido. Dejar atrás la casa natal, la tierra, la familia, los amigos, es desgarrador y exige una enorme dosis de coraje. Gracias a ese coraje, parte de mi familia sobrevivió. Gracias a ese coraje es que yo existo. Hay un común denominador a todos los inmigrantes: para calmar el frío que siente el corazón en el exilio, hacen de la tradición un conjuro y cantan sus canciones, bailan sus danzas, cocinan sus delicias como lo hacían sus madres y abuelas y las madres y abuelas de sus madres y abuelas.

Kiev fue la cuna y el punto de partida hacia el destino errante en la vida de mi bisabuela. Pero también, las cerezas del verano para endulzar hasta a los más amargos inviernos.
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Probá «INVIERNO EN KIEV«, de DaCha ~Russkiĭ Sekret~ (Blends). Té rojo Assam, té rojo chino BOP, pimpollos de rosas, cacao y licor de cerezas (vishnik). Compañero perfecto para cualquier torta de chocolate, incluso de chocolate blanco. Este es EL blend para quienes gustan tomarlo con un toque de leche o crema 😉
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ANNA KARENINA – SEGUNDA PARTE – CAPÍTULOS 6 Y 7

sábado, mayo 11th, 2013

anna tapa libro
SEGUNDA PARTE – Capítulo 6

La princesa Betsy salió del teatro sin esperar el fin del último acto.

Apenas hubo entrado en su tocador y empolvado su ovalado y pálido rostro, revisado su vestido y, después de haber ordenado que sirvieran el té en el salón principal, comenzaron a llegar coches a su amplia casa de la calle Bolchaya Morskaya.

Los invitados afluían al ancho portalón y el corpulento portero, que por la mañana leía los periódicos tras la inmensa puerta vidriera para la instrucción de los transeúntes, abría la misma puerta, con el menor ruido posible, para dejar paso franco a los que llegaban.

Casi a la vez, entraron por una puerta la dueña de la casa, con el rostro ya arreglado y el peinado compuesto y por otra sus invitados, en el gran salón de oscuras paredes, con sus espejos y mullidas alfombras y su mesa inundada de luz de bujías, resplandeciente con el blanco mantel, la plata del samovar y la transparente porcelana del servicio de té.

La dueña se instaló ante el samovar y se quitó los guantes. Los invitados, tomando sus sillas con ayuda de los discretos lacayos, se dispusieron en dos grupos: uno al lado de la dueña, junto al samovar; otro en un lugar distinto del salón, junto a la bella esposa de un embajador, vestida de terciopelo negro, con negras cejas muy señaladas.

Como siempre, en los primeros momentos la conversación de ambos grupos era poco animada y frecuentemente interrumpida por los encuentros, saludos y ofrecimientos de té, cual si se buscara el tema en que debía generalizarse la charla.

–Es una magnífica actriz. Se ve que ha seguido bien la escuela de Kaulbach –decía el diplomático a los que estaban en el grupo de su mujer––. ¿Han visto ustedes con qué arte se desplomó?

–¡Por favor, no hablemos de la Nilson! ¡Ya no hay nada nuevo que decir de ella! –exclamó una señora gruesa, colorada, sin cejas ni pestañas, vestida con un traje de seda muy usado.

Era la princesa Miágkaya, muy conocida por su trato brusco y natural y a la que llamaban l’enfant terrible.

La Miágkaya se sentaba entre los dos grupos, escuchando y tomando parte en las conversaciones de ambos.

–Hoy me han repetido tres veces la misma frase referente a Kaulbach, como puestos de acuerdo. No sé por qué les gusta tanto esa frase.

Este comentario interrumpió aquella conversación y hubo de buscarse un nuevo tema.

–Cuéntanos algo gracioso… pero no inmoral –dijo la mujer del embajador, muy experta en esa especie de conversación frívola que los ingleses llaman small–talk, dirigiéndose al diplomático, que tampoco sabía de qué hablar.

–Eso es muy difícil, porque, según dicen, sólo lo inmoral resulta divertido –empezó él, con una sonrisa–.

Pero probaré… Denme un tema. El toque está en el tema. Si se encuentra tema, es fácil glosarlo. Pienso a menudo que los célebres conversadores del siglo pasado se verían avergonzados, ahora, para poder hablar con agudeza. Todo lo agudo resulta en nuestros días aburrido.

–Eso ya se ha dicho hace tiempo –interrumpió la mujer del embajador con una sonrisa.

La conversación empezó con mucha corrección, pero precisamente por exceso de corrección se volvió a encallar.

Hubo, pues, que recurrir al remedio seguro, a lo que nunca falla: la maledicencia.

–¿No encuentran ustedes que Tuchkevich tiene cierto «estilo Luis XV»? –preguntó el embajador, mostrando con los ojos a un guapo joven rubio que estaba próximo a la mesa.

–¡Oh, sí! Es del mismo estilo que este salón. Por eso viene tan a menudo.

Esta conversación se sostuvo, pues, porque no consistía sino en alusiones sobre un tema que no podía tratarse alternativamente: las relaciones entre Tuchkevich y la dueña de la casa.

Entre tanto, en torno al samovar, la conversación, que al principio languidecía y sufría interrupciones mientras se trató de temas de actualidad política, teatral y otros semejantes, ahora se había reanimado también al entrar de lleno en el terreno de la murmuración.

–¿No han oído ustedes decir que la Maltischeva –no la hija, sino la madre– se hace un traje diable rose?

–¿Es posible …? ¡Sería muy divertido!

–Me extraña que con su inteligencia –porque no tiene nada de tonta– no se dé cuenta del ridículo que hace.

Todos tenían algo que decir y criticar de la pobre Maltischeva y la conversación chisporroteaba alegremente como una hoguera encendida.

Al enterarse de que su mujer tenía invitados, el marido de la princesa Betsy, hombre grueso y bondadoso, gran coleccionista de grabados, entró en el salón antes de irse al círculo.

Avanzando sin ruido sobre la espesa alfombra, se acercó a la princesa Miágkaya.

–¿Qué? ¿Le gustó la Nilson? –le preguntó.

–¡Qué modo de acercarse a la gente! ¡Vaya un susto que me ha dado! ––contestó ella–. No me hable de la ópera, por favor: no entiende usted nada de música. Será mejor que descienda… yo hasta usted y le hablé de mayólicas y grabados. ¿Qué tesoros ha comprado recientemente en el encante?

–¿Quiere que se los enseñe? ¡Pero usted no entiende nada de esas cosas!

–Enséñemelas, sí. He aprendido con esos… ¿cómo les llaman?… esos banqueros que tienen tan hermosos grabados. Me han enseñado a apreciarlos –¿Ha estado usted en casa de los Chuzburg? –preguntó Betsy, desde su sitio junto al samovar.

–Estuve, ma chère. Nos invitaron a comer a mi marido y a mí. Según me han contado, sólo la salsa de esa comida les costó mil rublos –comentó en alta voz la Miágkaya–. Y por cierto que la salsa –un líquido verduzco– no valía nada. Yo tuve que invitarles a mi vez, hice una salsa que me costó ochenta y cinco copecks y todos tan contentos. ¡Yo no puedo aderezar salsas de mil rublos!

–¡Es única en su estilo! –exclamó la dueña, refiriéndose a la Miágkaya.

–Incomparable –convino alguien.

El enorme efecto que producían infaliblemente las palabras de la Miágkaya consistía en que lo que decía, aunque no siempre muy oportuno, como ahora, eran siempre cosas sencillas y llenas de buen sentido.

En el círculo en que se movía, sus palabras producían el efecto del chiste más ingenioso. La princesa Miágkaya no podía comprender la causa de ello, pero conocía el efecto y lo aprovechaba.

Para escucharla, cesó la conversación en el grupo de la mujer del embajador. La dueña de la casa quiso aprovechar la ocasión para unir los dos grupos en uno y se dirigió a la embajadora.

–¿No toma usted el té, por fin? Porque en este caso podría sentarse con nosotros.

–No. Estamos muy bien aquí –repuso, sonriendo, la esposa del diplomático.

Y continuó la conversación iniciada. Se trataba de una charla muy agradable. Criticaban a los Karenin, mujer y marido.

–Anna ha cambiado mucho desde su viaje a Moscú. Hay algo raro en ella –decía su amiga.

–El cambio esencial consiste en que ha traído a sus talones, como una sombra, a Alexis Vronsky –dijo la esposa del embajador-No hay nada de malo en eso. Según una narración de Grimm, cuando un hombre carece de sombra es que se la han quitado en castigo de alguna culpa. Nunca he podido comprender en qué consiste ese castigo. Pero para una mujer debe de ser muy agradable vivir sin sombra.

–Las mujeres con sombra terminan mal generalmente –contestó una amiga de Anna.

–Calle usted la boca –dijo la princesa Miágkaya de repente al oír hablar de Anna–. La Karenina es una excelente mujer y una buena amiga. Su marido no me gusta, pero a ella la quiero mucho.

–¿Y por qué a su marido no? Es un hombre notable –dijo la embajadora– Según mi esposo, en Europa hay pocos estadistas de tanta capacidad como él.

–Lo mismo dice el mío, pero yo no lo creo –repuso la princesa Miágkaya–. De no haber hablado nuestros maridos, nosotros habríamos visto a Alexei Alexandrovich tal como es. Y en mi opinión no es más que un tonto. Lo digo en voz baja, sí; pero, ¿no es verdad que, considerándole de ese modo, ya nos parece todo claro? Antes, cuando me forzaban a considerarle como un hombre inteligente, por más que hacía, no lo encontrab, y, no viendo por ninguna parte su inteligencia, terminaba por aceptar que la tonta debía de ser yo. Pero en cuanto me dije: es un tonto –y lo dijo en voz baja–, todo se hizo claro para mí. ¿No es así?

–¡Qué cruel está usted hoy!

–Nada de eso. Pero no hay otro remedio. Uno de los dos, o él o yo, somos tontos. Y ya es sabido que eso no puede una decírselo a sí misma.

–Nadie está contento con lo que tiene y, no obstante, todos están satisfechos de su inteligencia –dijo el diplomático recordando un verso francés.

–Sí, sí, eso es –dijo la princesa Miágkaya, con precipitación–. Pero lo que importa es que no les entrego a Anna para que la despellejen. ¡Es tan simpática, tan agradable! ¿Qué va a hacer si todos se enamoran de ella y la siguen como sombras?

–Yo no me proponía atacarla –se defendió la amiga de Anna.

–Si usted no tiene sombras que la sigan, eso no le da derecho a criticar a los demás.

Y tras esta lección a la amiga de Anna, la princesa Miágkaya se levantó y se dirigió al grupo próximo a la mesa donde estaba la embajadora.

La conversación allí giraba en aquel momento en torno al rey de Prusia.

–¿A quién estaban criticando? –preguntó Betsy.

–A los Karenin. La Princesa ha hecho una definición de Alexei Alejandrovich muy característica –dijo la embajadora sonriendo.

Y se sentó a la mesa.

–Siento no haberles oído –repuso la dueña de la casa, mirando a la puerta–. ¡Vaya: al fin ha venido usted!- dijo dirigiéndose a Vronsky, que llegaba en aquel momento.

Vronsky no sólo conocía a todos los presentes, sino que incluso los veía a diario. Por eso, entró con toda naturalidad, como cuando se penetra en un sitio donde hay personas de las cuales se ha despedido uno un momento antes.

–¿Qué de dónde vengo? –contestó a la pregunta de la embajadora–––. ¡Qué hacer! No hay más remedio que confesar que llego de la ópera bufa. Cien veces he estado allí y siempre vuelvo con placer. Es una maravilla. Sé que es una vergüenza pero en la ópera me duermo y en la ópera bufa estoy hasta el último momento muy a gusto… Hoy…

Mencionó a la artista francesa e iba a contar algo referente a ella, pero la mujer del embajador le interrumpió con cómico espanto.

–¡Por Dios, no nos cuente horrores!

–Bien; me callo, tanto más cuanto que todos los conocen.

–Y todos hubieran ido allí si fuese una cosa tan admitida como ir a la ópera –afirmó la princesa Miágkaya.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 7

Se oyeron pasos cerca de la puerta de entrada. Betsy, reconociendo a la Karenina, miró a Vronsky.

El dirigió la vista a la puerta y en su rostro se dibujó una expresión extraña, nueva. Miró fijamente, con alegría y timidez, a la que entraba. Luego se levantó con lentitud.

Anna entró en el salón muy erguida, como siempre y, sin mirar a los lados, con el paso rápido, firme y ligero que la distinguía de las otras damas del gran mundo, recorrió la distancia que la separaba de la dueña de la casa.

Estrechó la mano a Betsy, sonrió y al sonreír volvió la cabeza hacia Vronsky, quien la saludó en voz muy baja y le ofreció una silla.

Ella contestó con una simple inclinación de cabeza, ruborizándose y arrugando el entrecejo. Luego, estrechando las manos que se le tendían y saludando con la cabeza a los conocidos, se dirigió a la dueña.

–Estuve en casa de la condesa Lidia. Me proponía venir más temprano pero me quedé allí más tiempo del que quería. Estaba sir John. Es un hombre muy interesante…

–¡Ah, el misionero!

–Contaba cosas interesantísimas sobre la vida de los pieles rojas.

La conversación, interrumpida por la llegada de Anna, renacía otra vez como la llama al soplo del viento.

–¡Sir John! Sí, sir John. Le he visto. Habla muy bien. La Vlasieva está enamorada de él.

–¿Es cierto que la Vlasieva joven se casa con Topar?

–Sí. Dicen que es cosa decidida.

–Me parece extraño por parte de sus padres, pues según las gentes es un matrimonio por amor.

–¿Por amor? ¡Tiene usted ideas antediluvianas! ¿Quién se casa hoy por amor? –dijo la embajadora.

–¿Qué vamos a hacerle? Esta antigua costumbre, por estúpida que sea, sigue aún de moda –repuso Vronsky.

–Peor para los que la siguen… Los únicos matrimonios felices que yo conozco son los de conveniencia.

–Sí; pero la felicidad de los matrimonios de conveniencia queda muchas veces desvanecida como el polvo, precisamente porque aparece esta pasión en la cual no creían –replicó Vronsky.

–Nosotros llamamos matrimonios de conveniencia a aquellos que se celebran cuando el marido y la mujer están ya cansados de la vida. Es como la escarlatina, que todos deben pasar por ella.

–Entonces, hay que aprender a hacerse una inoculación artificial de amor, una especie de vacuna…

–Yo, de joven, estuve enamorada del sacristán –dijo la Miágkaya–. No sé si eso me sería útil.

–Bromas aparte, creo que, para conocer bien el amor, hay que equivocarse primero y corregir después la equivocación ––dijo la princesa Betsy.

–¿Incluso después del matrimonio? –preguntó la esposa del embajador con un ligero tono de burla.

–Nunca es tarde para arrepentirse –alegó el diplomático recordando el proverbio inglés.

–Precisamente –afirmó Betsy– es así como hay que equivocarse para corregir la equivocación. ¿Qué opina usted de eso? –preguntó a Anna, que con leve pero serena sonrisa escuchaba la conversación.

–Yo pienso –dijo Anna, jugueteando con uno de sus guantes que se había quitado–, yo pienso que hay tantos cerebros como cabezas y tantas clases de amor como corazones.

Vronsky miraba a Anna, esperando sus palabras con el pecho oprimido. Cuando ella hubo hablado, respiró, como si hubiese pasado un gran peligro.

Anna, de improviso, se dirigió a él:

–He recibido carta de Moscú. Me dicen que Kitty Scherbazkv está seriamente enferma.

–¿Es posible? –murmuró Vronsky frunciendo las cejas.

Anna le miró con gravedad.

–¿No le interesa la noticia?

–Al contrario, me interesa mucho. ¿Puedo saber concretamente lo que le dicen? –preguntó él.

Anna, levantándose, se acercó a Betsy.

–Déme una taza de té –dijo, parándose tras su silla.

Mientras Betsy vertía el té, Vronsky se acercó a Anna.

–¿Qué le dicen? –repitió.

–Yo creo que los hombres no saben lo que es nobleza, aunque siempre están hablando de ello –comentó Anna sin contestarle–. Hace tiempo que quería decirle esto –añadió.

Y, dando unos pasos, se sentó ante una mesa llena de álbumes que había en un rincón.

–No comprendo bien lo que quieren decir sus palabras –dijo Vronsky, ofreciéndole la taza.

Ella miró el diván que había a su lado y Vronsky se sentó en él inmediatamente.

–Quería decirle –continuó ella sin mirarle– que ha obrado usted mal, muy mal.

–¿Y cree usted que no sé que he obrado mal? Pero ¿cuál ha sido la causa de que haya obrado de esta manera?

–¿Por qué me dice eso? –repuso Anna mirándole con severidad.

–Usted sabe por qué –contestó él, atrevido y alegre, encontrando la mirada de Anna y sin apartar la suya.

No fue él sino ella la confundida.

–Eso demuestra que usted no tiene corazón –dijo Anna.

Pero la expresión de sus ojos daba a entender que sabía bien que él tenía corazón y que precisamente por ello le temía.

–Eso a que usted aludía hace un momento era una equivocación, no era amor.

–Recuerde que le he prohibido pronunciar esta palabra, esta repugnante palabra –dijo Anna, estremeciéndose imperceptiblemente. Pero comprendió en seguida que con la palabra «prohibido» daba a entender que se reconocía con ciertos derechos sobre él y que, por lo mismo, le animaba a hablarle de amor.

Anna continuó mirándole fijamente a los ojos, con el rostro encendido por la animación:

–Hoy he venido aquí expresamente, sabiendo que le encontraría, para decirle que esto debe terminar. Jamás he tenido que ruborizarme ante nadie y ahora usted me hace sentirme culpable, no sé de qué…

Él la miraba, sorprendido ante la nueva y espiritual belleza de su rostro.

–¿Qué desea usted que haga? –preguntó, con sencillez y gravedad.

–Que se vaya a Moscú y pida perdón a Kitty –dijo Anna.

–No desea usted eso.

Vronsky comprendía que Anna le estaba diciendo lo que consideraba su deber y no lo que ella deseaba que hiciera.

Si me ama usted como dice –murmuró ella–, hágalo para mi tranquilidad.

El rostro de Vronsky resplandeció de alegría.

–Ya sabe que usted significa para mí la vida; pero no puedo darle la tranquilidad, porque yo mismo no la tengo. Me entrego a usted entero, le doy todo mi amor, eso sí… No puedo pensar por separado en usted y en mí; a mis ojos los dos somos uno. De aquí en adelante, no veo tranquilidad posible para usted ni para mí. Sólo posibilidades de desesperación y desgracia… o de felicidad. ¡Y de qué felicidad! ¿No es posible esa felicidad? –preguntó él con un simple movimiento de los labios.

Pero ella le entendió. Reunió todas las fuerzas de su espíritu para contestarle como debía, pero en lugar de ello posó sobre él, en silencio, una mirada de amor.

«¡Oh! –pensaba él, delirante–. En el momento en que yo desesperaba, en que creía no llegar nunca al fin… se produce lo que tanto anhelaba. Ella me ama, me lo confiesa…»

–Bien, hágalo por mí. No me hable más de ese modo y sigamos siendo buenos amigos –murmuró Anna.

Pero su mirada decía lo contrario.

–No podemos ser sólo amigos, esto lo sabe y muy bien. En su mano está que seamos los más dichosos o los más desgraciados del mundo.

Ella iba a contestar, mas Vronsky la interrumpió:

–Una sola cosa le pido: que me dé el derecho de esperar y sufrir como hasta ahora. Si ni aún eso es posible, ordéneme desaparecer y desapareceré. Si mi presencia la hace sufrir, no me verá usted más.

–No deseo que se vaya usted.

–Entonces no cambie las cosas en nada. Déjelo todo como está –dijo él, con voz trémula–. ¡Ah, allí viene su marido!

Efectivamente, Alexei Alexandrovich entraba en aquel momento en el salón con su paso torpe y calmoso.

Después de dirigir una mirada a su mujer y a Vronsky, se acercó a la dueña de la casa y, una vez ante su taza de té, comenzó a hablar con su voz lenta y clara, en su tono irónico habitual, con el que parecía burlarse de alguien:

–Vuestro Rambouillet está completo –dijo mirando a los concurrentes–. Se hallan presentes las Gracias y las Musas.

La condesa Betsy no podía soportar aquel tono tan sneering, como ella decía; y, como corresponde a una prudente dueña de casa, le hizo entrar en seguida en una conversación seria referente al servicio militar obligatorio.

Alexei Alexandrovich se interesó en la conversación inmediatamente y comenzó, en serio, a defender la nueva ley que la princesa Betsy criticaba.

Anna y Vronsky seguían sentados junto a la mesita del rincón.

–Esto empieza ya a pasar de lo conveniente –dijo una señora, mostrando con los ojos a la Karenina, su marido y Vronsky.

–¿Qué decía yo? –repuso la amiga de Anna.

No sólo aquellas señoras, sino casi todos los que estaban en el salón, incluso la princesa Miágkaya y la misma Betsy, miraban a la pareja, separada del círculo de los demás, como si la sociedad de ellos les estorbase.

El único que no miró ni una vez en aquella dirección fue Alexei Alexandrovich, atento a la interesante conversación, de la que no se distrajo un momento.

Observando la desagradable impresión que aquello producía a todos, Betsy se las ingenió para que otra persona la sustituyese en el puesto de oyente de Alexei Alexandrovich y se acercó a Anna.

–Cada vez me asombran más la claridad y precisión de las palabras de su marido –dijo Betsy–. Las ideas más abstractas se hacen claras para mí cuando él las expone.

–¡Oh, sí! –dijo Anna con una sonrisa de felicidad, sin entender nada de lo que Betsy le decía. Y, acercándose a la mesa, participó en la conversación general.

Alexei Alexandrovich, tras media hora de estar allí, se acercó a su mujer y le propuso volver juntos a casa.

Ella, sin mirarle, contestó que se quedaba a cenar. Alexei Alexandrovich saludó y se fue.

El cochero de la Karenina, un tártaro grueso y entrado en años, vestido con un brillante abrigo de cuero, sujetaba con dificultad a uno de los caballos, de color gris, que iba enganchado al lado izquierdo y se encabritaba por el frío y la larga espera ante las puertas de Betsy.

El lacayo abrió la portezuela del coche. El portero esperaba, con la puerta principal abierta.

Anna Arkadievna, con su ágil manecita, desengachaba los encajes de su manga de los corchetes del abrigo y escuchaba animadamente, con la cabeza inclinada, las palabras de Vronsky, que salía acompañándola.

–Supongamos que usted no me ha dicho nada –decía él–. Yo, por otra parte, tampoco pido nada, pero usted sabe que no es amistad lo que necesito. La única felicidad posible para mí, en la vida, está en esta palabra que no quiere usted oír: en el amor.

–El amor –repitió ella lentamente, con voz profunda.

Y al desenganchar los encajes de la manga, añadió:

–Si rechazo esa palabra es precisamente porque significa para mí mucho más de cuanto usted puede imaginar –y, mirándole a la cara, concluyó–: ¡Hasta la vista!

Le dio la mano y, andando con su paso rápido y elástico, pasó ante el portero y desapareció en el coche.

Su mirada y el contacto de su mano arrebataron a Vronsky. Besó la palma de su propia mano en el sitio que Anna había tocado y marchó a su casa feliz comprendiendo que aquella noche se había acercado más a su objetivo que en el curso de los dos meses anteriores.

ANNA KARENINA – PRIMERA PARTE – CAPÍTULOS 31 Y 32

lunes, mayo 6th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
PRIMERA PARTE – Capítulo 31

Vronsky no trató siquiera de dormir. Permaneció sentado en su butaca con los ojos abiertos. Ora mirando fijamente ante él, ora contemplando a los que entraban y salían; y si antes impresionaba a los desconocidos con su inalterable tranquilidad, ahora parecía aún más seguro de sí mismo y más lleno de orgullo. Los seres no tenían para él, en aquel momento, mayor importancia que las cosas. Tal actitud le atrajo la enemistad de su vecino de asiento, un joven muy nervioso, empleado en el Ministerio de Justicia, que había hecho todo lo posible para que Vronsky reparara en que él pertenecía al mundo de los vivos. En vano le había pedido fuego, en vano le hablaba o le daba golpecitos en el codo. Vronsky no manifestó más interés por él que por el farolillo del vagón. Ofendido por su impasibilidad, su compañero de viaje reprimía su enojo a duras penas.

Aquella olímpica indiferencia no significaba que Vronsky se sintiera feliz creyendo haber impresionado el corazón de Anna. Aun no se atrevía ni a imaginarlo, pero el solo hecho de pensar en ello le inundaba de orgullo y de alegría. No sabía ni quería pensar en lo que podría resultar de todo aquello.

Sólo presentía que sus fuerzas, desperdiciadas hasta entonces, iban a unirse para empujarle hacia un único y espléndido destino.

Verla, oírla, estar a su lado, éste era ahora el único objeto de su vida. Estaba tan poseído por aquel pensamiento que, apenas vio a Anna en la estación de Blagoe, donde él bajara a tomarse un vaso de soda, no pudo menos de manifestárselo.

Estaba satisfecho de habérselo dicho, satisfecho porque ahora ella sabía ya que la amaba y no podría dejar de pensar en él.

Ya en el vagón, Vronsky principió a recordar los más nimios detalles de las veces que se habían encontrado: los gestos, las palabras de Anna. Y su corazón palpitó ante las visiones que su imaginación le presentaba para lo porvenir.

Se apeó en San Petersburgo, tan fresco y descansado como si saliera de un baño frío, aunque había pasado la noche sin dormir. Se paró junto a un vagón para ver pasar a Anna.

«La volveré a ver», se decía, sonriendo sin darse cuenta. «Acaso me dirija una palabra, un gesto, algo…»

Pero al primero que vio fue a Karenin, a quien el jefe de estación acompañaba con grandes muestras de respeto.

«¡Ah, el marido!», dijo para sí.

Y, al verle erguido ante él, con sus piernas rectas enfundadas en los pantalones negros, al verle tomar el brazo de Anna con la naturalidad de quien ejecuta un acto al que tiene derecho, Vronsky hubo de recordar que aquel ser, cuya existencia apenas considerara hasta entonces, existía, era de carne y hueso y estaba unido estrechamente a la mujer que él amaba.

Aquel frío rostro de petersburgués, aquel aire indiferente y seguro, aquel sombrero redondo, aquella espalda ligeramente encorvada, aquel conjunto era una realidad y Vronsky había de reconocerlo, pero lo reconocía como un hombre que, muriendo de sed, al encontrarse con una fuente de agua pura descubriera que estaba ensuciada por un perro, un cerdo o una vaca que habían bebido en ella.

Lo que sobre todo le desesperaba de Alexis Alexandrovich era su manera de andar, moviendo sus piernas de un modo rápido y balanceando algo el cuerpo. A Vronsky le parecía que sólo él tenía derecho a amar a aquella mujer.

Afortunadamente, ella seguía siendo la misma y al verla, su corazón se sintió conmovido.

El criado de Anna, un alemán que había hecho el viaje en segunda clase, fue a recibir órdenes. El marido le había entregado los equipajes antes de dirigirse resueltamente hacia Anna. Vronsky asistió al encuentro de los esposos y su sensibilidad de enamorado le permitió percibir el leve ademán de contrariedad que hiciera Anna al encontrar a Alexis Alexandrovich.

«No lo ama, no puede amarlo…», pensó Vronsky.

Se sintió feliz al notar que Anna, aunque de espaldas, adivinaba su proximidad. En efecto, ella se volvió, le miró y siguió hablando con su marido.

–¿Ha pasado usted la noche bien, señora? –preguntó Vronsky, saludando a la vez a los dos y dando, así, ocasión al esposo de que le reconociese si le placía.

–Muy bien; gracias –repuso ella.

En su fatigado rostro no se dibujaba la animación de otras veces, pero a Vronsky le bastó para sentirse feliz apreciar que los ojos de Anna, al verle, se iluminaban de alegría.

Ella alzó la vista hacia su marido, tratando de descubrir si éste recordaba al Conde. Karenin contemplaba al joven con aire de disgusto y como si apenas le reconociera.

Vronsky se sintió incomodado. Su calma y su seguridad de siempre chocaban ahora contra aquella actitud glacial.

–El conde Vronsky –dijo Anna.

–¡Ah, ya; me parece que nos conocemos! –se dignó decir Karenin, dando la mano al joven–. Por lo que veo, al ir has viajado con la madre y al volver con el hijo –añadió arrastrando lentamente las palabras, como si cada una le costara un rublo–. ¿Qué? ¿Vuelve usted de su temporada de permiso? –y, sin aguardar la respuesta de Vronsky, dijo con ironía, dirigiéndose a su mujer–: ¿Han llorado mucho los de Moscú al separarse de ti?

Creía terminar así la charla con el Conde. Y para completar su propósito, se llevó la mano al sombrero.

Pero Vronsky interrogó a Anna:

–Confío en que podré tener el honor de visitarles.

–Con mucho gusto. Recibimos los lunes –dijo Alexis Alexandrovich con frialdad.

Y, sin hacerle más caso, prosiguió hablando a su mujer con el mismo tono irónico de antes:

–¡Estoy encantado de disponer de media hora de libertad para testimoniarte mis sentimientos!

–Parece como si me hablaras de ellos para realzar más su valor –repuso Anna, escuchando, involuntariamente, los pasos de Vronsky que caminaba tras ellos.

«En realidad no me preocupan nada», pensó para sí. Y luego preguntó a su esposo cómo había pasado Sergio aquellos días.

–Muy bien. Mariette me dijo que estaba de muy buen humor. Lamento decirte que no te echó nada de menos. No le sucedía lo mismo a tu amante esposo. Te agradezco que hayas vuelto un día antes de lo que esperaba. Nuestro querido samovar se alegrará mucho también.

Karenin aplicaba el apelativo de «samovar» a la condesa Lidia Ivanovna, por su constante estado de vehemencia y agitación. Siguió diciendo:

–Me preguntaba diariamente por ti. Te aconsejo que la visites hoy mismo. Ya sabes que su corazón sufre siempre por todo y por todos y, ahora, está particularmente inquieta con el asunto de la reconciliación de los Oblonsky.

Lidia era una antigua amiga de su marido y el centro de aquel círculo social que, por las relaciones de su esposo, Anna se veía obligada a frecuentar.

–Ya le he escrito.

–Pero quiere saber todos los detalles. Ve, amiga mía, ve a verla, si no estás muy cansada. Ea, te dejo. Tengo que asistir a una sesión. Kondreti conducirá tu coche. ¡Gracias a Dios que al fin voy a comer contigo! –y añadió con seriedad–: ¡no puedes figurarte lo que me cuesta acostumbrarme a hacerlo solo!

Y estrechándole largamente la mano y sonriendo tan afectuosamente como pudo, Karenin la condujo a su coche.

PRIMERA PARTE – Capítulo 32

El primer rostro que vio Anna al entrar en su casa fue el de su hijo, quien, sin atender a su institutriz, corrió escaleras abajo, gritando con alegría:

–¡Mamá, mamá, mamá!

Y se colgó de su cuello.

–¡Ya decía yo que era mamá! ––dijo luego a la institutriz.

Pero, como el padre, el hijo causó a Anna una desilusión. En la ausencia le imaginaba más apuesto de lo que era en realidad; y sin embargo era un niño encantador: un hermoso niño de bucles rubios, ojos azules y piernas muy derechas, con los calcetines bien estirados.

Anna sintió un placer casi físico en tenerle a su lado y recibir sus caricias y experimentó un consuelo moral escuchando sus inocentes preguntas y mirando sus ojos cándidos, confiados y dulces.

Le ofreció los regalos que le enviaban los niños de Dolly y le contó que en Moscú, en casa de los tíos, había una niña llamada Tania que ya sabía escribir y enseñaba a los otros niños.

–Entonces, ¿es que valgo menos que ella? –preguntó Sergio.

–Para mí, vida mía, vales más que nadie.

–Ya lo sabía –dijo Sergio, sonriendo.

Antes de que Anna acabara de tomar el café, le anunciaron la visita de la condesa Lidia Ivanovna. Era una mujer alta y gruesa, de amarillento y enfermizo color y grandes y magníficos ojos negros, algo pensativos.

Anna la quería mucho y, sin embargo, pareció apreciar sus defectos por primera vez.

–¿Conque llevó a los Oblonsky el ramo de oliva, querida? –preguntó Lidia Ivanovna.

–Todo está arreglado –repuso Anna–. Las cosas no andaban tan mal como nos figurábamos. Ma belle soeur toma sus decisiones con demasiada precipitación y…

Pero la Condesa, que tenía la costumbre de interesarse por cuanto no le importaba y solía, en cambio, no poner atención alguna en lo que debía interesarle más, interrumpió a su amiga:

–Estoy abatida. ¡Cuánta maldad y cuánto dolor hay en el mundo!

–¿Pues qué sucede? –interrogó Anna, dejando de sonreír.

–Empiezo a cansarme de luchar en vano por la verdad, y a veces me siento completamente abatida. Ya ve usted: la obra de los hermanitos (se trataba de una institución benéfico–patriótico–religiosa) iba por buen camino. ¡Pero no se puede hacer nada con esos señores! –declaró la Condesa, en tono de sarcástica resignación– Aceptaron la idea para desvirtuarla y, ahora, la juzgan de un modo bajo a indigno. Sólo dos o tres personas, entre ellas su marido, comprendieron el verdadero alcance de esta empresa. Los demás no hacen más que desacreditarla… Ayer recibí carta de Pravdin (se refería al célebre paneslavista Pravlin, que vivía en el extranjero)- La Condesa contó lo que decía en su carta y luego habló de los obstáculos que se oponían a la unión de las iglesias cristianas.

Explicado aquello, la Condesa se fue precipitadamente, porque tenía que asistir a dos reuniones, una de ellas, la sesión de un Comité eslavista.

«Todo esto no es nuevo para mí. ¿Por qué será que lo veo ahora de otro modo?», pensó Anna. «Hoy Lidia me ha parecido más nerviosa que otras veces. En el fondo, todo eso es un absurdo: dice ser cristiana y no hace más que enfadarse y censurar; todos son enemigos suyos, aunque estos enemigos se digan también cristianos y persigan los mismos fines que ella.»

Después de la Condesa llegó la esposa de un alto funcionario, que refirió a Anna todas las novedades del momento y se fue a las tres, prometiendo volver otro día a comer con ella.

Alexis Alexandrovich estaba en el Ministerio. Anna asistió a la comida de su hijo (que siempre comía solo) y luego arregló sus cosas y despachó su correspondencia atrasada.

Nada quedaba en ella de la vergüenza e inquietud que sintiera durante el viaje. Ya en su ambiente acostumbrado, se sintió ajena a todo temor y por encima de todo reproche, sin comprender su estado de ánimo del día anterior.

«¿Qué sucedió, a fin de cuentas?», pensaba. «Vronsky me dijo una tontería y yo le contesté como debía. Es inútil hablar de ello a Alexis. Parecería que diera demasiada importancia al asunto.»

Recordó una vez que un subordinado de su marido le hiciera una declaración amorosa. Creyó oportuno contárselo a Karenin y éste le dijo que toda mujer de mundo debía estar preparada a tales eventualidades y que él confiaba en su tacto, sin dejarse arrastrar por celos que habrían sido humillantes para los dos.

«De modo que vale más callar», decidió ahora Anna como remate de sus reflexiones. «Además, gracias a Dios, nada tengo que decirle.»

EN SÁBADO

sábado, mayo 4th, 2013

Yuri Kugach - On Saturday
¡¡¡Qué suerte que es sábado y salió el sol!!! ¿Nos preparamos para un día hermoso? ¡Samovares a la obra, entonces!
La imagen que hoy les muestro, «En sábado», es de Yuri Kugach, gran pintor ruso contemporáneo, y me da lugar para contarles acerca de su obra y de otra pareja hermosa del mundo de las artes.

Yuri Petrovich Kugach nació el 21 de marzo 1917, en la antigua ciudad rusa de Suzdal. En 1931 comenzó sus estudios de arte en la Escuela de Arte «1905» de Moscú, en donde estudió con el gran maestro Nikolai Petrovich Krymov. En 1936 Yuri pasó a estudiar en el Instituto de Arte de Moscú (conocido hoy como el Surikov); allí se enamoró de una de sus compañeras de clase, Olga Grigórievna Svetlichnaya. Se casaron dos artistas exquisitos.

Después de la guerra, Yuri fue honrado con un puesto de enseñanza y tutoría en la Academicheskaya Dacha (Casa de Artistas de Rusia). A partir de 1950, Yuri y Olga se trasladaron a la zona rural de la región de Tver -un paisaje maravilloso que fue elegido por muchos artistas famosos, como Repin y Levitan, para mostrar la vida campestre-. La pareja vivía en las proximidades de la academia y las escenas del pueblo y la vida familiar se convirtieron en el tema predominante tanto de la obra de Yuri como de la de Olga. Ellos se regían por el principio de que «el arte sólo es fuerte cuando es nacional» y una nación se compone de su gente. ¿Qué mejor manera de crear obras de eminencia nacional que pintar al pueblo?
Yuri amaba a su esposa y valoraba a su pintura tanto, si no más, que a la suya propia. Una de las razones por las que tomó la decisión de mudarse al campo fue que ella pudiera recrear hermosas escenas, independientemente de las restricciones del mercado. Decía que iba a ejercer su propia carrera ajustándose a los juegos políticos: él se haría famoso y ganaría los ingresos familiares para que su esposa pudiera pasar la vida pintando grandes cuadros.

El arte de Kugach está profundamente arraigado en las tradiciones de la pintura realista rusa. De temática simple, las pinturas están llenas de sentido. El pintor ha podido discernir en la vida pueblerina la fusión integral del modo de vida tradicional ruso con el de nuestro tiempo, impartiendo significado social a cada episodio de la existencia privada. Frecuentemente pintaba a los ancianos, a los que veía como portadores de la sabiduría o a mujeres, familias y niños, el origen y las raíces de la vida humana, poniendo gran énfasis en capturar la atmósfera, así como en la representación exacta del espacio.

Uno de los mensajes principales, que les dejó grabado a fuego a sus estudiantes, fue «no repetir nuestros errores».

Yuri Kugach es reconocido en Rusia como uno de los 50 más grandes artistas del siglo 20.
Fue ganador del Premio Artista del Pueblo de la URSS, el Premio Estatal y el Premio Repin y fue miembro de la Academia Rusa de las Artes.

Sus obras se pueden encontrar en la Galería Tretiakov, el Museo Estatal de Arte de Uzbekistán, los museos de arte en Gorky, Sumy, Rostov, Irkutsk, Kharkov y Lvov. También se encuentran en el Museo de Arte de Turkmenistán, el Kazakh, la Galería de la región de Tyumen y las de Astracán y Odessa, el Museo de Arte Ruso de Kiev y el Museo de Altai de tradición local.

LA LLUVIA Y EL TÉ

sábado, abril 27th, 2013

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«La lluvia borra la maldad y lava todas las heridas de tu alma…»
El té también. Nos encontramos dentro de unos minutos para leer juntos Anna Karenina.

Y deberás plantar
y ver así a la flor nacer.
Y deberás crear,
si quieres ver a tu tierra en paz.
El sol empuja con su luz,
el cielo brilla renovando la vida.

Y deberás amar,
amar, amar hasta morir.
Y deberás crecer
sabiendo reír y llorar.
La lluvia borra la maldad
y lava todas las heridas de tu alma.

De tí saldrá la luz,
tan sólo así serás feliz.
Y deberás luchar,
si quieres descubrir la fe.
La lluvia borra la maldad
y lava todas las heridas de tu alma.

Este agua lleva en sí
la fuerza del fuego,
la voz que responde por tí,
y por mí…

y esto será siempre así,
quedándote o yéndote.

Luis Alberto Spinetta (Quedándote o yéndote)

Chaepítie de Navidad en la Plaza de la Libertad

sábado, diciembre 22nd, 2012

Genial! En 2010, se armó una Feria de Navidad en la Plaza de la Libertad (Járkov – Ucrania), que es la 9na. plaza más grande del mundo. Matrioshkas de 8 metros de altura, enormes árboles frente a los edificios decorados al estilo de los 12 meses de año y, justo en el corazón de la feria, un samovar gigante, de 300 litros, del que todo el mundo se servía té!

PREPAREN SUS SAMOVARES

miércoles, abril 4th, 2012

 

Natalia Tur

Definitivamente, llegó el otoño a las dachas. En la nuestra, los aromas nos acarician las alas y se llevan las penas. Estamos terminando nuestra primera gran producción. Vayan preparando sus samovares, sus pavas, sus teteras, tazas, mugs, chashkas… que pronto estarán listos nuestros secretos!

Tea blends, blends artesanales, blends de té en hebras, té de alta gama, té premium, té ruso, té de samovar, tea shop, té gourmet, latex free tea blends, mezclas de té en hebras libres de látex, té orgánico.

Buenos Aires - Argentina | Tel. 15-6734-2781 - Llámenos gratuitamente | sekret@dachablends.com.ar