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ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 17, 18, 19 Y 20

domingo, junio 16th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 17
Recordando sin querer la impresión de las conversaciones que sostuviera durante la comida y después de ella, Alexis Alexandrovich volvió a la solitaria habitación del hotel.
Las palabras de Dolly respecto al perdón no le produjeron sino un sentimiento de pesar. Aplicar o no a su caso las normas cristianas era cosa ardua de la que no podía hablarse superficialmente. Y la cuestión estaba resuelta por él hacía tiempo.
De todo lo que allí se dijera, lo que más impresión le había producido fueron las palabras del ingenuo y bondadoso Turovzin: «Se portó como un hombre: le desafió y le mató». Evidentemente, todos compartían tal opinión, aunque no la expresaban por delicadeza.
«En fin: es cosa resuelta; no hay que pensar más en ello», se dijo.
Y, meditando en su futuro viaje y en el asunto que iba a estudiar, entró en su cuarto y preguntó al conserje por su criado, que lo acompañaba, El conserje contestó que el criado había salido hacía ya algún rato. Alexis Alexandrovich ordenó que le sirviesen té, se sentó a la mesa y tomó la guía de ferrocarriles para estudiar el itinerario de su viaje.
–Hay dos telegramas. –dijo el criado cuando volvió y entró en la habitación– Pido perdón a vuestra excelencia por haberme tomado la libertad de salir un momento.
Alexis Alexandrovich cogió los despachos y los abrió. El primero contenía la noticia de haber sido designado Stremov para un cargo ambicionado por Karenin. Tiró el telegrama, se sonrojó e, incorporándose, comenzó a pasear por la habitación.
«Quos vult perdere Jupiter dementat prius», se dijo incluyendo en el tal quos a las personas que habían favorecido el nombramiento.
No sólo le disgustaba el hecho de que le dejaran de lado, sino que le extrañaba y no comprendía que no viesen todos que cualquier otro habría servido mejor que aquel charlatán de Stremov para semejante cargo. ¿Cómo no comprendían que trabajaban para su propia ruina, que perjudicaban su propio prestigio con aquel nombramiento?
«Será algo por el estilo», se dijo con amargura al coger el segundo telegrama. Era de su mujer. La palabra «Anna» trazada con el lápiz azul de telégrafos fue lo primero que hirió su vista. «Anna», leyó. Y luego: « Me muero. Pido, suplico venga. Perdonada, moriré más tranquila». Karenin sonrió con desdén y tiró el telegrama. Así, al primer momento, no le cabía duda alguna de que se trataba de una argucia, de un engaño. «No se detiene ante ningún embuste. Pero va a dar a luz. Quizá padezca una fiebre puerperal. Y, ¿qué fin persigue? Que yo reconozca al niño, que me comprometa y no plantee el divorcio», pensaba. «Pero ahí dice: «Me muero»…»
Volvió a leer el telegrama y, de pronto, el sentido directo de lo que en él estaba escrito le sorprendió.
«¿Y si fuera cierto?», se preguntó. «¿Y si es verdad que en un momento de dolor, ante la muerte próxima, se arrepiente sinceramente y yo, considerándolo un engaño, me niego a acudir…? No sólo sería cruel y todos me condenarían por ello, sino que resultaría necio por mi parte…»
–Pida el coche, Pedro. Me voy a San Petersburgo –dijo al criado.
Había decidido ir a San Petersburgo y ver a su esposa. Si la enfermedad era un engaño, se marcharía sin decir nada. Si estaba efectivamente enferma y quería verlo antes de morir, la perdonaría, de hallarla viva; y si llegaba tarde, cumpliría los últimos deberes para con ella.
Durante el camino no pensó más en lo que debía hacer.
Al día siguiente, con un sentimiento de fatiga y de desaseo corporal, como consecuencia de la noche pasada en el vagón, Alexis Alexandrovich avanzaba en coche, entre la neblina matinal de San Petersburgo, por la Avenida Nevsky, desierta a aquella hora, mirando ante sí, sin pensar en lo que le esperaba. No podía reflexionar en ello, porque, al calcular lo que podría ocurrir, no lograba alejar de sí la idea de que la muerte de Anna resolvería las dificultades de su situación.
Pasaban ante sus ojos las tiendas cerradas, los panaderos, los cocheros nocturnos, los ayudantes de los porteros que barrían las aceras. Miraba todo aquello procurando apagar en su interior el pensamiento de lo que le esperaba y de lo que no osaba desear y, a pesar de todo, deseaba.
Llegó a la puerta de su casa. Un coche de alquiler y otro particular, con el cochero dormido, estaban junto a la escalera.
Al entrar en el portal, Karenin pareció como si sacara del lugar más recóndito de su cerebro la decisión tomada y consultó con ella. En su decisión estaba escrito que de haber engaño, se marcharía conservando un sereno desdén y, de ser verdad, guardaría las apariencias.
El portero abrió antes de que Alexis Alexandrovich llamara. El portero Petrov, a quien llamaban Kapitonich, tenía hoy un aspecto muy extraño. Vestía una levita vieja, no llevaba corbata a iba en pantuflas.
–¿Cómo está la señora?
–Ayer dio a luz felizmente.
Alexis Alexandrovich se detuvo y palideció. Y sólo ahora comprendió que deseaba con toda su alma que Anna muriese.
–¿Y de salud?
Korvey, con su delantal de mañana, bajaba corriendo la escalera.
–Muy mal. –contestó– Ayer hubo consulta de médicos. El doctor está ahora en casa.
–Suban el equipaje –ordenó Karenin.
Y, sintiendo cierto alivio al saber que existía aún la posibilidad de la muerte, entró en el recibidor. En el perchero había un capote militar. Karenin, viéndolo, preguntó:
–¿Quién está en casa?
–El médico, la comadrona y el príncipe Vronsky.
Alexis Alexandrovich pasó a las habitaciones interiores.
En el salón no había nadie. Al oír el rumor de sus pasos, la comadrona, tocada con una cofia de cintas color lila, salió del cuarto de Anna. Se acercó a Karenin y con la familiaridad que da la inminencia de la muerte, le tomó por el brazo y lo llevó a la alcoba.
–¡Gracias a Dios que ha llegado! No hace más que hablar de usted ––dijo la mujer.
–¡Traed hielo en seguida! –pidió desde la alcoba la voz autoritaria del médico.
Alexis Alexandrovich entró en el gabinete de Anna. Junto a la mesa, sentado de lado en una silla baja, Vronsky, con el rostro oculto entre las manos, lloraba. Al oír la voz del médico, saltó de la silla, apartó las manos de su rostro y vio a Karenin. Al verlo ante sí, quedó tan confundido que se sentó otra vez, hundiendo la cabeza entre los hombros como si quisiera desaparecer. Poco después, sobreponiéndose, se levantó y dijo:
–Se muere. Los médicos dicen que no hay salvación. Estoy a su disposición en todo, pero permítame quedarme aquí… Al fin y al cabo… es su voluntad… y yo…
Karenin, al ver las lágrimas de Vronsky, se sintió invadido por aquel desconcierto espiritual que le producía siempre el aspecto del sufrimiento. Sin terminar de escuchar las palabras de Vronsky, cruzó precipitadamente el umbral de la alcoba.
Desde el cuarto llegaba la voz de Anna y su voz era animada, alegre, con una entonación muy definida.
Alexis Alexandrovich entró y se acercó al lecho. Anna yacía en él con el rostro vuelto hacia su marido. Sus mejillas ardían, sus ojos brillaban, las pequeñas y blancas manos salían de las mangas de la camisola y jugaban con las puntas de las sábanas retorciéndolas.
No sólo parecía gozar de lozanía y buena salud, sino hallarse en excelente estado de ánimo. Hablaba deprisa, en voz alta, con inflexiones muy precisas y llenas de sentimiento.
–Alexis… Me refiero a Alexis Alexandrovich… ¡Qué extraño y terrible sino que los dos se llamen Alexis!, ¿verdad? Pues Alexis no me lo rehusaría. Yo lo habría olvidado todo y él me perdonaría. ¿Por qué no viene? Es bueno, aunque él mismo no sabe que lo es. ¡Dios mío, qué pena! Denme agua… ¡Pronto! Pero esto será malo para ella, para mi niña. Bueno, entonces llévenla a la nodriza. Sí: estoy conforme, valdrá más… Cuando él llegue se disgustará viéndola. Llévensela…
–Ya ha llegado, Anna Arkadievna. Está aquí ––dijo la comadrona, tratando de llamar la atención de Anna sobre su marido.
–¡Qué tonterías! –continuaba ella, sin verle– Denme, denme la niña. ¡No ha llegado aún! Dice usted que no me perdonará, porque no lo conoce… Nadie lo conocía, únicamente yo… Y me daba pena. ¡Oh, sus ojos! Sergio tiene los ojos como él; por eso no quiero mirárselos… ¿Han dado de comer a Sergio? Estoy segura de que van a olvidarlo… Y él no lo habría olvidado. Hay que trasladar a Sergio a la alcoba del rincón y decir a Mariette que duerma allí.
De pronto, Anna se hizo un ovillo y con temor, cual si esperase un golpe, se cubrió con las manos la cara, como para defenderse. Había visto a su marido.
–¡No, no! –exclamó– No la temo, no temo la muerte. Acércate, Alexis. Hice que te apresuraras porque tengo poco tiempo… poco tiempo de vida… En seguida vendrá la fiebre y no comprenderé nada. Pero ahora lo entiendo todo y todo lo veo.., En el rostro arrugado de Alexis Alexandrovich se dibujo una expresión de sufrimiento. Cogió la mano de Anna y trató de decirle algo, pero no pudo pronunciar una sola palabra. Su labio inferior temblaba. Luchaba con su emoción y sólo de vez en cuando miraba a su esposa. Y cada vez que lo hacía, veía los ojos de ella mirándole con tanta suavidad y dulzura como nunca lo había mirado.
–Espera, no sabes… Espera, espera… –y Anna se interrumpió como para concentrar sus ideas– Sí, sí, sí… –empezó– es lo que quería decirte. No te extrañe, soy la misma de siempre… Pero dentro de mí hay otra y le temo. Es esa otra la que amó a aquel hombre y trataba de odiarte, sin poder olvidar la que antes había sido. Pero aquélla no era yo. Ahora soy la verdadera, soy yo misma… toda yo… Me muero, ya lo sé, puedes preguntarlo… Siento un peso en los brazos, las piernas, los dedos… ¡Mira qué dedos tan enormes! Pero todo esto va a acabar pronto. Sólo necesito una cosa: que me perdones, que me perdones sin reservas. Soy muy mala… El aya me decía que una santa mártir… ¿cómo se llamaba? era peor aún… Quiero ir a Roma; allí hay un desierto… No quiero estorbar a nadie. Sólo llevaré conmigo a Sergio y a la niña. ¡No, no puedes perdonarme!… ¡Yo ya sé que esto no se puede perdonar! No… no, vete… eres demasiado bueno…
Con una de sus ardientes manos, Anna retenía la de su marido mientras lo rechazaba con la otra.
La turbación de Karenin aumentaba de instante en instante y llegó a un grado tal que desistió de luchar. Y de pronto sintió que lo que siempre consideraba como un desconcierto espiritual, era, por el contrario, un estado de ánimo tan venturoso que le daba una nueva felicidad antes desconocida. No pensó en que la doctrina cristiana, que él practicaba, le ordenaba perdonar y amar a sus enemigos; pero ahora el sentimiento de amarlos y perdonarlos le colmaba el alma. Permanecía arrodillado, con la cabeza apoyada sobre la articulación de uno de los brazos de su mujer, que le quemaba como fuego a través de la camisola y lloraba como un niño.
Anna abrazó su cabeza, que empezaba a perder el cabello, se acercó a él y con audaz orgullo levantó la mirada.
–¡Así es él!, ¿lo veis? ¡Ya lo sabía yo! Y ahora, ¡adiós todos, adiós! ¿Para qué han venido todos esos? ¡Que se marchen! Pero, ¡sacadme esas mantas!
El médico separó sus manos, la recogió cuidadosamente en las almohadas y tapó sus hombros. Ella, obediente, se inclinó y miró ante sí con los ojos radiantes.
–Recuerda una cosa… que sólo deseaba tu perdón… No pido más… ¿Por qué no viene él? –y miraba a la puerta del cuarto donde estaba Vronsky– Acércate, acércate y dale la mano.
Vronsky se acercó a la cama, contempló a Anna y se cubrió el rostro con las manos.
–¡Descúbrete la cara y míralo: es un santo! ––dijo Anna– ¡Descúbrete la cara! –repitió con irritación– ¡Alexis Alexandrovich, descúbrele la cara! ¡Quiero verle!
Karenin separó las manos de Vronsky de su rostro, que resultaba terrible por la expresión de pena y vergüenza que transparentaba.
–Dale la mano. Perdónalo.
Alexis Alexandrovich dio la mano a Vronsky sin reprimir ya las lágrimas que acudían a sus ojos.
–¡Gracias a Dios, gracias a Dios! Ahora todo está arreglado. Quiero estirar un poco las piernas… Así, así estoy bien… ¡Con qué mal gusto han sido pintadas esas flores! No se parecen en nada a las violetas de verdad ––dijo, señalando los papeles pintados que cubrían las paredes de la habitación–. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Cuándo terminará esto? Denme morfina. Doctor: déme morfina. ¡Ay, Dios mío, Dios mío!
Y se agitaba en el lecho.
El médico de cabecera y los otros doctores decían que aquello era una fiebre puerperal de la cual el noventa y nueve por ciento de los casos terminan en la muerte. Todo el día lo había pasado Anna con fiebre, delirio y frecuentes desvanecimientos. A medianoche la enferma había perdido el conocimiento y estaba casi sin pulso.
Esperaban el fin de un momento a otro.
Vronsky se fue a su casa. Por la mañana acudió para saber cómo seguía la enferma. Karenin, hallándolo en el recibidor, le dijo:
–Quédese; quizá ella pregunte por usted.
Y él mismo lo acompañó al gabinete de su esposa.
Por la mañana, Anna entró de nuevo en un período de exaltada animación, de conversación rápida y agitada que terminó de nuevo en un desvanecimiento.
El tercer día el hecho se repitió y los médicos dijeron que empezaba a haber esperanzas.
Este día Karenin se dirigió al gabinete donde estaba Vronsky, cerró la puerta y se sentó frente a él.
–Alexis Alexandrovich, –dijo Vronsky, comprendiendo que llegaba el momento de las explicaciones– no puedo ni hablar. No sabría hacerme cargo de las cosas. ¡Tenga piedad de mí! Por terrible que sea para usted esta situación, créame, lo es todavía más para mí.
E hizo ademán de levantarse. Pero Karenin lo sujetó por el brazo y le dijo:
–Le ruego que me escuche; es necesario. He de manifestar los sentimientos que me han guiado y me guían para que usted no se llame a engaño respecto a mí. Usted sabe que opté por el divorcio y que incluso había iniciado este asunto. No le ocultaré que antes de entablar la demanda vacilé y sufrí mucho. Confieso que me atormentaba el deseo de vengarme, de hacerles daño a usted y a ella. Cuando recibí el telegrama, llegué con iguales sentimientos. Más diré: he deseado la muerte de Anna. Pero…
Alexis Alexandrovich calló un momento, reflexionando si debía o no abrirle su corazón.
–Pero la vi y la perdoné. Y la felicidad que experimenté perdonándola me indicó mi deber. He perdonado sin reservas, sincera y plenamente. Quiero ofrecer la mejilla izquierda al que me ha abofeteado la derecha. Quiero dar la camisa al que me quita el caftán. Sólo pido a Dios que no me quiten la dicha de perdonar.
Las lágrimas llenaban sus ojos. Su mirada lúcida y serena sorprendió a Vronsky.
–Mi decisión está tomada. Puede usted pisotearme en el barro, hacerme objeto de irrisión ante el mundo; pero no abandonaré a Anna y no le dirigiré jamás a usted una palabra de reproche. –continuó Alexis Alexandrovich– Mi obligación se me aparece ahora con claridad: debo permanecer al lado de mi esposa y permaneceré. Si ella desea verlo, le avisaré, pero ahora me parece mejor que usted se vaya…
Karenin se levantó y los sollozos ahogaron sus últimas palabras.
Vronsky se levantó también y, medio encorvado, miraba con la frente baja a Alexis Alexandrovich. No comprendía los sentimientos de aquel hombre, pero adivinaba que eran muy elevados, incluso inaccesibles para él.

CUARTA PARTE – Capítulo 18
Después de su conversación con Karenin, Vronsky salió a la escalera y se detuvo, sin darse cuenta de dónde estaba ni a dónde debía ir.
Se sentía avergonzado, culpable, humillado y sin posibilidades de lavar aquella humillación. Se veía lanzado fuera del camino que siguiera hasta entonces tan fácilmente y con tanto orgullo. Sus costumbres y reglas de vida, que siempre creyera tan firmes, se convertían de pronto en falsas e inaplicables.
El marido engañado, que hasta aquel momento le pareciera un ser despreciable, un estorbo incidental –y un tanto ridículo– de su dicha, era elevado de pronto por la propia Anna a una altura que inspiraba el máximo respeto, apareciendo repentinamente, no como malo, o falso, o ridículo, sino como bueno, sencillo y lleno de dignidad.
Vronsky no podía dejar de reconocerlo. Sus papeles respectivos, súbitamente, habían cambiado. Vronsky veía la elevación del otro y su propia caída; comprendía que Karenin tenía razón y él no. Tenía que admitir que el marido mostraba grandeza de alma hasta en su propio dolor y que él era bajo y mezquino en su engaño.
Pero esta conciencia de su inferioridad ante el hombre que antes despreciara injustamente, constituía la parte mínima de su pena. Se sentía incomparablemente más desgraciado ahora, porque su pasión por Anna, que últimamente parecíale que empezaba a enfriarse, ahora, al saberla perdida, se hacía más fuerte que nunca.
La vio durante toda su enfermedad tal como era, leyó en su alma y le pareció que nunca hasta entonces la había amado. Y ahora, precisamente ahora, cuando la conocía bien, quedaba humillado ante ella y la perdía, dejándole de él sólo un recuerdo vergonzoso. Lo más terrible de todo fue su posición humillante y ridícula cuando Karenin separó sus manos de su rostro avergonzado.
De pie en la escalera de la casa de los Karenin, Vronsky no sabía qué hacer.
–¿Mando buscar un coche? –le preguntó el portero.
–Sí… un coche.
Una vez en casa, fatigado después de las tres noches que llevaba sin dormir, Vronsky se tendió boca abajo en el diván apoyándose sobre los brazos. Le pesaba la cabeza. Los más extraños recuerdos, pensamientos e imágenes se superponían con extraordinaria rapidez y claridad: ora la poción que daba a la enferma y de la que llenó en exceso la cuchara; ora las manos blancas de la comadrona; ora la extraña actitud de Karenin arrodillado ante el lecho.
«Quiero dormir y olvidar», se dijo con la tranquila convicción de un hombre sano, seguro de que si resuelve dormirse lo conseguirá inmediatamente.
Y, en efecto, en aquel mismo instante todo se confundió en su cerebro y comenzó a hundirse en el precipicio del olvido. Las olas del mar de la vida comenzaban en su inconsciencia a cerrarse sobre su cabeza, cuando de repente pareció como si la descarga de una fuerte corriente eléctrica atravesara su cuerpo.
Se estremeció de tal modo que hasta dio un salto sobre los muelles del diván y, al buscar un punto de apoyo, quedó de rodillas, asustado. Tenía los ojos muy abiertos y parecía que no hubiera llegado a dormirse. La pesadez de cabeza y la flojedad muscular que sintiera un momento antes desaparecieron repentinamente.
«Puede usted pisotearme en el barro…»
Oía las palabras de Alexis Alexandrovich y lo veía ante sí; veía el rostro febril y ardiente de Anna, con sus ojos brillantes, que miraban con amor y dulzura, no a él, sino a Alexis Alexandrovich; veía su propia figura, estúpida y ridícula, como sin duda había aparecido en el momento en que Karenin le apartara las manos del rostro.
Estiró las piernas de nuevo, se acomodó sobre el diván en la misma postura de antes y cerró los ojos. «Quiero dormir, dormir…», se repitió. Pero con los ojos cerrados veía el rostro de Anna más claramente aún, tal como lo tenía en la tarde memorable, para él, de las carreras.
«Esos días no volverán más, nunca mis… Ella quiere borrarlos de su recuerdo. ¡Y yo no puedo vivir sin ellos! ¿Cómo reconciliarnos, cómo?», pronunció Vronsky en voz alta, y repitió varias veces aquellas palabras inconscientemente. Haciéndolo, impedía que se presentasen los nuevos recuerdos e imágenes que le parecía sentir acumularse en su mente. Pero la repetición de aquellas palabras sólo pudo contener por un breve instante el vuelo de su imaginación. De nuevo aparecieron en su mente, uno tras otro, con extrema rapidez, los momentos felices y junto con ellos su reciente humillación.
«Apártale las manos», decía la voz de Anna. Alexis Alexandrovich se las apartaba y sentía la expresión ridícula y humillante de su propio rostro.
Continuaba tendido en el diván, tratando de dormir, aunque estaba convencido de que no lo conseguiría y repetía en voz baja las palabras de cualquier pensamiento casual, intentando evitar así que aparecieran nuevas imágenes. Prestaba atención y oía el murmullo extraño, enloquecedor, de las palabras que iba repitiendo:
«No supiste apreciarla, no has sabido hacerte valer, no supiste apreciarla, no has sabido hacerte valer…»
«¿Qué es esto?», se preguntó. «¿Es que me estoy volviendo loco? Puede ser… ¿Por qué enloquece la gente y por qué se suicida sino por esto?», se contestó.
Abrió los ojos, vio junto a su cabeza el almohadón bordado obra de Varia, la esposa de su hermano. Tocó el borlón de la almohada y se esforzó en recordar a Varia, queriendo precisar cuándo la había visto por última vez. Pero cualquier esfuerzo por pensar le era doloroso. «No; debo dormirme», decidió. Acercó el almohadón de nuevo y apoyó la cabeza en él y procuró cerrar los ojos, cosa que no podía conseguir sino con gran esfuerzo. Se levantó de un salto y se sentó.
«Eso ha terminado para mí», pensó. «Debo reflexionar en lo que me conviene hacer. ¿Qué me queda?» Y su pensamiento imaginó rápidamente todo lo que sería su vida, separado de Anna. «¿La ambición, Serpujovskoy, el gran mundo, la Corte?» No pudo fijar el pensamiento en nada. Todo aquello tenía importancia antes, pero ahora carecía de ella por completo.
Se levantó del diván, se quitó la levita, se aflojó el cinturón y, descubriendo su velludo pecho, para poder respirar con más facilidad, comenzó a pasear por la habitación. «Así se vuelve loca la gente», repitió, «y así se suicidan los hombres… para no avergonzarse…», añadió lentamente.
Se acercó a la puerta y la cerró. Luego, con la mirada fija y los dientes apretados, se acercó a la mesa, cogió el revólver, lo examinó, volvió hacia él el cañón cargado y se sintió invadido por una profunda tristeza. Como cosa de dos minutos, permaneció inmóvil y pensativo, con el revólver en la mano, la cabeza baja y en el rostro la expresión de un inmenso esfuerzo de concentración mental.
«Está claro», se dijo, como si el curso de un pensamiento lógico, nítido y prolongado le hubiese llevado a una conclusión indudable. En realidad, aquel «está claro» sólo fue para él la consecuencia de la repetición de un mismo círculo de recuerdos a imágenes que pasaran por su mente decenas de veces en aquella hora. Eran los mismos recuerdos de su felicidad, perdida para siempre, la misma idea de que todo carecía de objeto en su vida futura, la misma conciencia de su humillación. Era siempre una sucesión idéntica de las mismas imágenes y sentimientos. «Está claro», repitió cuando su cerebro hubo recorrido por tercera vez el círculo mágico de recuerdos y pensamientos.
Y aplicando el revólver a la parte izquierda de su pecho, con un fuerte tirón de todo el brazo, apretando el puño de repente, Vronsky oprimió el gatillo.
No sintió el ruido del disparo, pero un violento golpe en el pecho lo hizo tambalearse. Trató de apoyarse en el borde de la mesa, soltó el revólver, vaciló y se sentó en el suelo, mirando con sorpresa en torno suyo. Visto todo desde abajo, las patas curvadas de la mesa, el cesto de los papeles y la piel de tigre, no reconocía su habitación.
Oyó los pasos rápidos y crujientes de su criado cruzando el salón y se recobró. Hizo un esfuerzo mental, comprendió que estaba en el suelo y, al ver la sangre en la piel de tigre y en su brazo, recordó que había disparado sobre sí mismo.
«¡Qué estupidez! No apunté bien», murmuró, buscando el arma con la mano. El revólver estaba a su lado, pero él lo buscaba más lejos. Continuando su búsqueda, se estiró hacia el lado opuesto, no pudo guardar el equilibrio y cayó desangrándose.
El elegante criado con patillas, que más de una vez se había quejado ante sus amigos de la debilidad de sus nervios, se asustó tanto al ver a su señor tendido en el suelo que corrió a buscar ayuda, dejándolo, entre tanto, perder más y más sangre.
Al cabo de una hora llegó Varia, la mujer del hermano de Vronsky, y con ayuda de tres médicos, a los que envió a buscar a distintos sitios y que llegaron todos a la vez, instaló al herido en el lecho y se quedó en su casa para cuidarle.

CUARTA PARTE – Capítulo 19
La equivocación cometida por Alexis Alexandrovich consistía en que, al prepararse a ver a su mujer, no pensó en la posibilidad de que su arrepentimiento pudiera ser sincero, de que él la perdonara y ella no muriese.
Dos meses después de su vuelta de Moscú, aquel error se le presentó en toda su crudeza. La equivocación no había consistido sólo en no prever tal posibilidad, sino también en no haber conocido su propio corazón antes del día en que había visto a su mujer moribunda.
Junto al lecho de la enferma se entregó por primera vez en su vida al sentimiento de humillada compasión que despertaban siempre en él los sufrimientos ajenos y del que se avergonzaba como de una perjudicial debilidad.
La compasión por Anna, el arrepentimiento de haber deseado su muerte y sobre todo la alegría de perdonar, hicieron que repentinamente sintiera no sólo terminado su sufrimiento, sino, además, una tranquilidad de espíritu nunca experimentada antes. Notaba que, de repente, lo que había sido origen de sus dolores se convertía en origen de la alegría de su alma. Lo que le pareciera insoluble cuando condenaba, reprochaba y odiaba, le resultaba sencillo ahora que perdonaba y amaba.
Perdonaba a su mujer, compadeciéndola por sus pesares y por su arrepentimiento. Perdonaba a Vronsky y lo compadecía, sobre todo después de haberse enterado de su acto de desesperación. Compadecía también a su hijo más que antes. Se reprochaba haberse ocupado muy poco de él hasta entonces; incluso hacia la niña recién nacida experimentaba un sentimiento especial, mezcla de piedad y de ternura.
Al principio atendió sólo a la recién nacida, movido por la compasión hacia aquella niña infeliz, que no era hija suya, que había sido olvidada por todos durante la enfermedad de su madre y que seguramente habría muerto si Karenin no se hubiera ocupado de ella.
Luego, poco a poco, sin darse cuenta, empezó a querer a la pequeña. Muchas veces al día entraba en el cuarto de los niños y allí permanecía sentado largo rato. De modo que la niñera y el aya, al principio, cohibidas en su presencia, se acostumbraron a él insensiblemente.
En ocasiones pasaba hasta media hora mirando la carita rojiza como el azafrán, fofa y aún arrugada, de la pequeña, examinando sus manitas gordezuelas, de dedos crispados, con el dorso de los cuales se frotaba los ojos y el arranque de la nariz.
Alexis Alexandrovich se sentía más sereno que nunca en aquellos momentos; estaba en paz consigo mismo; no veía nada de extraordinario en su situación ni creía que tuviera que cambiarla para nada, Pero, a medida que pasaba el tiempo, iba reconociendo con claridad que, por muy natural que a él pudiera parecerle tal estado de cosas, los demás no permitirían que quedasen así. Además de la bondadosa fuerza moral que guiaba su alma, había otra tan fuerte, si no más, que guiaba su vida, y esta segunda fuerza no podía darle la tranquilidad pacífica y humilde que deseaba.
Advertía que todos lo miraban con interrogativa sorpresa sin comprenderlo, como esperando algo de él. Y, particularmente, comprobaba la fragilidad y poca consistencia de sus relaciones con su mujer.
Al desvanecerse aquel momento de enternecimiento producido por la proximidad de la muerte, Alexis Alexandrovich comenzó a comprobar que Anna le temía, se sentía inquieta en su presencia y no osaba arrostrar su mirada. Era como si la atormentase el deseo de decirle algo y no se decidiera a decirlo y también como si esperara alguna cosa de él, como si presintiese que aquellas relaciones no podían perdurar de aquel modo.
A finales de febrero, la recién nacida, a quien también llamaron Anna, enfermó. Karenin fue por la mañana al dormitorio, ordenó que se avisase al médico y marchó al Ministerio. Terminadas sus ocupaciones, volvió a casa hacia las cuatro. Al entrar en el salón, vio que el criado, hombre muy arrogante, vestido de librea con una esclavina de piel de oso, sostenía en las manos una capa blanca de cebellina.
–¿Quién ha venido? –preguntó Karenin.
–La princesa Isabel Fedorovna Tverskaya –contestó el lacayo, sonriendo, según se le figuró a Alexis Alexandrovich.
En aquella dolorosa etapa, Karenin venía observando que sus amistades del gran mundo les trataban ahora, tanto a él como a su mujer, con un interés particular. En todos aquellos amigos descubría una especie de alegría que sólo con dificultad conseguían ocultar, la misma alegría que viera en los ojos del abogado y ahora en los del sirviente. Parecía que todos se hallasen entusiasmados, como preparando la boda de alguien. Cuando encontraban a Alexis Alexandrovich le preguntaban por la salud de Anna, con alegría difícilmente reprimida.
La presencia de la princesa Tverskaya, tanto por los recuerdos que evocaba como por no simpatizar con ella, era desagradable a Karenin.
En la primera de las habitaciones de los niños, Sergio, inclinado sobre la mesa, con los pies sobre una silla, dibujaba, acompañando su propio trabajo de palabras alentadoras. La inglesa que sustituyera a la francesa durante la enfermedad de Anna, estaba sentada junto al niño haciendo labor. Al ver entrar a Karenin se levantó con precipitación, hizo una reverencia y dio un leve empujón a Sergio.
Alexis Alexandrovich acarició la cabeza de su hijo, contestó a las preguntas de la institutriz sobre la salud de su esposa y le preguntó lo que había dicho el médico sobre la pequeña.
–El doctor asegura que no es nada serio y ha recetado baños, señor.
–Pero la niña padece aún –repuso Karenin, oyéndola gemir en la habitación contigua.
–Creo, señor, que esa nodriza no sirve ––dijo osadamente la inglesa.
–¿Por qué lo piensa así? –preguntó él, deteniéndose.
–Lo mismo pasó en casa de la condesa Paul, señor. Se sometió a la criatura a tratamiento y resultó que el niño padecía hambre. La nodriza no tenía bastante leche, señor.
Alexis Alexandrovich quedó pensativo y, tras reflexionar unos momentos, cruzó la puerta.
La niña estaba tendida, volvía la cabecita y se revolvía inquieta entre los brazos de la nodriza, negándose a tomar el enorme pecho que se le ofrecía y a callar, a pesar del doble «¡Chist!» de la nodriza y del aya, inclinadas sobre ella.
–¿No ha mejorado? –preguntó Karenin.
–Está muy inquieta –contestó el aya en voz baja.
–Miss Edward dice que acaso la nodriza no tenga leche suficiente.
–También lo creo yo, Alexis Alexandrovich.
–¿Y por qué no lo decía?
–¿A quién? Anna Arkadievna está enferma aún –dijo el aya con descontento.
El aya servía hacía muchos años en casa de los Karenin. Y hasta en aquellas sencillas palabras creyó Karenin notar una alusión al presente estado de cosas.
La niña gritaba más cada vez, se ahogaba y enronquecía. El aya, moviendo la mano con aire de disgusto, se acercó a la nodriza, cogió en brazos a la criatura y empezó a mecerla, paseando con ella.
–Hay que decir al médico que examine a la nodriza –indicó Karenin.
La nodriza, mujer de saludable aspecto y bien ataviada, sintiéndose temerosa de que la despidiesen, murmuró algo a media voz, mientras ocultaba, con desdeñosa sonrisa, su pecho opulento. Y también en aquella sonrisa vio Alexis Alexandrovich una ironía hacia su situación.
–¡Pobre niña! –dijo el aya, tratando de calmar a la pequeña y continuando su paseo con ella en brazos.
Alexis Alexandrovich se sentó en una silla y con el rostro triste, apenado, miraba al aya pasear por la habitación.
Cuando al fin se calmó la niña y el aya, tras ponerla en la blanda camita y arreglarle la almohada bajo la cabeza, se alejó de ella, Alexis Alexandrovich, penosamente, andando sobre las puntas de los pies, se acercó a la niña. Permaneció en silencio, contemplándola con tristeza. De repente, una sonrisa asomó a su rostro, haciendo moverse sus cabellos y fruncirse la piel de su frente. Luego salió del cuarto sin hacer el menor ruido.
Una vez en el comedor, llamó y ordenó al criado que se había apresurado a acudir, que fuese en seguida a buscar de nuevo al médico.
Sentíase irritado contra su mujer, que se preocupaba tan poco de aquella hermosísima niña. No quería verla en aquel estado de irritación, ni tampoco a la princesa Betsy. Pero como Anna podía extrañarse de que no fuese a su cuarto, hizo un esfuerzo y se dirigió allí.
Al acercarse a la puerta pisando la tupida alfombra, llegaron sin querer a sus oídos las palabras de una conversación que no habría querido escuchar.
–Si él no se marchase, yo comprendería su negativa y la de su marido. Pero Alexis Alexandrovich debe mostrarse por encima de todo esto ––decía Betsy.
–No me niego por mi marido, sino por mí misma –contestó la voz conmovida de Anna.
–No es posible que usted no desee despedirse del hombre que ha querido matarse por usted.
–Por eso mismo no quiero.
Alexis Alexandrovich se detuvo. Su rostro expresaba un temor casi culpable. Trató de alejarse sin ser visto. Pero reflexionando en que aquello sería poco noble, volvió sobre sus pasos, tosió y avanzó hacia la alcoba.
Las voces callaron; él entró. Anna estaba sentada en el sofá, envuelta en una bata gris, con los cabellos negros, recién cortados, formando una espesa maraña sobre su cabeza ovalada.
Como siempre que veía a su marido, su animación desapareció de repente. Bajó la vista y miró a Betsy con inquietud.
Ésta, vestida a la última moda, con un sombrero colocado sobre su cabeza como una pantalla sobre una lámpara, vistiendo un traje azul rojizo de amplias y llamativas líneas en diagonal trazadas de un lado sobre el corpiño y de otro sobre la falda, estaba sentada junto a Anna, manteniendo erguido el liso busto. Inclinó la cabeza y sonriendo burlonamente, saludó a Karenin.
–¡Oh! –exclamó, como sorprendida– ¡Me alegra mucho hallarlo en casa…! No se lo ve nunca en ninguna parte. Yo no lo he encontrado desde la enfermedad de Anna. Ya lo sé todo, sus cuidados… su… ¡Es usted un esposo admirable! –dijo con tono significativo y afectuoso, como si lo condecorara con la medalla de la bondad por su conducta con su mujer.
Alexis Alexandrovich saludó fríamente y besó la mano de su esposa preguntándole cómo se encontraba.
–Parece que me encuentro mejor –contestó Anna rehuyendo su mirada.
–Pero, por el color encendido de su rostro diría que tiene usted fiebre –dijo Karenin, recalcando la palabra «fiebre».
–Hemos hablado en exceso. –repuso Betsy– Comprendo que esto es demasiado egoísmo por mi parte; me marcho ya.
Se levantó, pero Anna, ruborizándose de repente, la cogió el brazo.
–No, quédese, haga el favor… Debo decirle… Y a usted también… –añadió dirigiéndose a su marido, mientras el rubor se extendía a su frente y a su cuello– No puedo ni quiero ocultarle nada…
Alexis Alexandrovich hizo crujir sus dedos y bajó la cabeza.
–Betsy me ha dicho que el príncipe Vronsky quería visitamos antes de marcharse a Tachkent –Anna hablaba sin mirar a su marido y cuanto más penosos eran sus sentimientos más se apresuraba– Le he dicho que no puedo recibirle.
–Me ha dicho usted, querida amiga, que eso dependía de su esposo –corrigió Betsy.
–Pues no, no puedo recibirle, ni sirve de…
Se interrumpió de pronto y contempló, interrogadora, a su marido, que ahora no la miraba.
–En una palabra, no quiero…
Alexis Alexandrovich, acercándose, trató de cogerle la mano.
Anna, dejándose llevar del primer impulso, retiró su mano de la de su esposo –grande, húmeda y con gruesas venas hinchadas–, que buscaba la suya. Después, haciendo un evidente esfuerzo sobre sí misma, la oprimió.
–Le agradezco mucho su confianza, pero… –repuso Karenin, turbado, comprendiendo con enojo que lo que podía explicar y decir a solas no era posible ante Betsy. Esta se le presentaba en aquel momento como la personificación de aquella fuerza incontrastable que había de guiar su vida a los ojos del gran mundo, estorbándole el que se entregara libremente a sus sentimientos de perdón y de amor.
Se interrumpió, pues, y quedó mirando a la princesa Tverskaya.
–Entonces, adiós, querida –––dijo Betsy levantándose.
Besó a Anna y salió. Karenin la acompañó.
–Alexis Alexandrovich: le tengo por un hombre generoso –dijo Betsy, deteniéndose en el saloncito y apretándole la mano una vez más significativamente– Soy una extraña, pero quiero tanto a Anna y siento tanto respeto por usted, que me permito darle un consejo. Acéptelo. Alexis Vronsky es el honor en persona y ahora se va a Tachkent.
–Le agradezco, Princesa, su interés y sus consejos. Pero la cuestión de a quien reciba o no mi mujer ha de resolverla ella misma.
Habló, según acostumbraba, con dignidad, arqueando las cejas, pero pensó en seguida que, dijera lo que dijese, no podía haber dignidad en su situación. Lo comprobó con la sonrisa contenida, irónica, malévola, con que lo miró Betsy después de haber oído sus palabras.

CUARTA PARTE – Capítulo 20
Karenin se despidió de Betsy en la sala y volvió al lado de su mujer. Anna estaba tendida en el diván, pero al sentir los pasos de su marido recobró precipitadamente su posición anterior y lo miró con temor. Alexis Alexandrovich notó que ella había llorado.
–Te agradezco tu confianza en mí –dijo, repitiendo en ruso lo que dijera ante Betsy en francés. Y se sentó a su lado.
Cuando Karenin hablaba en ruso y la trataba de tú, este «tú» producía en Anna un irresistible sentimiento de irritación.
–Agradezco mucho tu decisión. Creo también que, puesto que se marcha, no hay necesidad alguna de que el príncipe Vronsky venga aquí. De todos modos…
–Sí, ya lo he dicho yo. ¿Para qué insistir? –interrumpió de pronto Anna. «¡No hay ninguna necesidad», pensaba, «de que venga un hombre para despedirse de la mujer a quien ama, por la que quiso matarse, por la que ha deshecho su vida! ¡La mujer que no puede vivir sin él! ¡Y dice que no hay ninguna necesidad!». Anna apretó los labios y puso la mirada de sus ojos brillantes en las manos de Alexis Alexandrovich, con sus venas hinchadas, que en aquel momento se frotaba lentamente una contra otra. –No hablemos más de esto –añadió, más sosegada.
–Te he dejado resolver la cuestión por ti misma y me alegro de que… ––empezó Alexis Alexandrovich.
–De que mi deseo coincida con el suyo –concluyó Anna, molesta de que su marido hablara tan despacio cuando ella sabía bien lo que iba a decirle.
–Sí –afirmó él– Y la princesa Tverskaya hace mal en intervenir en los asuntos de una familia ajena, que son siempre delicados… Sobre todo, ella…
–No creo nada de lo que murmuran de Betsy. –interrumpió precipitadamente Anna– Sólo sé que me quiere sinceramente.
Alexis Alexandrovich suspiró y calló. Anna jugueteaba, inquieta, con las borlas de su bata, mirando a su marido con el doloroso sentimiento de repulsión física que tanto se reprochaba pero que no podía dominar. Ahora no deseaba más que una cosa: verse libre de su desagradable presencia.
–He enviado a buscar al médico –dijo Karenin.
–Me encuentro bien. ¿Para qué necesito al médico?
–La pequeña sigue quejándose y aseguran que la nodriza tiene poca leche.
–¿Por qué no me permitiste que la amamantase cuando te lo rogué? Pero da igual: a la niña la matarán.
Alexis Alexandrovich comprendió muy bien lo que significaba aquel «da igual».
Anna llamó y mandó que le trajesen a la niña.
–Pedí –dijo– que se me dejase amamantarla; no se me dejó hacerlo y ahora se me reprocha.
–No te lo reprocho, Anna.
–¡Sí me lo reprocha usted! ¡Dios mío! ¿Por qué no habré muerto? –sollozó Anna– Perdóname; estoy irritada y hablo sin razón. Déjame sola ahora, haz el favor –dijo, recobrando la serenidad.
«Esto no puede continuar así», se dijo resueltamente Alexis Alexandrovich al salir del cuarto de su mujer.
Jamás lo insostenible de su situación ante los ojos del gran mundo, jamás la aversión de su mujer hacia él, jamás todo el poder de aquella fuerza misteriosa que, contrapesando su estado de ánimo, guiaba su vida, obligándole a ejecutar su voluntad y a cambiar sus relaciones con su mujer, jamás todo aquello se le presentó con tan absoluta claridad como en aquel momento.
Comprendía con toda evidencia que el mundo y su mujer exigían de él algo, aunque no pudiera decir concretamente qué. Y sentía elevarse en su alma un impulso de irritación que destruía su tranquilidad y anulaba el mérito de cuanto había hecho.
A su juicio, valía más para Anna romper sus relaciones con Vronsky; pero, si todos se empeñaban en que ello era imposible, estaba dispuesto hasta a permitirlas con tal que no se deshonrase el nombre de los niños, que no los perdiese, que no cambiase su situación. Por malo que ello fuese, peor era romper sus relaciones, poniendo a Anna en una posición sin salida, deshonrosa y perdiendo él cuanto amaba.
Pero se sentía sin fuerzas. Sabía de antemano que todos estaban contra él y que no le permitirían hacer lo que ahora le parecía tan favorable y natural. Adivinaba que iban a forzarlo a hacer lo que, siendo peor, a los demás les parecía necesario.

ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 13, 14, 15 Y 16

sábado, junio 15th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 13

Al levantarse de la mesa, Levin se proponía seguir a Kitty al salón, pero temía que a ella le molestase que la cortejara tan ostensiblemente.

Se quedó, pues, con el círculo de los hombres, interviniendo en la conversación general y, sin dirigir la vista a Kitty, seguía sus movimientos, sus miradas y el lugar que ocupaba en el salón.

Ahora, sin esfuerzo alguno, cumplía la promesa que le había hecho de no pensar mal de nadie y estimar siempre a todos.

La conversación versó sobre la comunidad rusa, en la que Peszov veía un principio particular que él llamaba el principio del coro. Levin no estaba conforme con él ni con su hermano, quien, según su modo de pensar, admitía y no admitía la comunidad rusa. Mas Levin hablaba con ellos con intención de aproximarlos y de suavizar sus divergencias. No se interesaba ni lo más mínimo en lo que les decía y, menos aún, en lo que decían ellos y sólo deseaba que todos se sintieran a gusto y satisfechos.

A la sazón, únicamente una cosa le parecía importante. Y aquella cosa estaba al principio en el salón y luego empezó a acercarse y se detuvo en la puerta. Levin, de espaldas, sintió una mirada y una sonrisa dirigidas a él y no pudo dejar de volverse. Kitty estaba en el umbral, con Scherbazky, y le miraba.

–Creí que iba usted al piano. –dijo Levin aproximándose– La música es lo que más echo de menos en el pueblo.

–No. Veníamos a buscarlo. –respondió Kitty, dirigiéndole una sonrisa– ¡Qué ganas de discutir! No van a convencerse nunca unos a otros…

–Es verdad. –repuso Levin– La mayoría de las veces se discute únicamente porque no se comprende lo que quiere decir el antagonista de uno.

Levin solía observar que en las discusiones entre hombres inteligentes, después de grandes esfuerzos y de enorme cantidad de sutilezas dialécticas y de palabras, los interlocutores llegaban a la conclusión de que se esforzaban en demostrarse mutuamente lo que sabían ya desde el principio. Veía también que el motivo de las discusiones era siempre que les agradaban diferentes cosas y no querían reconocerlo para no ser vencidos en el debate.

Levin, a veces, cuando discutía, si adivinaba de repente lo que agradaba a su adversario, comenzaba también él a verlo con agrado, se unía a su opinión y todas las demostraciones resultaban innecesarias. Pero en otras ocasiones sucedía lo contrario. Exponía las convicciones en cuya defensa inventaba argumentos y, si acertaba a explicarlas bien y sinceramente, el antagonista se convencía y abandonaba la discusión. Era esto lo que había querido decir a Kitty.

Ella arrugó el entrecejo tratando de comprender. Pero apenas él hubo iniciado la explicación, Kitty vio claro lo que quería decir.

–Ya. Es preciso saber lo que sostiene el contrincante, lo que le agrada y, entonces, es posible…

Había adivinado y expresado el pensamiento tan mal expuesto por Levin, quien rió jovialmente al oírla.

Era sorprendente aquella transición del elocuente debate entre Peszov y su hermano a esta lacónica manera de exponer, casi sin palabras, las ideas más complicadas.

Scherbazky se separó de ellos. Kitty, acercándose a la mesa de juego, que estaba desplegada, se sentó y empezó a dibujar con tiza círculos sobre el nuevo tapete verde.

Volvieron a la conversación iniciada en la comida, sobre la libertad y ocupaciones de la mujer. Levin coincidía con Dolly en que una joven soltera podía encontrar trabajo femenino en la familia. Y esto se lo confirmaba el que ninguna casa puede prescindir de una ayudanta; que toda familia, pobre o rica, necesita tener niñera, ya sea a sueldo, ya sea alguna parienta.

–No. –dijo Kitty, ruborizándose, pero mirando aún más fijamente a Levin con sus ojos sinceros– Una joven puede hallarse en situación de no poder vivir con su familia, de ser despreciada y entonces…

El comprendió lo que se ocultaba bajo aquellas palabras.

–Sí, –dijo– tiene usted razón, sí, sí…

Y le bastó adivinar lo que se ocultaba en sus palabras: el miedo a quedar soltera, la humillación… para comprender en seguida la verdad que había sostenido Peszov durante la comida sobre la libertad de la mujer. Amaba a Kitty y por aquella humillación adivinó al punto lo que pasaba en su corazón y rectificó sin vacilar sus opiniones.

Siguió un silencio. Kitty continuaba dibujando en la mesa. Sus ojos brillaban con dulzura y Levin sentía que la felicidad lo inundaba más cada vez.

–¡Oh! He ensuciado toda la mesa –exclamó Kitty. Y dejando la tiza, hizo ademán de levantarse.

«¿Será posible que me deje solo?», se preguntó Levin, atemorizado. Y, cogiendo la tiza, se sentó a la mesa y dijo:

–Espere. Hace tiempo que quería preguntarle una cosa.

La miraba a los ojos, acariciantes, aunque ligeramente asustados.

–Bien; pregunte –repuso Kitty.

–Mire –repuso él, y comenzó a escribir las letras siguientes: c, u, m, d, n, p, s, s, r, a, e, o, a, s. Estas letras significaban: «Cuando usted me dijo: no puede ser, ¿se refería a entonces o a siempre?».

Parecía imposible que ella pudiese descifrar el significado de aquellas letras; pero él la miró de un modo tal como si su vida dependiese de que Kitty las comprendiera.

La joven lo contempló con gravedad, inclinó la frente, frunciéndola y examinó las letras. De vez en cuando, lo miraba como preguntándole: «¿Es lo que me figuro?».

–Comprendo ––dijo, al fin, ruborizándose.

–¿Sabe qué palabra es ésta? –preguntó él, señalando la s, con la que indicara « siempre», que significaba el fin de sus esperanzas.

–Significa «siempre» –contestó Kitty– pero no es así.

Levin limpió rápidamente lo escrito, ofreció la tiza a la joven y se levantó. Ella trazó estas letras: e, n, p, d, o, c.

Dolly se consoló totalmente del dolor que le causara la conversación con Karenin viendo las figuras de Kitty y Levin: ella con la tiza en la mano, mirándole con una sonrisa, temerosa y feliz y Levin, inclinado sobre la mesa, y mirando con encendidos ojos, ora a la mesa, ora a la muchacha.

De pronto, el rostro de Levin se iluminó: había comprendido. Las letras significaban: «entonces no podía decir otra cosa».

La miró, interrogativo y tímido.

–¿Sólo entonces? –preguntó.

–Sí ––contestó la sonrisa de Kitty.

–¿Y a… ahora?

–Lea. Le diré lo que quisiera, lo que quisiera con toda mi alma…

Y escribió: q, u, o, l, q, p, que significaba « que usted olvidara lo que pasó».

Levin cogió la tiza con sus rígidos y temblorosos dedos y la emoción le hizo romper la barrita de yeso.

Luego escribió las iniciales de la siguiente frase: «No tengo nada que olvidar ni perdonar y no he dejado nunca de amarla».

Kitty lo miró con extática sonrisa.

–He comprendido ––dijo.

Levin se sentó y escribió una larga frase en iniciales. Kitty lo comprendió todo y, sin pedirle confirmación, tomó la tiza y le contestó inmediatamente.

Durante largo rato Levin no pudo adivinar lo que ella quería decide y de vez en cuando la miraba a los ojos. La felicidad que sentía velaba su mente. Le fue imposible encontrar las palabras a que correspondían las iniciales de Kitty, pero en los hermosos y radiantes ojos de la joven leyó cuanto quería saber.

Entonces escribió sólo tres letras. Antes de que terminase de trazarlas, Kitty, cogiendo la mano de Levin, le hizo poner la respuesta: «Sí».

–¿Están ustedes juzgando al secrétaire? –preguntó el anciano príncipe Scherbazky, acercándose a ellos– Vamos, Kitty. Si no, llegaremos tarde al teatro.

Levin se levantó y acompañó a Kitty hasta la puerta. En su conversación había sido dicho todo: que ella lo quería y que diría a sus padres que Levin iría a verlos al día siguiente por la mañana.

CUARTA PARTE – Capítulo 14

Cuando Kitty hubo salido, Levin, solo, sintió en ausencia de la joven tal inquietud y tan vivo deseo de que llegara cuanto antes la mañana siguiente, en que volvería a verla y a unirse con ella para siempre, que las catorce horas que lo separaban de aquel momento lo llenaron de temor. Necesitaba estar con alguien, hablar, no sentirse solo, engañar el tiempo. El más agradable interlocutor para él habría sido Oblonsky, pero éste afirmaba tener que asistir a una reunión, aunque en realidad iba al baile. Levin tuvo tiempo, sin embargo, de decirle que era feliz, que lo apreciaba mucho y que jamás olvidaría lo que había hecho por él.

La mirada y la sonrisa de su amigo le demostraron que éste había comprendido perfectamente el estado de su alma.

–¿Qué? ¿Ya no está próximo el momento de morirse? –preguntó Esteban Arkadievich con amable ironía, estrechando la mano de Levin.

–¡Nooo! –repuso éste.

Al despedirse de él, también Dolly lo felicitó, diciéndole:

–Estoy muy contenta de que se haya vuelto a ver con Kitty. No hay que olvidar a los antiguos amigos…

A Levin casi le molestaron las palabras de Daria Alejandrovna, la cual no podía comprender en cuán alto e inaccesible lugar colocaba él aquel acontecimiento, ya que se atrevía a mencionar en estos momentos el pasado.

Levin se despidió de ellos y, por no quedar solo, se fue con su hermano.

–¿Adónde vas?

–A una reunión.

–¿Puedo acompañarte?

–¿Por qué no? –repuso, sonriendo, Sergio Ivanovich– Pero, ¿qué tienes hoy?

–¿Qué tengo? ¡Soy feliz! ––dijo Levin, mientras bajaba el cristal de la ventanilla del coche en que iban–¿No te importa que abra? Me ahogo… Soy muy feliz… ¿Por qué no te has casado tú?

Sergio Ivanovich sonrió.

–Me alegro; ella parece una muchacha muy simpática… ––empezó.

–¡Calla, calla, calla! –gritó Levin, cogiendo con ambas manos el cuello de la pelliza de su hermano y cerrándola sobre su boca. ¡Eran tan vulgares, tan ordinarias, armonizaban tan mal con sus sentimientos aquellas palabras: «Es una muchacha muy simpática»!

Sergio Ivanovich rió alegremente, lo que rara vez le sucedía.

–En todo caso, celebro mucho…

–Mañana, mañana me lo dirás. ¡Silencio ahora! –insistió Levin, cerrando otra vez la pelliza de su hermano. Y añadió: – ¡Cuánto te quiero! ¿Puedo asistir a la reunión?

–Claro que puedes.

–¿De qué ha de tratarse? –preguntó Levin, sin dejar de sonreír.

Llegaron a la reunión. Levin oyó cómo el secretario tropezaba en las palabras al leer el acta, que al parecer no entendía ni él mismo. Pero Levin creía adivinar a través del rostro del secretario que era un hombre bueno, simpático y agradable, lo que se demostraba, según él, por la manera como se azoraba y se confundía en aquella lectura.

Empezaron los discursos. Se discutía la asignación de unas sumas y la colocación de unas tuberías.

Sergio Ivanovich atacó vivamente a dos miembros de la junta y habló largo rato con aire de triunfo. Uno de los miembros, que había tomado notas en un papel, quedó por un momento como asustado, pero luego contestó a Kosnichev con tanta cortesía como mala intención. Sviajsky, presente también, dijo algunas palabras nobles y elocuentes.

Levin, escuchando, comprendía claramente que allí no había nada, ni sumas asignadas, ni tuberías, pero que no se enfadaban por ello, que eran todos gente muy amable y que todo marchaba perfectamente entre ellos. No molestaban a nadie y se sentían a gusto. Lo más notable era que hoy le parecía verles a través de una bruma y que por minúsculos, casi imperceptibles detalles, creía adivinar el alma de todos y percibir que todos rebosaban bondad.

Ellos, a su vez, sin duda, sentían también hoy una gran simpatía por Levin, ya que al hablar con él, hacíanlo con exquisita amabilidad, incluso aquellos que no lo conocían.

–¿Estás contento? –le preguntó su hermano.

–Mucho. No imaginaba que llevarías esto con tanto interés, con tanto…

Sviajsky se acercó a Levin y lo invitó a tomar el té en su casa. Levin no veía ahora por qué estaba antes descontento con Sviajsky, ni qué era lo que se obstinaba en buscar en él. ¡Era un hombre tan inteligente y bondadoso!

–Con mucho gusto –repuso, y le preguntó por su esposa y su cuñada. Por extraña asociación de ideas, al unir en su mente el pensamiento de la cuñada de su amigo y de su matrimonio, se le figuró que a nadie podía confiar mejor su dicha que a la cuñada y la mujer de Sviajsky, por lo cual la idea de ir a verlas lo colmaba de satisfacción.

Sviajsky le preguntó por los asuntos de su pueblo, suponiendo, como siempre, que no podría habérsele ocurrido nada que no existiese ya en Europa, sin que tal motivo pareciera hoy molestar a Levin. Reconocía, por el contrario, que su amigo tenía razón, que aquello era cosa de poca monta y que eran muy de estimar el extraordinario tacto y suavidad con que Sviajsky procuraba eludir la demostración de la razón que lo asistía.

Las señoras se mostraron amabilísimas. Levin experimentaba la impresión de que sabían todo lo que concernía a su dicha, que se alegraban y que no se lo decían por delicadeza.

Permaneció allí una, dos y hasta tres horas, tratando de diversos temas, pero aludiendo constantemente a lo único que inundaba su alma, sin darse cuenta de que los tenía ya a todos fatigados y de que era hora de irse a acostar.

Sviajsky lo acompañó hasta el recibidor, bostezando y extrañado de la rara disposición de ánimo que su amigo manifestaba aquel día.

Era la una dada. Levin, al encontrarse en el hotel, se asustó con la idea de que había de pasar a solas diez horas aún, consumiéndose de impaciencia. El criado de turno encendió las bujías y se dispuso a salir, pero Levin lo retuvo. Resultó después que aquel criado, Egor, en quien antes él no reparaba nunca, era un muchacho inteligente y simpático y, sobre todo, amabilísimo.

–Y dime, Egor: debe de ser difícil pasar la noche sin dormir, ¿no?

–¿Qué se le va a hacer? Es la obligación. Más tranquilo es trabajar en casas de señores. Pero las cuentas salen mejor trabajando aquí.

Levin supo entonces que Egor tenía familia: tres hijos y una hija, costurera, a la que pensaba casar con el dependiente de una tienda de guarnicionería.

Con este motivo, Levin participó a Egor su opinión de que lo esencial en el matrimonio es el amor y que con amor siempre se es feliz, puesto que la felicidad está en uno mismo.

Egor escuchó con atención, pareciendo comprender muy bien la idea de Levin y, como para confirmarlo, hizo el comentario, inesperado para éste, de que cuando él servía en casa de unos señores, que eran personas excelentes, siempre había estado satisfecho de ellos y que ahora lo estaba también, a pesar de ser francés el dueño.

«¡Es un hombre admirable este Egor!», reflexionaba Levin.

–Cuando te casaste, ¿querías a tu mujer, Egor?

–¿Cómo no iba a quererla?

Y veía que Egor se exaltaba y se disponía a descubrirle todos sus sentimientos recónditos.

–Mi vida ha sido extraordinaria. Desde chiquillo… –empezó Egor, con los ojos brillantes, tan visiblemente contagiado por el entusiasmo de Levin como cuando uno se contagia viendo bostezar a otro.

Pero en aquel momento sonó un timbre. Egor salió y Levin quedó solo. Había comido apenas en casa de Oblonsky, no tomó té ni quiso cenar en la de Sviajsky y ahora no podía ni pensar en la cena. Tampoco había dormido la noche anterior y tampoco podía pensar en el sueño. En la habitación hacía fresco pero se ahogaba de calor. Abrió las dos hojas de la ventana y se sentó a la mesa ante ellas. Sobre el tejado cubierto de nieve se veía una cruz labrada con cadenas y encima de la cruz el triángulo de la constelación del Cochero con Cabra, la brillante estrella amarilla. Levin ora contemplaba la cruz, ora aspiraba el aire helado que entraba suavemente en la habitación y, como en sueños, seguía las imágenes y los recuerdos que le iba sugiriendo su imaginación.
Hacia las cuatro, oyó pasos en el corredor; miró por la puerta y descubrió a Miakin. Era éste un jugador a quien conocía, que en aquel momento regresaba del Círculo. Su aspecto era taciturno y tosía.

«¡Pobre desgraciado!», pensó Levin.

Y el afecto y la compasión que sentía por aquel hombre hicieron afluir las lágrimas a sus ojos.

Se propuso hablarle y consolarlo, pero, recordando que estaba en camisa, cambió de decisión y se sentó de nuevo ante la ventana para bañarse en el aire fresco, para mirar aquella cruz silenciosa, de admirable forma y llena para él de significación, para contemplar aquella brillante estrella amarilla.

A las seis, comenzó a sentirse, en los pasillos, el ruido de los enceradores, sonaron campanas llamando a misa y Levin comenzó a sentir frío.

Cerró la ventana, se lavó y vistió y salió a la calle.

CUARTA PARTE – Capítulo 15

Las calles estaban desiertas aún. Levin se dirigió a casa de los Scherbazky. La puerta principal se hallaba cerrada y todo dormía.

Volvió al hotel, subió a su alcoba y pidió café. El camarero de día, que ya no era Egor, se lo trajo. Levin quiso iniciar una conversación con él, pero llamaron y el camarero hubo de salir.

Levin probó beber el café y se llevó una pasta a la boca, pero sus dientes no sabían qué hacer con la pasta. La escupió, se puso el abrigo y se fue a errar por las calles. Eran algo más de las nueve cuando se halló otra vez ante las puertas de los Scherbazky. En la casa apenas había despertado nadie aún. El cocinero salía en aquel momento a la compra. Era, pues, preciso esperar todavía más de dos horas.

Toda la noche y aquella mañana las había pasado Levin en estado de inconsciencia, sintiéndose fuera de las condiciones de la existencia material. No comió en todo el día, llevaba dos noches sin dormir, había pasado varias horas medio desnudo al aire frío y, sin embargo, no sólo se sentía fresco y fuerte, sino completamente desligado de su cuerpo. Se movía sin esfuerzo muscular y tenía la sensación de que lo podía todo. Estaba seguro de que, de necesitarlo, habría conseguido volar o mover los muros de una casa.

Pasó el tiempo que faltaba paseando por las calles, mirando sin cesar el reloj y volviendo la cabeza a todos lados.

Entonces vio algo muy hermoso que no volvió a ver jamás: unos niños que iban a la escuela –que fue lo que más lo conmovió–, vio unas palomas de color azul oscuro que volaban desde los tejados a la acera y unos panecillos blancos, espolvoreados con harina, expuestos por una mano invisible en una ventana.

Los panecillos, los niños, las palomas, todo cuanto veía tenía algo prodigioso. Uno de los niños corrió a la ventana y miró, sonriendo a Levin: una paloma sacudió las alas con suave rumor y se levantó brillando al sol, entre el luminoso polvo de escarcha que flotaba en el aire y un aroma a pan recién cocido llegó desde la ventana donde estaban expuestos los panecillos.

El cuadro era tan extraordinariamente hermoso que Levin, mirándolo, sintió que le afluían a los ojos lágrimas de alegría.

Describió un gran círculo por las calles de Gazetny y Kislovka, volvió a su habitación y se sentó en espera de las doce. En el cuarto contiguo hablaban de máquinas y de engaños y tosían con una de esas frecuentes toses mañaneras. Aquella gente no comprendía que las manecillas del reloj iban acercándose a las doce.

En la calle, los cocheros de punto sabían sin duda que Levin era dichoso, porque lo rodearon con rostros satisfechos, disputando entre sí y ofreciéndole sus servicios. Él, procurando no molestar a los demás y prometiendo utilizar sus servicios en otra ocasión, eligió a uno de ellos y le ordenó que lo llevase a casa de los Scherbazky. El cochero llevaba muy estirado, bajo su gabán, el blanco cuello postizo de su camisa que cubría su cuello rojo, fuerte e hinchado. Y el trineo era alto, ligero y tan excelente, que Levin no vio nunca más otro trineo como aquél. Hasta el caballo era bueno y se esforzaba en galopar, aunque apenas se movía del mismo sitio.

El cochero conocía la casa de los Scherbazky y mostraba un gran respeto a su cliente. Al llegar, hizo un ademán circular con los brazos y exclamando: «¡Sooo!», detuvo el caballo ante la escalera.

El portero de los Scherbazky debía de saberlo todo, según creyó Levin, a juzgar por la sonrisa de sus ojos y por el modo especial que tuvo de decir:

–Hace tiempo que no venía usted, Constantino Dmitrievich.

No sólo lo sabía todo, sino que por ello estaba radiante de alegría, aunque se esforzaba en disimularla.

Mirando los ojos amables del viejo, Levin experimentó una nueva sensación de felicidad.

–¿Están levantados?

–Pase, pase, haga el favor. Y esto puede usted dejarlo aquí –le dijo, observando que se volvía para coger su gorro de piel. Levin descubrió en este detalle un motivo más de ventura.

–¿A quién lo anuncio? –preguntó el criado.

El joven criado era uno de esos lacayos de nuevo estilo, muy fatuos, pero era asimismo un muchacho excelente y simpático y también lo comprendía todo…

–A la Princesa… al Príncipe… a la Princesa… –dijo Levin.

La primera persona a quien vio fue a la señorita Linon, que avanzaba por la sala con sus ricitos y su rostro radiante. Iba ya a dirigirle la palabra, cuando se sintió un ruido tras una puerta, la señorita Linon desapareció de su vista y Levin se sintió invadido por el ligero sobresalto de la próxima felicidad.

Apenas la señorita Linon, dejándole, salió por la puerta opuesta, unos pasos ligerísimos sonaron en el entarimado y la felicidad de Levin, su vida, lo que era como él mismo, más que él mismo, lo esperado y anhelado tanto tiempo, se acercó deprisa, muy deprisa. No andaba: volaba a su encuentro, impulsado por una fuerza invisible.

Levin vio dos ojos claros, sinceros, llenos también de la misma alegría de amar, que llenaba su corazón; aquellos ojos, brillando cada vez más cerca, lo cegaban con su resplandor.

Kitty se paró a su lado, rozándolo. Sus manos se levantaron y se posaron en los hombros de Levin. Todo esto lo hizo sin decir palabra, corriendo hacia él y ofreciéndosele toda ella, tímida y gozosa. Él la abrazó y juntó sus labios con los de ella, que esperaban su beso.

Kitty no había dormido tampoco en toda la noche. Sus padres habían dado su consentimiento y se sentían felices con su dicha.

Ella, queriendo ser la primera en anunciárselo, había estado esperándolo toda la mañana. Deseaba verlo a solas y esto la complacía y a la vez la avergonzaba y llenaba de timidez, porque no sabía lo que haría cuando él apareciese ante sus ojos.

Sintió los pasos de Levin, oyó su voz y esperó tras la puerta a que se fuese la señorita Linon. En cuanto ésta hubo salido, Kitty, sin pensarlo, sin vacilar, sin preguntarse lo que iba a hacer, se aproximó a él e hizo lo que había hecho.

–Vamos a ver a mamá –dijo cogiéndolo de la mano.

Levin, durante mucho rato, fue incapaz de decir nada, no tanto porque temiese estropear con palabras la elevación de su sentimiento, cuanto porque cada vez que iba a decir alguna cosa, sentía que en lugar de frases le brotaban lágrimas de felicidad.

Tomó la mano de Kitty y la besó.

–¿Es posible que sea verdad? –dijo con voz profunda– No puedo creer que tú me ames…

Al oír aquel «tú» y al ver la timidez con que Levin la miraba, Kitty sonrió.

–Sí –dijo ella en voz baja– ¡Soy tan feliz hoy!

Y, llevándolo de la mano, entró en el salón; la Princesa, al verlos, respiró apresuradamente y rompió a llorar y, en seguida después, rió y con pasos más decididos de lo que Levin esperaba, corrió hacia él y, tomándole la cabeza entre sus manos, lo besó, humedeciéndole las mejillas con sus lágrimas.

–¡Por fin! Está ya todo arreglado. Me siento muy dichosa. Quiérala mucho. Soy feliz, muy feliz, Kitty.

–¡Con qué presteza lo habéis arreglado! –exclamó el Príncipe tratando de fingir indiferencia.

Pero cuando el anciano se dirigió hacia él, Levin advirtió que tenía los ojos humedecidos.

–Siempre ha sido éste mi deseo. –dijo el Príncipe, tomando a su futuro yerno de la mano y atrayéndolo hacia sí– Incluso en la época en que esta locuela inventó…

–¡Papá! –exclamó Kitty tapándole la boca con las manos.

–Bien; me callo. –repuso su padre– Me siento muy dicho… so… ¡Ay, qué tonto… soy!

El anciano abrazó a Kitty, le besó la cara, luego la mano, el rostro de nuevo y, al fin, la persignó.

Y Levin, viendo como Kitty, durante largo rato y con dulzura, besaba la mano carnosa del anciano Príncipe, sintió despertar en él un vivo sentimiento de afecto hacia aquel hombre que hasta entonces había sido para él un extraño.

CUARTA PARTE – Capítulo 16

La Princesa, sentada en la butaca, callaba y sonreía. Kitty, en pie junto a la de su padre, mantenía la mano del anciano entre las suyas.

Todos callaban.

La Princesa fue la primera en hablar y en dirigir los pensamientos y sentimientos generales hacia los planes de la nueva vida. Y a todos, en el primer momento, les pareció aquello igualmente doloroso y extraño.

–¿Y qué, cuándo va a ser la boda? Hay que recibir la bendición, publicar las amonestaciones… ¿Qué te parece, Alejandro?

–En este asunto el personaje principal es él –repuso el Príncipe señalando a Levin.

–¿Que cuándo? –repuso éste, sonrojándose– ¡Mañana! A mí me parece que la bendición puede ser hoy y la boda mañana.

–Basta, mon cher, déjese de tonterías.

–Entonces, dentro de una semana.

–Está loco, no hay duda…

–¿Por qué no puede ser?

–Pero, hombre, espere… –dijo la madre de Kitty, sonriendo jovialmente ante aquella precipitación– Ha de tratarse aún del ajuar.

«¿Es posible que haya que tratarse del ajuar y de todas esas cosas?», se dijo Levin horrorizado. «¿Es posible que el ajuar y la bendición y todo lo demás, vaya a estropear mi felicidad? No: nada es capaz de estropearla.»

Miró a Kitty y vio que la idea del ajuar no parecía molestarla en lo más mínimo.

«Sin duda será necesario», pensó Levin.

–Yo no sé nada. Sólo digo lo que deseo –repuso, disculpándose.

–Ya hablaremos. De momento, se puede preparar la bendición y anunciar la boda, ¿no?

La Princesa se acercó a su marido, lo besó y se dispuso a salir pero él la retuvo y la abrazó y besó suavemente, sonriendo con dulzura, como un joven enamorado.

Parecía que los ancianos se hubieran confundido por un momento y no supiesen bien si los enamorados eran ellos o su hija.

Cuando los padres hubieron salido, Levin se acercó a su novia y le cogió la mano. Dueño ya de sí mismo, capaz de hablar, tenía mucho que decirle. Pero no le dijo, ni con mucho, lo que deseaba.

–¡Cómo lo sabía que esto había de terminar así! Parecía que hubiese perdido toda esperanza pero en el fondo de mi ser nunca dejé de alimentar esta seguridad. –dijo– Creo que era una especie de predestinación.

–Yo también –repuso Kitty -Hasta cuando…

Se interrumpió; luego continuó mirándolo con decisión con sus ojos incapaces de mentir.

–Hasta cuando rechacé la felicidad… Nunca he amado más que a usted. Pero confieso que me sentía deslumbrada… ¿Podrá usted olvidarlo?

–Quizá haya sido mejor así. También usted debe perdonarme mucho… He de decirle…

Lo que quería decirle, lo que tenía decidido manifestarle desde los primeros días, eran dos cosas: que no era tan puro como ella y que no tenía fe en Dios. Ambas cosas resultaban muy penosas, pero se consideraba obligado a conferírselas.

–¡Ahora no!, luego –añadió.

–Bueno, luego… Pero no deje de decírmelo. Ahora no temo nada. Quiero saberlo todo, porque todo está ya resuelto…

Levin concluyó la frase:

–… Resuelto que me tomará tal como soy, ¿verdad? ¿No me rechazará?

–No, no.

Su conversación fue interrumpida por la señorita Linon, la cual, riendo suavemente, con amable risa, entró para felicitar a su discípula predilecta. Antes de que ella saliera, entraron los criados también a felicitarles. Luego llegaron los parientes y con ello se anunció para Levin el comienzo de aquel estado de ánimo insólito y de bienaventuranza del que no salió hasta el segundo día de su boda.

Levin se sentía continuamente turbado y confundido, pero su felicidad se hacía cada vez mayor. Tenía la impresión constante de que exigían de él muchas cosas que no sabía, pero hacía cuanto le pedían y el hacerlo lo colmaba de ventura. Creía que su matrimonio no habría de parecerse en nada a los otros, que el hecho de desarrollarse en las circunstancias tradicionales en las bodas habría de estorbar a su felicidad.

Pero, a pesar de haberse hecho exactamente lo que se hacía en todas las bodas, su felicidad no hizo con ello sino crecer, convirtiéndose en más especial y, sin duda, en nada parecida a la experimentada por los otros novios.

–Ahora deberíamos comer bombones –––decía la señorita Linon.

Y Levin iba a comprar bombones.

–Sí; su boda me satisface mucho. –afirmaba Sviajsky– Le recomiendo que compre las flores en casa de Fomin.

–¿Es necesario? –preguntaba Levin. Y las iba a comprar.

Su hermano le aconsejaba que tomase dinero prestado, porque habría muchos gastos, muchos regalos que hacer…

–¡Ah! ¿Hay que hacer regalos?

Y Levin se dirigió corriendo a la joyería de Fouldré.

En la confitería, en la joyería, en la tienda de flores, Levin notaba que lo esperaban, que estaban contentos de verlo y que compartían su dicha como todos los que trataba en aquellos días.

Era extraordinario que, no sólo todos lo apreciaban, sino que hasta personas antes frías, antipáticas e indiferentes, estaban ahora entusiasmadas con él, lo atendían en todo, trataban con suave delicadeza su sentimiento y participaban de su opinión de que era el hombre más feliz del mundo, porque su novia era un dechado de perfecciones.

Kitty se sentía igual que él. Cuando la condesa Nordston se permitió insinuar que habría deseado para ella algo mejor, la muchacha se exaltó tanto, demostró con tal calor que nada en el mundo podía ser mejor que Levin, que la Nordston se vio obligada a reconocerlo y en presencia de Kitty ya nunca acogía a Levin sin una sonrisa de admiración.

Una de las cosas más penosas de aquellos días era la explicación prometida por Levin. Consultó al Príncipe y, con autorización de éste, entregó a Kitty su Diario, en el que se contenía lo que lo atormentaba.

Hasta aquel Diario parecía escrito pensando en su futura novia. En él se expresaban las dos torturas de Levin: su falta de inocencia y su carencia de fe.

La confesión de su incredulidad pasó inadvertida. Kitty era religiosa, no dudaba de las verdades de la religión, pero la exterior falta de religiosidad de su novio no la afectó en lo más mínimo. Su amor le hacía comprender el alma de Levin, adivinaba lo que quería y el hecho de que a aquel estado de ánimo quisiera llamársele incredulidad en nada la conmovía.

En cambio, la otra confesión le hizo llorar lágrimas amargas.

Levin no le entregó su Diario sin una previa lucha consigo mismo. Pero sabía que entre él y ella no podía haber secretos y este pensamiento lo decidió a obrar como lo había hecho. No se dio cuenta, sin embargo, del efecto que aquella confesión había de causar en su prometida; no supo adivinar sus sentimientos.

Sólo cuando una tarde, al llegar a casa de los Scherbazky para ir al teatro, entró en el gabinete de Kitty y vio su amado rostro deshecho en lágrimas, dolorido por la pena irreparable que él le produjera, comprendió Levin el abismo que mediaba entre su deshonroso pasado y la pureza angelical de su prometida. Y se horrorizó de lo que había hecho.

–Tome, tome esos horribles cuadernos. –dijo la joven, rechazando los que tenía ante sí– ¿Para qué me los ha dado?… Pero no; vale más así –añadió, sintiendo lástima al ver la desesperación que se retrataba en el semblante de su novio– Pero es horrible, horrible…

Levin bajó la cabeza en silencio. ¿Qué podía hacer?

–¿No me perdona usted? –murmuró, al fin.

–Sí. Lo he perdonado ya. ¡Pero es horrible!

No obstante, la felicidad de Levin era tan grande que aquella confesión, en vez de destruirla, le dio un nuevo matiz.

Kitty lo perdonó; pero él desde entonces se consideraba indigno de la joven, se inclinaba más y más ante ella y apreciaba como mayor su inmerecida ventura.

ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 9, 10, 11 Y 12

viernes, junio 14th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 9

Eran más de las cinco y ya estaban presentes algunos invitados cuando llegó el dueño de la casa. Entró con Sergio Ivanovich Kosnichev y con Peszov, que en aquel momento se habían encontrado en la puerta.

Como Oblonsky decía, eran los dos principales representantes de la intelectualidad de Moscú y ambos gozaban de mucho respeto por su carácter e inteligencia.

Se estimaban mutuamente, pero eran contrarios casi en todo. Nunca estaban de acuerdo y no por pertenecer a distintas corrientes de ideas, sino precisamente por sustentar las mismas. Los enemigos de su partido les consideraban iguales. Pero dentro de su partido cada uno tenía su propio matiz. Y como nada hay más difícil que entenderse en cuestiones casi abstractas, jamás coincidían en sus ideas, aunque estaban acostumbrados, desde mucho tiempo atrás, a reírse mutuamente, sin enfadarse, del error en que cada uno consideraba al otro.

Entraban, hablando del tiempo, cuando Oblonsky les alcanzó. En el salón estaban ya el príncipe Alejandro Dmitrievich Scherbazky, el joven Scherbazky, Turovzin, Kitty y Karenin. Esteban Arkadievich observó en seguida que, sin su presencia, la conversación languidecía. Daria Alejandrovna, vestida de seda gris, estaba evidentemente preocupada por los niños, que comían solos en su cuarto; pero lo estaba sobre todo por la tardanza de su marido, ya que ella no sabía organizar bien aquellas reuniones. Todos estaban allí, según la expresión del viejo Príncipe, como muchachas en visita, sin comprender el motivo que les reunía y esforzándose en buscar palabras para no permanecer mudos.

El bondadoso Turovzin se encontraba, y ello se veía en seguida, fuera de su ambiente, y sonreía con sus labios gruesos, mirando a Oblonsky, como diciéndole: «¡Vaya, hombre! Me has traído a una sociedad de sabios… Ya sabes que mi especialidad es ir a echar un trago o asistir al Château des Fleurs…»

El anciano Príncipe callaba, mirando de soslayo a Karenin con sus ojos brillantes. Esteban Arkadievich comprendió que ya habría inventado alguna frase con la cual hacerle un resumen a aquel político de quiénes estaban invitados a participar, como si él fuera un esturión.

Kitty miraba hacia la puerta, preocupada por no ruborizarse cuando apareciera Levin. El joven Scherbazky, a quien no habían presentado a Karenin, procuraba demostrar que ello le era completamente indiferente.

Karenin, según la costumbre pertersburguesa en las comidas donde figuraban señoras, llevaba frac y corbata blanca. Oblonsky comprendió por su rostro que sólo acudía por cumplir su palabra, y que concurriendo a la reunión lo hacía como quien cumple un deber penoso. El era, pues, el causante de la impresión glacial que sintieron los invitados hasta la llegada del anfitrión.

Esteban Arkadievich al entrar en el salón, disculpó su ausencia afirmando que le había retenido cierto príncipe a quien todos conocían, que era como el testaferro de todos sus retrasos y faltas.

En seguida, en un momento, presentó a todos, procurando relacionar a Karenin con Sergio Kosnichev e iniciando una charla sobre la rusificación de Polonia en la que ambos se enzarzaron inmediatamente, así como Peszov. Dio una palmada en el hombro a Turovzin, le cuchicheó algo muy gracioso al oído y le sentó entre su mujer y el Príncipe.

Después dijo a Kitty que estaba muy bonita aquel día y presentó a Karenin y Scherbazky. Tan bien se arregló que, un momento después, el salón tenía un aire agradable y las voces sonaban alegres y animadas.

Sólo faltaba Constantino Levin. Pero su falta resultó aún beneficiosa, porque, al dirigirse Esteban Arkadievich al comedor, donde lo encontró, se dio cuenta al mismo tiempo de que el oporto y el jerez que habían traído eran de la casa Desprês y no de Levé y ordenó que el cochero fuese en seguida a esta casa para que trajesen vinos.

–¿Me he retrasado? –preguntó Levin a Oblonsky, mientras se dirigían al salón.

–¿Acaso es posible que no te retrases alguna vez? –repuso su amigo cogiéndolo del brazo.

–¿Tienes muchos invitados? ¿Quiénes son? –preguntó Levin sonrojándose a su pesar y quitándose con el guante la nieve de su gorro de piel.

–Todos son conocidos. Está Kitty, también. Ven, que te presento a Karenin.

A pesar de su liberalismo, Oblonsky sabía que a todos halagaba conocer a su cuñado y por esto se esforzaba en traer a sus mejor amigos, presentándoselos, un placer que Levin no estaba en aquel momento en condiciones de apreciar plenamente.

No había visto a Kitty, fuera del momento en que la entreviera en el camino de Erguchovo, desde aquella infausta noche en que se había encontrado con Vronsky. En el fondo de su alma sabía que hoy iba a verla aquí. Pero, tratando de defender la libertad de sus pensamientos, insistía en decirse a sí mismo que no lo sabía.

Ahora, al enterarse de que, en efecto, estaba, sintió tal alegría y tal temor a la vez, que se le cortó la respiración y no supo decir lo que quería. «¿Cómo será ahora? ¿Estará como antes o como la vi en el coche? ¿Será verdad lo que me dijo Daria Alejandrovna?», pensaba.

–Sí; haz el favor de presentarme a Karenin –logró decir al fin. Y con paso desesperadamente decidido, penetró en el salón y la vio.

Kitty no era ya la muchacha de antes; no era la que había visto en el coche, sino otra completamente distinta. Parecía avergonzada, temerosa, tímida y, por ello, más bella aún. Ella divisó a Levin en el mismo momento en que entraba en el salón. Lo esperaba. Se alegró y su alegría la turbó hasta tal extremo, que hubo un momento, precisamente aquel en que Levin se dirigía hacia la dueña de la casa y la volvió a mirar, que a ella misma, a él y a Dolly, que los estaba observando, les pareció que no podía contenerse y que iba a ponerse a llorar. Se ruborizó, palideció, volvió a ruborizarse y quedó inmóvil, con un ligero temblor en los labios, mirando a Levin. El se acercó, la saludó y le dio la mano en silencio. Sin aquel temblor de los labios y aquella humedad que hacía más vivo el brillo de sus ojos, la sonrisa de Kitty habría sido casi tranquila cuando le dijo:

–Hace mucho que no nos vemos.

Y, con el atrevimiento de la desesperación, apretó con su mano fría la de Levin.

–Usted a mí, no; pero yo a usted, sí. –contestó él, con una sonrisa radiante de dicha– La vi cuando iba desde la estación a Erguchovo.

–¿Cuándo? –preguntó ella sorprendida.

–Por el camino de Erguchovo –repuso Levin, sintiendo que la felicidad que le llenaba el alma ahogaba su voz. ¿Cómo había podido asociar la idea de algo que no fuese inocente y puro a aquella encantadora criatura? «Sí; parece cierto lo que me dijo Daria Alejandrovna», pensó.

Esteban Arkadievich, cogiéndolo del brazo, lo acercó a Karenin.

–Permítanme presentarlos –y enunció sus nombres.

–Celebro volver a verlo –dijo Alexis Alexandrovich estrechando con frialdad la mano de Levin.

–¿Se conocen ustedes? –preguntó Oblonsky sorprendido.

–Hemos pasado juntos tres horas en el tren –aclaró Levin sonriendo– pero salimos de él intrigados como de un baile de máscaras, al menos yo.

–¡Ah! No lo sabía –dijo Oblonsky y añadió, señalando al comedor: –Pasen, hagan el favor.

Los hombres pasaron al comedor y se acercaron a la mesa de los entremeses, preparada a un lado, y en la que había seis clases de vodka, otras tantas de queso, con palillos de plata y sin ellos, caviar, arenques, conservas de todas clases y platos con pequeñas rebanadas de pan francés.

Todos permanecieron un rato ante la mesa, bebiendo el aromático vodka. La charla sobre la rusificación de Polonia, entre Kosnichev y Karenin, se calmó en espera de la comida.

Sergio Ivanovich sabía muy bien cambiar una conversación seria y elevada vertiendo en ella, inesperadamente, algunas gotas de sal ática, lo que hizo en esta ocasión, modificando así el estado de ánimo de sus interlocutores.

Alexis Alexandrovich opinaba que la rusificación de Polonia sólo se podía lograr mediante principios superiores introducidos por la administración rusa. Peszov sostenía que un pueblo sólo asimila a otro cuando está más poblado. Kosnichev reconocía una cosa y otra, pero con limitaciones. Y, cuando salían del salón, dijo, con una sonrisa para cerrar la discusión:

–Para la rusificación de Polonia, sólo hay un medio: poner en el mundo el mayor número posible de niños rusos. Mi hermano y yo obramos en ese sentido peor que nadie. Pero ustedes, señores casados, y sobre todo usted, Esteban Arkadievich, se portan como perfectos patriotas. ¿Cuántos hijos tiene usted ahora? –preguntó, dirigiéndose con afable sonrisa al dueño de la casa y presentándole su copita para brindar con él.

Todos rieron y Oblonsky, más que ninguno.

–Sí; ése es el mejor medio –dijo, masticando el queso y vertiendo un vodka especial en la copa de uno de los invitados.

La discusión, en efecto, concluyó con aquella broma.

–No está mal este queso. –dijo el anfitrión– Permítanme que les ofrezca. ¿Has empezado otra vez a hacer gimnasia? ––dijo a Levin, palpándole con su mano izquierda los bíceps.

Este sonrió, contrajo el brazo y, entre los dedos de Esteban Arkadievich, se levantó un bulto, redondo como un queso, bajo el fino paño de la levita de su amigo.

–¡Menudos bíceps! ¡Eres un Sansón!

–Para cazar osos debe de necesitarse seguramente una fuerza poco común –dijo Karenin, que tenía una idea muy vaga de la caza, mientras untaba pan con queso, rompiendo, al hacerlo, la rebanada, delgada como una telaraña.

Levin sonrió.

–Ninguna. Al contrario. Hasta un niño puede matar un oso ––dijo. Y, haciendo un leve saludo, dejó paso a las señoras, que se acercaban a la mesa para tomar bocadillos.

–Me han dicho que ha matado usted un oso. –dijo Kitty, tratando en vano de pinchar con el tenedor una seta lisa y rebelde y sacudiendo las puntillas entre las cuales brillaba su mano blanca– ¿Hay osos en su propiedad? –añadió, volviendo a medias su hermosa cabecita y sonriendo.

Al parecer, nada había de extraordinario en lo que había dicho, pero ¡qué inexplicable significación palpitaba para él en cada sonido y cada movimiento de sus labios, de sus ojos, de su mano, al hablar! Había en ellos súplica de que la perdonara, confianza en él, caricia, una caricia suave y tímida, promesa, esperanza… y amor, un amor que le anegaba en felicidad.

–No. He ido a la provincia de Tver. Al regreso encontré en el tren a su cuñado, o mejor dicho, al cuñado de su cuñado. Fue un encuentro divertido.

Y relató animadamente, divirtiéndola mucho, que, después de no haber dormido en toda la noche, se introdujo en el departamento de Karenin vistiendo su pelliza de piel de oveja.

–Al contrario del refrán, el guarda, viendo mi indumentaria, trató de impedirme el paso, pero empecé a soltar algunas expresiones algo fuertes… También usted –dijo Levin dirigiéndose a Karenin, cuyo nombre había olvidado– quiso primero hacerme salir, juzgándome por mi pelliza de piel de cordero. Pero luego intervino en mi favor y se lo agradecí profundamente.

–En general, los derechos de los viajeros a los asientos son muy inconcretos –repuso Alexis Alexandrovich limpiándose los dedos con el pañuelo.

–Yo notaba que usted estaba indeciso con respecto a mí. –dijo Levin, riendo bonachón– Por eso me apresuré a iniciar una charla culta para tratar de borrar el aspecto de mi zamarra.

Sergio Ivanovich, que hablaba con la dueña y atendía a medias a su hermano, lo miró de reojo.

«¿Qué le pasará? Tiene el aspecto de un triunfador», pensó. Ignoraba que Levin sentía como si le crecieran alas. Sabía que Kitty oía sus palabras y que el oírlas la halagaba y esto lo absorbía completamente. Le parecía que no sólo en aquella estancia sino en todo el mundo, no existían más que dos seres: él, que había alcanzado ahora ante sí mismo una enorme trascendencia, y ella. Sentíase a una altura tal que experimentaba vértigo. Y abajo, muy abajo, parecíale ver a aquellos simpáticos y bondadosos amigos: los Karenin, los Oblonsky y todos los demás…

De un modo natural, sin reparar en ello, sin mirarlos, como si no hubiese otro sitio donde ponerlos, Esteban Arkadievich hizo sentar a Kitty y Levin uno frente al otro a la mesa.

–Puedes sentarte aquí –dijo a Levin.

La comida fue tan buena como la vajilla, a la que Oblonsky era muy aficionado. La sopa Marie–Louise resultó excelente, las diminutas empanadillas, que se deshacían en la boca como agua, no tenían reproche.

Dos lacayos y Mateo, con corbatas blancas, servían vinos y manjares sin que se reparase en ellos apenas, hábil y silenciosamente. Si la comida resultó bien en el aspecto material, no fue peor en lo espiritual. La conversación, ya generalizada, ya parcial, no cesaba. Al final de la comida, los hombres se levantaron de la mesa sin dejar de hablar, y hasta Karenin se animó.

CUARTA PARTE – Capítulo 10

A Peszov le gustaba llevar los razonamientos hasta la última consecuencia, y no quedó contento con las palabras finales de Sergio Ivanovich, sobre todo porque comprendía la falta de solidez de su propia opinión.

–En ningún momento he querido referirme exclusivamente –dijo mientras tomaba su sopa y dirigiéndose a Karenin– a la densidad de población como medio para la asimilación de un pueblo, sino también a la superioridad de principios.

–A mí me parece que viene a ser lo mismo. –repuso, lentamente y sin interés, su interlocutor– A mi juicio, un pueblo sólo puede influir sobre otro cuando posee un desarrollo superior, en cuyo caso…

–Pero, ¿en qué consiste ese desarrollo superior? –interrumpió Peszov, que siempre se precipitaba al hablar y ponía su alma entera en cuanto decía––– Entre ingleses, franceses y alemanes ¿quién tiene un desarrollo superior? ¿Quién podría asimilarse a los demás? El Rin está afrancesado y los alemanes, no obstante, no son inferiores. ¡Tiene que haber otro principio! ––exclamó.

–Creo que la influencia depende siempre de la mayor cultura–respondió Karenin, arqueando levemente las cejas.

–¿Y en qué se notan las señales de la cultura? –preguntó Peszov.

–A mi juicio son bien conocidas –repuso Alexis Alexandrovich.

–¿Cree, en efecto, que son bien conocidas? –intervino Sergio Ivanovich sonriendo con fina ironía– Ahora se admite que la verdadera cultura ha de ser clásica; pero hay fuertes debates al respecto y no cabe negar que el campo opuesto posee sólidos argumentos en su favor.

–Usted, Sergio Ivanovich, ¿es partidario de la cultura clásica…? Permítame que le sirva vino tinto ––dijo Esteban Arkadievich.

–No expongo mi opinión en favor de ninguna de ambas culturas. –dijo Sergio Ivanovich, sonriendo condescendiente, como si hablara con un niño, y presentando su copa– Digo sólo que ambas partes ofrecen sólidos argumentos. –continuó, dirigiéndose a Karenin– Por mi formación, soy clásico, pero en esa discusión no hallo lugar para mí. No veo razones de peso que expliquen la superioridad de los clásicos sobre los realistas.

–Las ciencias naturales ejercen también una influencia pedagógico-formativa. –añadió Peszov– Por ejemplo: la astronomía, la botánica, la zoología, con sus sistemas de leyes generales.

–No puedo estar de acuerdo. –contestó Alexis Alexandrovich– Opino que no es posible negar que el simple proceso del estudio de las manifestaciones idiomáticas influye sobre el desarrollo espiritual. Tampoco puede negarse que la influencia de los escritores clásicos es en sumo grado moral, mientras que, por desgracia, a la enseñanza de las ciencias naturales se añaden nocivas y erróneas doctrinas que constituyen la plaga de nuestra época.

Sergio Ivanovich iba a alegar algo, pero Peszov se adelantó, hablando con su profunda voz de bajo, y comenzó a demostrar lo equivocado de aquella opinión. Sergio Ivanovich esperaba pacientemente el momento de poder hablar, con evidente expresión de triunfo en su semblante.

–Pero –dijo al fin, sonriendo de nuevo con fina ironía y dirigiéndose a Karenin– nos es imposible negar que es muy difícil pesar todo lo que en pro y en contra de esas ciencias puede decirse. La cuestión de a cuál de ambas educaciones hay que dar la preferencia no habría sido resuelta tan fácil y definitivamente si del lado de la formación clásica no halláramos el argumento que acaba usted de exponer: la ventaja moral– disons le mot– de la influencia antinihilista.

–Sin duda.

–De no ofrecer esa ventaja antinihilista las ciencias clásicas, habríamos pesado y pensado más –dijo Sergio Ivanovich, siempre con su fina sonrisa– y habríamos dejado que una y otra tendencia se desarrollaran libremente. Pero ahora sabemos que las píldoras de la educación clásica contienen una fuerza curativa contra el nihilismo y por eso las recetamos con toda seguridad a nuestros pacientes. ¿Y si en realidad no tuvieran tal poder terapéutico? –concluyó, añadiendo de este modo a la charla su acostumbrada dosis de sal ática.

Cuando Kosnichev mencionó las píldoras, todos rieron y, más alto y alegremente que todos, Turovzin, que esperaba desde el principio la parte divertida de la conversación.

Esteban Arkadievich había acertado al invitar a Peszov, porque, gracias a él, la conversación sobre temas elevados no cesó un momento. Apenas Sergio Ivanovich hubo cortado con su broma la conversación, ya Peszov abordaba otro tema.

–Ni siquiera podemos estar seguros de que tales sean las opiniones del Gobierno. –decía ahora– El Gobierno, probablemente, se guía por la opinión general, siendo indiferente a la eficacia de las medidas que adopta. Así, por ejemplo, la cuestión de la instrucción femenina suele ser considerada como perjudicial y, sin embargo, el Gobierno abre escuelas y universidades para la mujer.

Y la conversación pasó en seguida al tema de la educación femenina.

Alexis Alexandrovich manifestó que generalmente se confundía la educación femenina con la cuestión de la libertad de la mujer y que sólo por este sentido podía considerase perjudicial.

–Yo opino, al contrario, que ambas cuestiones van indisolublemente unidas. ––dijo Peszov– Es un círculo vicioso. La mujer no tiene derechos por la insuficiencia de su instrucción y su insuficiencia de instrucción procede de su falta de derechos. No olvidemos que la esclavitud de la mujer es algo tan arraigado y antiguo que a menudo no queremos comprender el abismo que nos separa de ellas.

–Dice usted derechos… –repuso Sergio Ivanovich, que esperaba a que Peszov callase– ¿Derechos a ocupar puestos de jurados, vocales, alcaldes, funcionarios y miembros del Parlamento?

–Sin duda.

–Como rara excepción, puede admitirse la posibilidad de que las mujeres ocupen tales puestos, pero creo que usted ha dado a la expresión un sentido demasiado amplio al decir «derechos». Más justo sería decir «obligaciones». Todos estarán de acuerdo conmigo en que cuando somos jurados, vocales o telegrafistas, creemos estar cumpliendo una obligación. Por eso es más justo decir que las mujeres tratan de cumplir deberes y tienen razón. En ese sentido, hay que simpatizar con su deseo de ayudar al hombre en su trabajo.

–Me parece muy justo. –confirmó Alexis Alexandrovich– La cuestión consiste, en mi opinión, en saber si serán capaces de cumplir con esos deberes.

–Estoy seguro de que serán muy capaces de hacerlo cuando la instrucción se extienda entre ellas, como ya lo vemos –opinó Oblonsky.

–¿Y la sentencia? –medió el anciano Príncipe, que hacía tiempo escuchaba, mirando con sus ojos pequeños y brillantes, llenos de ironía -No me importa repetirla en presencia de mis hijas: «La mujer es un animal de cabellos largos y de…».

–Algo por el estilo se decía de los negros antes de emanciparlos –alegó, malhumorado, Peszov.

–Por mi parte encuentro muy extraño que las mujeres busquen nuevas obligaciones –manifestó Sergio Ivanovich– mientras vemos que, por desgracia, los hombres huyen de ellas.

–Las obligaciones comportan derechos. Las mujeres buscan autoridad, dinero, honores –repuso Peszov.

–Es como si yo buscase un puesto de nodriza y me ofendiese de que se me negase, mientras a las mujeres les pagan por ello ––dijo el anciano Príncipe.

Turovzin rió a carcajadas y Sergio Ivanovich lamentó no haber tenido él aquella ocurrencia. Hasta Karenin sonrió.

–Sí, pero un hombre no puede amamantar –contestó Peszov– mientras que la mujer…

–Perdón, un inglés que viajaba en un vapor llegó a amamantar él mismo a su hijo –repuso el príncipe Scherbazky, permitiéndose esta libertad a pesar de estar presentes sus hijas.

–Pues podrá haber tantas mujeres funcionarias como ingleses como ése –atajó Sergio Ivanovich.

–¿Y qué ha de hacer una joven sin familia? –intervino Esteban Arkadievich, apoyando a Peszov en su defensa de la mujer, al acordarse de la Chibisova, en la que ahora pensaba constantemente.

–Si se estudiase bien la vida de esa joven, se vería que seguramente había dejado a su familia o la de sus parientes, donde tendría sin duda la posibilidad de hallar un trabajo propio para mujeres –terció inesperadamente Dolly, sin duda adivinando en qué joven pensaba su marido.

–Nosotros defendemos el principio, el ideal. –alegó Peszov, con su sonora voz de bajo– La mujer quiere tener derecho a ser independiente y culta y se siente oprimida y aplastada con la idea de que ello le es imposible.

–Y yo me siento oprimido y aplastado por la idea de que no me acepten como nodriza en el orfelinato – insistió el anciano Principe, con gran alborozo de Turovzin, que, en su risa, dejó caer un grueso espárrago en la salsa.

CUARTA PARTE – Capítulo 11

Todos participaban en la conversación general excepto Kitty y Levin.

Este, al principio, cuando se habló de la influencia de un pueblo sobre otro, pensó que podría opinar sobre el tema. Pero aquellas ideas, que antes le parecían de tanta importancia, pasaban ahora como un sueño por su cerebro sin despertar en él el menor interés. Incluso le pareció extraño que hablasen tanto de lo que a nadie le importaba.

Kitty, a su vez, encontraba interesante habitualmente la cuestión de los derechos femeninos. ¡Cuántas veces pensaba en esto, recordando a su amiga del extranjero, Vareñka, y su penosa dependencia; cuántas veces meditaba en lo que podía ser de ella de no casarse y cuántas veces había discutido el asunto con su hermana! Pero ahora todo ello la tenía sin cuidado. Hablaba con Levin, o mejor dicho no hablaba; sólo mantenía con él una especie de misteriosa comunicación que cada vez los acercaba más, despertando en ambos un sentimiento de gozosa incertidumbre ante el mundo desconocido en que se disponían a entrar.

Al iniciar su conversación, Levin, contestando a Kitty, le dijo que la había visto el año pasado en el coche cuando él regresaba a su casa por el camino real, de vuelta de las faenas del campo.

–Era muy temprano. Usted debía de acabar de despertarse. Su mamá dormía en el rincón del coche. La mañana era espléndida. Y yo iba por el camino pensando: «¿Quién vendrá en ese coche de cuatro caballos?». El coche pasó con un alegre sonar de cascabeles y yo vi, por un instante, su rostro en la ventanilla y su mano, que ataba las puntas del lazo de su cofia, mientras usted, sentada, parecía pensar en algo… –contaba Levin, riendo– ¡Cuánto habría dado por saber lo que pensaba! ¿Era algo importante?

«¡A lo mejor estaba despeinada!», pensó Kitty. Pero viendo la embelesada sonrisa que aquellos recuerdos despertaban en Levin, comprendió que el efecto producido no podía haber sido malo. Se ruborizó y rió jovialmente.

–Le aseguro que no me acuerdo.

–¡Qué a gusto ríe Turovzin! –exclamó Levin, viendo los ojos húmedos y el cuerpo tembloroso de risa del aludido.

–¿Lo conoce hace mucho? –preguntó Kitty.

–¡Quién no lo conoce!

–Me parece que lo considera usted una mala persona.

–No, eso no; lo considero sólo un miserable.

–No es cierto. ¡Le prohibo que piense eso de él! –dijo Kitty–. Yo también lo consideraba, antes, lo mismo; pero es un hombre muy simpático y bueno. Tiene un corazón de oro.

–¿Cómo conoce usted su corazón?

–Somos muy amigos suyos. Lo conozco bien. El invierno pasado, poco después de que… usted estuviera en nuestra casa –dijo Kitty con una sonrisa culpable, pero a la vez confiada– Dolly tuvo a todos los niños enfermos de escarlatina. Un día Turovzin pasó por su casa. Y sintió tanta compasión de Dolly, que se quedó allí durante tres semanas cuidando como un aya a los pequeños –refirió en voz baja.

E inclinándose hacia su hermana, añadió:

–Estoy contando a Constantino Dmitrievich lo que hizo Turovzin cuando tuviste a los niños enfermos de la escarlatina.

–Es un hombre extraordinariamente bueno –repuso Dolly mirando con dulce sonrisa a Turovzin, que comprendió que hablaban de él.

Levin lo miró a su vez, sin poder explicarse cómo era posible que no hubiese reparado antes en las cualidades de aquel hombre.

–Perdóneme, perdóneme; no volveré a pensar mal de nadie –dijo, jovial y sinceramente, expresando lo que sentía realmente en aquel momento.

CUARTA PARTE – Capítulo 12

En la conversación que se había iniciado sobre los derechos de la mujer, surgían puntos delicados, relativos a la desigualdad que existía entre los cónyuges en el matrimonio, cuestiones que era difícil tratar en presencia de las señoras. Peszov, durante la comida, tocó más de una vez aquellos puntos, pero Sergio Ivanovich y Esteban Arkadievich desviaron siempre con mucho tacto la conversación.

Cuando se levantaron de la mesa y las señoras salieron del comedor, Peszov no las siguió y se dirigió a Karenin, exponiéndole el motivo esencial de aquella desigualdad, que consistía, según él, en que las infidelidades de marido y mujer se castigan de modo distinto por la ley y por la opinión pública.

Esteban Arkadievich se acercó precipitadamente a su cuñado ofreciéndole tabaco.

–No fumo –repuso Karenin con calma–Creo que las bases de esa opinión están en la esencia misma de las cosas –dijo. E intentó pasar al salón, pero en aquel momento Turovzin le habló inesperadamente.

–¿Sabe usted lo de Prianichnikov? –preguntó, sintiéndose animado ya, por el champaña, a romper el silencio en que hacía rato permaneciera– Me han contado –siguió, sonriendo bonachonamente con sus labios húmedos y rojos y dirigiéndose a Karenin, como invitado de más respeto– que Vasia Prianichnikov se ha batido en Tver con Kritsky y lo ha matado.

Oblonsky observaba que, así como todos los golpes van siempre al dedo lastimado, hoy todo iba a parar al punto dolorido de Karenin. Trató de llevarlo fuera, pero su cuñado preguntó:

–¿Por qué se ha batido Prianichnikov?

–Por culpa de su mujer. ¡Se comportó como un hombre! Desafió al otro y lo mató.

–¡Ah! –murmuró Alexis Alexandrovich. Y arqueando las cejas pasó al salón.

–Me alegro de que haya venido hoy. –dijo Dolly, que lo encontró en la pequeña antesala contigua– Quiero hablarle. Sentémonos aquí.

Karenin, siempre con aquella expresión indiferente que le daban sus cejas arqueadas, sonrió y se sentó junto a Daria Alejandrovna.

–Muy bien, –dijo– porque precisamente quería pedirle perdón por no haberla visitado antes y despedirme de usted. Me voy de viaje mañana.

Dolly creía en la inocencia de Anna y en su palidez se adivinaba que estaba irritada contra aquel hombre frío e indiferente, que con tanta tranquilidad iba a causar la ruina de su inocente cuñada.

–Alexis Alexandrovich –dijo, con desesperada decisión mirándolo a los ojos– Le he preguntado por Anna y no me ha contestado. ¿Cómo está?

–Creo que bien, Daria Alejandrovna –contestó Karenin sin mirarla.

–Perdone, Alexis Alexandrovich. No tengo derecho a… Pero quiero y respeto a Anna como a una hermana. Le pido… le ruego que me diga lo que ha pasado entre ustedes. ¿De qué la acusa?

Karenin arrugó el entrecejo, entornó los ojos e inclinó la cabeza.

–Supongo que su marido le habrá explicado los motivos por los cuales quiero cambiar mis relaciones con Anna Arkadievna –dijo, siempre sin mirar a Dolly y dirigiendo la vista sin querer al joven Scherbazky, que pasaba por el salón.

–No creo, no puedo creer que… –pronunció Dolly, uniendo sus manos huesudas en un ademán enérgico– Aquí nos molestarán. Pase a este otro cuarto, haga el favor –dijo, levantándose y poniendo la mano en la manga de Karenin.

La emoción de Dolly influyó en Alexis Alexandrovich. Levantándose, la siguió sumisamente al cuarto de estudio de los niños. Se sentaron ante la mesa cubierta de hule rasgado por todas partes por los cortaplumas.

–No lo creo, no lo creo –insistió Dolly, procurando fijar la mirada huidiza de Karenin.

–Es imposible no creer en los hechos, Daria Alejandrovna –respondió Alexis Alexandrovich, recalcando la palabra «hechos».

–¿Qué le ha hecho? ¿Qué ha hecho Anna? –preguntó Dolly.

–Olvidar sus deberes y traicionar a su marido. Eso ha hecho.

–Es imposible. ¡Ha debido usted engañarse! –dijo Dolly cerrando los ojos y llevándose las manos a las sienes.

Karenin sonrió fríamente, sólo con los labios, queriendo probar a Dolly y a sí mismo la firmeza de su convicción; pero aquella calurosa defensa de su mujer, aunque no le hacía vacilar, abría de nuevo la herida de su alma y se puso a hablar con gran excitación.

–Es imposible equivocarse cuando la propia mujer se lo confiesa al marido, añadiendo que los ocho años de vida conyugal y el hijo que tiene han sido un error y que desea empezar una nueva vida –concluyó enérgicamente, produciendo al hablar un sonido nasal.

–Me resulta imposible, no puedo creerlo… ¡Anna y el vicio unidos! ¡Oh!

–Daria Alejandrovna, –dijo Karenin, mirando ahora de frente el rostro bondadoso y conmovido de Dolly y sintiendo que su lengua adquiría más libertad– habría dado cualquier cosa por poder seguir dudando. Mientras dudaba, sufría pero no tanto como ahora. Cuando dudaba, tenía esperanzas. Ahora ya nada espero; y, a pesar de todo, nuevas dudas se han añadido a las que sentía y he llegado a odiar a mi hijo, a querer incluso pensar que no es mío. Soy muy desgraciado.

Sobraba decirlo. Dolly lo comprendió en cuanto Karenin la miró a la cara. Sintió lástima de él y su fe en Anna vaciló.

–¡Es horrible, horrible! ¿Y es cierto que se ha decidido usted por el divorcio?

–Estoy decidido a ese recurso extremo. No cabe hacer otra cosa.

–¡Que no cabe hacer otra cosa! ¡Que no cabe hacerla! –murmuró ella, con lágrimas en los ojos.

–Lo terrible de esta desgracia es que no se pueda, como en otros casos, incluso la muerte, soportar la cruz. Aquí hay que obrar. –dijo él, adivinando el pensamiento de Dolly– Hay que salir de la situación humillante en que le ponen a uno. Es imposible compartir con otro…

–Comprendo, comprendo bien –repuso Dolly bajando los ojos. Y calló, pensando en sí misma, en sus dolores familiares. Pero, de pronto, con ademán enérgico, alzó la cabeza y juntó las manos implorándole: –Escuche: usted es cristiano. Piense en ella. ¿Qué será de Anna si la abandona?

–Ya lo he pensado y mucho, DariaAlejandrovna.–dijo Karenin, cuyo rostro se había cubierto de manchas rojas y cuyos ojos turbios la miraban de frente. Dolly ahora le tenía compasión –Lo hice después de que ella misma me hubo anunciado mi deshonra. Lo dejé todo como estaba, le di la posibilidad de enmendarse, de guardar las apariencias. –siguió, exaltándose– Es posible salvar al que no quiere perderse, pero si una naturaleza es tan viciosa y está tan corrompida que hasta la misma perdición le parece una salvación, ¿qué se puede hacer?

–Todo, menos divorciarse.

–¿Qué es todo?

–¡Es horrible! Anna no será la esposa de ninguno. ¡Se perderá!

–¿Y qué puedo hacer? –repuso Alexis Alexandrovich levantando las cejas y los hombros.
Y el recuerdo de la última falta de su mujer lo irritó tanto que recobró su frialdad del principio de la conversación –Agradezco mucho su simpatía, pero tengo que irme ––dijo levantándose.

–Espere. No debe usted causar la perdición de Anna. Quiero hablarle de mí misma. Me casé y mi marido me engañaba. Enojada y celosa quise abandonarlo todo, marcharme… Pero recobré el buen sentido… ¿y sabe quién me salvó? La propia Anna. Ahora ya ve: voy viviendo, los niños crecen, mi marido vuelve al hogar, reconoce su falta, es cada vez mejor, y yo… He perdonado y usted debe perdonar también.

Karenin la escuchaba, pero aquellas palabras no despertaban en él eco alguno. En su alma se elevaba otra vez la ira del día en que resolviera divorciarse. Se recobró y exclamó, con voz fuerte y vibrante:

–No quiero ni puedo perdonarla; lo considero injusto. Lo he hecho todo por esa mujer y ella lo ha pisoteado todo en el barro, en ese barro que es el elemento natural de su alma. No soy malo. No he odiado a nadie jamás, pero a ella la odio con toda el alma y el odio inmenso que le tengo por todo el mal que me ha causado me impide perdonarla –concluyó, con la voz sofocada por un sollozo de cólera.

–Amad a los que os odian –murmuró Dolly tímidamente.

Karenin sonrió con desprecio. Conocía la máxima hacía mucho, pero sabía que no convenía a su caso.

–Podemos muy bien amar a los que nos odian, pero a los que nosotros odiamos no. Perdóneme haberle causado este sufrimiento. Cada uno tiene bastante con sus propias penas.

Y, recobrando el dominio de sí mismo, Alexis Alexandrovich se despidió tranquilamente y se fue.

ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 7 Y 8

jueves, junio 13th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 7

Al día siguiente era domingo. Esteban Arkadievich se dirigió al Gran Teatro para asistir a la repetición de un ballet y entregó a Macha Chibisova, una linda bailarina que había entrado en aquel teatro por recomendación suya, un collar de corales.

Entre bastidores, en la obscuridad que reinaba allí incluso de día, pudo besar la bella carita de la joven, radiante al recibir el regalo. Además de entregarle el collar, Oblonsky tenía que convenir con ella la cita para después del baile. Le dijo que no podría estar al principio de la función, pero prometió acudir al último acto y llevarla a cenar.

Desde el teatro, Esteban Arkadievich se dirigió en coche a Ojotuj Riad y él mismo eligió el pescado y espárragos para la comida. A las doce ya estaba en el hotel Dusseau, donde había de hacer tres visitas que, por fortuna, coincidían en el mismo hotel. Primero debía visitar a Levin, que acababa de volver del extranjero y paraba allí y después, a su nuevo jefe, el cual, nombrado recientemente para aquel alto cargo, había venido a Moscú para tomar posesión de él y, en fin, a su cuñado Karenin para llevarle a comer a casa.

A Esteban Arkadievich le placía comer bien; pero aún le gustaba más ofrecer buenas comidas no muy abundantes, pero refinadas, tanto por la calidad de los manjares y bebidas, como por la de los invitados.

La minuta de hoy le satisfacía en gran manera: peces asados vivos, espárragos y la pièce de résistance: un magnífico pero sencillo rosbif y los correspondientes vinos.

Entre los invitados figurarían Kitty y Levin y, para disimular la coincidencia, otra prima y el joven Scherbazky. La piéce de résistance de los invitados serían Sergio Kosnichev y Alexis Alexandrovich, el primero moscovita y filósofo, el segundo petersburgués y práctico.

Se proponía, además, invitar al conocido y original Peszov, hombre muy entusiasta, liberal, orador, músico, historiador y, al mismo tiempo, un chiquillo, a pesar de sus cincuenta años, el cual serviría como de salsa u ornamento de Kosnichev y Karenin. «Ya se encargaría él», pensaba Oblonsky, «de hacerles discutir entre sí».

El dinero pagado como segundo plazo por el comprador del bosque se había recibido ya y no se había gastado aún. Dolly se mostraba últimamente muy amable y buena y la idea de esta comida alegraba a Esteban Arkadievich en todos los sentidos.

Se hallaba, pues, de inmejorable humor. Existían, no obstante, dos circunstancias ingratas que se disolvían en el mar de su benévola alegría. La primera era que, al hallar el día antes, en la calle, a su cuñado, lo había visto muy seco y frío con él y, relacionando la expresión del rostro de Karenin y el hecho de no haberles avisado su llegada a Moscú con los chismes que sobre Anna y Vronsky habían llegado hasta él, adivinaba que algo había ocurrido entre marido y mujer.

Ésta era la primera circunstancia ingrata. La segunda consistía en que su nuevo jefe, como todos los nuevos jefes, tenía fama de hombre terrible. Decían que se levantaba a las seis de la mañana, que trabajaba como una caballería y que exigía lo mismo de sus subalternos. Además, se le consideraba como un oso en el trato social y se afirmaba que seguía una norma opuesta en todo a la del jefe anterior que tuviera hasta entonces Esteban Arkadievich.

El día antes, Oblonsky se había presentado a trabajar con uniforme de gala y el nuevo jefe habíase mostrado amable y le había tratado como a un amigo, por lo cual hoy Esteban Arkadievich se creía obligado a visitarle vistiendo levita. El pensamiento de que su nuevo jefe pudiera recibirle mal era también una circunstancia desagradable. Pero Esteban Arkadievich creía instintivamente que «todo se arreglaría».

«Todos somos hombres; somos humanos y todos tenemos faltas. ¿Por qué hemos de enfadamos y disputar?», pensaba al entrar en el hotel.

–Hola, Basilio ––dijo, saludando al ordenanza, a quien conocía y avanzando por el pasillo con el sombrero de través– ¿Te dejas las patillas? Levin está en el siete, ¿verdad? Acompáñame, haz el favor. Además, entérate de si el conde Anichkin –era su nuevo jefe– podrá recibirme y avísame después.

–Muy bien, señor. Hace tiempo que no hemos tenido el gusto de verlo por aquí – contestó Basilio sonriendo.

–Estuve ayer, pero entré por la otra puerta. ¿Es éste el siete?

Cuando Esteban Arkadievich entró, Levin estaba en medio de la habitación, con un aldeano de Tver, midiendo con el archin una piel fresca de oso.

–¿Lo has matado tú? –gritó Oblonsky–. ¡Es magnífico! ¿Es una osa? ¡Hola, Arjip!

Estrechó la mano al campesino y se sentó sin quitarse el abrigo ni el sombrero.

–Anda, siéntate y quítate esto –––dijo Levin quitándole el sombrero.

–No tengo tiempo; vengo sólo por un momento–repuso Oblonsky.

Y se desabrochó el abrigo. Pero luego se lo quitó y estuvo allí una hora entera, hablando con Levin de cacerías y de otras cosas interesantes para los dos.

–Dime: ¿qué has hecho en el extranjero? ¿Dónde has estado? –preguntó a Levin cuando salió el campesino.

–En Alemania, en Prusia, en Francia y en Inglaterra, pero no en las capitales, sino en las ciudades fabriles. Y he visto muchas cosas. Estoy muy satisfecho de este viaje.

–Ya conozco tu idea sobre la organización obrera.

–No es eso. En Rusia no puede haber cuestión obrera. La única cuestión importante para Rusia es la de la relación entre el trabajador y la tierra. También en Europa existe, pero allí se trata de arreglar lo estropeado, mientras que nosotros…

Oblonsky escuchaba con atención a su amigo.

–Sí, sí. ––contestaba–– Puede que tengas razón. Me alegro de verte animado y de que caces osos y trabajes y tengas ilusiones. ¡Scherbazky me dijo que te encontró muy abatido y que no hacías más que hablar de la muerte!…

–¿Qué tiene eso que ver? Tampoco ahora dejo de pensar en la muerte. –repuso Levin– Verdaderamente, ya va llegando el momento de morir; todo lo demás son tonterías. Te diré, con el corazón en la mano, que estimo mucho mi actividad y mi idea, pero que sólo pienso en esto: toda nuestra existencia es como un moho que ha crecido sobre este minúsculo planeta. ¡Y nosotros imaginamos que podemos hacer algo enorme! ¡Ideas, asuntos! Todo eso no son más que granos de arena.

–Lo que dices es viejo como el mundo.

–Es viejo, sí; pero cuando pienso en ello todo se me aparece despreciable. Cuando se comprende que hoy o mañana has de morir y que nada quedará de ti, todo se te antoja sin ningún valor. Yo considero que mi idea es muy trascendente y, al fin y al cabo, aun realizándose, es tan insignificante como, por ejemplo, matar esta osa. Así nos pasamos la vida entre el trabajo y las diversiones, sólo para no pensar en la muerte.

Esteban Arkadievich sonrió, mirando a su amigo con afecto y leve ironía.

–¿Ves cómo participas de mi opinión? ¿Recuerdas que me afeabas que buscase los placeres de la vida? Ea, moralista, no seas tan severo…

–Sin embargo, en la vida hay de bueno… lo… que… –y Levin, turbado, no pudo terminar–En fin: no sé; sólo sé que moriremos todos muy pronto.

–¿Por qué muy pronto?

–Mira: cuando se piensa en la muerte, la vida tiene menos atractivos, pero uno se siente más tranquilo.

–Al contrario… Divertirse en las postrimerías es más atractivo aún. En fin, tengo que marcharme –dijo Esteban Arkadievich, levantándose por décima vez.

–Quédate un poco más. –repuso Levin, reteniéndole– ¿Cuándo nos veremos? Me marcho mañana.

–¡Caramba! ¿En qué pensaba yo? ¡Y venía especialmente para eso ! Ve hoy sin falta a comer a casa.

Estará tu hermano. También estará mi cuñado Karenin.

–¿Está aquí? –indagó Levin. Y habría querido preguntar por Kitty. Sabía que a principios de invierno ella había estado en San Petersburgo, en casa de su otra hermana, la esposa del diplomático, y ahora ignoraba si estaba ya de vuelta. Dudaba si preguntar o callarse. «Vaya o no, es igual», se dijo.

–¿Vendrás?

–Desde luego.

–Pues acude a las cinco, de levita.

Y Oblonsky, levantándose, se dirigió al cuarto de su nuevo jefe. El instinto no lo engañaba. El nuevo y temible jefe resultó ser un hombre muy amable. Esteban Arkadievich almorzó con él y permaneció en su habitación tanto tiempo que sólo después de las tres entró en la de Alexis Alexandrovich.

CUARTA PARTE – Capítulo 8

Karenin, de vuelta de misa, pasó toda la mañana en su cuarto. Tenía que hacer dos cosas aquella mañana: primero, recibir y despedir la diputación de los autóctonos que se hallaba en Moscú y debía seguir hacia San Petersburgo; y segundo, escribir al abogado la carta prometida.

Aquella comisión, a pesar de haber sido creada por iniciativa de Karenin, ofrecía muchas dificultades y hasta riesgos, de modo que él se sentía satisfecho de haberla hallado en Moscú. Los miembros que la formaban no tenían la menor idea de su misión ni de sus obligaciones. Eran tan ingenuos, que creían que su deber era explicar sus necesidades y el verdadero estado de las cosas pidiendo al Gobierno que les ayudase. No comprendían en modo alguno que ciertas declaraciones y peticiones suyas favorecían al partido enemigo, lo que podía echar a perder todo el asunto.

Alexis Alexandrovich pasó mucho tiempo con ellos, redactando un plan del que no debían apartarse; y, después de haberlos despedido, escribió cartas a San Petersburgo para que allí se orientasen los pasos de la comisión. Su principal auxiliar en aquel asunto era la condesa Lidia Ivanovna, ya que, especializada en asuntos de delegaciones, nadie mejor que ella sabía encauzarlas como hacía falta.

Terminado esto, Alexis Alexandrovich escribió al abogado. Sin la menor vacilación, le autorizaba a obrar como mejor le pareciese. Añadió a su misiva tres cartas cambiadas entre Anna y Vronsky, que había hallado en la cartera de su mujer.

Desde que Karenin había salido de su casa con ánimo de no volver a ver a su familia, desde que estuviera en casa del abogado y confiara al menos a un hombre su decisión y, sobre todo, desde que había convertido aquel asunto privado en un expediente a base de papeles, se acostumbraba más cada vez a su decisión y veía claramente la posibilidad de realizarla.

Acababa de cerrar la carta dirigida al abogado cuando oyó el sonoro timbre de la voz de su cuñado, que insistía en que el criado de Karenin le anunciara su visita.

«Es igual», pensó Alexis Alexandrovich. «Será todavía mejor. Voy a anunciarle ahora mismo mi situación con su hermana y le explicaré por qué no puedo comer en su casa.»

–¡Hazle pasar! –gritó al criado, recogiendo los papeles y colocándolos en la cartera.

–¿Ves? ¿Por qué me has mentido si tu señor está? –exclamó la voz de Esteban Arkadievich apostrofando al criado que no lo dejaba pasar. Y Oblonsky entró en la habitación– Me alegro mucho de encontrarte. Espero que… –empezó a decir alegremente.

–No puedo ir –dijo fríamente Alexis Alexandrovich, permaneciendo en pie, sin ofrecer una silla al visitante.

Se proponía iniciar sin más las frías relaciones que debía mantener con el hermano de la mujer a quien iba a entablar demanda de divorcio. Pero no contaba con el mar de generosidad que contenta el corazón de Esteban Arkadievich. Éste abrió sus ojos claros y brillantes.

–¿Por qué no puedes? ¿Qué quieres decir? –preguntó con sorpresa en francés– ¡Pero si prometiste que vendrías! Todos contamos contigo.

–Quiero decir que no puedo ir a su casa porque las relaciones de parentesco que había entre nosotros deben terminar.

–¿Cómo? ¿Por qué? No comprendo ––dijo, sonriendo, Esteban Arkadievich.

–Porque voy a iniciar demanda de divorcio contra su hermana y esposa mía. Las circunstancias…

Pero Karenin no pudo terminar su discurso, porque ya Esteban Arkadievich reaccionaba y no precisamente como esperaba su cuñado.

–¿Qué me dices, Alexis Alexandrovich? ––exclamó Oblonsky con apenada expresión.

–Así es.

–Perdona, pero no lo creo, no lo puedo creer.

Karenin se sentó, viendo que sus palabras no causaban el efecto que presumiera, comprendiendo que había de explicarse y convencido de que, fuesen las que fuesen sus explicaciones, su relación con su cuñado iba a continuar como antes.

–Sí, me he encontrado en la terrible necesidad de pedir el divorcio –dijo.

–Sólo una cosa quiero decirte, Alexis Alexandrovich: sé que eres un hombre bueno y justo. Conozco también a Anna y no puedo modificar mi opinión sobre ella. Perdona, pero me parece una mujer excelente, perfecta. De modo que no puedo creerte… Debe de haber algún error –afirmó.

–¡Si sólo hubiera un error!

–Bien; lo comprendo. –interrumpió Oblonsky– Se comprende… Pero, mira: no hay que precipitarse. No, no hay que precipitarse.

–No me he precipitado. –contestó fríamente Karenin– Mas en asuntos así no se puede seguir el consejo de nadie. Mi decisión es irrevocable.

–¡Es terrible! –exclamó Esteban Arkadievich, suspirando tristemente– Yo, en tu lugar, haría una cosa… ¡Te ruego que lo hagas, Alexis Alexandrovich! Por lo que he creído entender, la demanda no está entablada aún. Pues antes de entablarla, habla con mi mujer… ¡Habla con ella! Quiere a Anna como a una hermana, te quiere a ti y es una mujer extraordinaria. ¡Háblale, por Dios! Hazlo como una prueba de amistad hacia mí; te lo ruego.

Karenin quedó pensativo. Oblonsky le miraba con compasión, respetando su silencio.

–¿Irás a verla?

–No sé. Por eso no he ido a su casa. Creo que nuestras relaciones deben cambiar.

–No veo porqué. Permíteme suponer que, aparte de nuestro trato como parientes, tienes hacia mí los sentimientos de amistad que yo siempre he profesado, además de mi sincero respeto. –dijo Esteban Arkadievich estrechándole la mano– Aun siendo verdad tus peores suposiciones, nunca juzgaré a ninguna de las dos partes y no veo por qué han de cambiar nuestras relaciones. Y ahora haz eso: ve a ver a mi mujer.

–Los dos consideramos este asunto de distinto modo. –repuso fríamente Karenin– No hablemos más de ello.

–¿Y por qué no puedes ir hoy a comer? Mi mujer te espera. Te ruego que vayas y, sobre todo, que le hables. Es una mujer extraordinaria. ¡Por Dios, te lo pido de rodillas, te lo ruego…!

–Si tanto se empeña, iré –dijo, suspirando, Alexis Alexandrovich. Y, para cambiar de conversación, le habló de asuntos que interesaban a ambos, preguntándole por su nuevo jefe, un hombre no viejo aun para el alto cargo al que había sido destinado.

Karenin, ya desde mucho antes, no había sentido nunca ningún aprecio por el conde Anichkin, y siempre había estado en pugna con sus opiniones, pero ahora no pudo contener su odio, muy comprensible en un funcionario público que ha sufrido un fracaso en su cargo, hacia otro que ha obtenido un puesto más alto que él.

–¿Qué? ¿Le has visto? –preguntó con venenosa ironía.

–Por supuesto. Ayer asistió a la sesión del juzgado. Parece muy enterado de los asuntos y es muy activo.

–Sí; pero ¿a qué encamina su actividad? –preguntó Karenin– ¿A obrar o a modificar lo que está establecido? La gran calamidad de nuestro país es la administración a base de papeleo, de la que ese hombre es el más digno representante.

–A decir verdad, no veo nada censurable en él. No sé en qué sentido orienta sus ideas, pero es un buen muchacho. –contestó Esteban Arkadievich– He estado ahora mismo en su habitación y te aseguro que es un buen muchacho. Hemos almorzado juntos y le he enseñado a preparar aquel brebaje, que conoces ya, compuesto de vino y naranjas, que es un refresco exquisito. Es extraño que no lo conociera ya. Le ha gustado extraordinariamente. Te aseguro que es un hombre muy simpático.

Esteban Arkadievich miró el reloj.

–¡Dios mío, más de las cuatro y aún he de visitar a Dolgovuchin! Ea, por favor, ven a comer con nosotros. No sabes cuánto nos disgustarías a mi mujer y a mí si faltaras.

Alexis Alexandrovich se despidió de su cuñado de un modo muy distinto a como le recibiera.

–Te he prometido ir e iré –repuso tristemente.

––Créeme que lo agradezco y espero que no te arrepentirás –dijo Oblonsky sonriendo.

Y, mientras se ponía el abrigo, dio un ligero golpecito en la cabeza al lacayo de su cuñado, se puso a reír y salió.

–¡A las cinco y de levita! ¿Oyes? –gritó una vez más volviéndose desde la puerta.

ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 5 Y 6

miércoles, junio 12th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 5

La sala de espera del célebre abogado de San Petersburgo estaba llena cuando Karenin entró en ella.

Había tres señoras: una anciana, una joven y la esposa de un tendero; esperaban también un banquero alemán con una gruesa sortija en el dedo, un comerciante de luengas barbas y un funcionario público con levita de uniforme y una cruz al cuello.

Se veía que todos esperaban hacía rato. Dos pasantes, sentados ante las mesas, escribían haciendo crujir las plumas. Karenin no pudo dejar de observar que los objetos de escritorio –su máxima debilidad– eran excelentes.

Uno de los pasantes, sin mirarle, arrugó el entrecejo y preguntó con brusquedad:

–¿Qué desea?

–Consultar con el abogado.

–Está ocupado –contestó el pasante severamente, mostrando con la pluma a los que aguardaban.

Y siguió escribiendo.

–¿No tendrá un momento para recibirme? –preguntó Karenin.

–Nunca tiene tiempo libre. Siempre está ocupado. Haga el favor de esperar.

–Tenga la bondad de pasarle mi tarjeta –dijo Karenin, con dignidad, disgustado ante la necesidad de descubrir su incógnito.

El pasante tomó la tarjeta, la examinó con aire de desaprobación y se dirigió hacia el despacho.

Karenin, en principio, era partidario de la justicia pública, pero no estaba conforme con algunos detalles de su aplicación en Rusia, que conocía a través de su actuación ministerial y censuraba tanto como podían censurarse cosas decretadas por Su Majestad.

Como toda su vida transcurría en plena actividad administrativa, cuando no aprobaba algo suavizaba su desaprobación reconociendo las posibilidades de equivocarse y las de rectificar todo error. Respecto de las instituciones jurídicas rusas, no era partidario de las condiciones en que se desenvolvían los abogados. Pero como hasta entonces nada había tenido que ver con ellos, su desaprobación era sólo teórica. Mas la impresión desagradable que acababa de recibir en la sala de espera del abogado, le afirmó más en sus ideas.

–Ahora sale ––dijo el empleado.

En efecto, dos minutos después la alta figura de un viejo jurista que había ido a consultar al abogado y éste aparecieron en la puerta.

El abogado era un hombre bajo, fuerte, calvo, de barba de color negro rojizo, con las cejas ralas y largas y la frente abombada. Vestía presuntuosamente como un lechuguino, desde la corbata y la cadena del reloj hasta los zapatos de charol. Tenía un rostro inteligente con una expresión de astucia campesina pero su indumentaria era ostentosa y de mal gusto.

–Haga el favor ––dijo, con gravedad, dirigiéndose a Karenin.

Y, haciéndole pasar, cerró la puerta de su despacho. Una vez dentro, le mostró una butaca próxima a la mesa de escritorio cubierta de documentos.

–Haga el favor –repitió. Y al mismo tiempo se sentaba él en el lugar preferente, frotándose sus manos pequeñas, de dedos cortos poblados de vello rubio, a inclinando la cabeza de lado.

Apenas se acomodó en aquella actitud, sobre la mesa voló una polilla. El abogado, con rapidez increíble, alargó la mano, atrapó la polilla y quedó de nuevo en la posición primitiva.

–Antes de hablar de mi asunto ––dijo Karenin, que había seguido con sorpresa el ademán del abogado– debo advertirle que ha de quedar en secreto.

Una imperceptible sonrisa hizo temblar los bigotes rojizos del abogado.

–No sería abogado si no supiese guardar los secretos que me confían. Pero si usted necesita una confirmación…

Alexis Alexandrovich le miró a la cara y vio que sus inteligentes ojos grises reían como queriendo significar que lo sabían todo.

–¿Conoce usted mi nombre? –preguntó Karenin.

–Conozco su nombre y su utilísima actividad –y el abogado cazó otra polilla– como la conocen todos los rusos –terminó, haciendo una reverencia.

Karenin suspiró. Le costaba un gran esfuerzo hablar, pero ya que había empezado, continuó con su aguda vocecilla, sin vacilar, sin confundirse y recalcando algunas palabras.

–Tengo la desgracia –empezó– de ser un marido engañado y deseo cortar legalmente los lazos que me unen con mi mujer, es decir, divorciarme, pero de modo que mi hijo no quede con su madre.

Los ojos grises del abogado se esforzaban en no reír pero brillaban con una alegría incontenible y Karenin descubrió en ella, no sólo la alegría del profesional que recibe un encargo provechoso: en aquellos ojos había también un resplandor de entusiasmo y de triunfo, algo semejante al brillo maligno que había visto en los ojos de su mujer.

–¿Desea usted, pues, mi cooperación para obtener el divorcio?

–Eso es, pero debo advertirle que, aun a riesgo de abusar de su atención, he venido para hacerle una consulta previa. Quiero divorciarme, pero para mí tienen mucha importancia las formas en que el divorcio sea posible. Es fácil que, si las formas no coinciden con mis deseos, renuncie a mi demanda legal.

–¡Oh! ––dijo el abogado -Siempre ha sido así… Usted quedará perfectamente libre.

Y bajó la mirada hasta los pies de Karenin comprendiendo que la manifestación de su incontenible alegría podría ofender a su cliente. Vio otra polilla que volaba ante su nariz y extendió el brazo, pero no la cogió en atención a la situación de su cliente.
–Aunque, en líneas generales, conozco nuestras leyes sobre el particular, –siguió Karenin– me agradaría saber las formas en que, en la práctica, se llevan a término tales asuntos.

–Usted quiere –contestó el abogado, sin levantar la vista, y adaptándose de buen grado al tono de su cliente- que le indique los caminos para realizar su deseo.

Karenin hizo una señal afirmativa con la cabeza. El abogado, mirando de vez en cuando el rostro de su cliente, enrojecido por la emoción, continuó:

–Según nuestras leyes, –y su voz tembló aquí con un leve matiz de desaprobación para tales leyes– el divorcio es posible en los siguientes casos…

El pasante se asomó a la puerta y el abogado exclamó:

–¡Que esperen!

No obstante, se levantó, dijo algunas palabras al empleado y volvió a sentarse.

–… En los casos siguientes: defectos físicos de los esposos, paradero desconocido durante cinco años –y empezó a doblar uno a uno sus dedos cortos, cubiertos de vello– y adulterio. –pronunció esta palabra con visible placer y continuó doblando sus dedos– En cada caso hay divisiones: defectos físicos del marido y de la mujer, adulterio de uno o de otro…

Como ya no tenía más dedos a su disposición para continuar enumerándolos, el abogado los juntó todos y prosiguió:

–Esto en teoría. Pero creo que usted me ha hecho el honor de dirigirse a mí para conocer la aplicación práctica. Por esto, ateniéndome a los precedentes, puedo decir que los casos de divorcio se resuelven todos así… Doy por sentado que no existen defectos físicos ni ausencia desconocida –indicó.

Alexis Alexandrovich hizo una señal afirmativa con la cabeza.

–Entonces hay los casos siguientes: adulterio de uno de los esposos estando convicto el culpable; adulterio por consentimiento mutuo y, en defecto de esto, consentimiento forzoso. Debo advertir que este último caso se da muy pocas veces en la práctica –dijo el abogado, mirando de reojo a Karenin y guardando silencio, como un vendedor de pistolas que, tras describir las ventajas de dos armas distintas, espera la decisión del comprador.

Pero como Alexis Alexandrovich nada contestaba, el abogado continuó:

–Lo más corriente, sencillo y sensato consiste en plantear el adulterio por consentimiento mutuo. No me habría permitido expresarme así de hablar con un hombre de poca cultura –dijo el abogado– pero estoy seguro de que usted me comprende.

Alexis Alexandrovich estaba tan confundido que no pudo comprender de momento lo que pudiera tener de sensato el adulterio por consentimiento mutuo y expresó su incomprensión con la mirada. El abogado, en seguida, acudió en su ayuda:

–El hecho esencial es que marido y mujer no pueden seguir viviendo juntos. Si ambas partes están conformes en esto, los detalles y formalidades son indiferentes. Este es, por otra parte, el medio más sencillo y seguro.

Ahora Karenin comprendió bien. Pero sus sentimientos religiosos se oponían a esta medida.

–En el caso presente esto queda fuera de cuestión. ––dijo– En cambio, si con pruebas (correspondencia, por ejemplo) se puede establecer indirectamente el adulterio, estas pruebas las tengo en mi poder.

Al oír hablar de correspondencia, el abogado frunció los labios y emitió un sonido agudo, despectivo y compasible.

–Perdone usted. –empezó– Asuntos así los resuelve, como usted sabe, el clero. Pero los padres arciprestes, en cosas semejantes, son muy aficionados a examinarlo todo hasta en sus menores detalles. –– dijo con una sonrisa que expresaba simpatía por los procedimientos de aquellos padres– La correspondencia podría confirmar el adulterio parcialmente; pero las pruebas deben ser presentadas por vía directa, es decir, por medio de testigos. Si usted me honrara con su confianza, preferiría que me dejase la libertad de elegir las medidas a emplear. Si se quiere alcanzar un fin, han de aceptarse también los medios.

–Siendo así… –dijo Karenin palideciendo.

En aquel instante el abogado se levantó y se dirigió a la puerta a hablar con su pasante, que interrumpía de nuevo:

–Dígale a esta mujer que aquí no estamos en ninguna tienda de liquidaciones.

Y volvió de nuevo a su sitio, cogiendo, al instalarse en el asiento, una polilla más.

«¡Bueno quedaría mi reps en este despacho, para primavera!», pensó, arrugando el entrecejo.

–¿Me hacía usted el honor de decirme…? –preguntó.

–Le avisaré mi decisión por carta –dijo Alexis Alexandrovich, levantándose y apoyándose en la mesa.

Quedó así un instante y añadió:

–De sus palabras deduzco que la tramitación del divorcio es posible. También le agradeceré que me diga sus condiciones.

–Todo es posible si me concede plena libertad de acción. –repuso el abogado sin contestar la última pregunta– ¿Cuándo puedo contar con noticias de usted? –concluyó, acercándose a la puerta y dirigiendo la vista a sus relucientes zapatos.

–De aquí a una semana. Y espero que al contestar aceptando encargarse del asunto me manifeste sus condiciones.

–Muy bien.

El abogado saludó con respeto, abrió la puerta a su cliente y, al quedar solo, se entregó a su sentimiento de alegría.

Tan alegre estaba que, contra su costumbre, rebajó los honorarios a una señora que regateaba y dejó de coger polillas, firmemente decidido a tapizar los muebles con terciopelo al año siguiente, como su colega Sigonin.

CUARTA PARTE – Capítulo 6

Karenin obtuvo una brillante victoria en la sesión celebrada por la Comisión, el 1 de agosto, pero las consecuencias de su victoria fueron muy amargas para él.

La nueva comisión que había de estudiar en todos sus aspectos el problema de los autóctonos, fue designada y enviada al terreno con la extraordinaria rapidez y energía propuesta por él y a los tres meses redactó el informe.

La vida de los autóctonos fue estudiada allí en todos los sentidos: político, administrativo, económico, etnográfico, material y religioso. A cada pregunta se daban bien redactadas respuestas que no dejaban lugar a duda alguna, porque no eran producto del pensamiento humano, siempre expuesto al error, sino obra del servicio oficial.

Cada respuesta dependía de datos oficiales, de informes de gobernadores, obispos, jefes provinciales y superintendentes eclesiásticos, que se basaban a su vez en los datos de los alcaldes y curas rurales, de modo que las respuestas no podían ofrecer más garantías de verdad.

Preguntas como: «¿Por qué los interesados recogen malas cosechas?». O «¿Por qué los habitantes de esas regiones conservan su religión?», que jamás habrían podido contestarse sin las facilidades dadas por la máquina administrativa y que permanecían incontestadas siglos enteros, recibieron ahora respuesta clara y definida. Y esa respuesta coincidía con las opiniones de Alexis Alexandrovich.

Pero Stremov, que en la última sesión se había sentido muy picado, al recibir los informes de la comisión apeló a una táctica inesperada para Karenin. Se pasó al partido de éste, arrastrando consigo a varios otros y apoyó con calor las medidas propuestas por él, sugiriendo otras, más audaces aún, en el mismo sentido.

Tales medidas, más extremas que las defendidas por Karenin, fueron aprobadas y entonces, se descubrió la táctica de Stremov. Aquellas medidas extremas resultaron tan irrealizables en la práctica, que los políticos, la opinión pública, los intelectuales y los periódicos cayeron, unánimes, sobre ellas, expresando su indignación contra las medidas en sí y contra su propugnador, Alexis Alexandrovich.

Stremov, en tanto, se apartaba, aparentando haber seguido ciegamente el proyecto de su rival y sentirse ahora sorprendido y consternado por lo que ocurría.

Esto cortó las alas a Karenin. Pero, a despecho de su vacilante salud y de sus disgustos domésticos, no se daba por vencido. En la Comisión surgieron divisiones. Varios de sus miembros, con Stremov a la cabeza, se disculpaban de su error, alegando haber creído en la Comisión que, dirigida por Karenin, había presentado el informe. Y sostenían que aquel informe no tenía ningún valor, que eran sólo deseos de malgastar papel inútilmente. Alexis Alexandrovich y otros que consideraban peligroso aquel punto de vista revolucionario en la manera de considerar los documentos oficiales, continuaban sosteniendo los datos aportados por la comisión inspectora.

Así que, en los altos ambientes y hasta en la sociedad, se produjo una gran confusión y, aunque todos se interesaban mucho en el problema, nadie sabía a punto fijo si los autóctonos padecían o si vivían bien.

En consecuencia de esto y del desprecio que cayó sobre él por la infidelidad de su mujer, la posición de Alexis Alexandrovich volvió a ser muy insegura.

Entonces Karenin tuvo el valor de adoptar una resolución importantísima. Con sorpresa enorme de los comisionados declaró que iba a pedir permiso para ir personalmente a estudiar el asunto. Y, obteniendo, en efecto, el permiso, se trasladó a aquellas provincias lejanas.

Su marcha produjo gran revuelo, tanto más cuando, al marcharse, devolvió oficialmente la cantidad que el Gobierno le había asignado para los gastos de viaje calculados teniendo en cuenta que habría de necesitar doce caballos.

–Eso me parece de una gran nobleza. –decía Betsy, comentando el asunto con la princesa Miagkaya– ¿Por qué han de señalarse gastos de postas cuando es sabido que ahora puede irse a todas partes en ferrocarril?

La princesa Miagkaya no estaba conforme y la opinión de la Tverskaya casi la irritó.

–Usted puede hablar así porque posee muchos millones, pero a mí me conviene que mi marido salga de inspección durante el verano. A él le es agradable y le va bien para la salud; y a mí me vale para pagar el coche y tener otro alquilado.

Karenin, de paso para las provincias lejanas, se detuvo tres días en Moscú.

Al día siguiente de su llegada, fue a visitar al general gobernador. Pasaba por la encrucijada del callejón de Gazetny, rebosante siempre de coches particulares y de alquiler, cuando oyó que lo llamaban por su nombre en voz tan alta y alegre que no pudo dejar de volver la cabeza.

Al borde de la acera, con un corto abrigo de moda, con un sombrero de copa baja también de moda, sonriendo satisfecho y mostrando los dientes blancos entre los labios rojos, estaba Esteban Arkadievich, joven y radiante, gritando con insistencia para que su cuñado mandase parar el coche.

Con la mano, Oblonsky sujetaba la portezuela de un carruaje detenido en la esquina, por cuya ventanilla aparecían la cabeza de una señora con sombrero de terciopelo y las cabecitas de dos niños. La señora sonreía bondadosamente y hacía también señas con la mano. Era Dolly con los niños.

Alexis Alexandrovich no deseaba ver a nadie en Moscú y menos que a nadie al hermano de su mujer. Levantó el sombrero y quiso continuar; pero Esteban Arkadievich mandó al cochero de Karenin que parase y corrió hacia el coche sobre la nieve.

–¿No te da vergüenza no habernos avisado de tu llegada? ¿Desde cuándo estás aquí? Ayer pasé por el hotel Dusseau y vi, en el tarjetero, «Karenin», pero no pensé que fueras tú –dijo Oblonsky, introduciendo la cabeza por la portezuela del coche de su cuñado–– de lo contrario, hubiera subido a verte. ¡Cuánto me alegro de encontrarte! –repetía, golpeando un pie contra otro, para sacudirse la nieve– ¡Has hecho mal en no avisarnos! –insistió.

–No tuve tiempo. Estoy muy ocupado –repuso secamente Karenin.

–Vamos allá con mi mujer; tiene deseos de verte.

Karenin desplegó la manta en que se envolvía las heladas piernas, se apeó y, pisando la nieve, se acercó a Daria Alexandrovna.

–¿A qué es debido que nos eluda usted de esa manera, Alexis Alexandrovich? –preguntó Dolly sonriendo.

–Estuve muy ocupado. Celebro verla. –repuso él con tono que indicaba claramente que sentía lo contrario– ¿Cómo está usted?

–Bien. ¿Y nuestra querida Anna?

Alexis Alexandrovich murmuró unas palabras confusas excusándose y trató de alejarse. Pero Esteban Arkadievich lo retuvo.

–¿Qué haremos mañana? ¡Ya! Dolly: invítale a comer. Llamaremos a Kosnichev y a Peszov y así conocerá a la intelectualidad moscovita.

–Venga, por favor –dijo Dolly–. Lo esperamos a las cinco o a las seis. Cuando quiera. Pero, ¿cómo está mi querida Anna? Hace tanto tiempo que…

–Está bien. –contestó Alexis Alexandrovich– Encantado de verla…

Y se dirigió a su coche.

–¿Vendrá usted? –le gritó Dolly.

Karenin murmuró algo que ella no pudo distinguir entre el ruido de los coches.

–¡Iré a verte mañana! –gritó a su vez Esteban Arkadievich.

Alexis Alexandrovich se hundió en su coche de tal modo que no pudiese ver a nadie ni le viesen a él.

–¡Qué hombre tan raro! –dijo Oblonsky a su mujer. Miró el reloj, hizo un movimiento con la mano ante el rostro, significando que la saludaba cariñosamente a ella y a sus hijos y se alejó por la calle con su paso fanfarrón.

–¡Stiva, Stiva! –le llamó Dolly ruborizándose.

Su marido volvió la cabeza.

–Hay que comprar abrigos a Gricha y Tania. Dame dinero.

–Es igual. Di que ya los pagaré yo.

Y desapareció saludando alegremente, con la cabeza, a un conocido que pasaba en coche.

ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 3 Y 4

martes, junio 11th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 3

–¿Lo has encontrado? –preguntó ella, cuando se sentaron junto a la mesa, en la que ardía una lámpara– Es el castigo por tu tardanza.

–Pero, ¿qué ha sucedido? ¿No tenía que asistir al consejo?

–Estuvo allí y volvió y ahora otra vez se va no sé adónde. Es igual. No hablemos de eso. ¿Dónde has estado? ¿Has estado siempre con el Príncipe?

Anna conocía todos los detalles de su vida. Vronsky se proponía decirle que, no habiendo descansando en toda la noche, se había quedado dormido; pero, mirando aquel rostro conmovido y feliz, se sintió avergonzado y, cambiando de idea, dijo que había tenido que ir a informar de la marcha del Príncipe.

–¿Ha terminado todo? ¿Se ha ido?

–Sí, gracias a Dios. No sabes lo molesto que me ha sido.

–¿Por qué? Al fin y al cabo llevabais la vida habitual de todos vosotros, los jóvenes –dijo Anna, frunciendo las cejas. Y, cogiendo la labor que tenía sobre la mesa, se puso a hacer croché, sin mirarle.

–Hace tiempo que he dejado esa vida.–repuso él, extrañado por el cambio de expresión del rostro de Ana y tratando de comprender su significado– Te confieso ––continuó, sonriendo y mostrando, al hacerlo, sus dientes blancos y apretados– que durante esta semana me he mirado en el Príncipe como en un espejo y he sacado una impresión desagradable.

Anna tenía la labor entre las manos, pero no hacía nada y le miraba con ojos extrañados, brillantes.

–Esta mañana ha venido Lisa, que aún no teme invitarme, a pesar de la condesa Lidia Ivanovna ––dijo Anna– y me habló de la noche de ustedes en «Atenas». ¡Qué asco!

–Quisiera decirte…

Ella le interrumpió:

–¿Estaba Teresa, esa Thérèse con la que ibas antes?

–Quisiera decirte…

–¡Cuán bajos sois todos los hombres! ¿Es posible que imaginéis que una mujer pueda olvidar eso? –– decía Anna, agitándose más cada vez y explicándole así la causa de su inquietud– ¡Sobre todo, una mujer como yo, que no puede saber lo pasado! ¿Qué sé yo? ¡Sólo lo que tú me has dicho! ¿Y quién me asegura que dices la verdad?

–Me ofendes, Anna. ¿Es que no me crees? ¿No te he dicho que no te oculto ningún pensamiento?

–Sí, sí –repuso ella, esforzándose visiblemente en alejar sus celos–. Pero ¡si supieras lo que siento! Te creo, te creo… Bueno, ¿qué me decías?

Pero Vronsky había olvidado lo que quería decirle. Aquellos accesos de celos que, con más frecuencia cada vez, sufría Anna, le asustaban y, aunque se esforzaba en disimularlo, enfriaban su amor hacia ella, a pesar de saber que la causa de sus celos era la pasión que por él sentía.

Muchas y muchas veces se había repetido que la felicidad no existía para él sino en el amor de Anna y, ahora que se sentía amado apasionadamente, como puede serlo un hombre por quien lo ha sacrificado todo una mujer, ahora Vronsky se sentía más lejos de la felicidad que el día en que había salido de Moscú en pos de ella. Entonces se consideraba desgraciado, pero veía la dicha ante él.

Ahora, en cambio, sentía que la felicidad mejor había ya pasado. Anna no se parecía en nada a la Anna de los primeros tiempos. Moral y físicamente había empeorado. Estaba más gruesa y ahora mismo, mientras le estaba hablando de la artista, una expresión malévola afeaba sus facciones.

Vronsky la contemplaba como a una flor que, cortada por él mismo, se le hubiese marchitado entre las manos, y en la cual apenas se pudiese reconocer la belleza que incitara a cortarla. Y, no obstante, experimentaba la sensación de que aquel amor que antes, cuando estaba en toda su fuerza, hubiese podido arrancar de su alma, de habérselo propuesto firmemente, ahora le sería imposible arrancarlo. No; ahora no podía separarse de ella.

–Bueno, ¿y qué ibas a decirme del Príncipe? –preguntó Anna– ¿Ves? Ya he arrojado el demonio de mí. -Así llamaban entre ellos a los celos– Sí, ¿qué habías empezado a decirme del Príncipe? ¿Por qué te ha sido tan desagradable?

–Era insoportable. –dijo Vronsky, tratando de reanudar el hilo roto de sus pensamientos– El Príncipe no sale ganando cuando se le conoce bien. Podría definirle como un animal bien nutrido, de esos que obtienen medallas en las exposiciones, y nada más–concluyó, con un enojo que suscitó el interés de Anna.

–¿Es posible? –contestó– ¡Pero, si se dice que es muy culto y que ha visto mucho mundo!

–Esa cultura de… ellos, es una cultura especial. Está instruido sólo para tener derecho a despreciar la instrucción, como se desprecia todo entre ellos, excepto los placeres animales.

–A todos os gustan los placeres animales –dijo Anna. Y Vronsky vio de nuevo en ella aquella mirada sombría que la alejaba de él.

–¿Por qué lo defiendes? –preguntó, sonriendo.

–No lo defiendo. Me tiene sin cuidado. Sólo creo que si a ti mismo no te hubieran gustado esos placeres, habrías podido no tomar parte en ellos. Pero te gusta ver a Thérèse en el vestido de Eva.

–¡Otra vez el demonio! –dijo Vronsky, cogiendo y besando la mano que Anna puso sobre la mesa.

–No puedo evitarlo. No sabes cuánto he sufrido esperándote. No creo ser celosa. ¡No, no lo soy! Te creo cuando estás a mi lado. Mas, cuando estás lejos de mí, entregado a esta vida tuya que yo no puedo comprender…

Se interrumpió; se soltó de Vronsky y volvió a su labor. Bajo el dedo anular, comenzaron a moverse velozmente los hilos de lana blanca, brillante bajo la luz de la lámpara y su fina muñeca se movía también rápidamente en la manga de encajes.

Su voz sonó de pronto, como forzada:

–¿Dónde has encontrado a mi marido?

–Nos hemos cruzado en la puerta.

–¿Y lo ha saludado así?

Anna alargó el rostro y, entornando los ojos, cambió la expresión de su semblante y plegó las manos.

Vronsky quedó sorprendido al ver en sus hermosas facciones el mismo aspecto que asumiera Karenin al saludarle.

Sonrió, mientras ella reía a carcajadas, con aquella dulce risa que era uno de sus mayores encantos.

–No lo comprendo. –dijo Vronsky– Si después de vuestra explicación en la casa veraniega hubiese roto contigo o me hubiese mandado los padrinos, me habría parecido natural. Pero ahora no comprendo su conducta. ¿Cómo soporta esta situación? Porque se ve que sufre mucho.

–¿Él? –dijo Anna con ironía– Al contrario: está contento.

–Al fin y al cabo no sé por qué nos atormentamos tanto, cuando podía arreglarse perfectamente y en beneficio de los tres.

–Esto no lo hará. ¡Conozco demasiado bien esa naturaleza hecha toda de mentiras! ¿Sería posible, si sintiese algo, vivir conmigo como vive? ¿Podría un hombre que tuviese algún sentimiento habitar bajo el mismo techo que su esposa culpable? ¿Podría, por ventura, hablar con ella? ¿Tratarla de tú?

E involuntariamente, Anna volvió a imitarle:

–Tú, ma chère, tú, Anna… –y siguió: -No es un ser humano; es un muñeco. Sólo yo lo sé, porque nadie como yo lo conoce tan profundamente. Si yo estuviese en su lugar, a una mujer como yo, hace tiempo que la habría matado y hecho pedazos en vez de llamarla ma chére Anna. No es un hombre, es una máquina burocrática. No comprende que soy tu mujer, que él es un extraño, que está de sobra. En fin, no hablemos más de ese… no hablemos más…

–Eres injusta, amiga mía. –dijo Vronsky, procurando calmarla– Pero no importa; no hablemos de él. Dime lo que has hecho estos días. ¿Qué tienes? ¿Qué hay de tu enfermedad? ¿Qué te ha dicho el médico?

Anna lo miraba con irónica jovialidad. Se notaba que había hallado aún otros aspectos ridículos de su marido y que esperaba la ocasión de hablar de ellos.

Vronsky continuaba:

–Adivino que no se trata de enfermedad, sino de tu estado. ¿Cuándo será?

Se apagó el brillo irónico de los ojos de Anna y otra sonrisa, indicadora de que sabía algo que él ignoraba, y una suave tristeza, substituyeron a la anterior expresión de su semblante.

–Pronto, pronto… Como tú has dicho, nuestra situación es penosa y hay que aclararla. ¡Si supieras qué insoportable me resulta y cuánto daría por el derecho de amarte libre y abiertamente! Yo no me torturaría ni te torturaría con mis celos. Respecto a lo que dices, será pronto, pero no como esperamos…

Al pensar en ello, Anna se consideró tan desdichada que las lágrimas brotaron de sus ojos y no pudo continuar. Puso su mano, brillante de blancura y de sortijas bajo la lámpara, en la manga de Vronsky.

–No será como esperamos. No quería decírtelo, pero me obligas a ello. Pronto, muy pronto, llegará el desenlace y todos nos separaremos y dejaremos de sufrir.

–No comprendo –repuso Vronsky, aunque sí comprendía.

–Me has preguntado cuándo. Y yo te contesto: pronto. Y te digo, además, que no sobreviviré a ello. No me interrumpas. –y Anna se precipitaba al hablar– Lo sé, estoy segura… Voy a morir y me alegro de dejaros libres a los dos.

Las lágrimas brotaban sin cesar de sus ojos.

Vronsky se inclinó sobre su mano y la besó, tratando en vano de dominar su emoción, la cual –lo sentía bien– no tenía ningún fundamento.

–Vale más así. –dijo Anna, apretándole enérgicamente la mano– Es el único recurso, el único que nos queda.

Él se recobró y levantó la cabeza.

–¡Qué tontería! ¡Qué bobadas dices!

–Es la verdad.

–¿El qué es la verdad?

–Que voy a morir. Lo he soñado.

–¿Lo has soñado? –repitió Vronsky, recordando en el acto al campesino con quien había soñado él.

–Sí, lo soñé. Hace tiempo… Soñé que entraba corriendo en mi alcoba, donde tenía que coger no sé qué, o enterarme de algo… Ya sabes lo que pasa en los sueños… -dijo Ana, abriendo los ojos con horror– Al entrar en mi dormitorio, en un rincón del mismo, vi que había…

–¿Cómo puedes creer en esas necedades?

Pero lo que decía era demasiado importante para ella y Anna no dejó que la interrumpiera.

–Y he aquí que lo que había allí se movió y vi entonces que era un campesino, pequeño y terrible, y con una barba desgreñada… Quise huir, pero él se inclinó sobre unos sacos que tenía allí y empezó a rebuscar en ellos con las manos.

Anna imitaba los movimientos del campesino rebuscando en los sacos, y el horror se pintaba en su semblante. Vronsky recordaba su sueño y sentía que también se apoderaba de su alma el mismo horror.

–El campesino agitaba las manos y hablaba en francés, muy deprisa, arrastrando las erres: Il faut le battre le fer, le broyer, le pétrir. Y era tanta mi angustia, que quise con toda mi alma despertarme y desperté o, mejor dicho, soñé que despertaba. Aterrada, me preguntaba a mí misma: «¿Qué significa esto?». Y Korney me contestaba: «Morirá usted de parto, madrecita». Y entonces desperté de verdad.

–¡Qué tontería! –repetía Vronsky, sintiendo que su voz carecía de sinceridad.

–No hablemos más de esto. Llama y mandaré servir el té. Pero aguarda, ya no queda mucho tiempo, y yo…

De repente se detuvo, su rostro mudó de expresión y a la agitación y el espanto sucedió una atención suave y reposada, llena de beatitud. Vronsky no pudo comprender el significado de aquel cambio. Era que Anna sentía que la nueva vida que llevaba en ella se agitaba en sus entrañas.

CUARTA PARTE – Capítulo 4

Después de su encuentro con Vronsky en la puerta de su casa, Karenin fue a la ópera italiana como se proponía. Estuvo allí durante dos actos completos y vio a quien deseaba.

De regreso a casa, miró el perchero y, al ver que no había ningún capote de militar, pasó a sus habitaciones. Contra su costumbre, no se acostó, sino que estuvo paseando por la estancia hasta las tres de la madrugada.

La irritación contra su mujer, que no quería guardar las apariencias y dejaba incumplida la única condición que él impusiera –recibir en casa a su amante–, le quitaba el sosiego.

Puesto que Anna no cumplía lo exigido, tenía que castigarla y poner en práctica su amenaza: pedir el divorcio y quitarle a su hijo.

Alexis Alexandrovich sabía las muchas dificultades que iba a encontrar pero se había jurado que lo haría y estaba resuelto a cumplirlo. La condesa Lidia Ivanovna había aludido con frecuencia a aquel medio como única salida de la situación en que se encontraba. Además, últimamente, la práctica de los divorcios había alcanzado tal perfección que Karenin veía posible superar todas las dificultades.

Como las desgracias nunca llegan solas, el asunto de los autóctonos y de la fertilización de Taraisk le daban por entonces tales disgustos que en los últimos tiempos se sentía continuamente irritado.

No durmió en toda la noche y su cólera, que aumentaba sin cesar, alcanzó el límite extremo por la mañana. Se vistió precipitadamente y, como si llevara una copa llena de ira y temiera derramarla y perderla, quedándose sin la energía necesaria para las explicaciones que le urgía tener con su esposa, se dirigió rápidamente a la habitación de Anna apenas supo que ésta se había levantado.

Anna creía conocer bien a su marido pero, al verle entrar en su habitación, quedó sorprendida de su aspecto. Tenía la frente contraída, los ojos severos, evitando la mirada de ella, la boca apretada en un rictus de firmeza y desdén y, en su paso, en sus movimientos y en el sonido de su voz había una decisión y energía tales como su mujer no viera en él jamás.

Entró en la habitación sin saludarla, se dirigió sin vacilar a su mesa escritorio y, cogiendo las llaves, abrió el cajón.

–¿Qué quiere usted? –preguntó Anna.

–Las cartas de su amante –repuso él.

–No hay ninguna carta aquí –contestó Anna cerrando el cajón. Por aquel ademán, Karenin comprendió que no se equivocaba y, rechazando bruscamente la mano de ella, cogió con rapidez la cartera en que sabía que su mujer guardaba sus papeles más importantes.

Anna trató de arrancarle la cartera, pero él la rechazó.

–Siéntese; necesito hablarle –dijo, poniéndose la cartera bajo el brazo y apretándola con tal fuerza que su hombro se levantó.

Anna le miraba en silencio, con sorpresa y timidez.

–Ya le he dicho que no permitiría que recibiera aquí a su amante.

–Necesitaba verle para…

–No necesito entrar en pormenores, ni siquiera saber para qué una mujer casada necesita ver a su amante.

–Sólo quería… –siguió Anna irritándose. La brusquedad de su marido la excitaba y le daba valor-¿Le parece, por ventura, una hazaña ofenderme? –le preguntó.

–Se puede ofender a una persona honrada o a una mujer honrada; pero decir a un ladrón que lo es significa sólo la constatation d’un fait.

–No conocía aún en usted esa nueva capacidad para atormentar.

–¿Llama usted atormentar a que el marido dé libertad a su mujer, concediéndole un nombre y un techo honrados sólo a condición de guardar las apariencias? ¿Es crueldad eso?

–Si lo quiere usted saber le diré que es peor: es una villanía–exclamó Anna, en una explosión de cólera. E incorporándose, quiso salir.

–¡No! –gritó él, con su voz aguda, que ahora sonó más penetrante, en virtud de su excitación. Y la cogió por el brazo con sus largos dedos, con tanta fuerza que quedaron en él las señales de la pulsera, que apretaba bajo su mano y la obligó a sentarse –¿Una villanía? Si quiere emplear esa palabra, le diré que la villanía es abandonar al marido y al hijo por el amante y seguir comiendo el pan del marido.

Anna bajó la cabeza. No sólo no dijo lo que había dicho a su amante, es decir, que él era su esposo, y que éste sobraba, sino que ni pensó en ello siquiera. Abrumada por la justicia de aquellas palabras, sólo pudo contestar en voz baja:

–No puede usted describir mi situación peor de lo que yo la veo. Pero, ¿por qué dice usted todo eso?

–¿Por qué lo digo? –continuó él, cada vez más irritado– Para que sepa que, puesto que no ha cumplido usted mi voluntad de que salvase las apariencias, tomaré mis medidas a fin de que concluya esta situación.

–Pronto, pronto concluirá –murmuró ella.

Y una vez más, al recordar su muerte próxima, que ahora deseaba, las lágrimas brotaron de sus ojos.

–Concluirá mucho antes de lo que usted y su amante pueden creer. ¡Usted busca sólo la satisfacción de su apetito carnal!

–Alexis Alexandrovich: no sólo no es generoso, es poco honrado herir al caído.

–Usted sólo piensa en sí misma. Los sufrimientos del que ha sido su esposo no le interesan. Si toda la vida de él está deshecha, eso le da igual. ¿Qué le importa lo que él haya so… so… sopor… poportado?

Hablaba tan deprisa, que se confundió, no pudo pronunciar bien la palabra y concluyó diciendo «sopoportado». Anna tuvo deseos de reír pero en seguida se sintió avergonzada de haber hallado algo capaz de hacerla reír en aquel momento. Y por primera vez y durante un instante se puso en el lugar de su marido y sintió compasión de él. Pero, ¿qué podía hacer o decir? Inclinó la cabeza y calló.

Él calló también por unos segundos y después habló en voz, no ya aguda, sino fría, recalcando intencionadamente algunas de las palabras que empleaba, incluso las que no tenían ninguna particular importancia.

–He venido para decirle… –empezó.

Anna le miró. «Debí de haberme engañado –pensó, recordando la expresión de su rostro de un momento antes cuando se confundió con las palabras– ¿Es que un hombre con esos ojos turbios y esa calma presuntuosa puede, por ventura, sentir algo?»

–No puedo cambiar–murmuró ella.

–He venido para decirle que mañana marcho a Moscú y no volveré más a esta casa. Le haré comunicar mi decisión por el abogado, a quien he encargado tramitar el divorcio. Mi hijo irá a vivir con mi hermana – concluyó Alexis Alexandrovich, recordando a duras penas lo que quería decir de su hijo.

–Se lleva usted a Sergei sólo para hacerme sufrir. –repuso ella, mirándole con la frente baja– ¡Usted no lo quiere! ¡Déjeme a Sergio!

–Sí: la repugnancia que siento por usted me ha hecho perder hasta el cariño que tenía a mi hijo. Pero, a pesar de todo, lo llevaré conmigo. Adiós.

Quiso marchar, pero ella lo retuvo.

–Alexis Alexandrovich: déjeme a Sergei. –balbuceó una vez más– Sólo esto le pido… Déjeme a Sergei hasta que yo… Pronto daré a luz… ¡Déjemelo!

Alexis Alexandrovich se puso rojo, desasió su brazo y salió del cuarto sin contestar.

ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 1 Y 2

lunes, junio 10th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 1

Los Karenin, marido y mujer, seguían viviendo en la misma casa y se veían a diario pero eran completamente extraños entre sí. Alexis Alexandrovich se impuso la norma de ver diariamente a su esposa para evitar que los criados adivinasen lo que sucedía, aunque procuraba no comer en casa.

Vronsky no visitaba nunca a los Karenin pero Anna le veía fuera y su esposo lo sabía.

La situación era penosa para los tres y ninguno la habría soportado un solo día de no esperar que cambiase, como si se tratara de una dificultad pasajera y amarga que había de disiparse sin tardar.

Karenin confiaba en que aquella pasión pasaría, como pasa todo, que todos habían de olvidarse de ella y que su nombre continuaría sin mancha.

Anna, de quien dependía principalmente aquella situación y a quien le resultaba más penosa que a nadie, la toleraba porque, no sólo esperaba, sino que creía firmemente que iba a tener un pronto desenlace y a quedar clara. No sabía cómo iba a producirse tal desenlace, pero estaba absolutamente convencida de que ocurriría sin tardar.

Vronsky, involuntariamente sometido a Anna, confiaba también en una intervención exterior que había de zanjar todas las dificultades.

A mediados de invierno, Vronsky pasó una semana muy aburrida. Fue destinado a acompañar a un príncipe extranjero que visitó San Petersburgo y al que debía llevar a ver todo lo digno de ser visto en la ciudad. Este honor, merecido por su noble apostura, el gran respeto y dignidad con que sabía comportarse y su costumbre de tratar con altos personajes, le resultó bastante fastidioso. El Príncipe no quería pasarse por alto ninguna de las cosas de interés que pudiera haber en Rusia y sobre las cuales pudiera ser preguntado después en su casa. Quería, además, no perder ninguna de las diversiones de allí. Era preciso, pues, orientarle en ambos aspectos. Así, por las mañanas, salían a visitar curiosidades y por las noches participaban en las diversiones nacionales. El Príncipe gozaba de una salud excelente y hasta extraordinaria en hombres de su alta jerarquía y, gracias a la gimnasia y a los buenos cuidados había infundido a su cuerpo un vigor tal, que, pese a los excesos con que se entregaba en los placeres, estaba tan lozano como uno de esos enormes pepinos holandeses, frescos y verdes.

Viajaba mucho y opinaba que una de las grandes ventajas de las modernas facilidades de comunicación consistía en la posibilidad de gozar sobre el terreno de las diferentes diversiones de moda en cualquier país.

En sus viajes por España había dado serenatas y había sido el amante de una española que tocaba la guitarra. En Suiza, había matado un rebeco en una cacería. En Inglaterra, vestido con una levita roja, saltó cercas a caballo y mató, en una apuesta, doscientos faisanes. En Turquía, visitó los harenes, en la India montaba elefantes y ahora, llegado aquí, esperaba saborear todos los placeres típicos de Rusia.

A Vronsky, que era a su lado una especie de maestro de ceremonias, le costaba mucho organizar todas las diversiones rusas que diferentes personas ofrecían al Príncipe. Hubo paseos en veloces caballos, comidas de blinis, cacerías de osos, troikas, gitanas y francachelas acompañadas de la costumbre rusa de romper las vajillas. El Príncipe asimiló el ambiente ruso con gran facilidad: rompía las bandejas con la vajilla que contenían, sentaba en sus rodillas a las gitanas y parecía preguntar:

«¿No hay más? ¿Sólo consiste en esto el espíritu ruso?»

A decir verdad, de todos los placeres rusos, el que más agradaba al Príncipe eran las artistas francesas, una bailarina de bailes clásicos y el champaña carta blanca. Vronsky estaba acostumbrado a tratar a los príncipes pero, bien porque él mismo hubiera cambiado últimamente o por tratar demasiado de cerca a aquel personaje, la semana le pareció terriblemente larga y penosa. Durante toda ella experimentaba el sentimiento de un hombre al lado de un loco peligroso, temiendo, a la vez, la agresión del loco y perder la razón por su proximidad.

Se hallaba, pues, en la continua necesidad de no aminorar ni un momento su aire de respeto protocolario y severo para no mostrarse ofendido. Con gran sorpresa suya, el Príncipe solía tratar despectivamente a las personas que se afanaban en ofrecerle diversiones típicas. Sus opiniones sobre las mujeres rusas, a las que se proponía estudiar, más de una vez encendieron de indignación las mejillas de Vronsky.

La causa principal de que el Príncipe le resultase tan insoportable era que Vronsky, sin él quererlo, se veía reflejado en el otro, y lo que veía en aquel espejo no halagaba en manera alguna su amor propio. Veía a un hombre necio muy seguro de sí mismo, rebosante de salud y esmerado en el cuidado de su persona y nada más. Era, es verdad, un caballero y eso Vronsky no podía negarlo. Era, como él, llano y no adulador con sus superiores, natural y sencillo con sus iguales y despectivamente bondadoso con sus inferiores.

Vronsky era también así y lo consideraba como un gran mérito; pero como, en comparación con el Príncipe, él era inferior, el trato despectivamente bondadoso que se le dispensaba lo ofendía.

«¡Qué necio! ¿Es posible que también yo sea así?», se preguntaba.

Fuese como fuese, al séptimo día, en una estación intermedia, de regreso de una cacería de osos en la que durante toda la noche había el Príncipe ensalzado la bravura rusa, pudo al fin Vronsky despedirse de él, que partía para Moscú; el joven, después de haberle oído expresar su agradecimiento, se sintió feliz de que aquella situación enojosa hubiese concluido y de no tener que mirarse más en aquel espejo detestable.

CUARTA PARTE – Capítulo 2

Al volver a casa, Vronsky halló una nota de Anna, que le escribía:

«Estoy enferma y soy muy desgraciada. No puedo salir, pero tampoco vivir sin verle.
Venga esta noche. A las siete, Alexis Alexandrovich sale para ir a un consejo y estará fuera hasta las diez. »

Vronsky reflexionó un momento. La invitación de Anna a que fuera a verle a su casa, a pesar de la prohibición de su marido, le parecía extraña pero, no obstante, decidió ir.

Aquel invierno, Vronsky, nombrado coronel, había dejado el regimiento y vivía solo. Después de almorzar, se tendió en el diván y, a los cinco minutos, los recuerdos de las grotescas escenas que viviera en los últimos días, se mezclaron en su cerebro con imágenes de Anna y del campesino que desempeñara el papel de batidor en la caza del oso y se durmió.

Despertó en la oscuridad, sobrecogido de terror y encendió precipitadamente una bujía.

«¿Qué pasa? ¿Qué he soñado ahora? ¡Ah, sí! El campesino que organizaba la batida, aquel campesino sucio, de barbas desgreñadas, hacía no sé qué cosa, inclinándose y de pronto empezó a hablar en francés… Unas palabras muy extrañas… Pero no había en ello nada terrible. ¿Por qué me lo pareció tanto?», se dijo.

Recordó vivamente al campesino y las incomprensibles palabras en francés que pronunciara y un escalofrío de horror le hizo estremecer. «¡Qué tontería!», pensó.

Miró el reloj. Eran las ocho y media. Llamó al criado, se vistió precipitadamente y salió, olvidando el sueño y con la sola preocupación de que acudía tarde. Cuando llegaba a casa de los Karenin, eran las nueve menos diez. Un coche estrecho y alto, con dos caballos grises, estaba parado junto a la puerta y Vronsky reconoció el carruaje de Anna.

«Se proponía ir a mi casa», pensó. «Y hubiera sido mejor. Me es desagradable entrar aquí. Pero, es igual. No puedo esconderme.» Y con la desenvoltura, adquirida desde la infancia, del hombre que no tiene nada de qué avergonzarse, descendió del trineo y se acercó a la puerta. Ésta se abrió en aquel momento. El portero, con la manta de viaje bajo el brazo, apareció llamando el coche.

Vronsky, aunque no solía fijarse en pormenores, notó la expresión de sorpresa con que aquél le miraba.

Casi en el umbral, el joven tropezó con Alexis Alexandrovich, cuyo rostro, exangüe y enflaquecido bajo el sombrero negro y la corbata blanca que brillaba entre la piel de su abrigo de nutria, quedaron un momento iluminados por la luz del gas.

Karenin fijó por un momento sus ojos apagados e inmóviles en el rostro de Vronsky, movió los labios, como si masticase, se tocó el sombrero con la mano y pasó. Vronsky vio cómo, sin volver la cabeza, subía al coche, cogía por la ventanilla la manta y los prismáticos y desaparecía.

El joven entró en el recibidor, con el entrecejo fruncido y los ojos brillantes de orgullo y de animosidad.

«¡Qué situación!», pensaba. «Si este hombre se hubiera decidido a luchar, a defender su honor, yo habría podido obrar, expresar mis sentimientos… Pero, por debilidad o bajeza, me coloca en la desairada posición de un burlador, cosa que no soy ni quiero ser.»

Desde su entrevista con Anna junto al jardín de Vrede, los sentimientos de Vronsky habían experimentado un cambio. Imitando involuntariamente la debilidad de Anna, que se había entregado toda a él y de él esperaba la decisión de su suerte, resignada a todo de antemano, hacía tiempo que había dejado de pensar que aquellas relaciones pudieran terminar, como había creído en aquel momento. Sus planes ambiciosos quedaron de nuevo relegados y, reconociendo que había salido de aquel círculo de actividad en el que todo estaba definido, se entregaba cada vez más a sus sentimientos, y sus sentimientos le ligaban más y más a Anna.

Ya desde el recibidor, Vronsky sintió los pasos de ella alejándose y comprendió que le esperaba, que había estado escuchando y que ahora volvía al salón.

–¡No! –exclamó Anna al verle y, apenas lo hubo dicho, las lágrimas afluyeron a sus ojos–No, si esto continúa, lo que ha de pasar pasará muchísimo antes de lo debido.

–¿A qué te refieres, querida?

–¿A qué? Llevo esperando y sufriendo una o dos horas. No, no continuaré así. Pero no quiero enfadarme contigo. Seguramente no habrás podido venir antes. Me callaré…

Le puso ambas manos en los hombros y le contempló con profunda y exaltada mirada, aunque escrutadora a la vez. Estudiaba el rostro de Vronsky buscando los cambios que pudieran haberse producido en el tiempo que hacía que no se habían visto. Porque, en todos sus encuentros con Vronsky, Anna confundía la impresión imaginaria –incomparablemente superior, excesivamente buena para ser verdadera–, que él le producía, con la impresión real.

ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – RESUMEN Y ANÁLISIS

domingo, junio 9th, 2013

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TERCERA PARTE
RESUMEN:
En el verano, el medio hermano de Levin, Koznishev, decide tomar un descanso de su trabajo intelectual, con el fin de visitar a Levin en el campo. Levin está feliz de ver a su hermano, a pesar de que sus diferencias en relación a los objetivos de una finca rural le molestan. Levin participa activamente en todo lo referente a su finca, mientras que Sergei Ivanovich se refiere al campo como una oportunidad para el descanso y el ocio, “un antídoto útil a la depravación”. También hay diferencias entre los dos hermanos con respecto a los campesinos. A Sergei Ivanovich le gusta “la gente”, hasta el punto de idealizar su sencillez y buena actitud, mientras que Levin está más familiarizado con sus debilidades y sus fortalezas y, por lo tanto, no puede idealizarlos a ellos o a su papel en el mercado de trabajo. Sergei Ivanovich también quiere que Levin asuma un puesto de responsabilidad en la zona y lo critica por haber abandonado el Consejo del distrito. Levin se libera, entonces, de sus provocaciones lléndose a segar sus campos con los campesinos.
La actividad física es vigorizante y Levin se pone de buen humor; como resultado de esto, las relaciones entre él y Sergei Ivanovich mejoran.
Mientras tanto, Oblonsky viajó a San Petersburgo para cumplir con sus funciones burocráticas, enviando a Dolly y los niños a su dacha en Yergushovo con el fin de ahorrar dinero. Mientras Oblonsky asiste a las carreras de caballos y vive como un soltero en San Petersburgo, su familia tiene dificultades para adaptarse a la dureza de la vida en el campo. Después de una semana, la casa de campo empieza a funcionar y Dolly goza de un momento de triunfo matriarcal por el excelente comportamiento de sus hijos en la Misa. Levin la visita después de la Comunión y Dolly le sugiere que se le proponga, de nuevo, a Kitty. La sugerencia avergüenza Levin y discutir por un rato. Su mal humor parece afectar a los niños, cuyo previo buen comportamiento se desintegra. Levin, mofándose interiormente de las aptitudes como madre de Dolly, se va rápidamente.
Luego se dirige a hacer frente a la venta de heno de la cosecha de su hermana, en un pueblo a unos quince kilómetros de Pokrovsk. Después de ajustar las cuentas de las empresas, observa a una alegre familia campesina, trabajando duro en su labor. Su aparente felicidad lo afecta enormemente y retoma sus preguntas sobre la economía y la felicidad espiritual. Al salir del campo, ve pasar a Kitty en un carruaje y se da cuenta de que aún la ama.

Karenin lidia con la revelación de Anna sobre Vronsky, ponderando sus opciones. Lo hace de un modo clínico y burocrático. La opción tradicional sería desafiar Vronsky a un duelo, pero considera a los duelos deshonestos y estúpidos, además. Lo más importante para él es “asegurar mi reputación, que necesito para continuar mis actividades sin impedimento”. A fin de obtener el divorcio, él tendría que preveer “prueba” de la infidelidad de Anna, y considera este tipo de cosas como ordinarias y burdas. Además, el divorcio sería perjudicial y públicamente humillante para él. Así que decide que la única opción es obligar a Anna a romper relaciones con Vronsky y quedarse con él. Aparentemente, al menos, esto va a preservar el status quo. Interiormente, él también lo reconoce como un castigo para ella. Escribe para comunicarle de su decisión y se lanza a sus deberes burocráticos con gusto.
Anna se despierta por la mañana, después de su estallido en el coche, sumida en miedo. Atemorizada de que Karenin pueda echarla de la casa, idea un plan desesperado para huir con su hijo, sin Vronsky. Le escribe a Karenin una carta a estos efectos. Luego recibe la carta de Karenin y se enfría tanto por su generosidad como por su frialdad. Se va a un partido de croquet en casa de la princesa Betsy. Betsy ha invitado a varias mujeres de alta sociedad, con sus amantes, con el fin de que Anna pueda “aprender” de su ejemplo. Las mujeres se aparecen con sus amantes y maridos a cuestas. El partido distrae temporalmente Anna pero se acuerda de lo que le espera en su casa y se va.

Esa misma mañana, Vronsky pasa la mañana poniendo sus asuntos financieros en orden. Sus cálculos revelan que tiene muchas deudas y un ingreso limitado. Una visita de su amigo Serpujovskoy dispara los celos de Vronsky. Serpujovskoy es un general que espera un ascenso, mientras que la carrera de Vronsky se ha estancado. Pero cuando Serpujovskoy le ofrece la oportunidad de poner en marcha su carrera dejando el regimiento, Vronsky se niega porque eso lo alejará de Anna.
Después de su reunión, se encuentra con Anna. Ella le habla de Karenin y Vronsky se entusiasma, pero Anna sugiere que todo va a seguir estando como está. Vronsky cree que un duelo es inevitable, pero ella es más sensata. Efectivamente, Karenin no reta a Vronsky a duelo; está absorto en su trabajo y un triunfo temporal sobre un enemigo político lo distrae de los asuntos familiares. Cuando Anna va a su encuentro con desesperación emocional, su actitud es escalofriante y vengativa. Le dice, en términos inequívocos, que ella permanecerá con él y romperá sus relaciones con Vronsky.

Levin pasa el resto del verano contemplando estrategias económicas y agrícolas, tratandp de evitar pensar en Kitty, que se está quedando con Dolly, a menos de veinte kilómetros de distancia. Él visita a Sviajsky, el propietario de una finca cercana, para ir de caza y se trenzan en una discusión acerca de la mano de obra campesina. A pesar de que no está de acuerdo con Sviajsky, que desea volver a introducir la servidumbre (abolida en 1861), la conversación despierta el pensamiento de Levin sobre los campesinos. Levin cree que la mejor manera de inspirarlos es no obligarlos a trabajar, sino darles una participación en su trabajo a través de la propiedad. Desarrolla una “teoría” del trabajo económico que consiste en el trabajo cooperativo y la propiedad. Trata de poner en práctica esta teoría en su granja, pero los campesinos responden con mucho menos entusiasmo de lo que Levin espera.

A fines de septiembre, Levin recibe la visita sorpresa de su hermano Nicolás. Nicolás está demacrado y, obviamente, muy enfermo y su muerte es inminente. Aunque Levin se horroriza por la aparición de su hermano y se preocupa por su futuro, el destino de Nicolás no es un tema de discusión entre ellos. Nicolás hasta afirma que su salud está mejorando. En vez de hablar sobre lo que importa, se pelean por la teoría económica de Levin. Nicolás se burla de las creencias de su hermano, llamándolas una forma distorsionada del comunismo. Esto desilusiona a Levin sobre el potencial de su idea. Nicolás se va y Levin se vuelve taciturno. Empieza a ver la muerte en todas partes y está deprimido por su propia alma.

TERCERA PARTE
ANÁLISIS:
Es aquí, en la tercera parte, que Tolstoy desarrolla, además de la historia de las relaciones dentro de la Alta Sociedad Rusa, su extraordinaria historia secundaria de la cambiante sociedad económica de Rusia. Muchos críticos han argumentado que el trabajo de Tolstoy, en este sentido, es lo que hace de Anna Karenina una pieza de la literatura tan vigente; no hay dudas de que sus descripciones de la vida agrícola y su compleja comprensión de las fuerzas económicas e históricas, volcadas en lúcida prosa, profundizan y enriquecen la novela. Al mismo tiempo, algunos críticos creen que el análisis en profundidad de Tolstoy acerca de la economía y agricultura, el relato de cada palabra y cada teoría, son monótonos y nos distraen de la acción “real”. Independientemente del debate crítico, la meta de Tolstoy al escribir Anna Karenina no era sólo contar una historia, sino ofrecer “un trozo de vida”. El foco en la agricultura que, sin duda, debe haber sido un gran tema en la Rusia de 1870, es parte de eso.

La tercera parte es donde Tolstoy tiene “imágenes de la vida derribando teorías”. Es decir, “segar el trigo” derriba teorías. Las historias simultáneas de Anna y Vronsky y Levin y Kitty son subordinadas a la mirada que hace Tolstoy del orden económico de Rusia. Pero al hacerlo, Tolstoy también nos da un valioso desarrollo de los personajes. No podemos tomar en serio las teorías de Sergei Ivanovich o de Nicolás sobre la economía y los campesinos porque, a diferencia de Levin, ellos carecen de la experiencia de trabajar la tierra. El tema de la tierra se trata fuertemente en esta parte y deberíamos juzgar a los personajes por la forma en que responden a la tierra. Sólo personajes que tienen una relación sensual con la tierra, Levin, Dolly, nos son simpáticos en esta sección. Los personajes que no tienen una relación con la tierra, Sergei Ivanovich, Nicholas, Oblonsky nos parecen desinformados y perversos. De hecho, se ha argüido que algunas de las perversiones de Anna provienen de su falta de relación con la tierra; su incapacidad para dejar los grandes centros urbanos es, en parte, responsable de su desgracia.

Los problemas de la posición del propietario de la tierra son de primordial importancia en esta sección y mucho de lo que sucede es un reflejo de las propias creencias reaccionarias de Tolstoy. A pesar de no estar a favor de un retorno a las condiciones de esclavitud de la servidumbre, Tolstoy creía en la primacía de la relación patriarcal del hacendado hacia sus campesinos y sus tierras. Al menos una parte del fracaso de la teoría de Levin se basa en la propia repulsión que siente Tolstoy por el comunismo. Sin embargo, Levin es un hombre de ética y entendimiento humano, profundamente comprometido, que no comete el error de idealizar a los campesinos ni los considera inferiores, y esto le crea dificultades en su visión de la economía. ¿Cómo puede él, Levin, ganarse la vida a costa del trabajo de otros?
Esta pregunta y una seria obsesión con la muerte torturan a Levin a lo largo de la novela. Es muy importante tomar estas dos cuestiones en cuenta, sobre todo esta última, ya que constituyen el meollo del desarrollo de Levin como un ser espiritual, más adelante, en la novela.

El comportamiento de Karenin en esta parte de la novela muestra tanto su crueldad como su extraño sentido de la moralidad. Es cierto que él es de lo más generoso al invitar a Anna a regresar al redil en lugar de arrojarla a los lobos pero también es cierto que, al hacerlo, le inflige un castigo que es psicológicamente mucho más aterrador. Anna buscó su relación con Vronsky con el fin de liberar algunos de los «sentimientos» reprimidos que, como vimos en el capítulo 18 de la Primera Parte, constituyen su estado natural. La solución de Karenin es ahogar esos sentimientos completamente. Karenin sabe que su generosidad castigará Anna aún más y él se toma el vengativo deleite de “hacer lo correcto”. La ironía de esta situación también trabaja en su propio interés. Él calcula fríamente pros y contras en una escena que es aterradora por la falta de emoción con que Karenin trata un asunto esencialmente emocional. Si se divorcia de Anna o desafía a Vronsky a duelo, el resultado perjudicial puede afectar a su carrera. Y su carrera, como lo vemos claramente, es lo más importante.

La fiesta de Betsy es un “trozo de vida” sorprendente. Betsy invita a dos mujeres, ambas de elevada posición en la sociedad, con sus amantes y esposos, a un partido de croquet. Su intención es mostrar a Anna cómo las mujeres pueden llevar adelante sus asuntos, de una manera no perjudicial. Sin embargo, aunque ambas mujeres han conservado sus posiciones y sus amantes, ninguna de ellas es un modelo positivo para Anna. Una de las mujeres sufre de insomnio y aburrimiento y la otra es promiscua. Yuxtapuesto contra tales ejemplos, el apasionado modo todo-o-nada de Anna es positivamente refrescante.

No es casual que Levin piense en Kitty cuando se siente fortalecido por la vida de los campesinos. Tal como sus simples vidas lo inspiran, Kitty representa algo aniñado e inocente para él. Sin embargo, en esta Tercera Parte, todavía no están listos para encontrarse para el amor y el matrimonio.

Un tema importante en Anna Karenina es el de la toma de decisiones. Así como Anna sigue adelante con su destructiva historia de amor hasta el final, Levin y Kitty deben estar listos para comprometerse a una vida juntos. Esto llevará un poco más de tiempo y crecimiento para ambas personas.

ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 29, 30, 31 Y 32

sábado, junio 8th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 29

La ejecución del plan de Levin ofrecía muchas dificultades pero trabajó en ello activamente y, aunque no llegó a lo que anhelaba, llegó al menos, a poder creer, sin engañarse a sí mismo, que aquel asunto merecía sus desvelos. Uno de los principales obstáculos consistía en que la explotación estaba ya en marcha y era imposible interrumpirlo todo para volver a empezar de nuevo. Había que reparar la máquina mientras trabajaba.

Cuando, la misma tarde que llegó, comunicó sus planes al encargado, éste mostró visible satisfacción en la parte del discurso de Levin en que afirmaba que todo lo que había hecho hasta entonces era absurdo y no ofrecía ventaja alguna. El encargado afirmó que él venía diciéndolo desde tiempo atrás, aunque no se lo escuchaba. Pero al manifestarle Levin sus deseos de que él tomara parte como consocio, con todos los trabajadores, en la economía de la propiedad, el hombre se sintió invadido de un gran desánimo y no dio opinión determinada; y como, en seguida, se puso a hablar de que había que recoger y llevar mañana las restantes gavillas de centeno y mandar que fuesen a ordeñar las vacas, Levin comprendió que no era momento oportuno para hablarle de la nueva organización.

Al tratar del asunto con los aldeanos, proponiéndoles el arriendo de la tierra en nuevas condiciones, Levin hallaba el mismo obstáculo esencial: estaban tan ocupados en las tareas que no tenían tiempo para pensar en las ventajas o desventajas de la empresa.

El ingenuo Iván, el vaquero, pareció comprender muy bien la proposición de Levin de participar él y toda su familia en las ganancias de la vaquería y manifestó al punto su conformidad. Pero cuando Levin le explicaba las ventajas del nuevo sistema, el rostro del campesino expresaba inquietud y pesar y, para no escucharle hasta el fin, pretextaba algún trabajo inexcusable: o bien había de echar pienso a la vaca madre o llevar agua o barrer el estiércol.

Otra dificultad consistía en la invencible desconfianza de los aldeanos, que no podían creer que el propietario persiguiese otro objeto sino sacarles lo más posible. Estaban seguros de que su verdadero fin lo callaba y que sólo les decía lo que mejor convenía a sus planes.

Ellos, al explicarse, hablaban siempre mucho, pero nunca decían lo que se proponían en realidad.

Además –y Levin pensaba que el amargado propietario tenía razón– los aldeanos imponían siempre, como condición inexcusable de cualquier trato, que no se les obligara a emplear en el trabajo nuevos métodos ni nuevas máquinas. Estaban conformes en que el arado moderno trabajaba mejor, en que el arado mecánico era preferible, pero hallaban mil causas para justificar el no emplearlos ellos.

Levin comprendía que tendría que rebajar el nivel de la economía rural y renunciar a perfeccionamientos de una evidente ventaja. Pero pese a las dificultades, se salió con la suya y en otoño la cosa marchaba a su gusto o, cuando menos, así se lo parecía.

En principio pensó arrendar toda la propiedad, tal como estaba, a los labriegos, jornaleros y encargado, en nuevas condiciones, como consocios. Pero pronto vio que ello era imposible y decidió dividir en partes la propiedad. El corral, jardín, huertas, prados y campos fueron repartidos en parcelas que debían corresponder a diversos grupos. El ingenuo Iván, el vaquero, que, según pareciera a Levin, comprendía la cosa mejor que nadie, escogió un grupo compuesto en su mayor parte por sus familiares y se convirtió en consocio del establo.

El campo apartado, dedicado a pastos, inculto desde hacía ocho años, fue elegido por el inteligente carpintero Fedor Resunov, con seis familias de aldeanos en las nuevas condiciones de cooperación. El aldeano Churaiev arrendó en iguales condiciones todas las huertas. El resto seguiría como antes, pero aquellas tres partes eran el principio del nuevo orden y ocupaban completamente a Levin.

Cierto que las cosas en el establo no iban mejor que anteriormente y que Iván se oponía tenazmente a que el local de las vacas tuviera calefacción y a que se elaborara manteca de leche fresca, afirmando que las vacas con el frío comerían menos y que la mantequilla de leche agria era más cómoda de guardar. Además, insistía en hablar del sueldo y no le interesaba que el dinero recibido por él no fuera sueldo, sino anticipos a cuenta de futuras ganancias. Verdad es que el grupo de Fedor Resunov no trabajó la tierra con arados, como estaba convenido, disculpándose con que quedaba poco tiempo. Verdad también que, aunque los aldeanos de este grupo habían convenido llevar la tierra en nuevas condiciones, no la consideraban común, sino arrendada, y más de una vez tanto los campesinos del grupo como el propio Fedor solían decir a Levin: «Tal vez fuera mejor entregarle dineros por esta tierra: sería más cómodo y nosotros tendríamos más libertad». También, con distintos pretextos, estos aldeanos aplazaban la construcción convenida de una granja y corral y así llegó el invierno. Era verdad que Churaiev, que sin duda había comprendido mal las condiciones en que recibía la tierra, quiso subarrendar los huertos, en parte, a los campesinos.

Era verdad, en fin, que, hablando a veces con los labriegos sobre las ventajas de la nueva explotación, Levin veía que ellos no hacían más que escuchar el sonido de su voz, dejando comprender que él podría decir lo que quisiera, pero que a ellos no había quien les engañase.

Lo notaba particularmente cuando hablaba con Resunov, que era el más inteligente de los campesinos, descubriendo en sus ojos un brillo especial que evidenciaba que se reía de Levin y que estaba seguro de que, si alguien iba a ser engañado, no sería ciertamente Fedor.

Pero, a pesar de todo esto, Levin creía que la empresa prosperaba y que, llevando las cuentas en regla e insistiendo en sus propósitos con miras al futuro, podría demostrarles las ventajas de aquel sistema, en cuyo caso las cosas marcharían por sí solas.

Aquellas ocupaciones, más las de la parte de su propiedad con que se quedó y la actividad literaria desplegada en su obra, le llenaron de tal modo todo el verano, que apenas salió a cazar.

A finales de agosto se enteró por un criado, que fue a devolverle su silla, de que las Oblonsky se habían ido a Moscú. Comprendió que al cometer la grosería, de la que no podía acordarse sin enrojecer de vergüenza, de no contestar a Daria Alejandrovna, había quemado sus naves y no podría volver nunca a casa de los Oblonsky. Del mismo modo había obrado con los Sviajsky, de cuya casa se fuera sin despedirse. Pero tampoco a aquella casa contaba volver nunca.

Todo ello, ahora, le era igual. Su tarea de organizar la propiedad sobre nuevos principios le ocupaba tan completamente como nunca en la vida lo hiciera actividad alguna.

Leyó los libros que le prestara Sviajsky, tomando notas de lo que no conocía; leyó también otros libros político–económicos y sociológicos que trataban del mismo asunto; pero, como suponía, no halló nada que se refiriese a lo que le interesaba.

En los libros de economía política, por ejemplo en los de Mill, que fue el primer autor que Levin leyó con apasionamiento, esperando hallar a cada instante la solución de los problemas que le preocupaban, encontró leyes deducidas de la situación de la economía europea, pero no pudo aceptar que leyes inaplicables a Rusia habrían de ser generales.

Lo mismo vio en los libros socialistas: o eran hermosas e irrealizables fantasías, que ya le sedujeran de estudiante, o simples arreglos y reparaciones del estado de cosas que existía en Europa con el que la cuestión agraria rusa nada tenía de común.

La economía política decía que las leyes que regían y determinaban la riqueza europea eran leyes generales a indudables, mientras la escuela socialista afirmaba que el desarrollo según aquellas leyes conduce a la ruina. Y ni unos ni otros daban ni siquiera la menor indicación sobre lo que Levin y los campesinos rusos debían hacer con sus millones de brazos y de deciatinas a fin de que diesen el máximo rendimiento para el bienestar común.

Una vez que empezó, Levin leyó a conciencia cuanto se refería a su asunto y tomó la decisión de ir en otoño al extranjero para estudiar las cosas sobre el terreno y evitar que le sucediera con aquel problema lo que con tanta frecuencia le había sucedido con los otros. En efecto, cuantas veces había discutido con alguien y, empezando a comprender a su interlocutor, se disponía a exponer su punto de vista, tantas otras se le había interrumpido diciéndole: «¿No ha leído a Kauffman, Dubois y Michelet? Léalos; han resuelto ya la cuestión».

Pero Levin veía ahora, claramente, que aquellos autores no habían resuelto nada. Veía que Rusia tenía tierras espléndidas y espléndidos trabajadores, y que, en algunos casos, como el de aquel viejo del camino, la tierra daba mucho, pero que, en la mayoría de las ocasiones, cuando el capital se aplicaba a la tierra al modo europeo, tierra y trabajadores producían poco, lo que dependía de que los trabajadores no querían trabajar ni trabajaban más que a su manera y que esta resistencia no era casual, sino constante y basada en el propio espíritu del pueblo. Levin creía que el pueblo ruso llamado a poblar y cultivar enormes espacios no ocupados, hasta el momento en que todos lo estuviesen, empleaba, conscientemente, procedimientos adecuados, se atenía a las costumbres necesarias para ello y que tales procedimientos no eran, ni con mucho, tan malos como generalmente se creía. Y pretendía demostrarlo teóricamente en su libro y prácticamente en su propiedad.

TERCERA PARTE – Capítulo 30

A fines de septiembre llevaron madera para construir los establos en la tierra trabajada a medias, vendieron la mantequilla y se repartieron los beneficios.

En la práctica, todo iba bien en la propiedad o así se lo parecía a Levin. Y para aclararlo teóricamente y terminar la obra que, según sus ilusiones, no sólo produciría una revolución en la economía política, sino que destruiría completamente esta ciencia y cimentaría otra nueva, basada en las relaciones del pueblo y la tierra, sólo necesitaba ir al extranjero, estudiar sobre el terreno cuanto se hubiese hecho en aquel sentido y encontrar las pruebas evidentes de que todo lo realizado en este sentido era superfluo.

Levin no esperaba más que la venta del trigo candeal para cobrar el dinero y marcharse. Pero empezaron las lluvias, que no permitieron recoger el grano ni las patatas que habían quedado en el campo, se interrumpieron todos los trabajos y hasta la venta del trigo quedó suspendida. Los caminos estaban impracticables de barro, el agua arrastró dos molinos y el tiempo era cada vez peor.

El 30 de septiembre salió el sol desde la mañana y Levin, confiando en un cambio de tiempo, comenzó seriamente a preparar el viaje.

Ordenó vender el trigo, envió a su encargado a cobrar en casa del comprador y salió a recorrer la propiedad para dar las últimas instrucciones antes de marchar al extranjero.

Lo arregló todo y, mojado del agua que caía a chorros sobre su gabán de cuero, filtrándosele por el cuello y por las aberturas de las botas pero en excelente estado de ánimo, regresó a casa por la tarde.

El tiempo empeoró más aún por la noche. El granizo castigaba de tal modo al caballo, ya empapado, que el animal marchaba de lado, sacudiendo la cabeza y las orejas.

Pero Levin se sentía a gusto bajo su capucha y miraba alegremente, ora los turbios arroyos que corrían por las rodadas, ora las gotas de lluvia que pendían de cada ramita seca, ora las manchas blancas del granizo no fundido sobre las tablas del puente, ora las hojas, abundantes aún, de los olmos, que rodeaban de una capa espesa los troncos desnudos.

A pesar del tono sombrío de la naturaleza que le rodeaba, Levin se sentía agradablemente excitado. Su conversación con los labriegos en el pueblo lejano le había mostrado que iban acostumbrándose al nuevo orden de cosas.

El viejo guarda en cuya casa entró Levin a secarse parecía aprobar el actual sistema y hasta se ofreció para entrar como consocio en la compra de animales de labor.

«Insistiendo con tenacidad en mi fin, lo conseguiré», pensaba Levin. «Hay que trabajar. No es un interés personal, se trata del bien común. La manera de trabajar las tierras, la situación de todo el pueblo, deben cambiar. En vez de pobreza habrá riqueza y bienestar generales; en vez de enemistades, unión y comunidad de intereses. En una palabra, será una revolución incruenta, pero una gran revolución, primero en nuestro pequeño distrito provincial, luego en la provincia, más tarde en Rusia y en todo el mundo. Porque una idea justa no puede ser infructuosa. Sí, para tal fin vale la pena trabajar. Y esto lo hago yo, Kostia Levin, el mismo que fue al baile con corbata negra y a quien la princesa Scherbazky negó su mano; y el hecho de que sea un hombre tan insignificante y digno de lástima nada significa. Estoy seguro de que también Franklin se sentía pequeño y no confiaba en sí mismo al recordar lo poco que era. No: esto no significa nada. También Franklin tenía seguramente su Agafia Mijailovna a la que confiaba sus secretos.»

Absorto con estas ideas, Levin llegó a casa ya oscurecido.

El encargado había ido a ver al comprador del trigo y venía con parte del dinero. El trato con el guarda había quedado hecho y por el camino el encargado supo que en todas partes el trigo estaba aún sin recolectar, así que los ciento sesenta almiares propios que habían quedado sin recoger no eran nada comparados con lo que tenían los demás.

Levin, como siempre, después de comer se sentó en la butaca con su libro y, mientras leía, continuó pensando en el viaje que iba emprender relacionado con su obra. Hoy veía con especial claridad toda la importancia de su empresa, y la esencia de sus pensamientos se iba traduciendo en su cerebro en redondos períodos, en frases concretas.

«Tengo que apuntarlo», pensó. «Esto constituirá la breve introducción que antes he considerado innecesaria.»

Se levantó para acercarse a su mesa escritorio y «Laska», que estaba tendida a sus pies, se levantó también, estirándose, y le miró como preguntándole adónde tenía que ir.

No tuvo tiempo de apuntar nada, porque llegaron los capataces y Levin hubo de salir al recibidor para hablar con ellos.

Después de darles órdenes para el día siguiente, fue a su despacho y empezó a trabajar. «Laska» se acomodó a sus pies y Agafia Mijailovna se sentó en su puesto de siempre a hacer calceta.

Después de escribir un rato, Levin recordó de pronto a Kitty con extraordinaria claridad, evocando su negativa y su último encuentro y con este recuerdo se levantó y empezó a pasearse por la estancia.

–Está usted aburriéndose –dijo Agafia Mijailovna–. ¿Por qué se queda en casa? Habría hecho bien en irse a las aguas, puesto que tiene el viaje preparado.

–Me voy pasado mañana. Pero antes tengo que dejar arreglados mis asuntos de aquí.

–¿Qué asuntos? ¿Le parece poco lo que ha hecho por los campesinos? ¡Por algo dicen que su señor va a recibir una buena recompensa del Zar! Pero ¡qué raro es que se preocupe usted de ellos!

–No me preocupo sólo de ellos; hago también una cosa útil para mí.

Agafia Mijailovna conocía con detalle todos los planes de Levin sobre su finca. Éste explicábale a menudo, minuciosamente, sus pensamientos y a veces discutía con ella cuando no estaba de acuerdo con sus explicaciones. Pero ahora Agafia Mijailovna había dado a sus palabras una interpretación muy diferente al sentido con que él las dijera.

–Sabido es que de aquello que uno debe preocuparse más es de su alma. –dijo suspirando– Pero, mire, Parfen Denisich, que no sabía leer ni escribir, murió hace poco con una muerte que así nos mande Dios a todos –y añadió, refiriéndose a aquel criado fallecido recientemente–: Le confesaron y le dieron la extremaunción.

–No me refiero a eso. –repuso Levin– Digo que trabajo por mi propio provecho. Cuanto mejor trabajen los campesinos más gano yo.

–Haga usted lo que quiera: el perezoso continuará en su pereza. El que tiene conciencia trabaja bien. Si no la tiene, es inútil hacer nada.

–Pues usted misma dice que Iván cuida mejor ahora los animales.

–Una cosa le digo. –respondió Agafia Mijailovna, y se notaba que no lo decía por azar, sino que era el fruto de un pensamiento muy madurado– Necesita usted casarse. Eso es lo que tiene que hacer.

Que ella mencionase lo que él pensaba en aquel momento disgustó y enojó a Levin.
Arrugó el entrecejo y, sin contestarle, comenzó de nuevo a trabajar, repitiéndose cuanto pensaba sobre la trascendencia de aquel trabajo.
De vez en cuando escuchaba, en el silencio, el rumor de las agujas de Agafia Mijailovna que le llevaban a recordar lo que no quería. Y fruncía de nuevo las cejas.

A las nueve se oyó un ruido de campanillas y el sordo traqueteo de un carruaje avanzando por el barro.

–Vaya, ya tiene usted visitas. Así no se aburrirá tanto –––dijo Agafia Mijailovna dirigiéndose a la puerta.

Pero Levin se adelantó. Su trabajo no prosperaba de momento y se alegraba de que llegase un visitante, fuera quien fuera.

TERCERA PARTE – Capítulo 31

En la mitad de las escaleras, Levin oyó en el recibidor una conocida tosecilla, aunque no muy clara, porque la apagaban sus propios pasos. Esperaba haberse equivocado; vio luego una silueta alta y huesuda que le era familiar y parecíale que no podía engañarse, pero continuaba confiando en que sufría un error y que aquel hombre alto que se quitaba el abrigo tosiendo no era su hermano Nicolás.

Levin quería a su hermano, pero vivir con él siempre había constituido para él un tormento. Ahora, bajo el influjo del pensamiento que de pronto le acudió a la mente y en virtud de la indicación de Agafia Mijailoyna, se encontraba en un estado de ánimo muy confuso y ver a su hermano le era particularmente penoso.

En vez de un visitante, extraño, sano y alegre, que Levin esperaba que pudiera distraerle de su preocupación, se veía obligado a tratar a su hermano, que le comprendía a fondo, y que leería en sus pensamientos más recónditos y lo forzaría a hablar con toda sinceridad. Y Levin no lo deseaba.

Irritado contra sí mismo por aquel mal sentimiento, bajó al recibidor. Pero apenas vio a su hermano, aquel sentimiento de decepción personal se desvaneció en él sustituido por la compasión.

Antes, el aspecto de su hermano, con su terrible delgadez y su estado enfermizo, era aterrador; pero ahora había adelgazado todavía más y se le veía completamente agotado. Era un esqueleto cubierto sólo con la piel.

Nicolás, de pie en el recibidor, sacudía su cuello delgado, quitándose la bufanda, mientras sonreía de un modo lastimero y extraño. Viendo aquella sonrisa débil y sumisa, Levin sintió que un sollozo le oprimía la garganta.

–¡Al fin he venido a tu casa. –dijo Nicolás, con voz apagada, sin apartar un segundo los ojos del rostro de su hermano– Hace tiempo que me lo proponía pero me hallaba muy mal. Ahora mi salud ha mejorado mucho –concluyó secándose la barba con las grandes y flacas palmas de sus manos.

–Bien, bien –contestó Levin.

Y se asustó más aún cuando, al besar a su hermano, sintió en sus labios la sequedad de su cuerpo y vio de cerca el extraño brillo de sus grandes ojos.

Algunas semanas antes, Constantino Levin había escrito a Nicolás diciéndole que había vendido la pequeña parte de tierras que quedaba sin repartir y que podía cobrar lo que le correspondía, que eran unos dos mil rublos.

Nicolás dijo que venía a cobrar aquella cantidad y, sobre todo, a pasar algún tiempo en la casa natal, tocar con su planta la tierra y, como los antiguos héroes, recibir fuerzas de ella para su futura actividad.

A pesar de su mayor encorvamiento, de su increíble delgadez, sorprendente en su estatura, sus movimientos eran, como siempre, rápidos e impulsivos.

Levin lo acompañó a su despacho. Su hermano se mudó con especial cuidado –cosa que antes no hacía nunca–, peinó sus cabellos escasos y rígidos y subió, sonriendo, al piso alto.

Estaba de excelente humor, alegre y cariñoso como su hermano le recordaba en su infancia y hasta mencionó, sin rencor, a Sergio Ivanovich. Al ver a Agafia Mijailovna, bromeó con ella y le preguntó por los antiguos servidores. Se impresionó al saber de la muerte de Parfen Denisich y en su rostro se dibujó una expresión de temor; pero recobróse en seguida.

–Era muy viejo. –observó, cambiando de conversación– Pues sí, pasaré contigo un par de meses y luego me volveré a Moscú. Miagkov me ha prometido un empleo; trabajaré… Quiero modiîicar mi vida. –continuó diciendo– ¿Sabes que me he separado de aquella mujer?

–¿De María Nicolaievna? ¿Por qué?

–Porque era una mala mujer. Me dio muchos disgustos.

No dijo cuáles, sintiéndose incapaz de confesar que se había separado de ella por hacerle un té demasiado flojo y principalmente por cuidarle como a un enfermo.

–En una palabra, quiero cambiar de raíz mi modo de vivir. He cometido tonterías, como todos, pero no me arrepiento de ninguna. He perdido mis bienes, pero tampoco esto me interesa. La salud es lo principal y, gracias a Dios, ahora me he repuesto.

Levin lo oía sin saber qué decir. Seguramente Nicolás sentía lo mismo y se puso a hacerle preguntas sobre sus asuntos. Y Levin, contento de poder hablar de sí mismo, porque de este modo ya no necesitaba fingir, le expuso sus planes futuros y el sentido de su actividad.

Su hermano le escuchaba, pero era evidente que aquello no le interesaba.

Los dos hombres se sentían tan próximos el uno al otro que el más insignificante movimiento, hasta el tono de su voz, decía más para ambos que cuanto pudieran expresar las palabras.

Ahora los dos sentían lo mismo: la inminencia de la muerte de Nicolás, que pesaba sobre todo lo demás y lo borraba. Ni uno ni otro osaban, sin embargo, hablar de ello, y por esto todo lo que hablaban eran falsedades, puesto que no expresaban lo que había en sus pensamientos. Jamás Levin se alegró tanto como aquel día de que llegase la hora de irse a dormir; jamás ante ningún extraño, en ninguna visita de cumplido, estuvo tan falso y artificial.

La conciencia de su falta de naturalidad y el arrepentimiento de ella aumentaban cada vez más. Sentía ganas de llorar viendo a su hermano tan querido próximo a la muerte y, no obstante, había de escucharle contar sus planes de vida.

La casa era húmeda y sólo una pieza tenía calefacción, por lo cual Levin acomodó a su hermano en su propio dormitorio, detrás de una mampara.

Durmiera o no, su hermano se agitaba como un enfermo, tosía y, cuando la tos no lo aliviaba, gemía. De vez en cuando exhalaba un suspiro y exclamaba: «¡Ay, Dios mío!». Y cuando la expectoración lo ahogaba decía irritado: «¡Ah, diablo!» .

Levin, oyéndole, no pudo dormirse hasta muy tarde. Sus diversos pensamientos se resumían en uno: el de la muerte.

La muerte, como fin inmediato de todo, surgió en su cerebro por primera vez. Y la muerte estaba aquí, con aquel hermano querido que, a medio dormir, invocaba a Dios o al diablo, con indiferencia y por costumbre. La muerte, pues, no se hallaba tan lejos como creyera antes. Estaba en sí mismo. Levin la sentía. Si no hoy, mañana, y si no, dentro de treinta años. Pero la muerte vendría. ¿Qué más daba cuando viniera? Y lo que fuera aquella muerte inevitable no sólo Levin no lo sabía ni lo meditaba nunca, sino que ni se atrevía a pensar en ella.

«Trabajo, trato de hacer algo y olvido que todo termina, que existe la muerte.»

Estaba sentado en la cama, en la oscuridad, encorvado, abrazando sus rodillas. Retenía la respiración para concentrar su mente y pensaba. Pero cuanto más forzaba su pensamiento, con más claridad veía que aquello era así, que había olvidado un pequeño detalle: que la muerte llegaría y que contra la muerte nada se podría hacer. Era terrible, pero era así.

«Sin embargo, todavía estoy vivo. ¿Qué debo hacer? ¿Qué haré ahora?», se decía desesperado.

Encendió la bujía, se levantó con precaución y se miró al espejo cabellos y rostro. Sí: en las sienes había canas. Abrió la boca. Las muelas posteriores empezaban a cariarse. Descubrió sus musculosos brazos. Tenía mucha fuerza, sí, pero también Nicoleñka, que ahora respiraba a su lado con los restos de sus pulmones, había tenido un día el cuerpo vigoroso.

Recordó de repente cuando, de niños, dormían ambos en la misma habitación y sólo esperaban que Fedor Bogdanovich saliera para poder tirarse los almohadones mutuamente y reír, reír sin freno, sin que el miedo a Fedor Bogdanovich pudiera reprimir aquella conciencia de la alegría de vivir que desbordaba de ellos y crecía como la espuma…

« Y ahora Nicoleñka tiene el pecho hundido y vacío y yo… yo no sé para qué debo vivir ni qué puedo esperar.»

–¡Ejem, ejem! ¡Ah, diablo! –exclamó su hermano– ¿Por qué das tantas vueltas y no te duermes?

–No sé. Tengo insomnio.

–Pues yo he dormido muy bien. Ni siquiera tengo sudor. Mira, toca mi camisa. ¿Verdad que no tengo sudor?

Levin tocó la camisa, se fue detrás de la mampara y apagó la luz, pero no pudo dormirse en mucho rato.

Apenas había solucionado el problema de cómo vivir, se le presentaba ya otro insoluble: la muerte.

«Mi hermano está muriéndose. Morirá quizá para la primavera. ¿Y cómo puedo ayudarle? ¿Qué puedo decirle? ¿Qué sé yo de la muerte, si hasta había olvidado que existiese?…»

TERCERA PARTE – Capítulo 32

Levin había observado que cuando los hombres extreman su condescendencia y docilidad hasta el exceso, no tardan en hacerse insoportables con sus exigencias y su susceptibilidad exageradas, y tenía la sensación de que así había de suceder también con su hermano.

Y, en efecto, la docilidad de Nicolás duró poco. Desde la mañana siguiente volvió a mostrarse irritable y se aplicaba a buscar pendencias con su hermano, hiriéndole en los puntos más delicados de su sensibilidad.

Levin, sin poder remediarlo, se sentía culpable. Adivinaba que, de no haber fingido y de haberse hablado los dos, como se dice, con el corazón en la mano, esto es, expresando sinceramente lo que pensaban y sentían, se habrían mirado a los ojos el uno al otro y Constantino habría pronunciado una interminable retahíla de «Vas a morir, a morir, a morir…», mientras Nicolás le habría contestado siempre: «Lo sé y tengo miedo, tengo miedo…».

Nada más que esto podían haberse dicho de haber hablado con el corazón en la mano. Pero así habría sido imposible vivir y, por ello, Constantino se esforzaba en hacer lo que había intentado durante toda su existencia y lo que había observado que otros hacían tan bien, aquello sin lo cual la vida era imposible: decir lo que no pensaba. Continuamente se daba cuenta de que no conseguía su propósito, de que su hermano le adivinaba el juego y ello lo llenaba de irritación.

Al tercer día, Nicolás pidió a su hermano que le explicase su plan y, no sólo lo criticó, sino que, adrede, lo empezó a confundir con el comunismo.

–Has tomado un pensamiento ajeno, lo has estropeado y quieres aplicarlo aquí, en donde es inaplicable.

–Te digo que no tiene nada que ver con el comunismo, el cual niega la propiedad, el capital y la herencia. Yo no niego ese estímulo esencial. –aunque Levin odiaba estas palabras, desde que se ocupaba de aquella cuestión empleaba con más frecuencia terminología extranjera– Yo no aspiro más que a regular el trabajo.

–Es decir, que has tomado una idea ajena, quitándole cuanto tenía de sólido y aseguras que es algo nuevo –dijo Nicolás, arreglándose nerviosamente la corbata.

–Mi idea no tiene nada de común con…

–En aquello otro –decía Nicolás, con los ojos brillantes de irritación y sonriendo con ironía– hay por lo menos el encanto de lo geométrico, el encanto de lo claro y evidente. Quizá sea una utopía, pero imaginemos que pueda hacerse tabla rasa de todo lo pasado y no haya ya ni propiedad ni familia y según eso se organiza el trabajo. ¡Pero tú no ofreces nada de eso!

–¿Por qué te empeñas en confundir las cosas? Jamás he sido comunista.

–Yo lo he sido y la idea me pareció prematura pero razonable para el porvenir, como el cristianismo en los primeros tiempos.

–Pues yo no creo sino que hay que considerar la mano de obra desde el punto de vista de la Naturaleza, estudiarla, conocer sus características y…

–Es del todo inútil. Esa fuerza halla por sí sola, a medida que se desarrolla, el empleo propio de su actividad. En todas partes ha habido primero esclavos y luego trabajadores a medias. También nosotros los tenemos; existen peones, colonos… ¿Qué buscas aún?

Levin se agitó súbitamente al oírlo porque en el fondo de su ser adivinaba que el reproche era cierto, que acaso trataba de situarse entre el comunismo y el sistema establecido y que probablemente ello era imposible.

–Busco medios de trabajar con provecho para mí y para el trabajador. Quiero arreglar… –empezó animadamente.

–No quieres arreglar nada. Has vivido siempre así, tratando de ser un hombre original y mostrar que si explotas a los campesinos es en nombre de una idea.

–Bien: si lo crees así, déjame en paz contestó Levin, sintiendo que el músculo de su mejilla izquierda temblaba involuntariamente.

–No has tenido ni tienes opiniones personales y no aspiras más que a satisfacer tu amor propio.

–Bien; supongamos que así sea y déjame en paz.

–Muy bien, te dejo en paz y ya puedes irte al diablo. Lamento profundamente haber venido.

Pese a todos los esfuerzos de Levin para calmar a su hermano, Nicolás ya no quiso escuchar nada más, diciendo que valía más separarse y Constantino comprendió que su hermano estaba ya harto de vivir allí.

Ya se hallaba Nicolás preparado para marcharse, cuando Levin entró en su cuarto y le pidió, algo forzadamente, que lo perdonara si lo había ofendido en algo.

–¡Oh, qué alma tan magnánima! –dijo Nicolás, sonriendo– Si quieres quedar como justo, te concedo ese placer. Tienes razón; admito tus excusas, pero, de todos modos, me marcho.

Antes de despedirse, Nicolás besó a su hermano y le dijo, mirándole con gravedad a los ojos:

–A pesar de todo, no me guardes rencor, Kostia.

Y su voz temblaba.

Fueron éstas las únicas palabras sinceras que pronunciaron.

Levin entendió que debía interpretarlas así: «Ya ves y sabes lo mal que estoy y que acaso no volvamos a vernos». Lo comprendió y las lágrimas brotaron de sus ojos. Besó una vez más a su hermano, pero no supo ni pudo decirle nada.

A los tres días de haberse ido Nicolás, Levin marchó al extranjero.

En el tren encontró a Scherbazky, el primo hermano de Kitty, quien se extrañó del aspecto sombrío de Levin.

–¿Qué te pasa? –le preguntó.

–Nada. Pero en este mundo hay muy pocas cosas alegres.

–¿Que hay pocas cosas alegres? ¿Quieres venir conmigo a París en lugar de ir a ese Mulhouse? ¡Ya verás si aquello es alegre o no!

–Para mí todo esto ha pasado y es hora ya de ir pensando en la muerte.

–¡Caramba! ¡Dices unas cosas! ¡Y yo que me dispongo a comenzar a vivir!

–También yo pensaba así hace poco. Pero ahora estoy seguro de que no tardaré en morir.

Las palabras de Levin reflejaban sinceramente su pensamiento de estos últimos tiempos. En todas partes veía sólo la muerte o su proximidad.

No obstante, la obra iniciada le preocupaba. Debía vivir de un modo u otro el resto de su vida hasta que llegara la muerte. La oscuridad le cerraba todo camino, pero precisamente, a consecuencia de aquella oscuridad, comprendía que la única luz que podía guiarle en ella era su empresa. Y Levin se aferraba a ella con todas las energías.

ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 26, 27 Y 28

viernes, junio 7th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 26

Sviajsky era el representante de la nobleza de su distrito. Tenía muchos más años que Levin y estaba casado hacía ya tiempo. Vivía en su casa su joven cuñada, mujer muy simpática a Levin, quien no ignoraba que Sviajsky y su mujer deseaban casarlo con aquella joven.

Lo sabía con certeza, como lo saben siempre los jóvenes considerados casaderos, aunque no hubiera osado decirlo a nadie, y sabía también que, aunque él deseaba casarse y creía que aquella joven habría sido una excelente esposa en todos los sentidos, tenía tantas probabilidades de casarse con ella, aun no estando enamorado de Kitty Scherbazkaya, como de subir al cielo.

Este pensamiento le amargaba un tanto la satisfacción que se había prometido de aquel viaje a las tierras de Sviajsky.

Al recibir la carta de éste invitándolo a cazar, Levin pensó en ello en seguida pero también pensó que tales miras de su amigo eran un mero deseo sin fundamento y resolvió ir. Además, en el fondo de su alma, deseaba probarse una vez más, volviendo a ver de cerca a la joven cuñada de Sviajsky.

La vida de su amigo era muy grata y el propio Sviajsky, el mejor prototipo de miembro activo de zemstvo que conociera Levin, le resultaba muy interesante.

Sviajsky era uno de esos hombres, incomprensibles para Levin, cuyos pensamientos, eslabonados y nunca independientes, siguen un camino fijo y cuya vida, definida y firme en su dirección, sigue un camino completamente distinto y hasta opuesto al de sus ideas.

Sviajsky era muy liberal. Despreciaba a la nobleza y consideraba que la mayoría de los nobles eran, in petto, partidarios de la servidumbre y que sólo por cobardía no lo declaraban. Creía a Rusia un país perdido, una segunda Turquía, y al Gobierno lo tenía por tan malo que ni siquiera llegaba a criticar sus actos en serio. Esto no le impedía, por otra parte, ser un modelo de representante de la nobleza ni cubrirse, siempre en sus viajes, con la gorra de visera con escarapela y el galón rojo distintivos de la institución.

Creía que sólo era posible vivir bien en el extranjero, adonde se iba siempre que tenía ocasión y, a la vez, dirigía en Rusia una propiedad por procedimientos muy complejos y perfeccionados, siguiendo con extraordinario interés todo lo que se hacía en su país.

Opinaba que el aldeano ruso, por su desarrollo mental, pertenecía a un estadio intermedio entre el mono y el hombre y, sin embargo, en las elecciones para el zemstvo estrechaba con gusto la mano de los aldeanos y escuchaba sus opiniones. No creía en Dios ni en el diablo, pero le preocupaba mucho la cuestión de mejorar la suerte del clero. Y era partidario de la reducción de las parroquias sin dejar de procurar que su pueblo conservase su iglesia.

En el aspecto feminista, estaba al lado de los más avanzados defensores de la completa libertad de la mujer y sobre todo de su derecho al trabajo; pero vivía con su esposa de tal modo que todos admiraban la vida familiar de aquella pareja sin hijos en la que él se había arreglado para que su mujer no hiciera ni pudiese hacer nada, fuera de la ocupación, común a ella y a su marido, de pasar el tiempo lo mejor posible.

Si Levin no hubiera tenido la facultad de querer ver a los hombres por su lado mejor, el carácter de Sviajsky no habría ofrecido para él la menor dificultad ni enigma. Hubiera pensado: «Es un miserable o un tonto» y el asunto hubiera quedado claro. Pero no podía decir «tonto» porque Sviajsky era, sin duda, además de inteligente, muy instruido y sabía llevar su cultura con una extraordinaria naturalidad. No había ciencia que no supiese, pero sólo mostraba sus conocimientos cuando se veía obligado.

Menos aún podía Levin calificarle de miserable, porque Sviajsky era, indudablemente, un hombre honrado, bueno e inteligente, consagrado con ánimo alegre a una labor muy estimada por cuantos lo rodeaban y que nunca, a sabiendas, había hecho ni podía hacer mal alguno.

Levin se esforzaba, pues, en comprenderlo y no lo comprendía, considerándolo como un enigma y su modo de vivir como no menos enigmático.

Eran amigos y, por tanto, Levin tenía ocasiones de sondar a Sviajsky, de llegar hasta la base misma de su concepto de la vida. Pero siempre sus esfuerzos resultaban vanos. Cada vez que Levin trataba de penetrar más allá de las habitaciones de recepción del cerebro de Sviajsky, notaba que éste se turbaba algo, que su mirada expresaba un recelo casi imperceptible, como si temiera que Levin lo comprendiese. E iniciaba una resistencia jovial.

A raíz de su desengaño en sus actividades de propietario, Levin experimentó particular placer en visitar a su amigo. El solo hecho de ver aquella pareja de tórtolos felices y contentos de sí mismos y de su nido confortable, satisfacía ya a Levin, el cual, ahora que se sentía tan descontento de su propia vida, trataba de descubrir el secreto de Sviajsky, que daba una claridad, una alegría y un sentido tan preciso a su vida.

Además, Levin sabía que en casa de Sviajsky vería a los propietarios vecinos y esto le permitiría lo que tanto le interesaba: discutir, escuchar sus conversaciones sobre cosechas, contratos de jornaleros, etcétera.

Aunque consideradas algo vulgares, como no ignoraba Levin, estas charlas le parecían a la sazón muy importantes.

«Acaso esto no tuviera importancia en los tiempos de la servidumbre o ahora en Inglaterra. En ambos casos, las condiciones son definidas, pero aquí, en nuestro país, cuando todo está trastornado y apenas empieza a organizarse el nuevo orden, saber en qué condiciones se hará es el único problema importante que existe en Rusia», pensaba.

La caza resultó peor de lo que él esperaba. El pantano estaba ya seco y las chochas habían huido. Tras un día entero de caza, sólo trajo tres piezas y, como siempre, un excelente apetito, muy buena disposición de ánimo y el estado mental de grata excitación que despertaba en él el ejercicio físico.

Incluso durante la caza, cuando aparentemente no había que pensar en nada, recordaba, de vez en cuando, al viejo y a su familia y, al evocarlos, parecía despertar no sólo su atención, sino una especie de decisión relacionada con ella.

Por la noche, al tomar el té, en compañía de algunos propietarios de tierras que visitaban a Sviajsky por asuntos de tutelaje, se entabló, como Levin esperaba, una interesante conversación.

En la mesa de té, Levin se sentaba junto a la dueña y hubo de hablar con ella y con la cuñada, instalada frente a él. La dueña era una mujer de rostro redondo, rubia y bajita, toda radiante de sonrisas y hoyuelos.

Levin trataba de indagar, por mediación de ella, la solución del problema que constituía para él su marido, pero no poseía su completa libertad de ideas; no se sentía lo suficientemente desembarazado porque ante él se sentaba la cuñada. Ésta llevaba un vestido muy especial, que a Levin le pareció que se había puesto por él y en el cual se abría un escote en forma de trapecio.

Aquel escote cuadrangular, a pesar de la blancura del pecho y acaso por ello, privaba a Levin de la facultad de pensar. Imaginaba, errando probablemente, que aquel escote tendía a influirle y no se consideraba con derecho a mirarlo y procuraba no hacerlo; pero tenía la impresión de ser culpable, aunque sólo fuera por el simple hecho de que aquel escote existiese, que era preciso que explicara algo y le era imposible hacerlo. Y, a causa de esto, se sonrojaba y se sentía torpe e inquieto. Su estado de ánimo se comunicaba también a la linda cuñada. La dueña, en cambio, parecía no reparar en ello y, a propósito, la obligaba a entrar en el tema de la conversación.

–Decía usted –manifestaba continuando la charla iniciada– que a mi marido no le interesa nada ruso… ¡Al contrario! En el extranjero está alegre, pero nunca tanto como cuando vive aquí. Aquí se halla en su ambiente. ¡Como tiene tanto que hacer y se interesa por todo! ¿No ha estado usted en nuestra escuela?

–La he visto. ¿No es esa casa cubierta de hiedra?

–Sí. Es obra de Nastia–dijo, señalando a su hermana.

–¿Les enseña usted misma? –preguntó Levin, esforzándose en no mirar el escote, pero sintiendo que mirase o no hacia allí, tendría que verlo igualmente.

–Sí: enseñaba y enseño pero tenemos, además, una buena maestra. Hemos introducido también clases de gimnasia.

–Gracias, no quiero más té –dijo Levin.

Y, a pesar de reconocer que cometía una incorrección, pero sintiéndose incapaz de continuar aquella charla, se levantó sonrojándose.

–Oigo una conversación muy interesante –añadió– y…

Se acercó al otro extremo de la mesa, donde estaba sentado el dueño con dos propietarios.

Sviajsky, acomodado de lado a la mesa, sostenía la taza con la mano y apoyaba el codo sobre la madera. Con la otra mano empujaba su barba, subiéndola hasta la nariz como para olerla y dejándola luego caer. Sus brillantes ojos negros miraban a un propietario de canosos bigotes que hablaba con agitación y, a juzgar por su rostro, debía de encontrar divertido lo que decía.

El propietario se quejaba de los aldeanos. Levin veía claramente que Sviajsky podía contestar muy bien a aquellas quejas y aniquilar a su interlocutor con pocas palabras, pero su posición se lo impedía y por ello escuchaba, no sin placer, las cómicas lamentaciones del propietario.

El hombre de los bigotes canosos era un evidente partidario de la servidumbre, un hombre que no había salido de su pueblo y a quien apasionaba dirigir los trabajos de su finca. Esto se deducía por su vestido, una levita anticuada y algo raída en la que el propietario no se sentía a gusto; por sus ojos, entornados y perspicaces; por su conversación, en buen ruso; por el tono imperativo adquirido a través de una larga práctica de mando; por los ademanes seguros de sus manos, grandes y bien formadas, tostadas por el sol, con un único y antiguo anillo de boda en su dedo anular.

TERCERA PARTE – Capítulo 27

–De no inspirarme pena dejar esto, tan bien arreglado y en lo que he puesto tantos afanes, lo habría abandonado todo, vendiéndolo y marchando como hizo Nicolás Ivanovich. Sí, me habría ido a oír «La bella Elena» –––dijo el propietario con una sonrisa agradable que iluminó su rostro viejo e inteligente.

–Pero cuando no lo deja ––dijo Nicolás Ivanovich Sviajsky– es señal de que le va bien.

–Me va bien porque la casa donde vivo es mía, porque no he de comparar nada ni alquilar brazos para el trabajo, porque no he perdido aún la esperanza de que el pueblo acabe teniendo sensatez. Pero ¿han visto ustedes qué manera de beber, qué libertinaje?… Todos han repartido sus bienes… Nadie posee un caballo ni una vaca. Se mueren de hambre, pero tome usted a uno como jornalero y verá cómo aprovecha la primera ocasión para estropeárselo todo y lo demanda todavía ante el juez.

–Pues la solución es que también lo demande usted –dijo Sviajsky.

–¿Quejarme yo? ¡Por nada del mundo! Contestan a uno de tal modo que hasta lo hacen arrepentirse de haberse quejado. Y si no, un ejemplo: los obreros de la fábrica pidieron dinero adelantado y luego se fueron. ¿Y qué hizo el juez? ¡Los absolvió! Los únicos que sostienen con firmeza la autoridad son el Juzgado comarcal y el síndico mayor. Éste sí; les ajusta las cuentas como en el buen tiempo antiguo y, si no fuera así, más valdría dejarlo todo y huir al otro extremo del mundo.

Era evidente que el propietario trataba, con sus palabras, de excitar a Sviajsky, pero éste, en vez de excitarse, se divertía.

–Pues nosotros, Levin aquí presente, el señor, yo… –dijo, señalando al otro propietario y sonriendo– dirigimos nuestras tierras sin esos procedimientos.

–Sí, las cosas van bien en la finca de Mijail Petrovich, pero pregúntele cómo… ¿Es eso por ventura una explotación «racional»? –exclamó el viejo, al parecer envanecido por haber empleado la palabra «racional».

–Mi modo de administrar la finca es muy sencillo –dijo Mijail Petrovich– y he de dar gracias a Dios. Toda mi preocupación es preparar dinero para las contribuciones de otoño. Luego vienen los aldeanos: «Padrecito, por Dios, ayúdenos». Vienen todos, amigos míos, y me dan lástima. Yo les doy para pasar el próximo trimestre y les digo: «Muchachos, acuérdense de que los he ayudado y ayúdenme cuando los necesite para sembrar avena, arreglar el heno o segar». Y así les pongo condiciones por cada contribución que les pago. Es verdad que también hay desagradecidos entre ellos…

Levin, que conocía desde mucho atrás aquellos métodos «patriarcales», cambió una mirada con Sviajsky e interrumpió a Mijail Petrovich, dirigiéndose al de los bigotes canosos.

–¿Cómo opina usted –preguntó– que hay que dirigir las fincas?

–Como lo hace Mijail Petrovich, o dando las tierras a medias o arrendándolas a los campesinos. Todo esto es posible, pero con ello se destruye la riqueza del país. Allí donde la tierra, bien cuidada durante la servidumbre, me daba nueve, a medias me da tres. ¡La emancipación ha arruinado a Rusia!

Sviajsky miró a Levin sonriendo y hasta le hizo una leve señal irónica.

Pero Levin no hallaba en las palabras del propietario ningún motivo de risa. Lo comprendía mejor que a Sviajsky. Y lo demás que agregó el propietario, demostrando por qué Rusia estaba arruinada por la emancipación, le pareció incluso muy justo, nuevo para él e indiscutible.

Se veía que aquel hombre expresaba sus propios pensamientos –cosa que sucede con poca frecuencia– y que tales ideas no nacían en un cerebro ocioso en el deseo de buscarse una ocupación, sino que tenían su origen en las condiciones de su vida y habían sido larga y profundamente meditadas en su soledad rural.

–La cosa es ésta: todo progreso se introduce desde arriba. –decía el propietario, con evidente deseo de probar que no era un hombre inculto– Fijémonos en las reformas de Pedro, Catalina y Alejandro; fijémonos en la historia europea… Cuantas más reformas se introducen desde arriba, más mejoras hay en la vida rural. La misma patata ha sido introducida en nuestro país a la fuerza. Tampoco se ha labrado siempre con el arado de madera. Probablemente éste fue introducido a la fuerza en tiempo de los señores feudales.

En nuestra época, durante la servidumbre, nosotros, los propietarios, introdujimos innovaciones: secadoras, aventadoras y otras máquinas modernas. Estas cosas las hemos implantado gracias a nuestra autoridad y los aldeanos, que al principio se resistían, nos imitaban después. Pero, al suprimir la servidumbre nos han quitado la autoridad, y nuestras propiedades, que estaban a un nivel muy alto, bajarán a un estado primitivo y salvaje. Ésta es mi opinión.

–Pero ¿por qué? Si la explotación es racional, puede usted recurrir a los jornaleros –dijo Sviajsky.

–¿Con qué poder, quiere usted decírmelo? ¿De quién podré servirme para ello?

« Claro: el trabajo del obrero es el primer factor de la economía rural», pensó Levin.

–De los jornaleros.

–Los jornaleros no quieren trabajar bien ni con buenas máquinas. Nuestro obrero sólo piensa en una cosa: en beber como un cerdo y, en estando borracho, estropear cuanto se le confía. A los caballos les da demasiada agua, rompe las buenas guarniciones, cambia una rueda enllantada por otra y se bebe el dinero, afloja el tomillo principal de la trilladora mecánica para estropearla… Le repugna todo lo que no se hace según sus ideas. Y por ello ha bajado tanto el nivel de la economía rural. Las tierras se abandonan, se deja crecer el ajenjo en ellas o se regalan a los campesinos, y allí donde se producía un millón de cuarteras ahora se producen sólo unos pocos centenares de miles. La riqueza general ha disminuido. Si hubiésemos hecho lo mismo, pero con tino…

Y comenzó a explicar un plan para la manumisión de siervos con el que se habrían remediado tales males.

A Levin esto no le interesaba. Pero cuando el viejo terminó, Levin volvió a sus primeros propósitos y dijo a Sviajsky, para forzarle a dar su opinión en serio:

–Que el nivel de nuestra economía baja y que con nuestras relaciones con los campesinos es imposible dirigir las propiedades es cosa que no está fuera de duda –afirmó.

–Yo no lo veo así –repuso seriamente Sviajsky–. Sólo veo que no sabemos administrar bien nuestras fincas y que, por el contrario, el nivel de la economía durante la servidumbre no era elevado, sino muy bajo. No tenemos buenas máquinas ni buenos animales de labor, ni buena dirección, ni sabemos hacer cálculos. Pregunte a un propietario y no sabrá decirle lo que es ventajoso y lo que no.

–¡Sí: contabilidad a la italiana! –repuso el propietario irónicamente– Pero, cuente usted como quiera, si se lo estropean todo, no sacará ningún beneficio.

–¿Por qué van a estropeárselo? Una porquería de trilladora, una apisonadora rusa, se la estropearán, pero no mi máquina de vapor. Un caballejo ruso… ¿cómo se llaman? los de esa endiablada raza a los que hay que arrastrar por la cola, esos podrán estropeárselos, pero si tiene usted buenos percherones, no se los estropearán. Y todo así. Es preciso elevar el nivel de la vida rural.

–Para eso hay que tener dinero, Nicolás Ivanovich. En usted está bien, pero yo tengo un hijo, a quien debo educar en la Universidad y otros pequeños a quienes pago el colegio. De modo que no puedo comprar percherones.

–Para eso están los bancos.

–¿Para que me vendan en pública subasta lo último que me quede? No, gracias.

–No estoy conforme con que sea posible y necesario elevar el nivel de la economía rural. –dijo Levin– Yo me ocupo de ello, tengo medios, y, sin embargo, no consigo nada. Ni sé para quién son útiles los bancos. Por mi parte, en todo lo que he gastado dinero he tenido pérdidas: en los animales, pérdidas; en las máquinas, pérdidas.

–Lo que dice usted es muy cierto –afirmó, riendo con satisfacción, el propietario de los bigotes canosos.

–Y no sólo me pasa a mí. –continuó Levin– Puedo nombrar otros propietarios que dirigen sus propiedades de una manera racional. Todos, con raras excepciones, tienen pérdidas en sus fincas. Díganos: ¿gana usted con su propiedad? –preguntó a Sviajsky. Y en seguida notó en los ojos de éste la momentánea expresión de temor que notaba siempre que trataba de penetrar más allá de las habitaciones de recibir del cerebro de Sviajsky.

Además, tal pregunta no era muy leal por parte de Levin. Durante el té, la dueña le había dicho que habían hecho venir aquel verano de Moscú a un contable alemán que por quinientos rublos hizo el balance de las cuentas de la propiedad, del que resultaba que habían tenido tres mil rublos de pérdida y algo más.

Ella no lo recordaba con exactitud, pero el alemán, al parecer, había contado hasta el último cuarto de copeck.

El viejo propietario sonrió al oír hablar de las ganancias de Sviajsky. Se veía claramente que sabía muy bien las ganancias que su vecino y jefe de la nobleza podía tener.

–Quizá yo no obtenga beneficios, –contestó Sviajsky– pero ello sólo indicaría que soy un mal propietario o que invierto el capital para aumentar la renta.

–¡La rental –exclamó Levin, horrorizado– Puede ser que exista renta en Europa, donde ha mejorado la tierra a fuerza de trabajarla, pero nuestra tierra empeora cuanto más trabajo ponemos en ella, es decir que la agotamos y en este caso ya no hay renta.

–¿Cómo que no hay renta? Pues la ley…

–Nosotros estamos fuera de la ley. La renta, para nosotros, no aclara nada; al contrario, lo confunde todo. Dígame: ¿cómo el estudio de la renta puede …?

–¿Quieren leche cuajada? Macha, haz que nos traigan leche cuajada y frambuesas –dijo Sviajsky a su mujer––– Este año tenemos una gran abundancia de frambuesas.

Y Sviajsky se levantó y se alejó en inmejorable disposición de espíritu, dando por terminada la conversación donde Levin la daba por empezada.

Al quedarse sin interlocutor, Levin continuó la charla con el propietario, tratando de demostrarle que la dificultad estribaba en que no se querían conocer las cualidades y costumbres del obrero.

Pero, como todos los hombres que piensan con independencia y viven aislados, el propietario era muy reacio a admitir las opiniones ajenas y se atenía en exceso a las propias. Insistía en que el aldeano ruso es un cerdo y le gustan las porquerías, y que para sacarle de ellas se necesitaba autoridad y, a falta de ésta, palo; pero que como entonces se era tan liberal, se había sustituido el palo, que durara mil años, por abogados y conclusiones con cuya ayuda se alimentaba con buena sopa a aquellos campesinos sucios e inútiles y hasta se les medían los pies cúbicos de aire que necesitaban.

–¿Cree usted –respondía Levin, tratando de volver a la cuestión– que no se puede encontrar un aprovechamiento de la energía del trabajador que haga productivo su trabajo?

–Con el pueblo ruso, no teniendo autoridad, no será posible nunca –contestó el propietario.

–¿Cómo es posible encontrar nuevas condiciones? ––dijo Sviajsky, después de tomar la leche cuajada, encendiendo un cigarrillo y acercándose a los que dialogaban– Todos los modos de emplear la energía de los trabajadores han sido definidos y estudiados. Ese resto de barbarie, la comunidad primitiva de caución solidaria, se descompone por sí sola; la esclavitud ha sido aniquilada; el trabajo es libre; sus formas, concretas, y hay que aceptarlas así. Hay peones, jornaleros, colonos, y fuera de eso, nada.

–Pues Europa está descontenta de tales formas. Tan descontenta, que trata de hallar otras.

–Yo sólo digo esto –intervino Levin–. ¿Por qué no buscar nosotros por nuestra parte?

–Porque sería igual que si pretendiéramos volver a inventar procedimientos para la construcción de ferrocarriles. Estos procedimientos están ya inventados.

–Pero ¿si no convienen a nuestro país, si resultan perjudiciales? –insistió Levin. Y otra vez observó la expresión de temor en los ojos de Sviajsky.

–¡En este caso celebremos nuestro triunfo y proclamemos que hemos encontrado lo que Europa buscaba! Todo eso está muy bien, pero ¿saben ustedes lo que se ha hecho en Europa referente a la organización obrera?

–Muy poco.

–La cuestión apasiona ahora a los mejores cerebros europeos. Tenemos la escuela de Schulze–Delich… Existe además una amplia literatura sobre la cuestión obrera en el sentido más liberal, debida a Lassalle. En cuanto a la organización de Mulhouse, es un hecho. Seguramente no la ignoran ustedes.

–Tengo una idea… pero muy vaga.

–Aunque diga eso, seguramente lo sabe tan bien como yo. No soy un profesor de sociología, pero eso me interesa y le aconsejo que, si le interesa también, la estudie.

–Y ¿a qué conclusiones ha llegado?

–Perdón, pero…

Los propietarios se levantaron. Sviajsky, habiendo detenido una vez más a Levin en su molesta costumbre de escrutar en las habitaciones interiores de su cerebro, saludó a los invitados que se marchaban.

TERCERA PARTE – Capítulo 28

–Aquella noche Levin se aburría terriblemente en compañía de las señoras; le agitaba el pensamiento de que la insatisfacción que sentía por los asuntos de sus tierras no era exclusiva suya sino general en toda Rusia; que encontrar una organización en la que los obreros trabajasen como en la propiedad del campesino que vivía a mitad de camino de casa Sviajsky no era una ilusión, sino un problema que había que resolver, que era posible resolver y que había que intentarlo.

Después de saludar a las señoras y haber prometido quedarse todo el día siguiente, para ir juntos a caballo a ver un derrumbamiento que se había producido en un bosque del Estado, Levin, antes de retirarse, pasó al despacho de su amigo para coger los libros sobre cuestiones obreras que Sviajsky le había ofrecido.

El despacho era una pieza enorme, con muchas estanterías de libros y dos mesas, una grande, de escritorio, en el centro de la habitación, y otra redonda, con periódicos y revistas en todos los idiomas dispuestos en círculo en tomo a la lámpara.

Junto a la mesa escritorio se veía un archivador en cuyos cajones rótulos dorados indicaban los distintos documentos que contenían.

Sviajsky cogió unos libros y se sentó en una mecedora.

–¿Qué busca usted? –preguntó a Levin, que, parándose junto a la mesa redonda, miraba las revistas– ¡Ah, sí! Ahí hay un artículo muy interesante –agregó, refiriéndose a la revista que Levin tenía en la mano– Resulta –añadió con alegre animación– que el principal culpable del reparto de Polonia no fue Federico. Parece que…

Y Sviajsky, con su peculiar claridad, refirió brevemente aquellos nuevos e interesantes descubrimientos de indudable importancia.

Aunque a Levin le importaba sobre todo lo de la propiedad rural, oyendo a su huésped, se preguntaba: «¿Cómo será el interior de este hombre? ¿En qué puede interesarle la división de Polonia?».

Y cuando terminó, Levin le preguntó, involuntariamente:

–Bueno, ¿y qué?… Pero no pudo obtener nada más.

Lo único interesante era que «resultaba»… Sviajsky no explicó, sin embargo, ni lo creyó necesario, por qué le interesaba aquello.

–Me interesó mucho ese propietario rural tan enfadado –dijo Levin suspirando–. Es muy inteligente y en muchas de sus cosas tiene razón.

–¿Qué dice usted? Es un antiguo partidario de la servidumbre, como todos ellos –repuso Sviajsky.

–Todos ellos son los que usted representa…

–Sí, soy el representante de la nobleza, pero los llevo en otra dirección diferente a la que desean –rió Sviajsky.

–El asunto me interesa mucho ––dijo Levin–. Ese hombre acierta en que el cultivo racional de fincas va mal y que las únicas que prosperan son las de usureros, como las de aquel otro, tan callado y la pequeña propiedad. ¿Quién tiene la culpa?

–Sin duda nosotros mismos. Y, además, no es cierto que la propiedad racional no prospere. Por ejemplo, Vasilchikov…

–Prospera la fábrica, no las tierras.

–No sé por qué se extraña, Levin. El pueblo ruso está a un nivel moral y material tan bajo que es natural que se resista a aceptar lo que necesita. En Europa la propiedad racional prospera porque el pueblo está educado, lo cual significa que nosotros debemos educar al pueblo y nada más.

–¿Es posible, acaso, educar al pueblo?

–Para educar al pueblo se necesitan tres cosas: escuelas, escuelas y escuelas.

–Usted ha dicho que el pueblo tiene un nivel muy bajo de desarrollo material. ¿En qué pueden servirle para eso las escuelas?

–Me recuerda usted la anécdota de los consejos sobre la enfermedad. «Pruebe a dar al enfermo un purgante.» «Ya se lo hemos dado y se siente peor.» «Póngale sanguijuelas.» «También, y empeora.» «Recen.» «Ya hemos rezado, y empeora…» Nosotros somos así. Yo le menciono la economía política y usted dice que eso es peor. Le hablo de socialismo y me contesta que es peor. Le hablo de la educación y me dice que es peor.

–¿De qué pueden servir las escuelas?

–Las escuelas despertarán en el pueblo nuevas necesidades.

–Eso no he podido comprenderlo nunca –repuso Levin con animación–. ¿Cómo van a ayudar las escuelas al pueblo a mejorar su estado material? Dice usted que las escuelas y la educación despertarán en el pueblo otras necesidades? Pues peor que peor, porque el pueblo no podrá satisfacerlas. En qué el sumar y restar y el catecismo puedan servir para mejorar el estado material no he podido entenderlo jamás. Anteayer encontré a una aldeana con un niño de pecho en brazos y le pregunté de dónde venía. Me contestó que el niño tenía tos ferina y lo había llevado a la curandera para que lo curase. «¿Y qué ha hecho la mujer para curar la tos ferina a la criatura?», le pregunté. «Ha puesto el niñito sobre la pértiga del gallinero y ha murmurado no sé qué palabras.»

–¿Lo ve usted? ¡Usted mismo lo ha dicho! Para que la aldeana no lleve a curar a su niño a la pértiga de un gallinero es preciso…

–¡No! ––dijo Levin irritado––– Esa curación del niño en la pértiga es para mí como la curación del pueblo en las escuelas. El pueblo es pobre e inculto. Eso lo vemos ambos con tanta claridad como la mujer ve la tos ferina porque el niño tose. Pero es tan incomprensible que las escuelas puedan hacer algo por la incultura y la miseria del pueblo como lo es que el niño cure de la tos ferina por ponérsele en la pértiga del gallinero. Lo que hay que aclarar es el motivo de la miseria del labriego.

–En eso, al menos, coincide usted con Spencer, que tan poco le gusta. También opina que la cultura sólo puede ser el resultado del bienestar y las comodidades de la vida y los frecuentes baños, como dice él, pero nunca del saber leer y contar.

–Celebro, o mejor dicho lamento, coincidir con Spencer. Pero sabía lo que dice hace mucho… Las escuelas no valen para nada; sólo serán útiles cuando el pueblo, siendo más rico y teniendo más tiempo libre, pueda frecuentarlas.

–Sin embargo, ahora, en toda Europa la enseñanza es obligatoria.

–¿Está usted de acuerdo en eso con Spencer o no? –repuso Levin.

Pero en los ojos de su amigo brilló otra vez la expresión de temor y dijo sonriendo:

–¡Lo que usted me ha contado de la tos ferina es maravilloso! ¿Es posible que lo haya oído usted mismo?

Levin comprendió que no podría hallar la relación entre la vida de aquel hombre y sus ideas. Se comprendía que le era indiferente la conclusión a la que le llevaran sus razonamientos; él necesitaba únicamente el proceso de pensar. Y se molestaba cuando éste lo conducía a un callejón sin salida. Esto era lo único que no quería admitir y lo evitaba, cambiando la conversación con alguna sugestión graciosa y agradable.

Todas las impresiones del día, empezando por la del aldeano en cuyas tierras se había detenido y la cual le servía de base de todas sus ideas y sensaciones de hoy, agitaron profundamente a Levin. Aquel amable Sviajsky, que sostenía opiniones sólo para uso general y que, evidentemente, poseía otros fundamentos de vida, ocultos para Levin, formaba parte de una innumerable legión de gente que dirigía la opinión pública mediante ideas que no sentían. Aquel enfadado propietario, acertado en sus reflexiones, deducidas a través de su experiencia de la vida, era injusto en sus apreciaciones sobre una clase entera –y la mejor– de los habitantes de Rusia. Todo ello, más el descontento de sus ocupaciones y la vaga esperanza de que se hallara a todo remedio, se fundía en Levin en un sentimiento de interior inquietud y la espera de una pronta resolución.

Al quedar solo en el cuarto que le habían destinado, sobre el colchón de muelles que le hacía saltar inesperadamente pies y brazos a cada movimiento, Levin permaneció despierto largo rato. La conversación con Sviajsky, a pesar de haber dicho cosas muy atinadas, no logró en ningún momento interesarle, pero las ideas del viejo propietario merecían que se pensase en ellas. Involuntariamente recordaba sus palabras y corregía las respuestas que él le diera.

«Sí», pensaba, «debí decirle: Usted afirma que nuestras propiedades van mal porque el aldeano odia todos los perfeccionamientos y en eso tiene razón. Pero el asunto va bien donde el aldeano obra según sus costumbres, como en la casa del viejo que vive a la mitad del camino. Nuestro descontento de las cosas demuestra que los culpables somos nosotros y no los trabajadores. Ya hace tiempo que obramos al modo europeo sin considerar las cualidades de la mano de obra. Probemos a reconocer la fuerza obrera no como una fuerza ideal de trabajadores, sino como un conjunto de aldeanos rusos, con sus instintos propios, y organicemos la explotación de nuestras propiedades con arreglo a ello. Imagine usted –debí decirle– que usted llevara su propiedad como el viejo del camino y que hubiera sabido interesar en el éxito de la labor a los trabajadores y que hubiese aplicado el sistema de trabajo que ellos admiten. Entonces obtendría usted, sin agotar la tierra, dos o tres veces más que ahora. Divídalo en dos, dé la mitad a los obreros y usted recibirá más y la mano de obra también. Para ello hay que disminuir el nivel de ganancias a interesar a los obreros en el éxito. El cómo es cuestión de detalles, pero indudablemente esto es posible».

Aquellas ideas agitaban de un modo extraordinario a Levin. Pasó sin dormir la mitad de la noche, reflexionando sobre la manera de realizar su pensamiento. No pensaba volver a casa al día siguiente, pero ahora resolvió marchar de madrugada. Además, aquella cuñada del escote le despertaba un sentimiento análogo a la vergüenza y al arrepentimiento de haber hecho algo malo.

Sobre todo, tenía que volver pronto a casa para presentar a los campesinos un nuevo proyecto, antes de la sementera de otoño, a fin de poder sembrar ya en las nuevas condiciones.

Había decidido cambiar radicalmente el modo de dirigir su propiedad.

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