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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: agosto 13th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 12

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Tolstoy atrevido, que se guardó el final del libro para volcar sus más íntimos pensamientos a través de Levin. Hoy pensaba que «Kostia Levin» no hubiera sido un título muy ganchero para una novela, para un drama y, entonces, nuestro querido Lev, se vuelve Lev-in y nos cuenta su vida interior bajo el título Anna Karenina. ¿Vamos con el Capítulo 12 de la Octava Parte? ¿Ya tienen listo su té?
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 12

Levin iba por el camino andando a grandes pasos, atento, no tanto a sus pensamientos, que todavía no había logrado ordenar, cuanto a aquel estado de ánimo que hasta entonces no había experimentado.

Las palabras del campesino Feódor produjeron en su alma el efecto de una chispa eléctrica que en un momento fundió y transformó un enjambre de pensamientos hasta entonces vagos y desordenados que no habían dejado de atormentarlo. Hasta en el momento en que hablaba del arriendo de las tierras, habían estado preocupándolo.

Sentía brotar en su alma algo nuevo y, sin saber todavía lo que era, experimentaba con ello una gran alegría.

«Hay que vivir, no para nuestras propias necesidades, sino para Dios. Pero, ¿para qué Dios? ¿Es posible decir una cosa más privada de sentido común? Feódor ha dicho que hay que vivir, no sólo para nuestras propias necesidades, esto es, para lo que comprendemos, lo que nos atrae y deseamos, sino para algo incomprensible, para ese Dios al cual nadie puede comprender ni definir… ¿Qué es esto? ¿Acaso no habré comprendido las palabras sin sentido de Feódor? Y si no he comprendido lo que decía, ¿he dudado por ventura de que fuese justo? ¿Lo he encontrado necio, impreciso y vago? No; lo he comprendido por completo, tal como él lo comprende. Lo he comprendido tan bien y tan claramente como lo que mejor pueda comprender en la vida, y jamás en mi existencia he dudado de ello ni puedo dudar. Y, no sólo yo, sino todos lo comprenden perfectamente; no dudan de ello y todos están de acuerdo en aceptarlo. ¡Y yo que buscaba, deplorando no ver un milagro! Un milagro material me habría convencido. ¡Y, no obstante, el único milagro posible, el que existe siempre y nos rodea por todas partes, no lo observaba, no lo veía!

Feódor dice que el guarda Kirilov vive sólo para su vientre. Eso es claro y comprensible. Todos nosotros, como seres racionales, no podemos vivir de otro modo sino para el vientre. Y de pronto Feódor dice que no se debe vivir para el vientre y que se debe vivir para la verdad y para Dios, y yo, con una sola palabra, lo comprendo. Y yo, y millones de seres que vivieron siglos antes y viven ahora, sabios, labriegos y pobres de espíritu –los sabios que han escrito sobre esto, lo dicen en forma incomprensible– coinciden en lo mismo: en cuál es el fin de la vida y qué es el bien. Sólo tengo, común con todos los hombres, un conocimiento firme y claro que no puede ser explicado por la razón, que está fuera de la razón y no tiene causas ni puede tener consecuencias.

Si el bien tiene una causa, ya no es bien, y si tiene consecuencias (recompensa) tampoco lo es. De modo que el bien está fuera del encadenamiento de causas y efectos. Y conozco el bien y lo conocemos todos. ¿Puede haber milagro mayor? ¿Es posible que yo haya encontrado la solución de todo? ¿Es posible que hayan terminado todos mis sufrimientos?», pensaba Levin, avanzando por el camino polvoriento, sin sentir ni calor ni cansancio y experimentando la impresión de que cesaba para él un largo padecer.

Aquella impresión despertaba en su espíritu una paz tan honda que apenas osaba creer en ella. La emoción lo ahogaba, le flaqueaban las rodillas y le faltaban las fuerzas para seguir andando. Salió del camino, se internó en el bosque y se sentó a la sombra de los olmos, sobre la hierba no segada aún. Se quitó el sombrero que cubría su cabeza empapada de sudor y, apoyándose en un brazo, se tendió en la jugosa y blanda hierba del bosque.

«Es preciso reflexionar y comprender», pensaba, con los ojos fijos en la hierba que se erguía ante él, mientras seguía con la mirada los movimientos de un insecto verde que trepaba por un tallo de sanguinaria y se detenía retenido por una hoja de borraja. «Pero, ¿qué he descubierto?», se preguntó, apartando la hoja de borraja para que no obstaculizara al insecto y acercando otra hierba para que el animalillo pasara por ella. «¿Por qué esta alegría? ¿Qué he descubierto en resumen? Nada. Sólo me he enterado de lo que ya sabía. He comprendido la calidad de la fuerza que me dio la vida en el pasado y me la da ahora también. Me libré del engaño, conocí a mi señor… Antes yo decía que mi cuerpo, como el cuerpo de esta planta y de ese insecto –a la sazón el insecto, sin querer escalar la hierba, había abierto las alas y volaba a otro lugar- seguía las transformaciones de la materia según las leyes físicas, químicas y fisiológicas. Y que en todos nosotros, como en los álamos, las nubes y las nebulosas se produce una evolución. ¿Evolución de qué? ¿En qué? Una evolución infinita, una lucha…

¿Cómo es posible una dirección y una lucha en el infinito? Y yo me extrañaba de que, a pesar de mi constante tensión mental en tal dirección, no se me aclaraba el sentido de la vida, el sentido de mis deseos, de mis aspiraciones… Pero ahora declaro que conozco el sentido de mi vida; vivir para Dios, para el alma…

Y este sentido, a pesar de su claridad, es misterioso y milagroso. Éste es también el sentido de cuanto existe. Y el orgullo… –se tendió de bruces y comenzó a atar entre sí los tallos de hierba procurando no romperlos–. No sólo existe el orgullo de la inteligencia, sino la estupidez de la inteligencia. Pero lo peor es la malicia… eso, la malicia del espíritu, la truhanería del espíritu», se repitió.

Y en seguida recorrió todo el camino de sus ideas durante aquellos dos años, cuyo principio fue un pensamiento claro y evidente sobre la muerte al ver a su hermano querido enfermo, sin esperanzas de curación.

En aquellos días había comprendido claramente que para él, y para todos, no existía nada en adelante sino sufrimiento, muerte, olvido eterno; pero a la vez había reconocido que así era imposible vivir, que precisaba explicarse su vida de otro modo que como una ironía diabólica o, de lo contrario, pegarse un tiro.

Él no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que continuó viviendo, sintiendo y pensando e incluso en aquella época se casó y experimentó muchas alegrías y fue feliz entonces que no pensaba para nada en el sentido de la vida.

¿Qué significaba, pues, aquello? Que vivía bien y pensaba mal.

Vivía, sin comprenderlo, a base de las verdades espirituales que mamara con leche de su madre, pero pensaba, no sólo no reconociendo tales verdades, sino apartándose de ellas deliberadamente.

Y ahora veía claramente que sólo podía vivir merced a las creencias en que fuera educado.

«¿Qué habría sido de mí y cómo habría vivido de no tener esas creencias, si no supiese que hay que vivir para Dios y no sólo para mis necesidades? Hubiese robado, matado, mentido. Nada de lo que constituyen las mayores alegrías de mi vida habría existido para mí.»

Y aun con los máximos esfuerzos mentales no podía imaginar el ser bestial que hubiese sido de no saber para qué vivía.

«Buscaba contestación a mi pregunta. El pensamiento no podía contestarla, porque el pensamiento no puede medirse con la magnitud de la interrogación. La respuesta me la dio la misma vida con el conocimiento de lo que es el bien y lo que es el mal.

Y ese saber no me ha sido proporcionado por nada; me ha sido dado a la vez que a los demás, puesto que no pude encontrarlo en ninguna parte.

¿Dónde lo he recogido? ¿He llegado, por el razonamiento, a la conclusión de que hay que amar al prójimo y no causarle daño? Me lo dijeron en mi infancia y lo creí, feliz al confirmarme los demás lo que yo sentía en mi alma. ¿Y quién me lo descubrió? No lo descubrió la razón. La razón ha descubierto la lucha por la vida y la necesidad de aplastar a cuantos me estorban la satisfacción de mis necesidades. Tal es la deducción de la razón. La razón no ha descubierto que se amase al prójimo, porque eso no es razonable.»

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