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AGUAS DE PRIMAVERA – CAPÍTULO 43 – LECTURA

martes, diciembre 3rd, 2013

TÉ LITERARIO – AGUAS DE PRIMAVERA – ÚLTIMO CHAEPÍTIE DEL AÑO

domingo, diciembre 1st, 2013

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Quiero agradecer con todo mi corazón a todos los amigos que ayer compartieron con nosotros el último chaepítie del año, muchos de los cuales hicieron gran esfuerzo para poder estar, corriendo después de exámenes, viajando desde lejos, moviendo sus doloridos cuerpos o almas, ubicando hijos, maridos, esposas. Comimos rico, bebimos rico, leímos juntos, debatimos, nos reímos y nos emocionamos con el final de estas «Aguas de primavera» tan movilizadoras. Gracias gigante a La Biblioteca Café y su gente, que estuvieron impecables, al Prof. Mauricio Stelkic que nos cuenta la Historia de la historia con seriedad y humor, a Martín Weiskind -mi compañero incondicional- que me banca todas las chinches y desencantos que, a veces, este proyecto también trae, a Larisa Segovia que es la asistente perfecta, a Colectivo Felix que con toda celeridad deshidrató los duraznos para Coup de foudre, a Laban Catering Personalizado y Marta´s Cakes que cocinaron deliciosamente para que todo estuviera perfecto, a Rica Comida Rusa Por Pedido que siempre está presente, a Trippelheim Hidromiel Artesanal que llenó nuestro botellón de cristal para brindar por la vida y el inicio de un año mejor, a La Pé Patisserie que cocinó kilos de matrioshkas, glaseadas y pintadas, una por una, para poner en los arbolitos, a Gustavo García Melieni que con todo su amor y amistad tomó decenas de fotos y sostuvo, con su mirada, mi cadera rotita y a Iván Turguéniev que, con su obra, me inspiró a crear un hijo más de esta DaCha, del que estoy orgullosa. Hasta que tengamos las imágenes del evento, le robo algunas a Miru Pozzo (Miru qué suerte que subís las fotos «on the spot»!). Hasta el próximo Té Literario. Los quiero mucho. Gabriela
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AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULOS 42 Y 43

domingo, diciembre 1st, 2013

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Bonjour!!! Domingo de madrugada, ya repuesta de la maratón de ayer, les dejo los dos últimos capítulos de Aguas de primavera para maridar con el «Coup de foudre» del desayuno. Parece que será un domingo lleno de sol. Disfrútense, que la vida es muy cortita

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 42

Todo esto fue lo que se le vino a la memoria a Dmitri Sanin cuando, en el silencio del gabinete, revolviendo entre sus papeles antiguos, tropezó con la crucecita de granates. Los acontecimientos que acabamos de referir desfilaron con claridad ante los ojos de su alma… Pero al llegar al momento en que había dirigido a la señora Pólozov aquella humillante súplica, en que había comenzado su esclavitud, en que se había puesto a los pies de aquella mujer, ahuyentó las imágenes evocadas y ya no quiso recordar más. Y no es que le fuese infiel la memoria, no; sabía bien, harto bien, lo que siguió a aquella hora fatal; pero la vergüenza lo ahogaba, aun ahora, al cabo de tantos años; le daba horror el invencible desprecio que sentía por sí mismo, le parecía que esa sensación acabaría por apoderarse de todo él, anegando sin remedio, como una ola, todos los demás sentimientos si no lograba acallar su memoria. Pero por grande que fuera su empeño en luchar contra los recuerdos que ante él se alzaban, no podía ahogarlos por completo. Se acordaba de aquella lastimosa y miserable carta, llena de mentiras y de lágrimas viles, que había escrito a Gemma y que no tuvo ninguna respuesta… En cuanto a presentarse delante de ella, volver a su lado después de tal engaño, después de semejante traición, ¡no, eso no!, todo lo que aún quedaba en él de conciencia y de honradez se había opuesto a ello. Y luego, ¿no había perdido toda confianza en sí mismo, toda estima de su persona? ¿Cómo se atrevería, en lo sucesivo, a dar su palabra de honor?

Se acordaba también Sanin, ¡oh, vergüenza!, de cómo había enviado a uno de los lacayos de Pólozov a Francfort en busca de su equipaje; cómo, en su cobarde inquietud, sólo pensaba en una cosa, en partir cuanto antes, en marchar a París; cómo, por orden de María Nikoláevna, se había esforzado en granjearse el afecto de Hipólito Sídorovich, y se había hecho amigo de Dönhof, en cuyo dedo había visto un anillo de hierro ¡completamente igual al que le dio a él la señora Pólozov!

Después vinieron los recuerdos más dolorosos, más humillantes aún… Un criado le trae una tarjeta de visita que dice: “Pantaleone Cippatola, cantante de cámara de Su Alteza Real el duque de Módena”. Se niega a recibir al viejo, pero no puede evitar encontrarlo en el corredor; ve aparecer ante sus ojos aquella cabeza iracunda, cuya melena gris se riza flamígera, cuyos ojos rodeados de arrugas brillan como ascuas encendidas; oye rezongar exclamaciones amenazadoras, imprecaciones de “Maledizione!”, terribles insultos: “Cobardo! Infame traditore!”
Sanin cierra los ojos y mueve la cabeza para intentar otra vez ahuyentar sus recuerdos, pero en vano: vuelve a verse sentado en la estrecha banqueta delantera de una magnífica silla de postas, mientras que María Nikoláevna e Hipólito Sídorovich se arrellanan en la mullida testera… y cuatro caballos, trotando con paso igual por el empedrado de Wiesbaden, los conducen a París. ¡París! Hipólito Sídorovich se come una pera que Sanin le ha mondado, y María Nikoláevna, al mirar a aquel hombre convertido en una cosa suya, sonríe con esa sonrisa que ya conoce él, sonrisa de amo y señor…

Pero, ¡santo Dios! ¿Qué ve allá lejos, en la esquina de una calle, poco antes de salir de la ciudad? ¿No es Pantaleone? Alguien lo acompaña: ¿será Emilio? Sí, es él: su amiguito devoto y entusiasta. Pocos días atrás, ese corazón juvenil lo veneraba como a un héroe, como a un ideal, y ahora el desprecio y el odio encienden ese noble rostro, pálido y bello, tan bello que hasta María Nikoláevna se ha fijado en él y se asoma por la ventanilla de la portezuela. Sus ojos, tan parecidos a los de “ella”, a los ojos de su hermana, están fijos en Sanin, y sus labios comprimidos se separan de pronto para proferir una injuria…

Y Pantaleone extiende el brazo y le señala a Sanin ¿a quién?, a Tartaglia, que está a su lado. Y Tartaglia le ladra a Sanin, y hasta el ladrido del honrado perro resuena en sus oídos como un intolerable insulto… ¡Horrible pesadilla!

Luego, la vida en París, y todos los rebajamientos, todos los oprobiosos suplicios del esclavo a quien ni siquiera se le permite estar celoso ni quejarse, ¡y al que por fin se arroja como un vestido viejo…!

Después, el regreso a la patria, una existencia envenenada y vacía, mezquinos cuidados y agitaciones, un arrepentimiento amargo y estéril, un olvido no menos estéril ni menos amargo; un castigo vago, pero incesante y eterno, análogo a un sufrimiento poco agudo, pero incurable, a una deuda que se paga ochavo a ochavo sin poder cancelarla nunca.

El cáliz estaba lleno hasta los bordes… ¡Basta!

¿Por qué casualidad conservaba Sanin la crucecita que Gemma le había dado? ¿Por qué no la había devuelto? ¿Cómo hasta ese día no la había visto nunca? Largo tiempo estuvo absorto en sus pensamientos, y aunque instruido por la experiencia, después de tantos años, no pudo llegar a comprender cómo había podido abandonar a Gemma, querida tan tierna y apasionadamente, por una mujer a quien no amaba ni mucho ni poco, sino nada…

Al día siguiente produjo enorme asombro en sus amigos y conocidos al anunciarles que salía para el extranjero sin indicar a dónde. En Petersburgo cundió el estupor. Sanin abandonaba la ciudad en pleno invierno, en el momento en que acababa de alquilar y amueblar un espléndido apartamento y hasta había adquirido un abono para la Ópera Italiana, en la que cantaba la señora Patti, la misma, la mismísima Patti, ¡ese ideal, esa última palabra de la tabaquera de música! Sus amigos y conocidos estaban perplejos; pero la gente, por lo general, no se ocupa, largo tiempo, de los asuntos ajenos, y cuando Sanin salió para el extranjero, la única persona que lo acompañó a la estación del ferrocarril fue su sastre francés, y eso porque esperaba cobrar el resto de una cuenta “pour un saute-en-barque en velours noir, tout à fair chic” (3).
(3) En francés: Por un abrigo de viaje de terciopelo negro, elegantísimo.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 43

Sanin dijo a sus amigos que salía para el extranjero, pero no a dónde.

No costará trabajo a los lectores adivinar que se fue directamente a Francfort. Gracias a los ferrocarriles que surcan toda Europa, llegó a los tres días de haber salido de Petersburgo.

Era su primera visita a Francfort desde 1840. La fonda El Cisne Blanco no había cambiado de sitio y continuaba prosperando, aunque no fuese ya de las primeras; la Zeile, la avenida principal de Francfort, había sufrido pocos cambios, pero ya no quedaban vestigios de la casa Roselli, ni aun de la calle donde estuvo la confitería. Sanin anduvo errante como un loco por aquellos lugares, con los cuales tan familiarizado estuvo antaño, sin conseguir orientarse: las antiguas construcciones habían desaparecido, las reemplazaban nuevas calles de apretadas hileras de grandes casas y elegantes palacetes; y en el mismo jardín público donde había tenido su entrevista decisiva con Gemma, habían crecido tanto los árboles, y se había transformado todo hasta tal punto, que Sanin se preguntaba si aquel jardín era, en efecto, el mismo.

¿Qué hacer? ¿Qué curso seguir en sus indagaciones? Habían transcurrido desde entonces treinta años… ¡Y cuántas dificultades! Ni uno solo de aquellos a quienes se dirigió había oído siquiera pronunciar el nombre de Roselli. El dueño de la fonda le aconsejó que fuese a informarse a la biblioteca pública, donde podría encontrar todos los periódicos antiguos. Pero le costó sumo trabajo explicarle de qué podrían servirle esos periódicos viejos.

A la desesperada, preguntó Sanin por Herr Klüber. Nuevo desengaño, por más que el dueño de la fonda conocía mucho este apellido. El elegante tendero había prosperado al principio, elevándose a la alcurnia de capitalista; después, los negocios le fueron mal y concluyó por declararse en quiebra, y murió en la cárcel… Por supuesto, esa noticia no causó ninguna pena a Sanin.

Comenzaba a convencerse de que había emprendido muy apresuradamente el viaje, cuando un día, recorriendo el Anuario de direcciones, se topó con el apellido de von Dönhof, mayor retirado (Major v. D.). Enseguida tomó un coche para dirigirse a la casa indicada. Nada le probaba que “ese” Dönhof fuera “aquel” a quien había conocido, y, por otra parte, aun suponiendo que fuese el mismo, ¿cómo podría darle noticias de la familia Roselli? No importa: un hombre que se ahoga, se agarra del menor tallo de hierba.

Sanin encontró en su casa al comandante von Dönhof, y reconoció a su antiguo adversario en este hombre de cabellos grises que lo recibió. También éste lo reconoció y hasta se puso contentísimo de volver a verlo, pues le recordaba su juventud y sus calaveradas de antaño. Hizo saber a Sanin que hacía mucho tiempo que la familia Roselli había emigrado a América y se había establecido en Nueva York; que Gemma se había casado con un negociante; que, él, Dönhof, tenía un amigo, también del comercio, y que probablemente sabría las señas del marido de Gemma, porque tenía muchos negocios con América. Sanin suplicó a Dönhof que fuese a ver a ese caballero, y, ¡oh, dicha!, Dönhof le trajo la dirección: “M. J. Slocum, New York, Broadway, No. 501”. Sólo que esas señas eran del año 1863.

—¡Esperemos —exclamó Dönhof— que nuestra antigua hermosura francfortesa viva aún, y no haya abandonado Nueva York! A propósito, —añadió, bajando la voz— ¿vive todavía aquella dama rusa, recuerda usted, que estaba en Wiesbaden por aquel entonces, la señora Bo… von Bólozov.

—No, —respondió Sanin— hace mucho que murió.

Dönhof levantó los ojos; pero al ver que Sanin había vuelto la cara con aire sombrío, se retiró sin añadir una palabra.

Aquel mismo día Sanin escribió a la señora Gemma Slocum, en Nueva York. Le dijo en su carta que le escribía desde Francfort, donde había ido exclusivamente para buscar sus huellas; que sabía muy bien hasta qué punto había perdido el derecho a pedir alguna respuesta; que por nada era merecedor de su perdón, y que sólo tenía una esperanza, y era que en medio de la ventura de que ella gozaba, hubiese perdido desde largo tiempo hasta el recuerdo de su existencia. Añadió que, sin embargo, se había atrevido a escribir a consecuencia de una circunstancia fortuita que despertó en él, vivamente, la memoria del pasado; le habló de su vida solitaria, sin familia, sin goces; le suplicó que comprendiese los motivos que lo impelían a dirigirse a ella, que no le dejase llevar a la tumba la amarga conciencia de una culpa expiada desde mucho tiempo atrás, pero no perdonada aún, y que se dignase dirigirle cuatro letras para decirle cuál era su vida en ese nuevo mundo donde se había establecido.

“Escribiendo esas cuatro letras”, terminaba Sanin, “hará usted una buena obra, digna de su hermosa alma, y le daré las gracias por ello hasta mi último suspiro. Permaneceré aquí, en la fonda «El Cisne Blanco»”, subrayó estas tres palabras, “esperando con ansiedad su respuesta hasta la primavera próxima”.

Mandó la carta y se dispuso a esperar. Vivió seis semanas enteras en el hotel sin salir casi de su habitación, y sin ver a nadie. Nadie podía escribirle de Rusia ni de ninguna parte. Y eso le agradaba. Cuando llegase alguna carta a su nombre, él sabría de antemano que era “esa” la que esperaba. Leía de la mañana a la noche, no revistas, sino libros viejos, ensayos históricos. Esas prolongadas lecturas, ese silencio, esa vida claustral de caracol, encajaba muy bien con la disposición de su ánimo: ¡esto era ya suficiente para que Gemma mereciera su gratitud! ¿Pero vivía aún? ¿Le contestaría?

Por fin recibió una carta con sello de Norteamérica, una carta de Nueva York. El carácter de la letra del sobre era inglés… No lo reconoció, y se le oprimió el pecho. Vaciló antes de abrirla, y luego buscó ante todo la firma: “¡Gemma!” Brotaron lágrimas de sus ojos. Ese nombre bautismal solo, sin apellido de familia, era para él una prenda de perdón y de reconciliación. Desdobló el pliego de papel, fino y azulado… y cayó una fotografía. La recogió enseguida y se quedó estupefacto. ¡Gemma, la misma Gemma, joven, tal como la había conocido treinta años antes! ¡Los mismos ojos, los mismos labios, el mismo tipo de cara! En el dorso del retrato leyó: “mi hija Mariana”.

Toda la carta era muy sencilla y muy bondadosa. Gemma daba las gracias a Sanin por no haber dudado en dirigirse a ella, por haber tenido confianza; no le ocultaba que, en efecto, después de aquella brusca ruptura, había pasado momentos muy penosos; pero añadía que, a pesar de todo, consideraba y había considerado siempre su encuentro con él como una cosa feliz, pues era lo que le había impedido casarse con Herr Klüber; y, por consiguiente, aunque de una manera indirecta, aquel encuentro había sido causa de su enlace con su marido actual, de quien era, desde hacía veintisiete años, compañera perfectamente dichosa. Su casa era rica y muy conocida en toda Nueva York. Gemma agregaba que tenía cuatro hijos varones y una hija de dieciocho años, prometida ya, cuyo retrato le enviaba, puesto que, según opinión general, se parecía mucho a su madre. Gemma había reservado para el final de su carta las noticias aflictivas. Frau Lenore había muerto en Nueva York, adonde había ido con su hija y su yerno; pero antes de morir tuvo tiempo de gozar de la felicidad de sus hijos y las caricias de sus nietos. También Pantaleone había querido partir para América, pero murió antes de poder salir de Francfort. “Y Emilio, nuestro querido, nuestro incomparable Emilio, cayó gloriosamente en Sicilia por la independencia de la patria. Formaba parte de los «mil» que mandaba el gran Garibaldi. Hemos llorado amargamente la muerte de nuestro adorable hermano; pero, al llorarlo, estábamos orgullosos de él, y siempre lo estaremos de conservar su memoria, sagrada para nosotros. ¡Su alma noble y generosa era digna de la corona del martirio!” Después, expresaba Gemma su pesar porque la vida de Sanin, por lo que él decía, fuese tan triste; le deseaba ante todo el sosiego y la paz del alma, y le decía que hubiera tenido sumo gusto en verlo, aunque confesaba que semejante entrevista tenía pocas probabilidades de realización…

No describiremos los sentimientos que la lectura de esta carta despertó en Sanin. Ninguna expresión sería capaz de transmitir exactamente esos sentimientos profundos y poderosos; pero demasiado imprecisos para poder expreasarse con palabras: sólo la música podría traducirlos.

Sanin respondió en el acto y envió a Mariana Slocum, como regalo para la joven desposada, de parte de un amigo desconocido, la crucecita de granates pendiente de un collar de perlas. Este regalo, aunque muy valioso, no lo arruinó. Durante los treinta años transcurridos desde su primera estancia en Francfort, había reunido una bonita fortuna.

Regresó a Petersburgo en los primeros días de mayo, sin duda, no por mucho tiempo. Se dice que vende todas sus propiedades y se dispone a partir para América.

FIN

TÉ LITERARIO – AGUAS DE PRIMAVERA – IVAN TURGUENIEV

sábado, noviembre 30th, 2013

Un evento feliz empieza por el sueño de hacerlo. Hemos leído juntos la última novela compartida del año. Cerramos de manera hermosa. Nuevamente, les agradezco a todos con mi alma y brindo a vuestra salud. <3
*Todas las fotos, con excepción de aquéllas robadas de los jardines primaverales de la Sra. Miriam Susana Pozzo y la Sra. Norma Ramirez, fueron tomadas por el Sr. Gustavo García Melieni en un acto de arrojo y cariño incondicional.

HOY, GRAN TÉ LITERARIO, HOY, OY, OY, OY!

sábado, noviembre 30th, 2013

Preparando todo, todito para nuestro Té Literario. A los amigos dacheros que van, los espero 15 minutos antes de que el reloj marque las 4 de la tarde (que en punto, empezamos), en La Biblioteca -Marcelo T. de Alvear 1155-. Tenemos tanto por compartir, que espero no tener que brindar en la Plaza Libertad!
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AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 41

miércoles, noviembre 13th, 2013

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Buenas noches, llegamos al último capítulo que compartiremos, por esta vía, hasta reunirnos a tomar juntos el té, leer en voz alta y debatir. PROHIBIDO LEER LOS 2 CAPÍTULOS QUE FALTAN, ANTES DE NUESTRA CITA! Ahora sí, los dejo con el Capítulo 41 de Aguas de primavera, del divino Iván Turguéniev. En mi taza blanca, Dunas del Magreb. Hoy todo huele a menta.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 41

El caminito se convirtió bien pronto en un trillo y desapareció por completo, cortado por una zanja. Sanin habló de volver atrás.

—¡No! —dijo la señora Pólozov —¡Quiero ir a la montaña! ¡Sigamos adelante, a vuelo de pájaro!

Hizo que la yegua saltase la zanja, y Sanin la imitó. Por detrás de la zanja se extendían unos prados, al principio secos, luego húmedos y que más lejos se transformaban en un pantano; se filtraba el agua por todas partes, formando charcos, en los cuales le gustaba a la señora Pólozov meter a su yegua.

—¡Hagamos travesuras! —exclamó con alegres carcajadas —¿Sabe lo que se llama en Rusia “cazar salpicando”?

—Sí —respondió Sanin.

—A mi tío le gustaba esa caza, la caza a la carrera en primavera, cuando por todas partes hay agua. Yo lo acompañaba. ¡Era delicioso! ¡Y también nosotros dos vamos «salpicando»! Sólo que veo una cosa: usted es ruso y quiere casarse con una italiana. Pero eso es asunto de usted. ¡Ah! ¿Qué es esto? ¡Otra zanja! ¡Hop!

La yegua saltó por encima del obstáculo, pero María Nikoláevna perdió el sombrero, y se le desparramó el cabello en rizos por los hombros. Sanin quería echar pie a tierra para recoger el sombrero, pero ella exclamó:

—¡No lo toque! ¡Yo misma lo tomaré!

Se inclinó muy bajo desde la silla, enganchó el velo con la fusta y recogió, en efecto, el sombrero, que se puso sin arreglarse el cabello; después prosiguió a más y mejor su loca carrera, lanzando el brioso grito gutural del cosaco al cargar contra el enemigo.

Sanin iba siempre pegado a ella, saltando zanjas, setos y arroyos, bajando a los valles, subiendo las cuestas, hundiéndose en los fangales, saliendo del paso bien o mal él y su caballo, y siempre con los ojos puestos en el rostro de la señora Pólozov.

En aquella cara todo estaba abierto: los ojos luminosos y devoradores, que brillaban con un ardor salvaje, la boca y las aletas de la nariz dilatadas, aspirando con avidez al viento que la azotaba de lleno. Miraba de frente, y se hubiera dicho que su alma quería tragarse todo, conquistar cuanto veía: la tierra, el cielo, el sol y hasta el aire, y parecía no sentir sino un solo pesar: que fuesen tan pocos los peligros, para darse el gusto de vencerlos todos.

—¡Sanin! —exclamó —¡Esto es enteramente como en la Lenore(1) de Bürger, sólo que usted no está muerto! ¿Verdad que usted no está muerto…? ¡Yo estoy viva!

Todo cuanto en ella había de audacia, de ímpetu y de fuerza, todo se había desencadenado. Ya no era amazona lanzando su caballo a galope tendido, era una joven centaura que retozaba, medio alimaña montaraz y medio diosa, y la comarca honrada y apacible que hollaba con sus pies, en su impetuosidad desenfrenada, la veía pasar con asombro.

Por fin detuvo a la yegua, cubierta de espuma y salpicaduras de fango, que se rendía bajo su peso. El brioso, pero pesado semental de Sanin, resollaba jadeante.

—¡Qué! ¿Esto le gusta? —murmuró María Nikoláevna bajito, muy bajito.

—¡Que si me gusta…! —contestó Sanin en un arrebato de exaltación. Comenzaba a hervirle la sangre en las venas.

—¡Espere, no hemos concluido! —dijo ella, extendiendo la mano, cuyo guante estaba hecho tiras —Le dije que lo llevaría al bosque, a la montaña… ¡Ahí está la montaña!

En efecto, a doscientos pasos del sitio donde se habían detenido los audaces jinetes, comenzaban a erguirse los montes, cubiertos de grandes bosques.

—Mire, aquí está el camino —prosiguió María Nikoláevna —¡Ahora, juntos y adelante! Pero al paso. Es preciso dejar que respiren nuestras cabalgaduras.

Se pusieron en marcha. Con un brusco ademán, María Nikoláevna se echó atrás los cabellos. Luego se miró los guantes y se los quitó diciendo:

—Me van a oler a cuero las manos; pero eso le es igual, ¿no es cierto?

La señora Pólozov sonreía, y Sanin sonrió también. Aquella furiosa carrera parecía haber acabado de aproximarlos.

—¿Qué edad tiene usted? —le preguntó ella de pronto.

—Veintidós años.

—¡Qué me dice! También yo tengo veintidós. ¡Bonita edad! Poniendo juntos nuestros años, aún falta mucho para la vejez. Pero hace mucho calor. ¿Estoy encarnada?

—Como una amapola.

María Nikoláevna se pasó el pañuelo por la cara.

—Lleguémonos nada más que al bosque, allí hará fresco. Un bosque antiguo es como un amigo viejo. ¿Tiene usted amigos?

Sanin reflexionó un instante, y contestó:

—Sí… pero no muchos; y ni un solo amigo verdadero.

—Yo los tengo verdaderos, sólo que no son viejos… Y mire, un caballo también es un amigo. ¡Con qué precauciones nos llevan! ¡Ah, qué bien se está aquí! ¡Y cuando pienso que pasado mañana estaré en París!

—¡Sí… cuando se piensa eso! —repitió Sanin.

—¿Y usted, en Francfort?

—En Francfort, desde luego.

—Pues bien, sea lo que Dios quiera. En cambio, el día de hoy es nuestro… nuestro… ¡nuestro!

Los jinetes saltaron la linde y se internaron en el bosque, que los envolvió con su sombra húmeda y profunda.

—¡Oh! ¡Pero esto es un paraíso! —exclamó María Nikoláevna —¡Metámonos más adentro, en esa espesura, Sanin!

Los caballos “se metían en aquella espesura” lentamente, cabeceando y dando relinchos apagados. La senda por donde iban hizo un brusco recodo y los condujo a un desfiladero bastante angosto, donde los helechos y los brezos, la resina de los pinos y las hojas medio enmohecidas del año anterior llenaban el aire de aromas intensos y adormecedores. Grandes rocas pardas exhalaban por sus grietas una intensa frescura. A ambos lados del camino se veían acá y allá colinas redondeadas, cubiertas de verde musgo.

—¡Alto! —exclamó la señora Pólozov —Quiero sentarme y descansar en este terciopelo. Ayúdeme a apearme.

Sanin bajó a toda prisa del caballo y acudió. Se apoyó ella en sus hombros, saltó con ligereza al suelo y fue a sentarse en uno de los musgosos montículos. Sanin, de pie ante ella, tenía de las riendas a ambos caballos.

María Nikoláevna lo miró, y dijo:

—Sanin, ¿sabe usted olvidar?

Sanin se acordó de lo sucedido la víspera… dentro del coche… de su prometida, que lo esperaba, y exclamó:

—Eso ¿es una pregunta o un reproche?

—En mi vida he hecho reproches a nadie. ¿Cree usted en brujerías?

—No comprendo.

—En las brujerías, ¿sabe?, de que se habla en nuestras canciones, en las canciones populares rusas.

—¡Ah!, ¿de eso habla usted? —exclamó Sanin, espaciando las palabras.

—Sí, de eso mismo… Yo creo en ellas… y usted también creerá.

—Brujerías… hechizos… —repitió Sanin —Todo es posible en este mundo. Antes no creía, ahora creo. Ya no me reconozco.

María Nikoláevna se quedó pensativa y miró alrededor.

—Me parece que este sitio me es conocido. Mire, Sanin, ¿hay o no una cruz roja de madera tras aquel grueso roble?

Sanin dio unos cuantos pasos hacia un lado, y dijo:

—Sí. ¡Ahí está la cruz!

María Nikoláevna sonrió maliciosa.

—¡Qué bien! Ya sé dónde estamos. Hasta ahora, por lo menos, no nos hemos perdido. ¿Qué ruido es ese? ¿Es un leñador quien da esos golpes?

Sanin miró por entre la espesura.

—Sí… allá hay un hombre cortando ramas secas.

—Entonces, tengo que peinarme. —articuló María Nikoláevna —Porque si me ve así, puede pensar mal. —se quitó el sombrero y se puso a trenzar sus largos cabellos en silencio y con cierta gravedad.

Sanin estaba de pie delante de ella… Las esbeltas formas de la joven se dibujaban insinuantes bajo los oscuros pliegues del vestido, al que se habían adherido, aquí y allá, algunas pequeñas briznas de musgo.

De pronto, uno de los caballos resolló con fuerza a la espalda de Sanin. Él mismo se estremeció involuntariamente de pies a cabeza. Estaba todo trastornado, tenía los nervios tensos como cuerdas. No en vano había dicho que no se reconocía… Se sentía realmente embrujado. Todo su ser estaba obseso de un solo pensamiento, de un solo deseo. María Nikoláevna lo miró fijamente.

—Ahora todo está bien —musitó poniéndose el sombrero —¿No se sienta usted? Siéntese aquí. No, espere… no se siente. ¿Qué es eso que oigo?

Una vibración sorda y prolongada pasó sobre las copas de los árboles y por el aire del bosque.

—¿Será un trueno?

—Creo que sí —respondió Sanin.

—¡Oh, pues entonces esto es una fiesta, una verdadera fiesta! Sólo esto nos faltaba. —el sordo trueno se dejó oír por segunda vez —¡Bravo! ¿Se acuerda usted? Ayer le hablaba de la Eneida. También “ellos” fueron sorprendidos por la tempestad en un bosque. Pero tenemos que buscar donde guarecernos —se levantó con rapidez diciendo: —Tráigame la yegua. Deme la mano… así. No soy muy pesada.

Saltó a la silla como un pájaro. También Sanin montó a caballo.

—¿Quiere… usted… volverse atrás? —preguntó con voz insegura.

—¿Volverme atrás? —contestó ella tras breve pausa, empuñando las riendas; y añadió con tono duro, casi brutal: —¡Sígame!

Volvió al camino, dejó a un lado la cruz roja, bajó la ladera hasta una encrucijada, torció a la derecha y de nuevo subió por la colina… Evidentemente sabía a dónde llevaba ese camino, que iba penetrando cada vez más y más por la espesura del bosque. Sin pronunciar una palabra, sin volver la cabeza, avanzaba ella, en línea recta con aire imperioso; y él, humilde y sumiso, la seguía sin una chispa de voluntad en su corazón anhelante.

Comenzó a caer la lluvia en gotas aún escasas. María Nikoláevna espoleó su montura y él hizo lo mismo.

Por fin, a través del oscuro verdor de los jóvenes abetos vio, apoyada en un peñasco gris, una pobre chocita hecha de ramas, donde se abría una puerta baja. María Nikoláevna se metió a través de los matorrales, saltó a tierra, se detuvo en el umbral de la choza y volvió la cabeza hacia Sanin, murmurando: “¡Eneas!”

Cuatro horas más tarde, María Nikoláevna y Sanin regresaban a Wiesbaden, seguidos por el groom, que dormitaba en la silla. Pólozov, con la carta para el administrador en la mano, recibió a su mujer con una mirada ligeramente inquisitiva; se le nubló un poco el rostro y hasta dijo entre dientes:

—¿Habré perdido mi apuesta?

María Nikoláevna se limitó a encogerse de hombros.

Y el mismo día, dos horas después, rendido y entregado, estaba Sanin de pie ante la señora Pólozov.

—¿Adónde vas, por fin? —le dijo ella —¿A París… o a Francfort?

—Iré a donde tú vayas, y no te abandonaré sino cuando me arrojes —respondió él desesperadamente, tomando las manos de la mujer de quien ya era esclavo.

Ella se desasió, puso sus manos sobre la cabeza de él y con los diez dedos tomó sus cabellos. Cogía y retorcía despacio esos dóciles cabellos, mientras, erguida, esbozaba en sus labios una pérfida sonrisa triunfal, y en sus ojos, grandes y claros hasta parecer blancos, se leía la saciedad y la dureza implacable de la victoria.

Cuando el gavilán clava sus garras en los ijares de su presa, tiene los mismos ojos.

(1) Lenore, patética balada de Gottfried August Bürger (1747-1794), poeta lírico alemán.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 40

martes, noviembre 12th, 2013

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Che, gente, no se rían (no mucho, aunque sea). Casi llegando al final de este capítulo, me dio un ataque de risa pensando en Vicente Rubino… Indifrunden diyeguen, ja! Vamos con el Capítulo 40 y un vaso de Sweet Heather, para equilibrar tanto desparpajo! Hasta mañana, dachas queridas.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 40

Esto era lo que pensaba Sanin a la hora de acostarse. Pero la historia no dice nada acerca de las reflexiones que hizo a la mañana siguiente, cuando la señora Pólozov, llamando a su puerta con algunos golpecitos impacientes, dados con el puño de coral de la fusta, apareció en el umbral del cuarto con la cola de su amazona de tela azul oscuro recogida en un brazo, un sombrerito de hombre puesto sobre los gruesos rizos de sus cabellos, el velo hacia atrás, y los labios, los ojos y todo el rostro iluminados por una sonrisa provocativa.

—¡Vamos! ¿Está usted dispuesto? —dijo con voz alegre.

Por única respuesta, Sanin se abrochó en silencio el redingote y tomó el sombrero. La señora Pólozov le clavó una mirada viva, hizo una señal con la cabeza y bajó rápida la escalera. Sanin se lanzó en pos de ella.

Los caballos esperaban ya delante del pórtico. Eran tres: uno alazán dorado, yegua de pura sangre, de cabeza enjuta, ojos negros saltones, patas de ciervo, un poco flaca, pero elegante de formas y ardiente como el fuego, era para la señora Pólozov; el segundo, grande, robusto, de un negro sin mancha, era para Sanin; el tercero para el lacayito. María Nikoláevna montó con ligereza en la yegua, que gallardeó en el sitio, levantó la cola y se encabritó; pero la señora Pólozov, excelente jinete, la dominó. Aún había que despedirse de Pólozov, quien, con su faz inmutable y su flotante bata, había aparecido en el balcón; agitaba un pañuelo de batista, preciso es decir que con un aire poco risueño y hasta enfurruñado.

Montó Sanin, María Nikoláevna saludó a Pólozov con la punta de la fusta y cruzó de un latigazo el cuello arqueado y plano de su cabalgadura. Esta se encabritó, dio un salto de carnero, y después, domada, estremeciéndose, tascando el freno, sorbiendo aire y jadeando, comenzó a andar con paso menudo y firme. Sanin la siguió, mirando a María Nikoláevna, cuyo talle esbelto y flexible, modelado por un corsé que lo dibujaba sin oprimirlo, se cimbreaba con aplomo y gracia. Volvió la cabeza y lo llamó con la mirada. Sanin se le reunió.

—¿Ve usted qué hermosura? Se lo digo ahora, antes de separarnos: “es usted adorable, y no se arrepentirá”.

Apoyó estas últimas palabras con un reiterado movimiento afirmativo de cabeza, como para hacerle comprender mejor su significado. Parecía tan dichosa, que Sanin se quedó absorto. Su cara hasta había tomado esa expresión seria que se advierte en los niños cuando están en el colmo de la satisfacción.

Fueron al paso hasta la próxima ronda; después se lanzaron a trote largo por la carretera. El día era espléndido, un verdadero día de verano; el viento ligero y alegre les acariciaba el rostro, murmurando y silbando en sus oídos. Estaban contentos; se sentían jóvenes, sanos, libres; un ímpetu irresistible se apoderó de los dos, y esa sensación aumentaba por instantes.

María Nikoláevna refrenó su caballo y luego continuó al paso; Sanin siguió su ejemplo.

—Sí, —dijo María Nikoláevna, exhalando un suspiro hondo y feliz —sí, sólo por esto vale la pena vivir: ¡haber logrado hacer lo que se deseaba, lo que se creía imposible, y meterse en ello hasta aquí. —su dedo, rápidamente pasado por la garganta, acabó su pensamiento —¡Y qué buena se siente una entonces! Yo, por ejemplo, ¡qué buena soy… en este momento! Me dan ganas de besar a todo el mundo. ¡No, a todo el mundo no! Mire, por ejemplo, a ese no lo besaría. —y señaló con la fusta a un anciano pobremente vestido que caminaba por la cuneta —Pero estoy dispuesta a hacerlo feliz. ¡Tenga, tome usted! —le gritó en alemán mientras arrojaba a sus pies una bolsita de dinero.

El pesado saquito (entonces no se conocían los monederos) tintineó al chocar contra el suelo. El caminante se detuvo asombrado. María Nikoláevna prorrumpió en carcajadas y puso a su yegua al galope.

—¿Le produce a usted tanta alegría montar a caballo? —le preguntó Sanin cuando la alcanzó.

María Nikoláevna paró de nuevo bruscamente su yegua; no tenía otro modo de pararla.

—Quería evitar que me diera las gracias. Todo mi gozo se viene abajo cuando me agradecen alguna cosa. Porque no lo he hecho por él, sino por mí. ¿Cómo se atreven a permitirse darme las gracias? ¿Me preguntaba usted algo hace un momento? No lo he oído.

—Le he preguntado… quería saber por qué es usted hoy tan feliz.

—¿Sabe usted una cosa? —dijo María Nikoláevna, que no oyó la nueva pregunta de Sanin, o acaso no creyó necesario contestarla —Me fastidia ver trotar detrás de nosotros a ese lacayo. De seguro que sólo piensa en cuándo sus amos regresarán a casa. ¿Cómo nos lo quitaremos de encima? —María Nikoláevna sacó del bolsillo un cuadernito —¿Lo enviaré a llevar una esquela a la ciudad? No, mal remedio. ¡Ah, ya lo encontré! ¿Qué es aquello que se ve allá, delante de nosotros? ¿Un mesón?

Sanin miró en la dirección indicada.

—Creo que sí.

—¡Muy bien! Voy a ordenar que se detenga ahí, y que beba cerveza mientras espera nuestro regreso.

—Pero… ¿qué va a pensar?

—¿Qué nos importa? Pero, ¡bah!, no pensará absolutamente nada: beberá cerveza, y pare usted de contar. Vamos, Sanin, —era la primera vez que lo llamaba así, familiarmente —¡adelante, al trote!

En cuanto llegaron delante de la posada, la señora Pólozov llamó al lacayo y le dio instrucciones. El lacayo, un groom(1) inglés de origen y por temperamento, sin decir una palabra, se llevó la mano a la visera de la gorrita y se apeó del caballo, conduciéndolo de la brida.

—¡Ya estamos ahora libres como los pájaros! —exclamó María Nikoláevna —¿A qué parte nos dirigimos? ¿Al Septentrión, al Mediodía, al Poniente, al Oriente? Mire: soy como el rey de Hungría el día de su coronación. —señalaba con el extremo de la fusta los cuatro puntos cardinales —Todo nos pertenece. No… ¿Sabe una cosa? ¡Mire las hermosas montañas allá lejos, y qué bosque! Vamos allá, arriba, arriba… In die Berge, wo die Freiheit thront. (A las alturas, donde la libertad reina.)

Abandonó la carretera y tomó al galope por un estrecho sendero apenas transitado, que, en efecto, parecía trepar a la montaña. Sanin la siguió al galope también.

(1) En inglés: Mozo de cuadra.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 39

lunes, noviembre 11th, 2013

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Con algunos problemas técnicos en nuestra dachita, declaramos que UN TROPEZÓN NO ES CAÍDA, que SIEMPRE QUE LLOVIÓ, PARÓ y que SI TE POSTRAN 10 VECES TE LEVANTAS OTRAS 10, OTRAS 100 OTRAS 500. Nos quedan sólo tres días de lectura nocturna para, luego, encontrarnos nuevamente en el Té Literario. Les dejo el Capítulo 39 de Aguas de primavera, en compañía de un CAPRICHO FLORENTINO (edición super limitada). Hasta mañana, queridos amigos.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 39

La representación duró aún más de una hora, pero Sanin y la señora Pólozov no tardaron en separar la vista del escenario. Se reanudó entre ellos la conversación, siempre sobre el mismo asunto; pero aquella vez Sanin estuvo menos silencioso. Interiormente se sentía molesto contra sí mismo y contra la señora Pólozov, esforzándose en demostrarle la poca solidez de su “teoría”; ¡como si a ella le importase un comino su teoría! Se puso a discutir con ella, cosa que la regocijó en sus adentros. Cuando se discute, se hacen concesiones o se van a hacer.

Ya no se alejaba del cebo, se amansaba y ya no era tan indómito. Le hacía objeciones ella, se reía, cedía, se quedaba meditabunda, atacaba de nuevo… y entre tanto, se acercaban poquito a poco sus caras, y Sanin ya no volvía los ojos a otro lado cuando ella lo miraba. Los ojos de la señora Pólozov parecían vagar con lentitud por todas las facciones de Sanin, y éste, en cambio, le dirigía una sonrisa galante, es cierto, pero a la postre una sonrisa. A ella le gustaba que él se hubiera lanzado a temas abstractos, a razonar acerca de la sinceridad en las relaciones, respecto a los deberes sagrados del amor y del matrimonio… Estos temas abstractos son una cosa excelente en los comienzos… como puntos de partida…

Los muy conocedores de la señora Pólozov aseguraban que cuando su firme y potente naturaleza parecía, de pronto, teñirse con una especie de reservada ternura y casi de pudor virginal (no se sabía de dónde lo sacaba), entonces, ¡oh, entonces, el asunto tomaba un giro peligroso! Evidentemente, aquella noche se encontraba en ese tren para con Sanin. ¡Cómo se hubiera despreciado éste si hubiera podido mirarse por dentro a sí mismo! Pero no tenía tiempo de mirarse por dentro, ni de menospreciarse.

Ella, por su parte, no perdía un segundo. ¡Y todo únicamente porque Sanin era un guapísimo mozo! Algunas veces no se puede menos que decir: “¡De qué depende la perdición o la salvación!”

Terminada la obra, la señora Pólozov rogó a Sanin que le pusiese el chal, y permaneció inmóvil mientras envolvía él con el suave tejido aquellos hombros verdaderamente regios. Luego se colgó del brazo de Sanin, salió al corredor, y faltó poco para que no diese un grito: en la misma puerta del palco surgió Dönhof como un fantasma, y detrás de él la ruin persona del crítico wiesbadenés. La oleosa cara del Litterat irradiaba maligna satisfacción.

—¿Quiere usted, señora, que haga acercar su coche? —dijo el oficialito con un temblor de ira mal reprimida en la voz.

—No, gracias, mi lacayo se ocupará de eso —contestó ella en voz alta, y añadió quedo, con tono imperioso: —¡Déjenme! Y se alejó con presteza, arrastrando consigo a Sanin.

—¡Váyase usted al diablo! ¿Por qué me lo encuentro a usted hasta en la sopa? —vociferó de repente Dönhof encarándose con el Litterat, pues necesitaba descargar contra alguien su rabia.

—Sehr gut, sehr gut! —masculló el Litterat, eclipsándose.

El lacayo, que estaba esperando en el vestíbulo, hizo acercarse al cochero; subió ligera la señora Pólozov, y Sanin se lanzó detrás. Se cerró con estrépito la portezuela, y María Nikoláevna soltó la carcajada.

—¿De qué se ríe usted?

—¡Ah!, perdóneme, se lo ruego… pero se me ha ocurrido la idea de que si Dönhof se batiese con usted por segunda vez y por mi causa… eso sería muy chistoso, ¿no es así?

—¿Tiene usted mucha intimidad con él? —preguntó Sanin.

—¿Con él? ¿Con ese mocoso? Me galantea, nada más. ¡Estese usted tranquilo!

—¡Pero si estoy perfectamente tranquilo!

—Sí, sé que usted está tranquilo. —dijo la señora Pólozov, exhalando un suspiro —Pero voy a decirle una cosa: usted, que es tan galante, no puede rechazar mi último ruego. No olvide que parto dentro de tres días para París, y que usted regresa a Francfort. ¡Quién sabe cuándo volveremos a vernos!

—¿Qué petición me quiere usted hacer?

—¿De seguro que sabrá usted montar a caballo?

—Sí.

—Pues bien, hela aquí: mañana por la mañana me lo llevo a usted conmigo; iremos a dar un paseo por las afueras de la ciudad. Llevaremos excelentes caballos. Volveremos después, terminamos el negocio y… amén. No proteste usted, no me diga que eso es un capricho, que estoy loca. Quizás todo ello sea verdad, pero limítese a decir: “Acepto”.

La señora Pólozov se había vuelto de cara a Sanin. El interior del carruaje estaba oscuro, pero brillaban sus ojos en la oscuridad.

—Pues bien: acepto —dijo Sanin, suspirando.

—¡Ah, suspira usted! —dijo la señora Pólozov, imitándolo —Ese suspiro significa: han echado el vino, hay que beberlo. Pues no, no… usted es galante, encantador, y yo cumpliré mi promesa. He aquí mi mano sin guante, la mano derecha, la mano que firma. Tómela usted y crea en su apretón. Qué clase de mujer soy, no lo sé; pero soy formal, y pueden cerrarse tratos conmigo.

Sin darse muy exacta cuenta de lo que hacía, Sanin se llevó a los labios aquella mano. La señora Pólozov la retiró con dulzura y no dijo nada más hasta que el carruaje se detuvo. Se levantó para apearse… Pero qué… ¿fue alucinación de Sanin o un contacto, rápido y ardiente rozó su mejilla?

—¡Hasta mañana! —murmuró María Nikoláevna en la escalera, iluminada por las cuatro bujías de un candelabro que a la llegada de la señora había tomado un lacayo todo galoneado de oro. Tenía ella los ojos bajos.

—¡Hasta mañana!

De regreso a su cuarto, Sanin encontró encima de la mesa una carta de Gemma. Tuvo un impulso de miedo, seguido muy pronto de otro impulso de alegría, con el cual quiso ocultarse a sí mismo el temor que acababa de experimentar. La carta sólo era de cuatro líneas. Gemma se congratulaba de ver tan bien empezado el asunto, le aconsejaba paciencia, añadiendo que todos estaban bien de salud y se alegraban de antemano con la idea de su regreso. Sanin halló un poco seca esta carta; sin embargo, tomó pluma y papel… pero los dejó enseguida. “¿Para qué escribir? Mañana regreso… ¡Aún hay tiempo! ¡Hay tiempo!”

Se metió en la cama sin tardanza, e hizo todos los esfuerzos posibles para dormirse pronto. Si hubiese permanecido de pie y despierto, de seguro que hubiera pensado en Gemma; pero sentía una especie de vergüenza al pensar en ella, de evocar su imagen. Su conciencia estaba desasosegada. Pero se tranquilizaba diciéndose que todo quedaría concluido por completo al día siguiente, que se alejaría para siempre de aquella antojadiza mujer y que olvidaría todas esas estupideces.

Las personas débiles, cuando hablan consigo mismas, se complacen en emplear expresiones enérgicas.

Y además… “¡Eso no tiene consecuencias!”

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 38

viernes, noviembre 8th, 2013

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«Los caracteres débiles nunca determinan nada por su cuenta; siempre esperan que venga por sí solo el desenlace.» Para cerrar la semana, es una frase tremenda! Esta noche, Mandarín Imperial y el Capítulo 38 de Aguas de primavera. Empieza el ronroneo del samovar, parece. Disfruten del finde, pónganse al día con la lectura los rezagados, y nos vemos, nuevamente, el lunes próximo, a la misma hora y por el mismo canal.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 38

En 1840 el teatro de Wiesbaden tenía un aspecto ruin; y la compañía, en su pomposa y mísera vulgaridad, en su rutina trivialmente concienzuda, no excedía el grueso de un cabello del nivel normal de todos los teatros alemanes de hoy, nivel de que en estos últimos tiempos daba exacta medida la compañía de Karlsruhe, bajo la “ilustre dirección del señor Devrient”.

Detrás del palco tomado por “Su Alteza, la señora von Pólozov” (¡sabe Dios cómo se las arreglaría el criado para conseguirlo, pues es claro que no sobornaría al Stadt-Direktor!), había una pequeña pieza rodeada de divanes. Antes de entrar allí, la señora Pólozov rogó a Sanin que corriese el biombo que separaba el palco del teatro.

—No quiero que me vean —dijo—; de lo contrario, todos van a venir.

Lo hizo colocarse junto a ella, vuelto de espaldas al teatro, de manera que el palco pareciese vacío.

La orquesta tocó la obertura de Le Nozze di Figaro(1). Se alzó el telón y comenzó la obra.

Era una de esas innumerables elucubraciones dramáticas en que autores eruditos, pero sin talento, desenvolvían con sumo trabajo e igual inhabilidad, con un lenguaje farragoso y sin vida, alguna “idea profunda” o “de interés palpitante”, y donde, al presentar lo que llamaban un conflicto trágico, producían un aburrimiento… que tentado estoy de llamar asiático, porque hay un cólera con este mismo nombre. La señora Pólozov escuchó con paciencia la mitad del acto; pero cuando, enterado el primer galán de la traición de su amada (iba vestido con un redingot de color canela, de mangas anchas y cuello de aterciopelo, chaleco a rayas con botones de nácar, calzón verde con polainas de cuero charolado y guantes de gamuza blancos), se llevó ambas manos al pecho, y, sacando los codos en ángulo recto, comenzó a aullar exactamente lo mismo que un perro, la señora Pólozov ya no pudo aguantar más.

—El último actor francés del último teatrito de provincia, interpreta mejor y con más naturalidad que la primera de las celebridades alemanas —exclamó indignada, y se retiró al antepalco, y, dando con la mano en el sitio vacío junto a ella en el diván, dijo a Sanin:

—Venga usted a sentarse aquí; charlemos un poco.

Obedeció Sanin, y la señora Pólozov se le quedó mirando:

—Es usted dócil, por lo que veo; su mujer hará buenas migas con usted. Ese payaso, —continuó, señalando con el abanico al actor que seguía con sus aullidos (representaba un papel de preceptor) —ese payaso me recuerda mi juventud. Yo también estuve enamorada de un preceptor. Era mi primera, no, mi segunda pasión. La primera fue por un hermano lego del monasterio de Donskóy. Tenía yo doce años y sólo lo veía los domingos. Llevaba puesta una sotanita de terciopelo, se perfumaba con agua de alhucema, y cuando cruzaba por entre el gentío, incensario en mano, decía en francés a las señoras: “Pardon, excusez!(2) Nunca levantaba la vista, y tenía unas pestañas, mire usted, ¡así de largas! —la señora Pólozov midió con la uña del pulgar la mitad del dedo meñique de la misma mano —Mi preceptor se llamaba monsieur Gastón. Debo decir a usted que era un hombre terriblemente sabio y muy severo, un suizo. ¡Y qué enérgica cabeza, patillas negras como el ébano, perfil griego y labios que parecían de hierro cincelado!¡Le tenía un miedo! Es el único hombre a quien he tenido miedo en mi vida. Era preceptor de mi hermano, quien murió después… ¡ahogado! Una gitana me predijo que también yo moriría de muerte violenta; pero esas son necedades. No creo en esas cosas. Figúrese usted a Hipólito Sídorovich ¡con un puñal en la mano…!

—Se puede morir de otro modo que no sea de una puñalada—objetó Sanin.

—Esas son tonterías. ¿Es usted supersticioso? Yo, ni pizca. Y luego, no se evita lo que tiene que suceder. Monsieur Gastón vivía en nuestra casa, encima de mi habitación. Recuerdo que a veces me despertaba de noche y oía sus pasos (se acostaba muy tarde), y mi corazón desfallecía de adoración… o de otro sentimiento muy diferente. Mi padre apenas sabía leer y escribir, pero nos hizo dar una buena educación. ¿Sabe usted que comprendo el latín?

—¡Usted! ¿El latín?

—Sí… yo. Me lo enseñó monsieur Gastón; he leído con él toda la Eneida(3). Es muy aburrida, pero tiene algunos pasajes bonitos. ¿Recuerda usted cuando Dido y Eneas, en el bosque…?

—Sí, sí, lo recuerdo —se apresuró a decir Sanin. Hacía mucho tiempo que había olvidado el latín, y nunca se familiarizó con la Eneida.

Lo miró la señora Pólozov, según su costumbre, un poco de lado y de arriba abajo.

—Sin embargo, no vaya usted a creer que soy una sabihonda. ¡Dios mío, eso no! No soy una marisabidilla, ni tampoco poseo ningún talento. Apenas sé escribir, ¡de veras! No sé leer en voz alta, ni tocar el piano, ni dibujar, ni coser, ¡nada! Ahora, ya me conoce usted, ¡se acabó! —dijo separando los brazos —Le cuento a usted todo esto, en primer término, por no oír a esos gaznápiros; —añadió, señalando al escenario, donde el actor había cedido el primer plano a una actriz que aullaba lo mismo que él, también con los codos hacia delante —y después, porque estaba en deuda con usted: ¡ayer no me habló usted más que de sí mismo!

—Tuvo usted a bien interrogarme —objetó Sanin.

María Nikoláevna se volvió bruscamente hacia él.

—¿Y usted no tiene deseos de saber qué clase de mujer soy? Por supuesto, no me extraña. —agregó dejándose otra vez caer en los almohadones del diván —Un hombre que va a casarse, y además por amor, y después de un desafío… ¡cómo ha de tener tiempo de pensar en otra cosa!

Con aire pensativo, la señora Pólozov se puso a morder el mango del abanico con sus dientes algo grandes, pero iguales y blancos como la leche. Y Sanin aún sentía subírsele a la cabeza aquel vapor que le parecía envolverlo desde la víspera. La conversación entre la señora Pólozov y él era a media voz, casi un cuchicheo, y eso lo irritaba y agitaba aún más…

¿Cuándo concluiría todo aquello?

Los caracteres débiles nunca determinan nada por su cuenta; siempre esperan que venga por sí solo el desenlace.

En ese instante, alguien estornudó en el escenario; el autor había acotado en su obra ese estornudo, a manera de “elemento o momento cómico”. Claro está que ese era el único elemento cómico de la pieza, y se echaron a reír los espectadores divertidos por ese “momento”.

También esa risa encolerizó a Sanin.

A veces no sabía a ciencia cierta si estaba alegre o furioso, si se aburría o se recreaba. ¡Ah, si Gemma lo hubiese visto!

—¡Verdaderamente, es muy extraño! —dijo de pronto María Nikoláevna —Un hombre dice lo más tranquilo del mundo: “Tengo la intención de casarme”. Y nadie dice con tranquilidad: “Tengo la intención de tirarme al agua”. Y sin embargo, ¿qué diferencia hay? Eso es extraño, ¡de veras!

Sanin hizo un movimiento de impaciencia.

—¡Hay gran diferencia, señora! Hay gente que de ningún modo teme tirarse al agua: los que saben nadar. En cuanto a la extrañeza de ciertos matrimonios… puesto que hemos llegado a hablar de eso…

Se detuvo y se mordió la lengua.

La señora Pólozov le dio en la palma de la mano un golpecito con el abanico.

—Siga usted, Dmitri Pávlovich, siga. Sé lo que va a decirme: “Puesto que hemos llegado a hablar de eso, tenga la bondad, señora, de decirme si puede imaginarse nada más estrafalario que su casamiento, puesto que conozco a su marido desde la infancia”. Eso es lo que iba a decirme usted, que sabe nadar.

—Dispénseme… —empezó Sanin.

—¡Qué! ¿No es así, no es así? —repitió con insistencia ella —Vamos, míreme de frente y dígame si me equivoco.

Sanin ya no supo dónde esconder los ojos, y al cabo dijo:

—Pues bien… ¡Sí!… es verdad, puesto que me exige usted que sea completamente franco.

María Nikoláevna movió la cabeza:

—Sí… sí… ¿Y no se pregunta usted, que sabe nadar tan bien, cuál ha podido ser el motivo de una acción tan… estrambótica, por parte de una mujer que no es ni pobre, ni tonta… ni fea? Eso tal vez a usted no le interese. No importa: le diré el motivo; no ahora, sino dentro de poco, cuando se acabe el entreacto. Siempre estoy con miedo de que entre alguien.

En efecto, no bien dijo esta frase la señora Pólozov, se entreabrió la puerta exterior del palco y vieron entrar en él una cara rubicunda y reluciente, joven aún pero desdentada ya, de nariz colgante, melenas largas y lacias, orejas enormes como las de un murciélago, y unos ojitos curiosos y obtusos tras los cristales de sus lentes de oro. Dio un vistazo en redondo al palco, vio a la señora Pólozov, tomó una expresión obsequiosa, y, reverencioso, se inclinó. Se alargó enseguida un pescuezo surcado por gruesas venas salientes…

La señora Pólozov agitó con rapidez el pañuelo, como para ahuyentar un insecto inoportuno.

—¡No estoy aquí! (Ich bin nicht zu Hause… Kch… Kch!)

La carátula se sonrió con aire de asombro y de contrariedad, diciendo con voz hiposa, a imitación de Liszt(4), a cuyos pies ya se había arrastrado una vez:

—¡Muy bien, muy bien! (Sehr gut! Sehr gut!) —y desapareció.

—¿Quién es ese personaje? —preguntó Sanin.

—¿Eso…? Es el crítico de Wiesbaden; Litterat o lacayo, como usted guste. Por ahora, está a sueldo del empresario, y, por consiguiente, tiene la obligación de elogiarlo todo y extasiarse con motivo de todo; pero en el fondo, es un amasijo de horrible bilis, que ni siquiera se atreve a derramarla. No estoy tranquila. Horriblemente chismoso, va a ir contando por todas partes que estoy en el teatro. ¡Bah, me da igual!

La orquesta tocó un vals; se levantó el telón… En el escenario volvieron a más y mejor las contorsiones y los aullidos.

—Vamos; —dijo la señora Pólozov, yéndose de nuevo a recostar en los cojines del diván —puesto que lo he atrapado y se ve obligado a hacerme compañía, en vez de disfrutar de la sociedad de su novia… No gire usted así los ojos, ni se encolerice…, lo comprendo, y ya le he prometido devolverle su libertad plena y absoluta, pero ahora escuche mi confesión. ¿Quiere usted saber lo que amo por encima de todas las cosas?

—¡La libertad! —exclamó Sanin.

Al oír esta respuesta, la señora Pólozov puso su mano sobre la mano de él, y dijo con particular acento, y una voz grave impregnada de evidente franqueza:

—Sí, Dmitri Pávlovich: la libertad, ante todo y sobre todo. Y no se figure que hago de ello gala, no hay por qué alardear; sólo que así será hasta el día de mi muerte. En mi infancia vi muy de cerca la servidumbre, y he sufrido demasiado por esa causa. Mi preceptor, monsieur Gastón, fue quien me abrió los ojos. Tal vez comprenda usted ahora por qué me he casado con Hipólito Sídorovich; con él soy libre, ¡completamente libre, como el aire, como el viento…! Y yo sabía esto antes de casarme; sabía que con él iba a ser libre como un cosaco —la señora Pólozov guardó silencio un instante y dejó a un lado el abanico, luego prosiguió así: —Otra cosa le diré: no detesto el meditar… es divertido, y además, para eso se nos ha dado el entendimiento. Pero en cuanto a reflexionar las consecuencias de mis acciones, jamás lo hago, y me importa un bledo de mí misma, y no me quejo… ¿Para qué me serviría? Tengo un proverbio para mi uso: “Esto no tiene consecuencias”. No sé cómo traducirlo al ruso. Y en verdad, ¿qué es lo que tiene consecuencias? Aquí, en la tierra, no me pedirán cuenta de mis acciones, y allá arriba, —levantó un dedo —allá abajo… que se las arreglen como quieran. ¡Cuando me juzguen allá, ya no seré yo! ¿Me escucha usted? ¿No le aburren mis palabras?

Sanin escuchaba inclinado; levantó la cabeza.

—No me aburre de ningún modo, María Nikoláevna, y la escucho con curiosidad. Sólo que… lo confieso… me pregunto por qué me dice usted todo esto.

La señora Pólozov se movió apenas hacia él en el diván.

—Se pregunta usted… ¿Es usted tan tardo de comprensión… o tan modesto?

Sanin levantó más la cabeza.

—Le digo todo esto —continuó María Nikoláevna en un tono tranquilo, nada en armonía con la expresión de su cara— porque me gusta usted mucho. Sí, no se asombre, no es broma; porque después de haberlo encontrado, me desagradaría pensar que usted conservase de mí una impresión… favorable o desfavorable, eso me sería igual… sino falsa. Por eso lo he traído aquí, por eso estoy a solas con usted y le hablo con tanta franqueza… Sí, sí, con franqueza. Yo no miento. Y fíjese usted bien, Dmitri Pávlovich, sé que está usted enamorado de otra y que va a casarse con ella… Así, ¡haga usted justicia a mi desinterés! Y mire: esta es una buena ocasión de que diga usted a su vez: “esto no tiene consecuencias”.

Se echó a reír, pero se detuvo de pronto y permaneció inmóvil, como sorprendida de sus propias palabras; sus ojos, por lo común tan alegres y atrevidos, adquirieron por un instante una expresión como de timidez y hasta de tristeza.

“¡Serpiente! ¡Ah, qué serpiente!”, dijo Sanin para sus adentros. “¡Pero qué hermosa serpiente!”

—Deme usted mis gemelos. —pidió de pronto la señora Pólozov —Tengo ganas de ver si esa dama joven es en realidad tan fea. De veras parece que el gobierno la ha elegido con un propósito moral, con el fin de moderar los ardores de la juventud.

Sanin le dio los gemelos. Al tomarlos ella, envolvió con ambas manos los dedos del joven, con una presión fugaz y casi insensible.

—No ponga usted esa cara tan mustia. —murmuró sonriendo —Atienda: no tolero que se me pongan cadenas, pero tampoco quiero encadenar a los demás. Me gusta la libertad y rechazo las ligaduras, pero no para mí sola. Y ahora, apártese un poco y oigamos la comedia.

La señora Pólozov asestó los gemelos al escenario y Sanin también miró a la escena, sentándose junto a ella en la penumbra del palco y aspirando involuntariamente el tibio perfume de aquel cuerpo encantador; le daba vueltas en la cabeza, también de un modo involuntario, todo lo que aquella mujer le había dicho en el transcurso de la velada, principalmente en los últimos minutos…

(1) Las bodas de Fígaro: Ópera compuesta en 1786 por el compositor austríaco Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791).
(2) En francés: ¡Perdón, excúsenme!
(3) Eneida: Obra maestra de la literatura latina compuesta por Virgilio (70-19 a.C.).
(4) Franz Liszt (1811-1886), compositor y pianista húngaro.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 37

jueves, noviembre 7th, 2013

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Linda noche para prepararse un té y entrar juntos en la recta final de Aguas de primavera, con el Capítulo 37. Están llegando los primeros duraznos y, con ellos, perfumes inspiradores. Hasta mañana.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 37

¡Oh, qué hondo suspiro de alegría exhaló Sanin al encontrarse en su cuarto! Sí, María Nikoláevna había dicho la verdad: necesitaba respirar, descansar de todos estos nuevos conocimientos, encuentros y conversaciones, de ese extraño vapor que se le subía al cerebro y al corazón, de aquella asombrosa intimidad con una mujer que no era absolutamente nada para él. ¿Y en qué momento sucedía eso? ¡Casi al día siguiente en que Gemma le confesara su amor, en que se había hecho su prometida! Pero ¡eso era un sacrilegio! En el fondo de su alma pidió mil veces perdón a su casta y pura paloma, aunque no pudo formular ninguna acusación precisa contra sí mismo; mil veces besó la crucecita que ella le había dado. Si no hubiese tenido la esperanza de terminar pronto y bien el asunto que lo trajo a Wiesbaden, hubiera huido a todo correr hacia su dulce Francfort, hacia aquella querida casa que era ya la suya, hacia su Gemma, para arrojarse a sus pies adorados… Pero ¿qué hacer? Era preciso apurar el cáliz hasta las heces, vestirse, ir a comer y desde allí al teatro… ¡Con tal de que al siguiente día pudiera quedarse libre temprano!

Otra cosa lo tenía trastornado y de mal humor. Pensaba con amor, con ternura, con transportes de gratitud, en su querida Gemma, en su existencia cuando viviesen juntos los dos, en la felicidad que lo aguardaba en lo venidero, y entre tanto, aquella extraña mujer, aquella señora Pólozov, se erguía sin descanso… ¡qué digo, se erguía…!, se le “metía” incesantemente por lo ojos (así se expresaba Sanin en su despecho, en su cólera); no podía desprenderse de su imagen, ni dejar de oír su voz y sus discursos, ni aun orearse de la impresión del perfume que exhalaban sus vestidos, perfume particularísimo, fresco, sutil y penetrante como el aroma de los lirios. Es evidente que esa mujer se proponía engatusarlo y burlarse de él… Pero ¿con qué fin? ¿Qué quería? ¿Era un simple capricho de niña mimada, de mujer rica… y acaso pervertida? ¿Y qué clase de hombre era ese marido? ¿Qué tipo de relaciones tenía con su mujer? ¿Y a santo de qué se le ponían en la cabeza tales problemas a él, a Sanin, que no tenía ninguna razón para importarle un bledo de Pólozov ni de su mujer? ¿Y por qué no podía desechar esa imagen inoportuna, ni aun en los momentos en que dirigía todas las aspiraciones de su alma hacia otra imagen luminosa y pura como la claridad del día? Aquellos ojos atrevidos de iris acerado, aquellos hoyuelos en las mejillas, aquellas trenzas como sierpes, ¿todo aquello se había realmente aferrado tanto a él, que no tenía ya fuerzas para sacudirlo, para arrojarlo lejos de sí?

“¡Necedades!”, se dijo. “Mañana todo eso habrá desaparecido sin dejar rastro… Pero, ¿me dejará partir mañana?”

Mientras se hacía todas estas preguntas, se acercaba la hora de las tres. Se puso el frac, y después de dar un paseo por el parque, se dirigió a las habitaciones de los Pólozov.

Encontró en el salón un secretario de embajada, alemán, alto como un espárrago, rubio, con perfil acaballado y rayita en el testuz (eso era todavía una novedad por aquel tiempo). Y… ¡oh, sorpresa…! se encontró con su Dönhof, el oficial con quien se había batido pocos días antes. Lo que menos esperaba era encontrarlo en aquel salón; sin embargo, reprimiendo una involuntaria turbación, cruzó con él un saludo.

—¿Se conocen ustedes? —preguntó la señora Pólozov, a quien no le había pasado inadvertido el desasosiego de Sanin.

—Sí, ya he tenido el honor… —dijo Dönhof, e inclinándose ligeramente hacia María Nikoláevna, añadió a media voz con una sonrisa: —Es él mismo… su compatriota… el ruso de quien le he hablado.

—¡Imposible! —dijo ella en el mismo tono, amenazándolo con el dedo.

Y enseguida se creyó en el caso de despedirlo, así como al secretario larguirucho, quien, según todas las apariencias, estaba enamorado de ella hasta morir, porque cada vez que la miraba abría una boca de a palmo. Dönhof se retiró en el acto, con la amable sumisión de un amigo de la casa que comprende con media palabra lo que de él se exige. En cuanto al secretario, tenía ganas de remolonear. Pero María Nikoláevna lo despachó sin la menor ceremonia.

—Váyase usted con su soberana —le dijo. (Por aquel entonces se hallaba en Wiesbaden cierta principessa di Monaco que parecía enteramente una ramera de ínfimo orden) —¿Qué tiene usted que hacer en casa de una plebeya como yo?

—Permítame usted, señora; —replicó el malaventurado secretario —todas las princesas del mundo…

Pero la señora Pólozov no tuvo piedad. Se marchó el secretario, con su raya cogotera y todo.

María Nikoláevna iba vestida aquel día como “mejor le sentaba”, según el dicho de nuestras abuelas. Llevaba un traje de tafetán de color rosa, con mangas à la Fontanges(1), y un gran brillante en cada oreja. No relumbraban menos sus ojos que sus diamantes; parecía estar de buen humor y se sentía dichosa.

Hizo a Sanin sentarse junto a ella y se puso a hablarle de París, adonde iba a marchar a los pocos días; de los alemanes, que la irritaban, y —según ella— son necios cuando quieren parecer listos, y tienen ingenio a destiempo cuando quieren ser bestias. De pronto, le preguntó a quemarropa:

—¿Es cierto que hace poco se batió usted por una dama, con ese oficial que acaba de estar aquí?

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Sanin estupefacto.

—No hay cosa que yo no sepa, Dmitri Pávlovich. Pero también sé que tenía usted razón una y mil veces, y que se condujo como un cumplido caballero. Dígame, ¿es su novia aquella dama? —Sanin frunció ligeramente el entrecejo —No digo nada, ya no digo nada más. —se apresuró a añadir la señora Pólozov —Eso le disgusta a usted; perdóneme, ¡no lo volveré a hacer! ¡No se enfade!

En ese momento salió Pólozov de la estancia inmediata, con un periódico en la mano.

—¿Qué hay? ¿Está puesta la mesa?

—Enseguida van a servir la comida. Pero mira lo que acabo de leer en La Abeja del Norte… El príncipe Grobomoy ha muerto.

La señora Pólozov levantó la cabeza.

—¡Dios lo tenga en la gloria! Todos los años, —prosiguió, dirigiéndose a Sanin —en el día de mi cumpleaños, por febrero, llenaba de camelias todas las habitaciones. Pero eso no bastaría para hacerme pasar el invierno en Petersburgo. ¿Qué edad tenía? ¿Sesenta cumplidos? —preguntó a su marido.

—¡Sí! Describen su entierro en el periódico. Toda la corte estuvo en él. Y mira unos versos que con este motivo ha hecho el príncipe Kovrizhkin.

—¡Ah! Muy bien.

—¿Quieres que te los lea? El príncipe lo llama “hombre de buen consejo”.

—No me conformo. “¡Hombre de buen consejo!” Era sencillamente el hombre de Tatiana Yúrievna (la señora Pólozov hacía un equívoco con la palabra rusa que significa a la vez, hombre y marido). Vamos a comer. Los vivos deben pensar en vivir. Dmitri Pávlovich, su brazo.

La comida fue espléndida, como la víspera, y animadísima. La señora Pólozov sabía narrar muy bien; raro don en las mujeres, sobre todo en las mujeres rusas. No se paraba en consideraciones para expresar su pensamiento; sobre todo, a sus compatriotas no les dejó hueso sano. Más de una palabra atrevida y oportuna provocó la risa de Sanin. Lo que ella detestaba más que nada era la hipocresía, las frases presuntuosas y la mentira… ¡Y las encontraba en casi todas partes! Halló en los recuerdos de su infancia anécdotas bastante extrañas acerca de su parentela. Hacía gala y se ufanaba del humilde medio donde había comenzado su vida, diciendo:

—Yo he gastado lapti (zuecos de corteza), como Natalia Kirílovna Naríchkina, la madre de Pedro el Grande.

Sanin pudo convencerse de que ella había pasado ya por muchas más pruebas que la mayoría de las mujeres de su edad.

Pólozov comía concienzudamente, bebía con atención y se limitaba a fijar de vez en cuando en Sanin y en su mujer una mirada de sus pupilas blanquecinas, en apariencia ciegas y en realidad muy penetrantes.

—¡Eres un encanto! —exclamó la señora Pólozov, dirigiéndose a él —¡Qué bien has hecho todos mis encargos en Francfort! En recompensa, te habría besado en la frente; pero no hubieras tenido interés en ello.

—No tengo interés en ello —respondió Pólozov, cortando con el cuchillo de plata una piña de América.

María Nikoláevna lo miró, tamborileando en la mesa con las puntas de los dedos.

—¿Entonces, subsiste nuestra apuesta? —dijo con aire significativo.

—Subsiste.

—Perfectamente. Tú perderás.

Pólozov sacó hacia delante la quijada, y dijo:

—¡Hum! Por esta vez, María Nikoláevna, por más que eches manos de todos tus recursos, se me figura que perderás.

—A propósito, ¿de qué es esa apuesta? ¿Se puede saber? —preguntó Sanin.

—No… ¡todavía no! —respondió la señora Pólozov, prorrumpiendo en carcajadas.

Dieron las siete. El criado anunció que el coche estaba a la puerta. Pólozov dio algunos pasos para acompañar a su mujer, y se volvió inmediatamente a su butaca.

—¡Mucho ojo, no te olvides de la carta al administrador! —le dijo a gritos la señora Pólozov desde la antesala.

—La escribiré, no te preocupes. Soy un hombre ordenado.

(1) Marie-Angélique, duquesa de Fontanges (1661-1681), fue de 1678 a 1680 la favorita de Luis XIV, el Rey Sol (1638-1715).

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