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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: junio 2nd, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 18 Y 19

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 18

Se oyeron pasos, una voz de hombre, luego otra femenina y risas y, a continuación, entraron los invitados que se esperaban: Safo Stolz y un joven llamado Vaska, radiante, rebosando salud, y en quien se advertía que le aprovechaba la nutrición de carne cruda, trufas y vino de Borgoña.

Vaska saludó a las señoras y las miró, pero sólo por un momento. Entró en el salón siguiendo a Safo y ya en él la siguió constantemente, sin apartar de ella sus brillantes ojos, como si quisiera comérsela.

Safo Stolz era una rubia de ojos negros. Entró andando a pasos rápidos y menudos sobre sus pies calzados con zapatitos de altos tacones y estrechó fuertemente, como un hombre, las manos de las señoras.

Anna no había visto nunca, hasta entonces, a esta nueva celebridad y le sorprendían tanto su belleza como la exageración de su vestido y el atrevimiento de sus modales. Con sus cabellos propios y los postizos, de un color suavemente dorado, se había levantado un monumento tal de peinados sobre su cabeza, que ésta había adquirido un volumen casi mayor que el del busto, bien modelado y firme y bastante escotado por delante.

Sus movimientos, al caminar, eran tan impetuosos que a cada uno de ellos se dibujaban bajo su vestido las formas de sus rodillas y de la parte superior de sus piernas. Involuntariamente, el que la veía se preguntaba dónde, en aquella mole artificial, empezaba y terminaba su lindo cuerpo, menudo y bien formado, de movimientos vivos, tan descubierto por delante y tan disimulado y envuelto por debajo y por detrás.

Betsy se apresuró a presentarlas.

–¿No sabe? Casi hemos aplastado a dos soldados. –empezó Safo a contar en seguida, haciendo guiños con los ojos, sonriendo y echando hacia atrás la cola de su vestido, que había quedado algo torcida– He venido con Vaska… ¡Ah, sí!, es verdad que no se conocen. Se me olvidaba.

Y, después de nombrar a la familia del joven, lo presentó. Ruborizándose de su indiscreción al llamarle Vaska ante una señora desconocida, rió sonoramente.

Vaska saludó a Anna una vez más, pero ella, sin decirle nada, se dirigió a Safo:

–Ha perdido usted la apuesta. Hemos llegado antes. Págueme –dijo, sonriendo.

Safo rió con más júbilo aún.

–Supongo que no pretenderá que lo haga ahora –dijo.

–Es igual… Lo recibiré luego…

–Bueno, bueno… ¡Ah! –dijo Safo, dirigiéndose a Betsy– Se me olvidaba decirle que le he traído un invitado: mírelo.

El inesperado y joven invitado al que Safo había traído y olvidara presentar, era, sin embargo, un huésped tan importante que, a pesar de su juventud, ambas señoras se levantaron para saludarle. Era el nuevo admirador de Safo y, como Vaska, la cortejaba también.

Llegaron luego el príncipe Kaluchsky y Lisa Merkalova con Stremov. Lisa era una morena delgada, de tipo y rostro orientales, indolente, de hermosos ojos enigmáticos, según todos decían. Su oscuro vestido armonizaba con su belleza, como Anna notó con agrado en seguida. Todo lo que Safo tenía de brusca y viva, lo tenía Lisa de suave y negligente. Pero para el gusto de Anna, Lisa resultaba mucho más atractiva.

Betsy aseguraba a Anna que Lisa era como un niño ignorante pero Anna, al verla, comprendió que Betsy no decía verdad. Lisa era en efecto una mujer viciosa e ignorante pero suave y resignada. Su estilo, eso sí, era el de Safo: como a Safo, la seguían, cual cosidos a ella, dos admiradores devorándola con los ojos, uno joven y otro viejo; pero había en Lisa algo superior a lo que la rodeaba; algo que era como el resplandor brillante de aguas puras entre un montón de vidrios vulgares.

Aquel resplandor brotaba de sus hermosos ojos, verdaderamente enigmáticos. La mirada cansada y al mismo tiempo llena de pasión de aquellos ojos rodeados de un círculo oscuro, sorprendía por su absoluta sinceridad. Mirando sus ojos, sentíase la impresión de conocerla toda y, una vez conocida, parecía imposible no amarla.

Al ver a Anna, su rostro se iluminó con una clara sonrisa.

–Celebro mucho conocerla. –dijo, acercándose a ella– Ayer, en las carreras, intenté acercarme hasta usted, pero ya se había ido. Tenía mucho interés en verla y precisamente ayer. ¿Verdad que fue una cosa terrible? –dijo mirando a Anna con una expresión que parecía descubrir toda su alma.

–Sí. Nunca me imaginé que una cosa así pudiera ser tan emocionante –contestó Anna ruborizándose.

Los invitados se levantaron en aquel momento para salir al jardín.

–Yo no voy. –dijo Lisa, sonriendo y sentándose al lado de Anna– ¿Usted no va tampoco? ¡Mire que gustarles jugar al cricket!

–A mí me gusta –aseguró Anna.

–¿Cómo se arregla para no aburrirse? Sólo con mirarla a usted, ya se siente uno alegre. Usted vive y yo me aburro.

–¿Se aburre usted, que pertenece a la sociedad más animada de la capital? –preguntó Anna.

–Acaso los que no son de nuestro círculo se aburran aún más pero nosotros, y desde luego yo, nos aburrimos… Me aburro horriblemente…

Safo encendió un cigarrillo y salió al jardín con dos de los jóvenes. Betsy y Stremov quedaron ante las tazas de té.

–Sí: ¡qué aburrido es todo! –dijo Betsy–. Pero Safo dice que ayer se divirtieron mucho en su casa.

–¡Pero si fue aburridísimo! –afirmó Lisa Merkalova– Fuimos todos a mi casa después de las carreras. ¡Y siempre la misma gente, la misma y siempre lo mismo!… Pasamos el tiempo tendidos en los divanes. ¿Hay alguna diversión en eso? No. ¿Qué hace usted para no aburrirse? –siguió, dirigiéndose a Anna de nuevo– Basta mirarla para comprender que es usted una mujer que puede ser feliz o desgraciada, pero que no se aburre. Dígame, ¿cómo se arregla para ello?

–No hago nada –contestó Anna ruborizándose ante preguntas tan llenas de equívoco.

–Es el mejor modo de no aburrirse –intervino Stremov.

Stremov era un hombre de unos cincuenta años, entrecano, lozano aún, muy feo, pero de rostro inteligente y de fuerte personalidad. Lisa Merkalova era sobrina de su mujer y él pasaba con ella todas sus horas libres. Ahora, al hallar a Anna Karenina, la esposa de su enemigo ministerial Alexis Alejandrovich, procuró, como hombre de mundo e inteligente, mostrarse especialmente amable con la mujer de su adversario.

–No hacer nada es el mejor remedio para no aburrirse. –continuó, sonriendo cortésmente– Hace tiempo que le digo –añadió, dirigiéndose a Lisa Merkalova– que para no sentir el aburrimiento lo mejor es no pensar que va a aburrirse. Es como cuando uno teme sufrir de insomnio: lo mejor es no pensar en que no va a dormir. Es esto precisamente lo que ha dicho Anna Arkadievna…

–Me habría gustado decirlo, porque no sólo es muy ingenioso, sino también la pura verdad –repuso Anna, sonriendo.

–Le ruego que me diga cómo ha de hacerse para dormir cuando se tiene sueño y para no aburrirse constantemente.

–Para dormir, lo mejor es haber trabajado y para no aburrirse, también.

–¿Y para qué voy a trabajar si nadie necesita mi trabajo? Por eso finjo, a propósito, que no sé ni quiero trabajar.

–¡Es usted incorregible! –dijo Stremov, sin mirarla, volviéndose hacia Anna de nuevo.

Como veía pocas veces a Anna Karenina, no podía decirle más que vulgaridades y ahora se las decía, a propósito de su vuelta a San Petersburgo, preguntándole cuándo sería y hablándole del aprecio en que la tenía la condesa Lidia Ivanovna; pero se lo decía de un modo que demostraba el interés que tenía en hacérsele agradable y más aún en mostrarle su respeto.

Entró Tuchkevich anunciando que la reunión aguardaba a los jugadores para el cricket.

–¡No se vaya, por favor! –dijo Lisa, al enterarse de que Anna se iba.

Stremov unió su súplica a la de Lisa.

–Es un contraste demasiado vivo –dijo– pasar de esta reunión a casa de la vieja Vrede. Además, usted allí no será sino un motivo de murmuración, mientras que aquí inspira usted sentimientos mucho mejores. Es decir, completamente opuestos –concluyó Stremov.

Anna, indecisa, reflexionó un momento.

Las palabras lisonjeras de aquel hombre tan inteligente, la simpatía ingenua e infantil que le mostraba Lisa Merkalova, todo este ambiente habitual del gran mundo resultaba tan agradable, en comparación con las terribles dificultades que la esperaban, que por un momento vaciló. ¿No sería mejor quedarse, alejando más, así, el espinoso instante de las explicaciones?

Pero recordando lo que la aguardaba luego, a solas en su casa, si no adoptaba una decisión, recordando aquel gesto, terrible para ella, con que se había asido los cabellos con las manos, se despidió y se fue.

TERCERTA PARTE – Capítulo 19

Vronsky, a pesar de su vida en el gran mundo, aparentemente superficial, era un hombre que odiaba el desorden. En su primera juventud, estando todavía en el Cuerpo de Pajes, experimentó la humillación de una negativa cuando, habiéndose endeudado, pidió prestado dinero. Desde entonces procuró no colocarse nunca en una situación como aquella. Para ello, con cierta frecuencia, variable según las circunstancias, aunque generalmente unas cinco veces al año, se apartaba de la sociedad y ponía orden en todas sus cosas. A esto lo llamaba hacer cuentas o faire la lessive.

Al día siguiente de la cita se despertó tarde. Sin afeitarse ni bañarse, se vistió la guerrera blanca del uniforme de verano, puso sobre la mesa dinero, cartas y cuentas y comenzó a ocuparse en ello.

Petrizky, que sabía que, mientras efectuaba tal operación, su amigo solía estar irritado, viéndole al despertar ocupado en el escritorio se vistió sin hacer ruido y se fue para no estorbarle.

Todo hombre sabe con detalle las complicaciones que le rodean y supone, sin querer, que esas complicadas condiciones y su aclaración son una particularidad personal suya, sin sospechar que los demás viven también entre condiciones personales tan complicadas como las propias.

Así le sucedía a Vronsky. Y, no sin orgullo íntimo y tampoco sin motivo, pensaba que cualquier otro, de haberse encontrado con tantas y tan grandes dificultades, se habría visto perdido y obligado a obrar del peor modo. Vronsky, en cambio, comprendía que precisamente ahora debía estudiar el estado de sus asuntos y su situación para no complicar las cosas. Primero, y como más fácil, estudió los asuntos de dinero.
Con su letra menuda apuntó lo que debía sobre un pliego de papel de escribir. Sumó y halló que sus deudas alcanzaban diecisiete mil rublos y algunos centenares, de los que prescindió para más claridad.
Luego contó su dinero y examinó las notas del banco, y halló que sólo poseía mil ochocientos rublos y que no tendría ingreso alguno hasta año nuevo.
Volvió a leer la lista de deudas y la copió, dividiéndola en tres categorías. A la primera categoría pertenecían las que había de pagar en seguida o para las cuales, por lo menos, había de tener el dinero preparado, por no permitir su pago ni un minuto de dilación. Estas deudas ascendían a unos cuatro mil rubios. Mil quinientos por el caballo y dos mil quinientos de una fianza por su joven compañero Venevsky, que en presencia suya los había perdido jugando con un tramposo. Vronsky había querido pagar el dinero en el momento, puesto que lo llevaba encima, pero Venevsky y Jachvin insistieron en que pagarían ellos y no Vronsky, que no jugaba. Todo ello estaba muy bien, pero Vronsky sabía que con motivo de aquel sucio negocio, y a pesar de no haber tenido en él otra participación que el responder de palabra por Venevsky, tenía que tener preparados dos mil quinientos rublos para echárselos al rostro al fullero y no discutir más con él. De modo que para esta primera y principal clase de deudas necesitaba disponer de cuatro mil rubios.
Otro grupo, de ocho mil, comprendía deudas también importantes, en su mayoría relativas a su cuadra de carreras: el proveedor de heno y avena, el inglés, el guarnicionero, etc. De éstas, necesitaba pagar al menos dos mil rubios si quería quedar tranquilo.
Y quedaba la última clase de débitos –tiendas, hoteles, sastre, etcétera – de las que no tenía que preocuparse.

Necesitaba, de todos modos, un mínimo de seis mil rubios para los gastos corrientes y sólo poseía mil ochocientos. Para un hombre con cien mil de renta, como todos le atribuían, parecía que no había de tener importancia. Pero en realidad no poseía los cien mil rubios. Los inmensos bienes de su padre, que representaban por sí solos doscientos mil, eran propiedad indivisa de los dos hermanos. Cuando su hermano mayor, cargado de deudas, se casó con la princesa Varia Chirkova, hija de un decembrista, sin dinero alguno, Alexis le cedió todas las rentas de la propiedad de su padre, reservándose únicamente veinticinco mil rubios al año. Vronsky dijo entonces a su hermano que le bastaría con este dinero mientras no se casara, lo que probablemente no haría nunca. Y su hermano, comandante, por aquellos días, de uno de los regimientos de lanceros más caros para un aristócrata y recién casado, no pudo rechazar aquel regalo.

Su madre, que poseía un capital propio, daba a Alexis anualmente veinte mil rubios más, que, añadidos a aquellos veinticinco mil, no bastaban aún para sus gastos. Últimamente, habiendo su madre discutido con él por su marcha de Moscú y sus relaciones con Anna, dejó de enviarle dinero. Como consecuencia, estando Vronsky acostumbrado a gastar cuarenta y cinco mil rubios anuales y no habiendo recibido este año más que veinticinco mil, se encontraba en una situación algo apurada. No había que pensar en recurrir a su madre.

La última carta de ella, recibida el día antes, lo irritó aún más, porque contenía la insinuación de que estaba dispuesta a ayudarle para que obtuviera éxitos en el mundo y en su carrera, pero no para que llevase aquella vida que escandalizaba a toda la buena sociedad.

Aquella tentativa de su madre para comprarlo lo ofendió hasta lo más profundo de su alma y enfrió todavía más el poco afecto que sentía por ella.

No podía, sin embargo, desdecirse de su generosidad hacia su hermano, a pesar de presentir ahora vagamente, previendo alguna posibilidad de nuevos gastos en sus relaciones con la Karenina, que aquella generosidad había sido concedida demasiado irreflexivamente; y que él, aun soltero, podía tener muy bien necesidad de los cien mil rubios de renta. Era imposible, sin embargo, retirar la palabra dada. Le bastaba recordar a la mujer de su hermano, la dulce y simpática Varia, que le hacía presente, siempre que venía al caso, cuánto estimaba su generosidad y cuánto lo apreciaba, para que Vronsky se sintiera en la imposibilidad de dar el menor paso en aquel sentido. Hacerlo le parecía entonces tan imposible como pegar a una mujer, robar o mentir.

Lo que sí podía y debía hacer, y así lo decidió Vronsky inmediatamente, sin ninguna vacilación, era pedir diez mil rubios a un usurero, cosa que encontraría sin dificultad, disminuir sus gastos generales y vender su cuadra de carreras. Esto resuelto, envió en seguida una carta a Rolandaky, que le había ofrecido más de una vez comprarle los caballos, mandó buscar al inglés y a un usurero e hizo cuentas sobre el dinero que tenía.

Terminados todos estos asuntos escribió a su madre, dándole una respuesta áspera y fría. Sacó al fin de la cartera tres notas de Anna, las quemó y quedó pensativo al recordar la conversación sostenida el día anterior con ella.

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