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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: junio 4th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 22 Y 23

anna tapa libro

ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 22

Eran más de las cinco y, para llegar a tiempo y no ir con sus caballos, conocidos por todos, Vronsky tomó el coche de alquiler que llevara a Jachvin y le ordenó ir lo más deprisa posible. El viejo coche de alquiler, de cuatro asientos, era muy espacioso. Vronsky se sentó en un ángulo, extendió las piernas sobre el asiento delantero y quedó pensativo.

La vaga conciencia de la claridad con que había planteado sus asuntos, el confuso recuerdo de la amistad y alabanzas de Serpujovskoy, que le consideraba como un hombre necesario y, principalmente, la espera de la próxima entrevista, todo se unió para infundirle una viva impresión general de la alegría de vivir. Y aquella impresión era tan fuerte que Vronsky, sin querer, sonreía.

Bajó las piernas, pasó una sobre otra y con la mano se palpó la fuerte pantorrilla que se había lastimado el día antes al caer. Después, reclinándose en el respaldo, respiró varias veces a pleno pulmón.

« Bien, muy bien…», se dijo.

Antes de ahora había experimentado, también con frecuencia, la alegre consciencia de su cuerpo, pero nunca se había querido a sí mismo, a su cuerpo, como hoy. Le era agradable sentir aquel ligero dolor en su vigorosa pierna, le era agradable la sensación del movimiento de los músculos de su pecho al respirar.

El mismo día, claro y frío, de agosto, que tanta desesperación infundía en Anna, a él le excitaba y le refrescaba el rostro y el cuello, ardiente aún por el lavado reciente. En aquel aire fresco, el perfume del cosmético que se aplicara en el bigote resultábale particularmente agradable. Todo lo que veía por la ventanilla, en el ambiente frío y puro, a la pálida luz del ocaso, era lozano, alegre y fuerte como él mismo.

Los tejados de los edificios, brillantes a los rayos del sol poniente, las líneas destacadas de muros y esquinas, las figuras de los transeúntes y los coches que encontraban de vez en cuando, el inmóvil verdor de árboles y hierbas, los campos de patatas, con sus surcos regulares y las sombras oblicuas que árboles, arbustos y casas proyectaban sobre aquellos mismos surcos, todo era hermoso, como un lienzo de paisaje recién terminado y acabado de barnizar.

–¡Deprisa, más deprisa! –dijo al cochero, sacando la cabeza por la ventanilla y dándole un billete de tres rublos. La mano del cochero hurgó un instante en el farol asegurando el cierre, chasqueó el látigo y el coche se deslizó veloz por el liso camino empedrado.

«No necesito nada, nada, excepto esta felicidad. –pensaba Vronsky, mirando el tirador de hueso de la campanilla, que pendía entre ambas portezuelas a imaginando a Anna tal como la viera por última vez– Y cuanto más pasa el tiempo, más la amo. Aquí está el jardín de la casa veraniega oficial en que vive Vrede. ¿Dónde estará Anna? ¿Qué habrá sucedido? ¿Por qué me habrá citado aquí escribiendo en la carta de Betsy?», se dijo Vronsky al llegar. Pero ya no quedaba tiempo para pensar en ello. Mandó parar antes de llegar a la avenida que conducía a la casa, abrió la portezuela y saltó a tierra.

En la avenida no había nadie, pero al volver el rostro a la derecha la descubrió. Tenía el semblante cubierto con un velo, pero por su manera de andar, inconfundible, por la inclinación de su espalda, por el modo de levantar la cabeza, la reconoció, y le pareció en el acto que una sacudida eléctrica estremecía todo su cuerpo. Se sintió de nuevo ser él mismo con una fuerza renovada, desde los movimientos elásticos de las piernas hasta el de sus pulmones al respirar y una sensación especial de cosquilleo en los labios. Acercose a Anna y le estrechó fuertemente la mano.

–¿No te ha molestado que te llame? Necesitaba verte –dijo ella.

Y el modo grave y severo con que plegó los labios y que Vronsky percibió bajo el velo, hizo cambiar en el acto su estado de ánimo.

–¿Molestarme dices? Pero ¿por qué has venido aquí?

–Eso nada importa. –dijo Anna, poniendo su brazo sobre el de él– Vamos. Necesito hablarte.

Vronsky comprendió que pasaba algo y que la entrevista no sería alegre. En presencia de ella carecía de voluntad propia; desconocía la causa de la inquietud de Anna, pero notaba ya que, a su pesar, se le comunicaba.

–¿Qué pasa, pues? –preguntaba, apretando el brazo de ella con el codo y procurando leerle en el rostro los pensamientos.

Anna dio algunos pasos en silencio, cobrando ánimo, y de pronto se detuvo.

–Ayer no te dije –empezó, respirando precipitada y dificultosamente– que, al volver a casa con mi marido, se lo conté todo. Le dije que no podía ser su mujer y que… Se lo dije todo…

Vronsky la escuchaba, inclinando el cuerpo hacia ella sin darse cuenta, como deseando así suavizarle las dificultades de su situación.

–Vale más, mil veces más, –dijo– pero comprendo lo penoso que te habrá sido.

Anna no escuchaba sus palabras; le miraba sólo al rostro, tratando de leer en él sus pensamientos. No adivinaba que lo que el rostro de Vronsky reflejaba era el primer pensamiento que se le había ocurrido: la inminencia del duelo. Anna no pensaba nunca en semejante cosa y por ello dio una explicación diferente a aquella expresión de momentánea gravedad.

Al recibir la carta de su marido comprendió en el fondo que todo iba a seguir como antes, que le faltarían fuerzas para renunciar a su posición en el gran mundo, abandonar a su hijo y unirse a su amante. La mañana pasada en casa de Betsy la afirmó más aún en esta convicción. No obstante, la entrevista con Vronsky tenía para ella una importancia excepcional, pues confiaba en que después de ella variaría su situación y ella se sentiría salvada.

Si al recibir la noticia, Vronsky, sin vacilar un momento, decidido y apasionado, hubiese contestado: «déjalo todo y huyamos juntos», ella habría abandonado a su hijo y se habría ido con él. Pero la noticia no produjo en Vronsky la impresión que esperaba Anna; él parecía sólo sentirse ofendido por algo.

–No me fue nada penoso. Todo sucedió del modo más natural. –dijo Anna con irritación– Y mira… ––dijo sacando del guante la carta de su marido.

–Comprendo, comprendo. –interrumpió Vronsky, tomando la carta, pero sin leerla y esforzándose en calmar a Anna– Yo sólo deseaba una cosa y te la he pedido: terminar con esta situación para poder consagrar mi vida a tu felicidad.

–¿Por qué me lo dices? –repuso ella– ¿Cómo puedo dudarlo? Si lo dudara…

–¡Allí viene alguien! –exclamó Vronsky de pronto, mostrando a dos señoras que avanzaban hacia ellos– Acaso nos conozcan.

Y precipitadamente se dirigió a un paseo lateral arrastrando a Anna.

–Me es igual –dijo ésta, y sus labios temblaban. A Vronsky le pareció que sus ojos le examinaban con extraña irritación bajo el velo– Te digo que no se trata de eso, ni lo dudo, pero lee lo que me escribe. Léelo.

Y Anna volvió a detenerse.

De nuevo, como en el primer momento de recibir la noticia de que Anna había roto con su marido, Vronsky, leyendo la carta, se entregó involuntariamente a la impresión espontánea que sintiera respecto al esposo ultrajado. Ahora, mientras tenía en las manos la carta, imaginaba involuntariamente aquel desafío que irían a proponerle hoy o mañana en su casa, se figuraba el mismo duelo, en el cual, con la misma expresión fría y orgullosa que ahora mostraba su rostro, dispararía al aire, esperando la bala del ofendido. Y en seguida pasó por su cerebro el recuerdo de lo que acabara de decirle Serpujovskoy por la mañana: más valía no estar ligado. Pero sabía bien que no podía comunicar a Anna tal pensamiento.

Después de leer la carta, Vronsky alzó la vista. En sus ojos no había firmeza. Anna comprendió en seguida que Vronsky había pensado antes en aquella posibilidad. Ella sabía que, por mucho que Vronsky pudiera decirle, nunca le diría lo que pensaba. Y comprendió también que su última esperanza estaba perdida. No era esto lo que esperaba.

–¿Ya ves de qué clase de hombre se trata? ––dijo, con voz temblorosa– Ya lo ves…

–Perdona, pero yo me alegro de ello –repuso Vronsky– Déjame explicarme, por Dios… –añadió, rogándole con la mirada que le diese tiempo de aclarar sus palabras– Me alegro porque las cosas en ningún modo pueden quedar como él supone.

–¿Por qué no? –dijo Anna, conteniendo las lágrimas y evidenciando que no daba ya ninguna importancia a lo que él pudiera decirle. Adivinaba que su suerte estaba ya decidida.

Vronsky quería decir que después del duelo, inminente a su juicio, aquello no podría seguir así, pero dijo otra cosa.

–No puede seguir así. Supongo que ahora lo abandonarás… –y Vronsky se sonrojó– supongo que ahora me dejarás arreglar nuestra vida, pensar en ella… Mañana… ––dijo.

Pero Anna no le dio tiempo a terminar:

–¿Y mi hijo? –exclamó–. ¿No ves lo que me escribe? Tendría que abandonar a mi hijo y esto no quiero ni puedo hacerlo.

–¡Por Dios! ¿Qué vale más? ¿Dejar a tu hijo o continuar esta situación humillante?

–¿Humillante para quién?

–Para todos y en especial para ti.

–No digas que es humillante… no me lo digas. Esas palabras para mí carecen de sentido. ––dijo Anna, con voz temblorosa, deseando ahora que Vronsky hablase con sinceridad, ya que sólo le quedaba su amor y deseaba seguir amándolo– Comprende que desde el día en que lo acepté, todo ha cambiado para mí. Sólo tengo una cosa: tu amor. Siendo mío tu cariño, me siento tan elevada y tan firme que nada puede humillarme. Estoy orgullosa de mi situación porque… porque… orgullosa por… por… –y no supo decir por qué se sentía orgullosa. Lágrimas de vergüenza y desesperación ahogaron su voz; se detuvo y estalló en sollozos.

Vronsky sintió también la sensación de algo que subía a su garganta, le cosquilleaba la nariz y le hacía sentirse, por primera vez en su vida, a punto de llorar. No podía decir qué era concretamente lo que lo había conmovido. Sentía lástima de Anna, sabía que no podía ayudarla y a la vez reconocía que él era la causa de su desgracia y que había procedido mal.

–¿Acaso no es posible el divorcio? –preguntó. Anna movió la cabeza en silencio.–¿No es posible llevarte a tu hijo y dejar a tu marido?

–Sí, pero todo eso depende de él. Por ahora debo vivir en su casa –dijo Anna secamente.

No la habían engañado sus presentimientos. Las cosas quedaban como antes.

–El martes iré yo a San Petersburgo y se decidirá todo –indicó Vronsky.

–Sí. –repuso Anna– Pero no hablemos más de esto.

El coche de Anna, que ella había despedido con orden de ir a buscarla junto a la verja del jardin de Vrede, llegaba en aquel momento.

Anna se despidió de Vronsky y se fue a casa.

TERCERA PARTE – Capítulo 23

El lunes celebraba sesión extraordinaria la Comisión del 2 de junio.

Alexis Alexandrovich entró en la sala de reunión, saludó a los miembros y al presidente, como de costumbre y ocupó su puesto, poniendo las manos sobre los documentos que había preparados ante él. Entre ellos estaban los informes que necesitaba, el resumen de la declaración que se proponía formular.

En realidad le sobraban los informes. Lo recordaba todo y no creía necesario repetir en su memoria lo que había de decir. Sabía que, llegado el momento y viendo ante sí el rostro del adversario, que en vano trataba de aparentar una expresión indiferente, el discurso saldría por sí solo mejor que todo lo que pudiera preparar.

Pensaba que el fondo de su discurso sería grandioso y que cada palabra tendría suma importancia. Y, sin embargo, mientras escuchaba el informe oficial, el aspecto de Karenin no podía ser más inocente y más inofensivo. Nadie pensaba, mirando sus manos blancas, de hinchadas venas, que tan suavemente acariciaban con sus largos dedos las hojas de papel blanco puestas ante él, y viendo su cabeza, inclinada de lado, con expresión de cansancio, que iban a brotar inmediatamente de su boca palabras que producirían una tempestad, obligando a gritar a los miembros, a interrumpirse unos a otros y al presidente a reclamar orden.

Cuando la declaración concluyó, Karenin anunció, con su voz suave y fina, que tenía que manifestar algo relativo al asunto de los autóctonos.

La atención se concentró en él.

Alexis Alexandrovich tosió y, sin mirar a su adversario, escogiendo, como hacía siempre al pronunciar sus discursos, la primera persona sentada ante él –un viejecito tranquilo y menudo que nunca exponía en la Comisión opiniones propias–, comenzó él a explicar con voz firme y muy clara sus ideas.

Cuando aludió a la ley básica y orgánica, su adversario se levantó de un salto y empezó a formular objeciones. Stremov, miembro también de la Comisión, herido en lo vivo, empezó igualmente a justificarse. La sesión se hizo tempestuosa. Pero Karenin triunfaba y su proposición fue aceptada; quedaron nombradas nuevas comisiones y al día siguiente, en determinados círculos de San Petersburgo, no se hablaba más que de aquella sesión. El éxito de Alexis Alexandrovich fue mayor de lo que él mismo esperaba.

A la mañana siguiente, martes, Karenin, al despertar, recordó con placer su victoria del día antes; y a pesar de querer mostrarse indiferente, no pudo menos que sonreír cuando el jefe de su despacho, queriendo halagarle, le habló de los rumores que corrían referentes a su triunfo en la Comisión.

Ocupado en su trabajo cotidiano, Karenin olvidó por completo que hoy, martes, era el día fijado por él para el regreso de Anna Arkadievna, por lo que quedó sorprendido y desagradablemente impresionado cuando un sirviente le anunció su llegada.

Anna había llegado a San Petersburgo por la mañana; al recibir su telegrama se le había mandado el coche.

Alexis Alexandrovich debía, pues, de estar enterado de su llegada. Sin embargo, cuando llegó él no fue a recibirla. Le dijeron que estaba ocupado con el jefe del despacho.

Anna ordenó que le avisasen de su regreso, pasó a su gabinete y comenzó a arreglar sus cosas, esperando que él fuese a verla.

Transcurrió una hora sin que Karenin apareciese. Anna salió al comedor, con el pretexto de dar órdenes y habló en voz alta con intención, esperando que su marido acudiese. Pero él no fue, a pesar de que Anna le oía acercarse a la puerta de su despacho acompañado de su jefe de oficina.

Sabía que su esposo había de salir en seguida por asuntos del servicio y quería hablarle antes de que se fuera para concretar sus relaciones.

Cruzó, pues, la sala y se dirigió con decisión a su gabinete. Cuando entró, Alexis Alexandrovich, de medio uniforme y al parecer ya pronto a salir, estaba sentado a una mesita sobre la que tenía apoyados los codos y miraba ante sí con tristeza. Anna le vio antes de que él la viera y comprendió que era en ella en quien pensaba.

Al verla, él inició un movimiento para levantarse, cambió de decisión, su rostro se sonrojó, lo que nunca viera antes Anna y al fin, incorporándose precipitadamente, se dirigió a su encuentro, mirándola no a los ojos, sino más arriba, a la frente y al cabello.

Acercándose a su mujer, le tomó la mano y le pidió que se sentara.

–Me alegro de que haya usted llegado –dijo, y se sentó a su lado y quiso decirle algo pero no pudo.

Varias veces intentó de nuevo hacerlo, pero siempre se interrumpía. A pesar de esperar esta entrevista, Anna estaba preparada para despreciar e inculpar a su marido, pero ahora no sabía qué decirle y le compadecía… El silencio, pues, duró largo rato.

–¿Está bien Sergio? –preguntó él, añadiendo, sin esperar respuesta: – No como hoy en casa; tengo que salir.

–Yo quería irme a Moscú ––dijo Anna.

–No; ha hecho usted mejor viniendo aquí ––dijo él y calló de nuevo.

Anna, en vista de que su esposo no tenía fuerzas para empezar, se decidió a hacerlo ella misma.

–Alexis Alexandrovich, –dijo, mirándole y sin bajar los ojos, mientras él dirigía los suyos al cabello de su esposa– soy una mujer culpable, una mujer mala; pero soy la misma que era, la misma que le dije y he venido para decirle que no puedo cambiar.

–Nada le pregunto de eso. –respondió él de pronto, con decisión, mirándola con odio a los ojos– Demasiado lo suponía.

Se advertía que, bajo la influencia de su irritación, él había recobrado el dominio de sus facultades.

–Pero, como le dije ya por escrito, –habló crudamente con su voz delgada– le repito, ahora, que no estoy obligado a saberlo. Lo ignoro. No todas las esposas son tan amables como para apresurarse a comunicar a sus maridos esa «agradable» noticia. –y Karenin acentuó la palabra «agradable»– Lo ignoraré mientras el mundo lo ignore, mientras mi nombre no quede deshonrado. Y por eso le advierto que nuestras relaciones deben ser las de siempre y sólo en caso de que usted se «comprometa» tomaré medidas para salvaguardar mi honor.

–Sin embargo, nuestras relaciones no pueden ser las de siempre –dijo Anna, tímidamente, mirándole con temor.

Cuando ella vio de nuevo aquellos gestos tranquilos, aquella voz infantil, penetrante e irónica, su repugnancia hacia él hizo desaparecer su compasión. Y sólo tenía miedo, pero quería aclarar su situación costara lo que costase.

–No puedo ser su mujer, mientras yo… –empezó.

Alexis Alexandrovich rió con risa malévola y fría.

–Sin duda la clase de vida que usted ha escogido ha influido en sus concepciones. Respeto y desprecio una y otra cosa tan vivamente… respeto tanto su pasado y desprecio tanto su presente… que estaba muy lejos de indicar lo que usted ha creído interpretar en mis palabras.

Anna, suspirando, bajó la cabeza.

–En todo caso, –continuó él, exaltándose– no comprendo cómo, poseyendo la desenvoltura suficiente para declarar su infidelidad a su marido y no encontrando en ello, a lo que parece, motivo alguno de vergüenza, lo encuentra, en cambio, en el cumplimiento de sus deberes de esposa con respecto a su marido.

–Alexis Alexandrovich, ¿qué quiere usted de mí?

–Necesito que ese hombre no la visite y que usted proceda de modo que ni el mundo ni los criados puedan criticarla, quiero que deje de ver a ese hombre. Creo que no pido mucho. Y a cambio de ello, disfrutará usted de los derechos de esposa honrada sin cumplir sus deberes. Es cuanto tengo que decirle. Y ahora debo salir. No como en casa.

Y dicho esto, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Anna se levantó también. Saludándola en silencio, su marido la dejó pasar delante.

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