ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 3 Y 4
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 3
–¿Lo has encontrado? –preguntó ella, cuando se sentaron junto a la mesa, en la que ardía una lámpara– Es el castigo por tu tardanza.
–Pero, ¿qué ha sucedido? ¿No tenía que asistir al consejo?
–Estuvo allí y volvió y ahora otra vez se va no sé adónde. Es igual. No hablemos de eso. ¿Dónde has estado? ¿Has estado siempre con el Príncipe?
Anna conocía todos los detalles de su vida. Vronsky se proponía decirle que, no habiendo descansando en toda la noche, se había quedado dormido; pero, mirando aquel rostro conmovido y feliz, se sintió avergonzado y, cambiando de idea, dijo que había tenido que ir a informar de la marcha del Príncipe.
–¿Ha terminado todo? ¿Se ha ido?
–Sí, gracias a Dios. No sabes lo molesto que me ha sido.
–¿Por qué? Al fin y al cabo llevabais la vida habitual de todos vosotros, los jóvenes –dijo Anna, frunciendo las cejas. Y, cogiendo la labor que tenía sobre la mesa, se puso a hacer croché, sin mirarle.
–Hace tiempo que he dejado esa vida.–repuso él, extrañado por el cambio de expresión del rostro de Ana y tratando de comprender su significado– Te confieso ––continuó, sonriendo y mostrando, al hacerlo, sus dientes blancos y apretados– que durante esta semana me he mirado en el Príncipe como en un espejo y he sacado una impresión desagradable.
Anna tenía la labor entre las manos, pero no hacía nada y le miraba con ojos extrañados, brillantes.
–Esta mañana ha venido Lisa, que aún no teme invitarme, a pesar de la condesa Lidia Ivanovna ––dijo Anna– y me habló de la noche de ustedes en «Atenas». ¡Qué asco!
–Quisiera decirte…
Ella le interrumpió:
–¿Estaba Teresa, esa Thérèse con la que ibas antes?
–Quisiera decirte…
–¡Cuán bajos sois todos los hombres! ¿Es posible que imaginéis que una mujer pueda olvidar eso? –– decía Anna, agitándose más cada vez y explicándole así la causa de su inquietud– ¡Sobre todo, una mujer como yo, que no puede saber lo pasado! ¿Qué sé yo? ¡Sólo lo que tú me has dicho! ¿Y quién me asegura que dices la verdad?
–Me ofendes, Anna. ¿Es que no me crees? ¿No te he dicho que no te oculto ningún pensamiento?
–Sí, sí –repuso ella, esforzándose visiblemente en alejar sus celos–. Pero ¡si supieras lo que siento! Te creo, te creo… Bueno, ¿qué me decías?
Pero Vronsky había olvidado lo que quería decirle. Aquellos accesos de celos que, con más frecuencia cada vez, sufría Anna, le asustaban y, aunque se esforzaba en disimularlo, enfriaban su amor hacia ella, a pesar de saber que la causa de sus celos era la pasión que por él sentía.
Muchas y muchas veces se había repetido que la felicidad no existía para él sino en el amor de Anna y, ahora que se sentía amado apasionadamente, como puede serlo un hombre por quien lo ha sacrificado todo una mujer, ahora Vronsky se sentía más lejos de la felicidad que el día en que había salido de Moscú en pos de ella. Entonces se consideraba desgraciado, pero veía la dicha ante él.
Ahora, en cambio, sentía que la felicidad mejor había ya pasado. Anna no se parecía en nada a la Anna de los primeros tiempos. Moral y físicamente había empeorado. Estaba más gruesa y ahora mismo, mientras le estaba hablando de la artista, una expresión malévola afeaba sus facciones.
Vronsky la contemplaba como a una flor que, cortada por él mismo, se le hubiese marchitado entre las manos, y en la cual apenas se pudiese reconocer la belleza que incitara a cortarla. Y, no obstante, experimentaba la sensación de que aquel amor que antes, cuando estaba en toda su fuerza, hubiese podido arrancar de su alma, de habérselo propuesto firmemente, ahora le sería imposible arrancarlo. No; ahora no podía separarse de ella.
–Bueno, ¿y qué ibas a decirme del Príncipe? –preguntó Anna– ¿Ves? Ya he arrojado el demonio de mí. -Así llamaban entre ellos a los celos– Sí, ¿qué habías empezado a decirme del Príncipe? ¿Por qué te ha sido tan desagradable?
–Era insoportable. –dijo Vronsky, tratando de reanudar el hilo roto de sus pensamientos– El Príncipe no sale ganando cuando se le conoce bien. Podría definirle como un animal bien nutrido, de esos que obtienen medallas en las exposiciones, y nada más–concluyó, con un enojo que suscitó el interés de Anna.
–¿Es posible? –contestó– ¡Pero, si se dice que es muy culto y que ha visto mucho mundo!
–Esa cultura de… ellos, es una cultura especial. Está instruido sólo para tener derecho a despreciar la instrucción, como se desprecia todo entre ellos, excepto los placeres animales.
–A todos os gustan los placeres animales –dijo Anna. Y Vronsky vio de nuevo en ella aquella mirada sombría que la alejaba de él.
–¿Por qué lo defiendes? –preguntó, sonriendo.
–No lo defiendo. Me tiene sin cuidado. Sólo creo que si a ti mismo no te hubieran gustado esos placeres, habrías podido no tomar parte en ellos. Pero te gusta ver a Thérèse en el vestido de Eva.
–¡Otra vez el demonio! –dijo Vronsky, cogiendo y besando la mano que Anna puso sobre la mesa.
–No puedo evitarlo. No sabes cuánto he sufrido esperándote. No creo ser celosa. ¡No, no lo soy! Te creo cuando estás a mi lado. Mas, cuando estás lejos de mí, entregado a esta vida tuya que yo no puedo comprender…
Se interrumpió; se soltó de Vronsky y volvió a su labor. Bajo el dedo anular, comenzaron a moverse velozmente los hilos de lana blanca, brillante bajo la luz de la lámpara y su fina muñeca se movía también rápidamente en la manga de encajes.
Su voz sonó de pronto, como forzada:
–¿Dónde has encontrado a mi marido?
–Nos hemos cruzado en la puerta.
–¿Y lo ha saludado así?
Anna alargó el rostro y, entornando los ojos, cambió la expresión de su semblante y plegó las manos.
Vronsky quedó sorprendido al ver en sus hermosas facciones el mismo aspecto que asumiera Karenin al saludarle.
Sonrió, mientras ella reía a carcajadas, con aquella dulce risa que era uno de sus mayores encantos.
–No lo comprendo. –dijo Vronsky– Si después de vuestra explicación en la casa veraniega hubiese roto contigo o me hubiese mandado los padrinos, me habría parecido natural. Pero ahora no comprendo su conducta. ¿Cómo soporta esta situación? Porque se ve que sufre mucho.
–¿Él? –dijo Anna con ironía– Al contrario: está contento.
–Al fin y al cabo no sé por qué nos atormentamos tanto, cuando podía arreglarse perfectamente y en beneficio de los tres.
–Esto no lo hará. ¡Conozco demasiado bien esa naturaleza hecha toda de mentiras! ¿Sería posible, si sintiese algo, vivir conmigo como vive? ¿Podría un hombre que tuviese algún sentimiento habitar bajo el mismo techo que su esposa culpable? ¿Podría, por ventura, hablar con ella? ¿Tratarla de tú?
E involuntariamente, Anna volvió a imitarle:
–Tú, ma chère, tú, Anna… –y siguió: -No es un ser humano; es un muñeco. Sólo yo lo sé, porque nadie como yo lo conoce tan profundamente. Si yo estuviese en su lugar, a una mujer como yo, hace tiempo que la habría matado y hecho pedazos en vez de llamarla ma chére Anna. No es un hombre, es una máquina burocrática. No comprende que soy tu mujer, que él es un extraño, que está de sobra. En fin, no hablemos más de ese… no hablemos más…
–Eres injusta, amiga mía. –dijo Vronsky, procurando calmarla– Pero no importa; no hablemos de él. Dime lo que has hecho estos días. ¿Qué tienes? ¿Qué hay de tu enfermedad? ¿Qué te ha dicho el médico?
Anna lo miraba con irónica jovialidad. Se notaba que había hallado aún otros aspectos ridículos de su marido y que esperaba la ocasión de hablar de ellos.
Vronsky continuaba:
–Adivino que no se trata de enfermedad, sino de tu estado. ¿Cuándo será?
Se apagó el brillo irónico de los ojos de Anna y otra sonrisa, indicadora de que sabía algo que él ignoraba, y una suave tristeza, substituyeron a la anterior expresión de su semblante.
–Pronto, pronto… Como tú has dicho, nuestra situación es penosa y hay que aclararla. ¡Si supieras qué insoportable me resulta y cuánto daría por el derecho de amarte libre y abiertamente! Yo no me torturaría ni te torturaría con mis celos. Respecto a lo que dices, será pronto, pero no como esperamos…
Al pensar en ello, Anna se consideró tan desdichada que las lágrimas brotaron de sus ojos y no pudo continuar. Puso su mano, brillante de blancura y de sortijas bajo la lámpara, en la manga de Vronsky.
–No será como esperamos. No quería decírtelo, pero me obligas a ello. Pronto, muy pronto, llegará el desenlace y todos nos separaremos y dejaremos de sufrir.
–No comprendo –repuso Vronsky, aunque sí comprendía.
–Me has preguntado cuándo. Y yo te contesto: pronto. Y te digo, además, que no sobreviviré a ello. No me interrumpas. –y Anna se precipitaba al hablar– Lo sé, estoy segura… Voy a morir y me alegro de dejaros libres a los dos.
Las lágrimas brotaban sin cesar de sus ojos.
Vronsky se inclinó sobre su mano y la besó, tratando en vano de dominar su emoción, la cual –lo sentía bien– no tenía ningún fundamento.
–Vale más así. –dijo Anna, apretándole enérgicamente la mano– Es el único recurso, el único que nos queda.
Él se recobró y levantó la cabeza.
–¡Qué tontería! ¡Qué bobadas dices!
–Es la verdad.
–¿El qué es la verdad?
–Que voy a morir. Lo he soñado.
–¿Lo has soñado? –repitió Vronsky, recordando en el acto al campesino con quien había soñado él.
–Sí, lo soñé. Hace tiempo… Soñé que entraba corriendo en mi alcoba, donde tenía que coger no sé qué, o enterarme de algo… Ya sabes lo que pasa en los sueños… -dijo Ana, abriendo los ojos con horror– Al entrar en mi dormitorio, en un rincón del mismo, vi que había…
–¿Cómo puedes creer en esas necedades?
Pero lo que decía era demasiado importante para ella y Anna no dejó que la interrumpiera.
–Y he aquí que lo que había allí se movió y vi entonces que era un campesino, pequeño y terrible, y con una barba desgreñada… Quise huir, pero él se inclinó sobre unos sacos que tenía allí y empezó a rebuscar en ellos con las manos.
Anna imitaba los movimientos del campesino rebuscando en los sacos, y el horror se pintaba en su semblante. Vronsky recordaba su sueño y sentía que también se apoderaba de su alma el mismo horror.
–El campesino agitaba las manos y hablaba en francés, muy deprisa, arrastrando las erres: Il faut le battre le fer, le broyer, le pétrir. Y era tanta mi angustia, que quise con toda mi alma despertarme y desperté o, mejor dicho, soñé que despertaba. Aterrada, me preguntaba a mí misma: «¿Qué significa esto?». Y Korney me contestaba: «Morirá usted de parto, madrecita». Y entonces desperté de verdad.
–¡Qué tontería! –repetía Vronsky, sintiendo que su voz carecía de sinceridad.
–No hablemos más de esto. Llama y mandaré servir el té. Pero aguarda, ya no queda mucho tiempo, y yo…
De repente se detuvo, su rostro mudó de expresión y a la agitación y el espanto sucedió una atención suave y reposada, llena de beatitud. Vronsky no pudo comprender el significado de aquel cambio. Era que Anna sentía que la nueva vida que llevaba en ella se agitaba en sus entrañas.
CUARTA PARTE – Capítulo 4
Después de su encuentro con Vronsky en la puerta de su casa, Karenin fue a la ópera italiana como se proponía. Estuvo allí durante dos actos completos y vio a quien deseaba.
De regreso a casa, miró el perchero y, al ver que no había ningún capote de militar, pasó a sus habitaciones. Contra su costumbre, no se acostó, sino que estuvo paseando por la estancia hasta las tres de la madrugada.
La irritación contra su mujer, que no quería guardar las apariencias y dejaba incumplida la única condición que él impusiera –recibir en casa a su amante–, le quitaba el sosiego.
Puesto que Anna no cumplía lo exigido, tenía que castigarla y poner en práctica su amenaza: pedir el divorcio y quitarle a su hijo.
Alexis Alexandrovich sabía las muchas dificultades que iba a encontrar pero se había jurado que lo haría y estaba resuelto a cumplirlo. La condesa Lidia Ivanovna había aludido con frecuencia a aquel medio como única salida de la situación en que se encontraba. Además, últimamente, la práctica de los divorcios había alcanzado tal perfección que Karenin veía posible superar todas las dificultades.
Como las desgracias nunca llegan solas, el asunto de los autóctonos y de la fertilización de Taraisk le daban por entonces tales disgustos que en los últimos tiempos se sentía continuamente irritado.
No durmió en toda la noche y su cólera, que aumentaba sin cesar, alcanzó el límite extremo por la mañana. Se vistió precipitadamente y, como si llevara una copa llena de ira y temiera derramarla y perderla, quedándose sin la energía necesaria para las explicaciones que le urgía tener con su esposa, se dirigió rápidamente a la habitación de Anna apenas supo que ésta se había levantado.
Anna creía conocer bien a su marido pero, al verle entrar en su habitación, quedó sorprendida de su aspecto. Tenía la frente contraída, los ojos severos, evitando la mirada de ella, la boca apretada en un rictus de firmeza y desdén y, en su paso, en sus movimientos y en el sonido de su voz había una decisión y energía tales como su mujer no viera en él jamás.
Entró en la habitación sin saludarla, se dirigió sin vacilar a su mesa escritorio y, cogiendo las llaves, abrió el cajón.
–¿Qué quiere usted? –preguntó Anna.
–Las cartas de su amante –repuso él.
–No hay ninguna carta aquí –contestó Anna cerrando el cajón. Por aquel ademán, Karenin comprendió que no se equivocaba y, rechazando bruscamente la mano de ella, cogió con rapidez la cartera en que sabía que su mujer guardaba sus papeles más importantes.
Anna trató de arrancarle la cartera, pero él la rechazó.
–Siéntese; necesito hablarle –dijo, poniéndose la cartera bajo el brazo y apretándola con tal fuerza que su hombro se levantó.
Anna le miraba en silencio, con sorpresa y timidez.
–Ya le he dicho que no permitiría que recibiera aquí a su amante.
–Necesitaba verle para…
–No necesito entrar en pormenores, ni siquiera saber para qué una mujer casada necesita ver a su amante.
–Sólo quería… –siguió Anna irritándose. La brusquedad de su marido la excitaba y le daba valor-¿Le parece, por ventura, una hazaña ofenderme? –le preguntó.
–Se puede ofender a una persona honrada o a una mujer honrada; pero decir a un ladrón que lo es significa sólo la constatation d’un fait.
–No conocía aún en usted esa nueva capacidad para atormentar.
–¿Llama usted atormentar a que el marido dé libertad a su mujer, concediéndole un nombre y un techo honrados sólo a condición de guardar las apariencias? ¿Es crueldad eso?
–Si lo quiere usted saber le diré que es peor: es una villanía–exclamó Anna, en una explosión de cólera. E incorporándose, quiso salir.
–¡No! –gritó él, con su voz aguda, que ahora sonó más penetrante, en virtud de su excitación. Y la cogió por el brazo con sus largos dedos, con tanta fuerza que quedaron en él las señales de la pulsera, que apretaba bajo su mano y la obligó a sentarse –¿Una villanía? Si quiere emplear esa palabra, le diré que la villanía es abandonar al marido y al hijo por el amante y seguir comiendo el pan del marido.
Anna bajó la cabeza. No sólo no dijo lo que había dicho a su amante, es decir, que él era su esposo, y que éste sobraba, sino que ni pensó en ello siquiera. Abrumada por la justicia de aquellas palabras, sólo pudo contestar en voz baja:
–No puede usted describir mi situación peor de lo que yo la veo. Pero, ¿por qué dice usted todo eso?
–¿Por qué lo digo? –continuó él, cada vez más irritado– Para que sepa que, puesto que no ha cumplido usted mi voluntad de que salvase las apariencias, tomaré mis medidas a fin de que concluya esta situación.
–Pronto, pronto concluirá –murmuró ella.
Y una vez más, al recordar su muerte próxima, que ahora deseaba, las lágrimas brotaron de sus ojos.
–Concluirá mucho antes de lo que usted y su amante pueden creer. ¡Usted busca sólo la satisfacción de su apetito carnal!
–Alexis Alexandrovich: no sólo no es generoso, es poco honrado herir al caído.
–Usted sólo piensa en sí misma. Los sufrimientos del que ha sido su esposo no le interesan. Si toda la vida de él está deshecha, eso le da igual. ¿Qué le importa lo que él haya so… so… sopor… poportado?
Hablaba tan deprisa, que se confundió, no pudo pronunciar bien la palabra y concluyó diciendo «sopoportado». Anna tuvo deseos de reír pero en seguida se sintió avergonzada de haber hallado algo capaz de hacerla reír en aquel momento. Y por primera vez y durante un instante se puso en el lugar de su marido y sintió compasión de él. Pero, ¿qué podía hacer o decir? Inclinó la cabeza y calló.
Él calló también por unos segundos y después habló en voz, no ya aguda, sino fría, recalcando intencionadamente algunas de las palabras que empleaba, incluso las que no tenían ninguna particular importancia.
–He venido para decirle… –empezó.
Anna le miró. «Debí de haberme engañado –pensó, recordando la expresión de su rostro de un momento antes cuando se confundió con las palabras– ¿Es que un hombre con esos ojos turbios y esa calma presuntuosa puede, por ventura, sentir algo?»
–No puedo cambiar–murmuró ella.
–He venido para decirle que mañana marcho a Moscú y no volveré más a esta casa. Le haré comunicar mi decisión por el abogado, a quien he encargado tramitar el divorcio. Mi hijo irá a vivir con mi hermana – concluyó Alexis Alexandrovich, recordando a duras penas lo que quería decir de su hijo.
–Se lleva usted a Sergei sólo para hacerme sufrir. –repuso ella, mirándole con la frente baja– ¡Usted no lo quiere! ¡Déjeme a Sergio!
–Sí: la repugnancia que siento por usted me ha hecho perder hasta el cariño que tenía a mi hijo. Pero, a pesar de todo, lo llevaré conmigo. Adiós.
Quiso marchar, pero ella lo retuvo.
–Alexis Alexandrovich: déjeme a Sergei. –balbuceó una vez más– Sólo esto le pido… Déjeme a Sergei hasta que yo… Pronto daré a luz… ¡Déjemelo!
Alexis Alexandrovich se puso rojo, desasió su brazo y salió del cuarto sin contestar.