ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 7 Y 8
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 7
Al día siguiente era domingo. Esteban Arkadievich se dirigió al Gran Teatro para asistir a la repetición de un ballet y entregó a Macha Chibisova, una linda bailarina que había entrado en aquel teatro por recomendación suya, un collar de corales.
Entre bastidores, en la obscuridad que reinaba allí incluso de día, pudo besar la bella carita de la joven, radiante al recibir el regalo. Además de entregarle el collar, Oblonsky tenía que convenir con ella la cita para después del baile. Le dijo que no podría estar al principio de la función, pero prometió acudir al último acto y llevarla a cenar.
Desde el teatro, Esteban Arkadievich se dirigió en coche a Ojotuj Riad y él mismo eligió el pescado y espárragos para la comida. A las doce ya estaba en el hotel Dusseau, donde había de hacer tres visitas que, por fortuna, coincidían en el mismo hotel. Primero debía visitar a Levin, que acababa de volver del extranjero y paraba allí y después, a su nuevo jefe, el cual, nombrado recientemente para aquel alto cargo, había venido a Moscú para tomar posesión de él y, en fin, a su cuñado Karenin para llevarle a comer a casa.
A Esteban Arkadievich le placía comer bien; pero aún le gustaba más ofrecer buenas comidas no muy abundantes, pero refinadas, tanto por la calidad de los manjares y bebidas, como por la de los invitados.
La minuta de hoy le satisfacía en gran manera: peces asados vivos, espárragos y la pièce de résistance: un magnífico pero sencillo rosbif y los correspondientes vinos.
Entre los invitados figurarían Kitty y Levin y, para disimular la coincidencia, otra prima y el joven Scherbazky. La piéce de résistance de los invitados serían Sergio Kosnichev y Alexis Alexandrovich, el primero moscovita y filósofo, el segundo petersburgués y práctico.
Se proponía, además, invitar al conocido y original Peszov, hombre muy entusiasta, liberal, orador, músico, historiador y, al mismo tiempo, un chiquillo, a pesar de sus cincuenta años, el cual serviría como de salsa u ornamento de Kosnichev y Karenin. «Ya se encargaría él», pensaba Oblonsky, «de hacerles discutir entre sí».
El dinero pagado como segundo plazo por el comprador del bosque se había recibido ya y no se había gastado aún. Dolly se mostraba últimamente muy amable y buena y la idea de esta comida alegraba a Esteban Arkadievich en todos los sentidos.
Se hallaba, pues, de inmejorable humor. Existían, no obstante, dos circunstancias ingratas que se disolvían en el mar de su benévola alegría. La primera era que, al hallar el día antes, en la calle, a su cuñado, lo había visto muy seco y frío con él y, relacionando la expresión del rostro de Karenin y el hecho de no haberles avisado su llegada a Moscú con los chismes que sobre Anna y Vronsky habían llegado hasta él, adivinaba que algo había ocurrido entre marido y mujer.
Ésta era la primera circunstancia ingrata. La segunda consistía en que su nuevo jefe, como todos los nuevos jefes, tenía fama de hombre terrible. Decían que se levantaba a las seis de la mañana, que trabajaba como una caballería y que exigía lo mismo de sus subalternos. Además, se le consideraba como un oso en el trato social y se afirmaba que seguía una norma opuesta en todo a la del jefe anterior que tuviera hasta entonces Esteban Arkadievich.
El día antes, Oblonsky se había presentado a trabajar con uniforme de gala y el nuevo jefe habíase mostrado amable y le había tratado como a un amigo, por lo cual hoy Esteban Arkadievich se creía obligado a visitarle vistiendo levita. El pensamiento de que su nuevo jefe pudiera recibirle mal era también una circunstancia desagradable. Pero Esteban Arkadievich creía instintivamente que «todo se arreglaría».
«Todos somos hombres; somos humanos y todos tenemos faltas. ¿Por qué hemos de enfadamos y disputar?», pensaba al entrar en el hotel.
–Hola, Basilio ––dijo, saludando al ordenanza, a quien conocía y avanzando por el pasillo con el sombrero de través– ¿Te dejas las patillas? Levin está en el siete, ¿verdad? Acompáñame, haz el favor. Además, entérate de si el conde Anichkin –era su nuevo jefe– podrá recibirme y avísame después.
–Muy bien, señor. Hace tiempo que no hemos tenido el gusto de verlo por aquí – contestó Basilio sonriendo.
–Estuve ayer, pero entré por la otra puerta. ¿Es éste el siete?
Cuando Esteban Arkadievich entró, Levin estaba en medio de la habitación, con un aldeano de Tver, midiendo con el archin una piel fresca de oso.
–¿Lo has matado tú? –gritó Oblonsky–. ¡Es magnífico! ¿Es una osa? ¡Hola, Arjip!
Estrechó la mano al campesino y se sentó sin quitarse el abrigo ni el sombrero.
–Anda, siéntate y quítate esto –––dijo Levin quitándole el sombrero.
–No tengo tiempo; vengo sólo por un momento–repuso Oblonsky.
Y se desabrochó el abrigo. Pero luego se lo quitó y estuvo allí una hora entera, hablando con Levin de cacerías y de otras cosas interesantes para los dos.
–Dime: ¿qué has hecho en el extranjero? ¿Dónde has estado? –preguntó a Levin cuando salió el campesino.
–En Alemania, en Prusia, en Francia y en Inglaterra, pero no en las capitales, sino en las ciudades fabriles. Y he visto muchas cosas. Estoy muy satisfecho de este viaje.
–Ya conozco tu idea sobre la organización obrera.
–No es eso. En Rusia no puede haber cuestión obrera. La única cuestión importante para Rusia es la de la relación entre el trabajador y la tierra. También en Europa existe, pero allí se trata de arreglar lo estropeado, mientras que nosotros…
Oblonsky escuchaba con atención a su amigo.
–Sí, sí. ––contestaba–– Puede que tengas razón. Me alegro de verte animado y de que caces osos y trabajes y tengas ilusiones. ¡Scherbazky me dijo que te encontró muy abatido y que no hacías más que hablar de la muerte!…
–¿Qué tiene eso que ver? Tampoco ahora dejo de pensar en la muerte. –repuso Levin– Verdaderamente, ya va llegando el momento de morir; todo lo demás son tonterías. Te diré, con el corazón en la mano, que estimo mucho mi actividad y mi idea, pero que sólo pienso en esto: toda nuestra existencia es como un moho que ha crecido sobre este minúsculo planeta. ¡Y nosotros imaginamos que podemos hacer algo enorme! ¡Ideas, asuntos! Todo eso no son más que granos de arena.
–Lo que dices es viejo como el mundo.
–Es viejo, sí; pero cuando pienso en ello todo se me aparece despreciable. Cuando se comprende que hoy o mañana has de morir y que nada quedará de ti, todo se te antoja sin ningún valor. Yo considero que mi idea es muy trascendente y, al fin y al cabo, aun realizándose, es tan insignificante como, por ejemplo, matar esta osa. Así nos pasamos la vida entre el trabajo y las diversiones, sólo para no pensar en la muerte.
Esteban Arkadievich sonrió, mirando a su amigo con afecto y leve ironía.
–¿Ves cómo participas de mi opinión? ¿Recuerdas que me afeabas que buscase los placeres de la vida? Ea, moralista, no seas tan severo…
–Sin embargo, en la vida hay de bueno… lo… que… –y Levin, turbado, no pudo terminar–En fin: no sé; sólo sé que moriremos todos muy pronto.
–¿Por qué muy pronto?
–Mira: cuando se piensa en la muerte, la vida tiene menos atractivos, pero uno se siente más tranquilo.
–Al contrario… Divertirse en las postrimerías es más atractivo aún. En fin, tengo que marcharme –dijo Esteban Arkadievich, levantándose por décima vez.
–Quédate un poco más. –repuso Levin, reteniéndole– ¿Cuándo nos veremos? Me marcho mañana.
–¡Caramba! ¿En qué pensaba yo? ¡Y venía especialmente para eso ! Ve hoy sin falta a comer a casa.
Estará tu hermano. También estará mi cuñado Karenin.
–¿Está aquí? –indagó Levin. Y habría querido preguntar por Kitty. Sabía que a principios de invierno ella había estado en San Petersburgo, en casa de su otra hermana, la esposa del diplomático, y ahora ignoraba si estaba ya de vuelta. Dudaba si preguntar o callarse. «Vaya o no, es igual», se dijo.
–¿Vendrás?
–Desde luego.
–Pues acude a las cinco, de levita.
Y Oblonsky, levantándose, se dirigió al cuarto de su nuevo jefe. El instinto no lo engañaba. El nuevo y temible jefe resultó ser un hombre muy amable. Esteban Arkadievich almorzó con él y permaneció en su habitación tanto tiempo que sólo después de las tres entró en la de Alexis Alexandrovich.
CUARTA PARTE – Capítulo 8
Karenin, de vuelta de misa, pasó toda la mañana en su cuarto. Tenía que hacer dos cosas aquella mañana: primero, recibir y despedir la diputación de los autóctonos que se hallaba en Moscú y debía seguir hacia San Petersburgo; y segundo, escribir al abogado la carta prometida.
Aquella comisión, a pesar de haber sido creada por iniciativa de Karenin, ofrecía muchas dificultades y hasta riesgos, de modo que él se sentía satisfecho de haberla hallado en Moscú. Los miembros que la formaban no tenían la menor idea de su misión ni de sus obligaciones. Eran tan ingenuos, que creían que su deber era explicar sus necesidades y el verdadero estado de las cosas pidiendo al Gobierno que les ayudase. No comprendían en modo alguno que ciertas declaraciones y peticiones suyas favorecían al partido enemigo, lo que podía echar a perder todo el asunto.
Alexis Alexandrovich pasó mucho tiempo con ellos, redactando un plan del que no debían apartarse; y, después de haberlos despedido, escribió cartas a San Petersburgo para que allí se orientasen los pasos de la comisión. Su principal auxiliar en aquel asunto era la condesa Lidia Ivanovna, ya que, especializada en asuntos de delegaciones, nadie mejor que ella sabía encauzarlas como hacía falta.
Terminado esto, Alexis Alexandrovich escribió al abogado. Sin la menor vacilación, le autorizaba a obrar como mejor le pareciese. Añadió a su misiva tres cartas cambiadas entre Anna y Vronsky, que había hallado en la cartera de su mujer.
Desde que Karenin había salido de su casa con ánimo de no volver a ver a su familia, desde que estuviera en casa del abogado y confiara al menos a un hombre su decisión y, sobre todo, desde que había convertido aquel asunto privado en un expediente a base de papeles, se acostumbraba más cada vez a su decisión y veía claramente la posibilidad de realizarla.
Acababa de cerrar la carta dirigida al abogado cuando oyó el sonoro timbre de la voz de su cuñado, que insistía en que el criado de Karenin le anunciara su visita.
«Es igual», pensó Alexis Alexandrovich. «Será todavía mejor. Voy a anunciarle ahora mismo mi situación con su hermana y le explicaré por qué no puedo comer en su casa.»
–¡Hazle pasar! –gritó al criado, recogiendo los papeles y colocándolos en la cartera.
–¿Ves? ¿Por qué me has mentido si tu señor está? –exclamó la voz de Esteban Arkadievich apostrofando al criado que no lo dejaba pasar. Y Oblonsky entró en la habitación– Me alegro mucho de encontrarte. Espero que… –empezó a decir alegremente.
–No puedo ir –dijo fríamente Alexis Alexandrovich, permaneciendo en pie, sin ofrecer una silla al visitante.
Se proponía iniciar sin más las frías relaciones que debía mantener con el hermano de la mujer a quien iba a entablar demanda de divorcio. Pero no contaba con el mar de generosidad que contenta el corazón de Esteban Arkadievich. Éste abrió sus ojos claros y brillantes.
–¿Por qué no puedes? ¿Qué quieres decir? –preguntó con sorpresa en francés– ¡Pero si prometiste que vendrías! Todos contamos contigo.
–Quiero decir que no puedo ir a su casa porque las relaciones de parentesco que había entre nosotros deben terminar.
–¿Cómo? ¿Por qué? No comprendo ––dijo, sonriendo, Esteban Arkadievich.
–Porque voy a iniciar demanda de divorcio contra su hermana y esposa mía. Las circunstancias…
Pero Karenin no pudo terminar su discurso, porque ya Esteban Arkadievich reaccionaba y no precisamente como esperaba su cuñado.
–¿Qué me dices, Alexis Alexandrovich? ––exclamó Oblonsky con apenada expresión.
–Así es.
–Perdona, pero no lo creo, no lo puedo creer.
Karenin se sentó, viendo que sus palabras no causaban el efecto que presumiera, comprendiendo que había de explicarse y convencido de que, fuesen las que fuesen sus explicaciones, su relación con su cuñado iba a continuar como antes.
–Sí, me he encontrado en la terrible necesidad de pedir el divorcio –dijo.
–Sólo una cosa quiero decirte, Alexis Alexandrovich: sé que eres un hombre bueno y justo. Conozco también a Anna y no puedo modificar mi opinión sobre ella. Perdona, pero me parece una mujer excelente, perfecta. De modo que no puedo creerte… Debe de haber algún error –afirmó.
–¡Si sólo hubiera un error!
–Bien; lo comprendo. –interrumpió Oblonsky– Se comprende… Pero, mira: no hay que precipitarse. No, no hay que precipitarse.
–No me he precipitado. –contestó fríamente Karenin– Mas en asuntos así no se puede seguir el consejo de nadie. Mi decisión es irrevocable.
–¡Es terrible! –exclamó Esteban Arkadievich, suspirando tristemente– Yo, en tu lugar, haría una cosa… ¡Te ruego que lo hagas, Alexis Alexandrovich! Por lo que he creído entender, la demanda no está entablada aún. Pues antes de entablarla, habla con mi mujer… ¡Habla con ella! Quiere a Anna como a una hermana, te quiere a ti y es una mujer extraordinaria. ¡Háblale, por Dios! Hazlo como una prueba de amistad hacia mí; te lo ruego.
Karenin quedó pensativo. Oblonsky le miraba con compasión, respetando su silencio.
–¿Irás a verla?
–No sé. Por eso no he ido a su casa. Creo que nuestras relaciones deben cambiar.
–No veo porqué. Permíteme suponer que, aparte de nuestro trato como parientes, tienes hacia mí los sentimientos de amistad que yo siempre he profesado, además de mi sincero respeto. –dijo Esteban Arkadievich estrechándole la mano– Aun siendo verdad tus peores suposiciones, nunca juzgaré a ninguna de las dos partes y no veo por qué han de cambiar nuestras relaciones. Y ahora haz eso: ve a ver a mi mujer.
–Los dos consideramos este asunto de distinto modo. –repuso fríamente Karenin– No hablemos más de ello.
–¿Y por qué no puedes ir hoy a comer? Mi mujer te espera. Te ruego que vayas y, sobre todo, que le hables. Es una mujer extraordinaria. ¡Por Dios, te lo pido de rodillas, te lo ruego…!
–Si tanto se empeña, iré –dijo, suspirando, Alexis Alexandrovich. Y, para cambiar de conversación, le habló de asuntos que interesaban a ambos, preguntándole por su nuevo jefe, un hombre no viejo aun para el alto cargo al que había sido destinado.
Karenin, ya desde mucho antes, no había sentido nunca ningún aprecio por el conde Anichkin, y siempre había estado en pugna con sus opiniones, pero ahora no pudo contener su odio, muy comprensible en un funcionario público que ha sufrido un fracaso en su cargo, hacia otro que ha obtenido un puesto más alto que él.
–¿Qué? ¿Le has visto? –preguntó con venenosa ironía.
–Por supuesto. Ayer asistió a la sesión del juzgado. Parece muy enterado de los asuntos y es muy activo.
–Sí; pero ¿a qué encamina su actividad? –preguntó Karenin– ¿A obrar o a modificar lo que está establecido? La gran calamidad de nuestro país es la administración a base de papeleo, de la que ese hombre es el más digno representante.
–A decir verdad, no veo nada censurable en él. No sé en qué sentido orienta sus ideas, pero es un buen muchacho. –contestó Esteban Arkadievich– He estado ahora mismo en su habitación y te aseguro que es un buen muchacho. Hemos almorzado juntos y le he enseñado a preparar aquel brebaje, que conoces ya, compuesto de vino y naranjas, que es un refresco exquisito. Es extraño que no lo conociera ya. Le ha gustado extraordinariamente. Te aseguro que es un hombre muy simpático.
Esteban Arkadievich miró el reloj.
–¡Dios mío, más de las cuatro y aún he de visitar a Dolgovuchin! Ea, por favor, ven a comer con nosotros. No sabes cuánto nos disgustarías a mi mujer y a mí si faltaras.
Alexis Alexandrovich se despidió de su cuñado de un modo muy distinto a como le recibiera.
–Te he prometido ir e iré –repuso tristemente.
––Créeme que lo agradezco y espero que no te arrepentirás –dijo Oblonsky sonriendo.
Y, mientras se ponía el abrigo, dio un ligero golpecito en la cabeza al lacayo de su cuñado, se puso a reír y salió.
–¡A las cinco y de levita! ¿Oyes? –gritó una vez más volviéndose desde la puerta.