ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 17 Y 18
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 17
La fonda de la capital de provincia en que estaba Nicolás Levin era una de esas fondas provincianas que se construyen según adelantos modernos, con las mejores intenciones de limpieza, confort y hasta elegancia pero que, debido al público que las frecuenta, se convierten en sucias tabernas con pretensiones de modernidad, resultando por ello aún peores que las antiguas fondas en las que nada se hacía para disimular el desaseo.
Ésta había llegado ya a aquel estado. En la entrada, fumando un cigarrillo, estaba un soldado de sucio uniforme que debía de ser el portero; se veía, después, una escalera de hierro colado, sombría y desagradable, un camarero de expresión desvergonzada, vistiendo un raído frac, una sala con un ramo de flores de cera cubiertas de polvo sobre la vieja mesa. La suciedad, el descuido y el polvo que reinaban por todas partes con, al lado de ello, cierta presunción de modernidad que olía a estación de ferrocarril, produjeron en Levin, por contraste con su vida de recién casado, una penosa impresión, en especial porque la impresión de falsedad que causaba la fonda no estaba en relación con lo que les esperaba.
Resultó como siempre que, después de haberles preguntado de qué precio querían la habitación, no había ninguna buena: una de éstas la ocupaba un revisor del ferrocarril, otra un abogado de Moscú y la tercera la princesa Astafieva, que se había detenido allí de regreso de sus propiedades.
Sólo había disponible una sucia alcoba, a cuyo lado les prometieron otra libre para la noche.
Enojado contra su mujer al ver que sucedía lo que había temido, es decir, que en el momento de su llegada, cuando más preocupado estaba por la situación de su hermano, había de ocuparse de ella en vez de precipitarse hacia Nicolás, Levin la acompañó a la habitación que les destinaban.
–Ve, ve –dijo Kitty, en voz baja y tímida, mirándole como si comprendiera su culpa.
Levin salió en silencio y halló en el pasillo a María Nicolaievna que, informada de que habían llegado, acudía, sin osar entrar. Seguía igual que cuando la vio en Moscú: el mismo vestido de lana, los brazos y la garganta descubiertos, y el mismo rostro bondadoso, con pecas, algo más lleno que antes.
–¿Cómo está? ¿Cómo se siente?
–Muy mal; ya no se levanta. Todo el tiempo lo ha estado esperando. Pero usted… su señora…
Como Levin al principio no entendió lo que la inquietaba, ella se explicó:
–Me iré a la cocina. –murmuró– Su señor hermano estará muy contento. Ha oído hablar de la señorita y la conoce de cuando estábamos en el extranjero.
Levin, comprendiendo que le hablaba de su mujer, no supo qué contestar.
–Vamos, vamos –dijo.
Pero apenas dieron un paso, se abrió la puerta de la habitación y apareció Kitty.
Levin se sonrojó de vergüenza e ira contra su mujer, que se ponía y le ponía en situación tan embarazosa.
Maria Nicolaievna se ruborizó más aún. Sofocada, encarnada hasta saltársele las lágrimas, cogió con ambas manos las puntas de su pañuelo y empezó a arrollarlas con sus dedos rojos sin saber qué hacer ni qué decir.
Primero, Levin sólo vio la mirada de ávido interés con que Kitty escudriñaba a aquella mujer, a aquella terrible mujer incomprensible para ella.
Pero eso sólo duró un momento.
–¿Qué, cómo está? –dijo Kitty, dirigiéndose primero a su marido y luego a la mujer.
–El pasillo no es un lugar apropiado para hablar –dijo Levin, mirando con irritación a un hombre que pasaba, muy estirado y al parecer absorto en sus preocupaciones.
–Entonces, pasen. –indicó Kitty a Maria Nicolaievna, ya serena. Pero viendo el rostro espantado de su esposo, añadió: –Y si no, es mejor que vayan ustedes y envíen luego por mí.
Volvió a su habitación y Levin fue a la de su hermano.
Lo que vio allí y lo que experimentó fue muy distinto de lo que esperaba. Creía que encontraría a Nicolás en el mismo estado de confianza, propio de los tuberculosos y que tanto le había sorprendido durante la estancia de su hermano en el campo, en otoño.
Esperaba hallar los síntomas físicos de la muerte próxima aumentados: más debilidad y enflaquecimiento pero, en fin, la misma apariencia aproximada. Y suponía que habría de experimentar, ante su hermano, el mismo sentimiento de perderlo, el mismo horror ante la muerte que antes notara, aunque en mayor grado.
En la habitación, pequeña y sucia, cubiertas de salivazos sus paredes pintadas, se oía hablar tras el delgado tabique. En la atmósfera impregnada de olor a suciedad, sobre la cama, separada de la pared, había un cuerpo cubierto con una manta. Una de las manos de este cuerpo, unida de un modo incomprensible al antebrazo igualmente delgado en toda su longitud, estaba sobre la manta. La cabeza descansaba de lado en la almohada.
Levin veía los cabellos, ralos y cubiertos de sudor, sobre las sienes y la frente lisa, que parecía transparente.
«Es imposible que ese terrible cuerpo sea mi hermano Nicolás», pensó. Pero, acercándose más, le vio el rostro y se disiparon sus dudas. A pesar del horrible cambio del semblante, le bastó a Levin contemplar los vivos ojos, que Nicolás alzó para mirar al que entraba, le bastó observar un leve movimiento bajo los bigotes, para comprender la terrible verdad: que aquel cuerpo muerto era su hermano vivo.
Los brillantes ojos se posaron con seriedad y reproche en el hermano, que acababa de entrar. Y al punto se estableció entre ambos una interna comunicación. Levin, en aquella mirada, percibió un reproche y le remordió su propia felicidad.
Cuando Constantino le cogió la mano, Nicolás sonrió. Era una sonrisa débil, apenas perceptible y, no obstante la sonrisa, la severa expresión de sus ojos no cambió.
–No esperarías encontrarme así… ––dijo con dificultad.
–Sí… no… –respondió Levin, sin hallar palabras– ¿Por qué no me avisaste antes? Quiero decir, en mi boda. Pregunté por ti en todas partes…
Hablaba por no callar, pero no sabía qué decir. Su hermano no le respondía nada, mirándole con fijeza y esforzándose evidentemente en penetrar en el sentido de cada palabra.
Levin dijo a su hermano que su mujer había llegado con él. Nicolás manifestó su alegría pero arguyó que temía hacerla pasar, dado el estado en que se encontraba.
Hubo un silencio. De pronto, Nicolás se movió y empezó a decir algo. Por la expresión de su rostro, Levin creyó que iba a oír algo significativo e importante pero su hermano sólo habló de su salud. Culpaba al médico y lamentaba que no estuviese allí cierto célebre doctor moscovita y Levin comprendió, por aquellas palabras, que Nicolás albergaba esperanzas aún.
Aprovechando el primer silencio, Levin se levantó para librarse por un instante de aquel sentimiento penoso y dijo que iba a llamar a su mujer.
–Bueno; diré que hagan un poco de limpieza. Aquí todo está sucio y lleno de mal olor. Macha, arregla esto. ––dijo el enfermo con dificultad– Y cuando lo hayas arreglado, vete –añadió, mirando interrogativamente a su hermano.
Levin no contestó. Se paró en el pasillo. Había dicho a Nicolás que iba a traer a Kitty pero, ahora, comprendiendo lo que sentía, decidió, al contrario, tratar de persuadirla de que no entrara en el cuarto del enfermo.
«¿Para qué ha de atormentarse como yo?», se dijo.
–¿Cómo está? –preguntó Kitty con aterrorizado semblante.
–¡Es terrible! ¿Por qué has venido? –dijo Levin.
Ella calló unos momentos, mirándole con timidez y compasión. Luego, acercándose a él, le cogió por el codo con ambas manos.
–Acompáñame allí, Kostia. Los dos soportaremos mejor el dolor. Sólo te pido que me lleves y te vayas. Comprende que verte a ti sin verle es doblemente doloroso. Allí, quizá podré seros útil a ti y a él. Te suplico que me lo permitas –rogó a su marido como si la dicha de su vida dependiera de aquello.
Levin hubo de consentir y, repuesto y olvidando por completo a María Nicolaievna, se dirigió con Kitty al cuarto de su hermano.
Andando con paso ligero, sin cesar de mirar a su marido y mostrándole su rostro animoso y lleno de piedad, Kitty entró en la alcoba del enfermo y, volviéndose suavemente, cerró la puerta sin ruido. Siempre silenciosa, se aproximó al lecho donde aquél yacía y se puso de modo que él no necesitase volverse para verla. Tomó con su mano joven y fresca la enorme manaza de él, se la apretó con aquel calor con que saben hacerlo las mujeres, calor que expresa compasión sin ofender y empezó a hablar al doliente.
–Nos vimos en Soden, pero no fuimos presentados. –dijo– No pensaría usted entonces que iba a ser hermana suya…
–Y usted, ¿me habría reconocido? –preguntó él, iluminado su rostro por una sonrisa.
–¡En el acto! Ha hecho muy bien en avisarnos. No pasaba día sin que Kostia me hablase de usted y se preocupase por su estado…
La animación del enfermo duró poco. Apenas ella concluyó de hablar, el rostro de Nicolás recobró su expresión severa y de reproche, la expresión de la envidia del moribundo a los que quedan vivos.
Temo que no esté usted bien aquí. –dijo Kitty, volviéndose y examinando la habitación con rápida mirada– Hay que pedir otro cuarto al dueño de la fonda. Debemos estar más cerca ––dijo a su marido.
QUINTA PARTE – Capítulo 18
Levin no podía mirar con calma a su hermano ni permanecer tranquilo en su presencia. Al entrar en la alcoba del enfermo, sus ojos y su atención se nublaban y no lograba ver ni comprender los detalles del estado de Nicolás.
Notaba el terrible olor, veía la suciedad y el desorden, su actitud, sus gemidos, pero tenía la sensación de que no podía hacer nada.
No se le ocurría, para ayudarle, la idea de estudiar cuidadosamente el estado de su hermano, de observar cómo se hallaba bajo la manta el cuerpo del enfermo, cómo tenía dobladas sus enflaquecidas piernas y espaldas, a fin de hacerle adoptar una posición que le aliviara en algo los sufrimientos.
Cuando pensaba en estos detalles, un escalofrío le recorría hasta la medula. Estaba persuadido de que era imposible hacer nada, ni para prolongar la vida de Nicolás, ni para atenuar sus sufrimientos.
El enfermo adivinaba el sentimiento de su hermano, su conciencia respecto a la inutilidad de toda ayuda y se irritaba, cosa que apenaba doblemente a Levin. Estar en el cuarto del enfermo lo atormentaba y no estar en él le parecía peor aún. No hacía, pues, más que entrar y salir bajo diferentes pretextos, sintiéndose incapaz de quedarse solo.
Kitty sentía, pensaba y obraba muy diversamente. El enfermo había despertado en ella compasión y la compasión produjo en su alma de mujer un sentimiento que nada tenía que ver con el de repugnancia y horror que había despertado en su marido y que se expresaba en la necesidad de obrar, enterarse con todo detalle del estado del paciente y hacer lo posible para ayudarle.
No dudando de que debía hacerlo, no dudaba tampoco de la posibilidad de realizarlo y, en seguida, puso manos a la obra.
Los detalles cuyo pensamiento aterraban a su marido, ocuparon desde el primer momento la atención de Kitty. Envió a uno a buscar el médico, envió a otro a la farmacia, mandó a la criada que venía con ella y a María Nicolaievna a barrer el suelo, limpiar el polvo y fregar. Por su parte, no se quedaba tampoco atrás: limpiaba un objeto, ponía en orden otro, arreglaba las ropas bajo la manta… Por orden suya se sacaban cosas de la habitación del enfermo y se llevaban otras de más utilidad.
Entraba ella misma en la habitación sin preocuparse de hallar clientes en el pasillo, traía a la alcoba del enfermo sábanas, toallas, almohadas, camisas y, otras veces, ya usadas, las sacaba de ella.
El criado que servía la comida a los ingenieros en la sala común, acudía a veces a la llamada de Kitty con irritado semblante, pero no podía desatender las órdenes que ella le daba, porque lo hacía con tan suave insistencia que no se la podía desobedecer.
Levin no la aprobaba, ni creía que lo que hacía fuera útil para el paciente. Sobre todo, temía que su hermano pudiera enojarse. Pero Nicolás permanecía sosegado, si bien algo confuso, y seguía con interés las idas y venidas de su cuñada.
Al volver de casa del médico, adonde le enviara Kitty, Levin halló que estaban, por orden de la joven, mudando de ropa al enfermo. Su tronco largo y blanco, con salientes omóplatos y prominentes costillas, estaba al descubierto y María Nicolaievna y el criado luchaban inútilmente por colocar las mangas de la camisa en el flaco brazo, caído contra la voluntad del enfermo.
Kitty, al entrar Levin, cerró con precipitación la puerta. No miraba al enfermo, pero cuando éste volvió a gemir se acercó a él.
–¡Vamos! –dijo.
–No se acerque… Yo mismo… –repuso él irritado.
Kitty comprendió que Nicolás se avergonzaba de aparecer desnudo en su presencia.
–No lo miro, no… –repuso ella arreglándole la manga– María Nicolaievna: pase allí y póngale ese lado – añadió –Ve, por favor, a mi cuarto y trae un frasco que hay en el saquito, en el bolsillo del lado –dijo a su marido– Entre tanto, terminarán de limpiar aquí.
Al volver con el frasco, Levin halló al enfermo ya en la cama. Todo a su alrededor tenía otro aspecto. El olor desagradable había sido sustituido por el de una mezcla de perfume y vinagre que Kitty, sacando los labios e hinchando sus encarnadas mejillas, esparcía a través de un tubito por la habitación.
En ningún sitio había ya polvo; al pie del lecho se veía una alfombra. En la mesa estaban ordenados los frascos, la botella y la ropa necesaria, bien plegada, así como la broderie anglaise en que trabajaba Kitty.
En otra mesa había agua, medicamentos y una bujía. Lavado y peinado, entre las sábanas blancas y los almohadones mullidos, vistiendo la camisa limpia con cuello blanco del que salía su garganta delgadísima, el enfermo descansaba mirando a Kitty fijamente, con una expresión llena de renovada esperanza.
El médico, a quien Levin halló en el casino, no era el que hasta entonces atendiera a Nicolás y del que éste se sentía descontento.
El nuevo médico aplicó el fonendoscopio, escuchó la respiración del enfermo, meneó la cabeza, prescribió una medicina insistiendo con especial meticulosidad en el modo de administrarla y después ordenó el régimen a observar. Aconsejó huevos crudos o apenas pasados por agua y agua de Seltz con leche recién ordeñada, a una determinada temperatura.
Cuando el médico se fue, Nicolás dijo a su hermano algo de lo que éste sólo percibió las últimas palabras: «Tu Katia…». Pero en la mirada de Nicolás, Levin comprendió que el enfermo la estaba alabando. En seguida Nicolás hizo venir a su lado a Katia, como él la llamaba.
–Katia, –dijo– me siento mucho mejor. Con usted me habría curado hace tiempo. Estoy muy bien…
Le tomó la mano y fue a llevarla a sus labios pero, temiendo que ello la desagradase, desistió de su propósito y soltándole la mano se limitó a acariciarla. Kitty, con ambas manos, estrechó la del enfermo.
–Ahora, póngame del lado izquierdo y váyanse a dormir –dijo Nicolás.
Nadie le entendió, excepto Kitty. Y lo comprendió porque estaba en todo momento con la atención puesta en las necesidades del enfermo.
–Ponle del otro lado. –dijo a su marido– Siempre duerme de ese… Ayúdale. Llamar a los criados es desagradable y yo no puedo… ¿Usted no puede hacerlo? –preguntó a María Nicolaievna.
–Le tengo miedo –repuso la mujer.
Pese al horror que inspiraba a Levin enlazar aquel cuerpo terrible y asir bajo la manta aquellos miembros cuya delgadez le asustaba, animado por el ejemplo de su mujer y con una decisión en el rostro que ella no le conocía, introdujo las manos entre las ropas y cogió a su hermano.
A despecho de su fuerza extraordinaria, le asombró el peso de aquellos miembros sin vida. Mientras lo volvía hacia el otro lado, sintiendo en torno a su cuello aquel brazo delgado y enorme, Kitty, rápidamente, sin que lo notasen, volvió la almohada, la sacudió y arregló la cabeza y cabellos del enfermo, que otra vez se le pegaban a las sienes.
Nicolás retuvo en su mano la de Levin y éste notó que su hermano quería hacer algo con ella, llevándola no sabía a dónde.
Le dejó hacer, con el corazón estremecido…
Nicolás llevó la mano de su hermano a la boca y la besó. Agitado por los sollozos y sin fuerzas para hablar, Levin salió de la habitación.