AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 16
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 16
Sabido es de lo que suele componerse una comida alemana: una sopa de aguachirle con canela y unas bolitas de pasta erizadas de gibosidades; carne cocida, seca como corcho, con una grasa blanca, rodeada de remolachas fofas, de rábano picado y papas viscosas; una anguila azulenca con salsa de alcaparras en vinagre; un asado con conservas en vinagre y el imprescindible mehlspeise, especie de pudding rociado con una salsa roja agria; en cambio, vino y cerveza excelentes. Tal era el menú que el fondista de Soden presentó a sus huéspedes.
Por lo demás, el almuerzo transcurrió muy bien. En verdad, no se distinguió por una animación particular, ni siquiera cuando Herr Klüber brindó «¡Por lo que nos es querido!» (Was wir lieben!). Todo se realizó con la mayor dignidad y decoro. Después de la comida se sirvió un café claro y rojizo, un verdadero café alemán. Herr Klüber, como galante caballero, pedía permiso a Gemma para fumar un tabaco, cuando, de pronto, ocurrió una cosa imprevista, una cosa verdaderamente desagradable y hasta indigna…
Algunos oficiales de la guarnición de Maguncia se habían instalado en una de las mesas próximas. Por sus miradas y cuchicheos podía adivinarse, sin esfuerzo, que la belleza de Gemma no les había pasado inadvertida. Uno de ellos, que probablemente había estado alguna vez en Francfort, miraba a la joven como se mira a una persona conocida; estaba claro que sabía quién era. De repente se levantó, vaso en mano —los señores oficiales habían hecho ya numerosas libaciones, y el mantel aparecía cubierto de botellas delante de ellos—, y se acercó a la mesa donde estaba sentada Gemma. Era un jovenzuelo con cejas y pestañas de un rubio desvaído, aunque con una fisonomía agradable y hasta simpática, pero sensiblemente alterado por el vino que había bebido. Tenía las mejillas tirantes e inflamados los ojos, que vagaban de acá para allá, con expresión insolente. Sus camaradas quisieron contenerlo en un principio, pero lo dejaron ir. Empezado el asunto, era preciso ver en qué terminaba.
El oficial, tambaleándose un poco, se detuvo frente a Gemma, y con voz que quería hacer segura, pero en la cual, a pesar suyo, se revelaba una lucha interior, exclamó:
—¡Brindo por la más hermosa botillería que hay en todo Francfort y en el mundo entero! —de un trago apuró el vaso—¡Y en recompensa, tomo esta flor arrancada por sus divinos dedos! —y cogió una rosa que yacía junto al plato de Gemma.
Sorprendida y asustada de pronto, la muchacha se puso pálida; después, trocándose en ira su espanto, se ruborizó hasta la raíz de los cabellos. Sus ojos, fijos en el insolente, se oscurecieron y centellearon a la vez con las tinieblas y los relámpagos de una indignación desbordada.
El oficial, turbado al parecer por esa mirada, murmuró algunas palabras incoherentes, saludó y se fue a donde estaban sus amigos, quienes lo acogieron con risas y ligeros aplausos.
Herr Klüber se levantó bruscamente, se irguió en toda su estatura, y, calándose el sombrero, dijo con dignidad, pero no muy alto:
—¡Esto es inaudito! ¡Es una insolencia inaudita! (Unerhört! Unerhörte Frechheit!)
Enseguida llamó al mozo con voz severa, pidió que le trajesen la cuenta, y no contento con eso, ordenó que enganchasen el coche, añadiendo que era inconcebible que personas distinguidas viniesen a este establecimiento, donde se podía ser insultado. Al oír Gemma estas palabras, inmóvil en su sitio —una respiración jadeante sacudía su pecho—, dirigió los ojos a Herr Klüber y le lanzó la misma mirada que había lanzado al oficial. Emilio temblaba de rabia.
—Levántese usted, meine Fräulein; —profirió Herr Klüber, siempre con idéntica severidad —no conviene que permanezca usted aquí. Vamos dentro del restaurante.
Gemma se levantó sin decir nada, le presentó él su torneado brazo, puso la mano encima, y Herr Klüber se dirigió entonces al restaurante con un andar majestuoso, más solemne y arrogante, conforme se alejaba del teatro de los sucesos. El pobre Emilio los siguió todo trémulo.
Pero mientras Herr Klüber ajustaba la cuenta con el mozo, a quien no dio ni un kreuzer de propina, para castigarlo por lo sucedido, Sanin se había acercado rápidamente a la mesa de los oficiales y, dirigiéndose al que había insultado a Gemma, y que en aquel momento daba a oler su rosa a los demás, uno tras otro, con voz clara pronunció en francés estas palabras:
—¡Caballero, lo que acaba usted de hacer es indigno de un hombre de honor, indigno del uniforme que viste; y vengo a decirle a usted que es un fatuo mal educado!
El joven dio un salto, pero otro oficial de más edad lo detuvo con un ademán, lo hizo sentarse, y encarándose con Sanin le preguntó, en francés también, si era hermano, pariente o novio de aquella joven.
—Nada tengo que ver con ella. —exclamó Sanin —Soy un viajero ruso, pero no puedo permanecer impasible ante tamaña insolencia. Por lo demás, aquí está mi nombre y mi dirección; el señor oficial sabrá dónde encontrarme.
Al decir estas palabras, Sanin arrojó sobre la mesa su tarjeta, y con rápido ademán, tomó la rosa de Gemma, que uno de los oficiales había dejado caer en un plato. El joven oficial hizo un nuevo esfuerzo para levantarse de la silla, pero su compañero lo detuvo por segunda vez, diciéndole:
—¡Quieto, Dönhof! (Still, Dönhof!)
Luego se levantó él mismo, y llevándose la mano a la visera de la gorra, no sin un matiz de cortesía en la voz y en la actitud, dijo a Sanin que a la mañana siguiente uno de los oficiales de su regimiento tendría el honor de visitarlo. Sanin respondió con un breve saludo y se apresuró a reunirse con sus amigos.
Herr Klüber fingió no haber notado la ausencia de Sanin ni sus explicaciones con los oficiales; apresuraba al cochero para que enganchase los caballos, y se irritaba en extremo ante su lentitud. Gemma tampoco dijo nada a Sanin; no lo miró siquiera. Por sus cejas fruncidas, sus labios pálidos y apretados, su misma inmovilidad, se adivinaba lo que sucedía en su alma. Sólo Emilio tenía visibles deseos de hablar con Sanin y de interrogarlo; lo había visto acercarse a los oficiales, darles una cosa blanca, un pedazo de papel, carta o tarjeta. Le palpitaba el corazón al pobre muchacho, le abrasaban las mejillas; estaba pronto a echarse al cuello de Sanin, a punto de llorar, o de lanzarse con él para pulverizar a todos aquellos odiosos oficiales. Sin embargo, se contuvo y se limitó a seguir con atención cada uno de los movimientos de su noble amigo ruso.
Por fin, el cochero acabó de enganchar; subieron los cinco al coche. Emilio, precedido por Tartaglia, trepó al pescante; allí estaba más libre y no le quitaba el ojo a Klüber, a quien no podía ver tranquilamente.
Durante todo el camino discurseó Herr Klüber… y habló él solo; nadie lo interrumpió ni le hizo ninguna señal de aprobación. Insistió especialmente en lo mal que hicieron en no escucharlo cuando propuso comer en un gabinete reservado. De ese modo no hubieran tenido ningún disgusto. Enseguida enunció juicios severos y hasta con ribetes de liberalismo acerca de la imperdonable indulgencia del gobierno con los oficiales; lo acusó de descuidar la observancia de la disciplina y de no respetar bastante al elemento civil en la sociedad (das bürgerliche Element in der Societät). Después, predijo que con el tiempo esto produciría descontento general; que de eso a la revolución no había más que un paso, como lo atestiguaba (aquí exhaló un suspiro compasivo pero grave) el triste, el tristísimo ejemplo de Francia. Sin embargo, al punto añadió que personalmente se inclinaba ante el poder, y que él no sería revolucionario nunca jamás, pero que no podía dejar de manifestar su desaprobación a tanta licencia. Luego entró en consideraciones generales sobre la moralidad y la inmoralidad, las conveniencias y el sentimiento de la dignidad.
Durante el paseo que precedió a la comida, Gemma no había parecido enteramente satisfecha de Herr Klüber, y por eso mismo se había mantenido un poco apartada de Sanin, como si la presencia de este la turbase; pero a la vuelta, mientras escuchaba perorar a su prometido, era evidente que se avergonzaba de él. Al final del viaje experimentaba un verdadero sufrimiento, y, de pronto, dirigió una mirada suplicante a Sanin, con quien no había reanudado la conversación. Por su parte, Sanin sentía más compasión hacia ella que descontento contra Klüber, y hasta, sin confesárselo del todo, se regocijaba en secreto por lo acontecido aquel día, aun cuando esperaba las condiciones de un duelo para la mañana siguiente.
La penosa partie de plaisir(1) concluyó. Al ayudar a Gemma a apearse del coche ante la puerta de la confitería, sin decir una palabra, Sanin le puso en la mano la rosa que había rescatado. Se ruborizó ella, le apretó la mano e inmediatamente ocultó la flor. Aunque apenas era de noche, ni él tuvo ganas de entrar en la casa, ni tampoco ella lo invitó a que lo hiciese. Además, apareció en el quicio de la puerta Pantaleone y anunció que Frau Lenore estaba durmiendo. Emilio murmuró un tímido adiós a Sanin: casi le tenía miedo; ¡tanta era la admiración que le produjo! Klüber acompañó a Sanin en coche hasta la fonda y lo dejó allí, haciéndole un saludo afectado. A pesar de toda su suficiencia, este alemán, ordenado al extremo, se sentía un poco molesto. En fin, todos ellos, quién más, quién menos, se encontraban a disgusto.
Preciso es decir que ese sentimiento de malestar se disipó enseguida en Sanin y se trocó en un estado de ánimo bastante vago, pero alegre y hasta triunfal. Se puso a silbar paseándose por su cuarto. Estaba contentísimo de sí mismo y no quería pensar en nada.
(1)En francés: Salida de placer.