AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 20
Empezó la semana y, con ella, la lectura de nuestra novela. Y, en verdad, la semana ya había empezado ayer pero, fíjate tú, que yo viví todo el día creída que era domingo! En fin, podemos decir que, ahora sí, en el Capítulo 20, l’amour a commencé
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 20
El cielo estaba colmado de estrellas cuando salió Sanin. ¡Y cuántas por todas partes: grandes, pequeñas, amarillas, azules, rojas, blancas, que centelleaban e irradiaban cruzando sus resplandores intermitentes! No había luna en el cielo, pero no por eso se veían peor los objetos en aquella semioscuridad transparente y sin sombras. Sanin llegó hasta el final de la calle… No tenía ganas de regresar tan temprano a la fonda; sentía la necesidad de tomar el aire. Volvió sobre sus pasos y, antes de llegar a la casa donde estaba la confitería de Roselli, se abrió bruscamente una de las ventanas de la planta baja que daba a la calle. En el rectángulo oscuro —no había luz en el cuarto—, apareció una forma femenina, y oyó que lo llamaban:
—Monsieur Dmitri.
Se precipitó hacia la ventana… Era Gemma, acodada en el alféizar con el busto hacia delante.
—Monsieur Dmitri, —dijo en voz baja —durante todo el día he querido darle a usted una cosa…, pero no me he atrevido. Ahora, al verlo de una manera tan inesperada, me he dicho que probablemente es el destino…
Sin que su voluntad interviniese para nada en ello, Gemma se detuvo en esta palabra. Le impidió proseguir una cosa extraordinaria que ocurrió en aquel momento.
En medio de aquella profunda tranquilidad y bajo el cielo completamente sin nubes, se alzó, de pronto, un ventarrón tan fuerte que la misma tierra tembló; la tenue claridad de las estrellas se estremeció y onduló, la atmósfera pareció rodar sobre sí misma. Un torbellino, no frío, sino cálido y casi ardiente, descargó sobre los árboles y el tejado de la casa, chocó contra las fachadas de toda la calle, se llevó de un golpe el sombrero de Sanin y agitó y enmarañó los negros rizos del cabello de Gemma. Sanin tenía la cabeza a la altura de la repisa de la ventana; involuntariamente se encaramó a ella, y Gemma, que lo tomó por los hombros con ambas manos, cayó de pecho sobre el rostro de él. Toda aquella confusión, aquella batahola y aquel estruendo duraron apenas un minuto… Luego, huyó tumultuosamente el torbellino, como una bandada de enormes aves, y se restableció la más profunda tranquilidad.
Sanin levantó la cabeza y vio encima de sí unos grandes ojos tan espléndidos, magníficos y terribles, una cara tan maravillosamente hermosa en su expresión de turbación y espanto, que sintió desmayársele el alma; oprimió contra los labios un fino rizo de cabellos que se había soltado sobre el pecho de ella, y no pudo decir más que dos palabras:
—¡Oh, Gemma!
—¿Qué ha sucedido? ¿Un relámpago? —preguntó ella, abriendo muchísimo los ojos y sin retirar los desnudos brazos de encima de los hombros de Sanin.
—¡Gemma! —repitió él.
Se estremeció ella, miró tras de sí a la estancia, y, con rápido ademán, sacándose del corset una rosa marchita, se la entregó a Sanin.
—Quería darle a usted esa flor…
Sanin reconoció la rosa que él había reconquistado la víspera… Pero la ventana se había cerrado ya, y no se veía ninguna forma blanca detrás de las vidrieras oscuras.
Sanin regresó a la fonda sin sombrero; ni siquiera notó que se le había perdido.