AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 21
Buenas noches, dachas lectoras y las más vaguitas, también. Les dejo el Capítulo 21 de Aguas de primavera, mientras sirvo unos cuencos de Jazmines en el pelo, heladísimo.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 21
No se durmió hasta el alba; nada tiene esto de particular. Con la racha de aquel cálido torbellino que tan repentinamente pasó sobre ellos, había sentido también, de repente, no que Gemma era hermosa y que la admiraba, porque esto ya lo sabía, sino que estaba casi… que estaba, sin casi, enamorado. Aquel amor lo había envuelto de pronto, como el torbellino de la víspera. ¡Y ahora ese duelo estúpido! Fúnebres presentimientos lo asaltaron. Aun suponiendo que no resultase muerto, ¿qué podía ser de su amor hacia aquella joven, futura esposa de otro? Ese «otro» era poco de temer: conformes. Gemma podía amar a Sanin y quizás lo amase ya… Pero, aun así, ¿en qué podía terminar todo aquello? ¡Qué importa! Cuando se trata de una belleza como ella…
Dio algunas vueltas por el cuarto, se sentó ante la mesa, tomó un pliego de papel, escribió algunas líneas y las borró enseguida. Le parecía que volvía a ver en aquella ventana, a oscuras, bajo la claridad de las estrellas, la figura de Gemma, ondulando entre el cálido torbellino; sus marmóreos brazos dignos de las diosas del Olimpo; sentía su palpitante peso sobre los hombros… Enseguida tomó la rosa que Gemma le había entregado y se imaginó que sus pétalos, medio marchitos, exhalaban un aroma más sutil que el de las demás rosas.
¿Y si lo mataban o quedaba desfigurado?
No se fue a la cama; se durmió vestido sobre el diván. Alguien lo tocó en el hombro. Abrió los ojos y vio a Pantaleone.
—¡Duerme como Alejandro de Macedonia la víspera del combate de Babilonia! —exclamó el viejo pobre hombre.
—¿Qué hora es? —preguntó Sanin.
—Las siete menos cuarto. Desde aquí hay dos horas de carruaje hasta Hanau, y es preciso que lleguemos primero: los rusos se anticipan siempre a sus enemigos. He alquilado el mejor coche de Francfort.
Sanin comenzó a arreglarse, y dijo:
—¿Y las pistolas?
—Ese ferroflucto tedesco las llevará, como también a un cirujano.
Pantaleone se las daba de valiente, como la víspera. Pero cuando se hubo sentado en el coche con Sanin, cuando el cochero hizo restallar la fusta y los caballos partieron a galope, se produjo un cambio repentino en el antiguo cantante y amigo de los dragones de Padua. Se sintió turbado, le entró miedo; se diría que algo se derrumbaba en su interior como un muro mal construido.
—¡Pero qué hacemos, gran Dios, santissima Madonna! —exclamó de pronto con voz lacrimosa, tirándose de los pelos —¡Qué hago yo, viejo imbécil, viejo loco, frenético!
Sanin, asombrado al principio, se echó a reír, y abrazando ligeramente por la cintura a Pantaleone, le recordó el proverbio francés: “Le vin est tiré, il faut le boire” (cuando se ha echado el vino, hay que beberlo).
—Sí, sí, —respondió el viejo —participaremos del cáliz; pero eso no quita que yo sea un insensato. ¡Sí, un insensato! Todo estaba tan tranquilo, tan agradable, y de pronto ¡patatrás, tralará!
—Como en un tutti(1) de orquesta. —añadió Sanin, con risa forzada —Pero usted no tiene la culpa.
—¡Ya sé que no tengo la culpa! ¡Pues no faltaba más! Sin embargo… aquel proceder incalificable… Diàvolo, diàvolo! —repitió suspirando y sacudiendo la melena.
Y el coche rodaba, rodaba sin parar.
Hacía una magnífica mañana. Las calles de Francfort, que empezaban a animarse apenas, tenían un aspecto limpio y hospitalario; las ventanas de las casas brillaban y relucían como papel dorado, y, no bien salió el coche a las afueras, del cielo, pálido aún, descendieron los trinos sonoros de las alondras. De pronto, por un recodo del camino, apareció, tras un gran álamo blanco, una figura conocida, dio unos pasos adelante y se detuvo. Miró Sanin… ¡Santo Dios, era Emilio!
—¿De modo que lo sabía? —preguntó Sanin a Pantaleone.
—¡Cuando le decía a usted que soy un loco! —farfulló desesperadamente, y casi con un grito de dolor, el infeliz italiano —¡Ese malhadado muchacho me atormentó toda la noche y, a la postre, esta mañana se lo he dicho todo!
“¡Vaya con su segretezza!”, pensó Sanin.
El carruaje había alcanzado a Emilio. Sanin hizo parar y llamó al “malhadado muchacho”. Emilio, pálido, tan pálido como el día de su desmayo, se acercó con paso incierto. Apenas podía tenerse en pie.
—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó con severidad Sanin —¿Por qué no está usted en casa?
—Permita… permítame que vaya con usted —tartamudeó Emilio con voz trémula, juntando las manos y castañeteándole los dientes como en un acceso de fiebre —¡No estorbaré! Pero, ¡lléveme! ¡Oh, lléveme usted consigo!
—Si me tiene usted el menor aprecio, el menor cariño, —contestó Sanin —vuélvase enseguida a su casa o al almacén de Klüber, no diga nada a nadie y espere usted mi regreso.
—¡Su regreso! —dijo Emilio con voz parecida a un gemido —Pero, ¡¿y si usted…?!
—Emilio —interrumpió Sanin, señalando al cochero con la vista —¡Tenga usted cuidado! Emilio, se lo suplico, váyase a casa. Óigame, amigo mío. Dice usted que me quiere; pues bien, váyase, se lo ruego.
Y le tendió la mano. Se precipitó Emilio hacia él sollozando, apretó aquella mano contra sus labios, y, apartándose del camino, huyó a campo traviesa en dirección a Francfort.
—¡Noble corazón también! —murmuró Pantaleone.
Pero Sanin lo miró con aire de reconvención. El viejo se acurrucó en el ángulo del coche, comprendiendo su falta. Además, su asombro iba en aumento por minutos: ¿era verdaderamente él quien iba a ser testigo de un duelo, quien había encargado los caballos, tomado todas las disposiciones y abandonado su apacible morada a las seis de la mañana? Y al mismo tiempo empezaban a dolerle los pies aquejados por la gota.
Sanin se creyó en el deber de consolarlo, y halló precisamente lo que convenía decirle.
—¿Dónde está tu antiguo valor, respetable signor Cippatola? ¿L’antico valor?
Se irguió il signor Cippatola y sacudió la melena.
—¿L’antico valor? —dijo con voz de bajo —¡Non è ancora spento l’antico valor! (¡Aún no se ha extinguido el antiguo valor!)
Tomó un aire digno, habló de su carrera, de la Ópera, del gran tenor García, y llegó a Hanau con arrogancia. ¡Lo que somos…! No hay nada en la tierra tan fuerte… ni tan débil, como la palabra.
(1) Palabra italiana que se emplea para designar la participación de toda la
orquesta.