AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 26
Buenas noches, dachas lectoras y compañeras. Les dejo el Capítulo 26 de nuestras Aguas de primavera, para el postre. Hoy está lindo para un blend bien chocolatoso. ¿Probaron Capricho florentino? Con unos biscotti-cantuccini-kemish broit marida tan bien!
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 26
Al día siguiente, con Tartaglia sujeto de una cuerda, se dirigió Emilio a casa de Sanin. Si hubiese sido alemán de pura cepa no se hubiera presentado con más puntualidad. En casa había mentido, diciendo que iba de paseo con Sanin hasta la hora del almuerzo, y que después se presentaría en el almacén.
Mientras Sanin se vestía, Emilio, no sin vacilar mucho, intentó sacar conversación acerca de Gemma y de su ruptura con Herr Klüber. Pero Sanin, por única respuesta, se limitó a guardar un adusto silencio. Emilio, queriendo demostrar que comprendía por qué no debía mentarse siquiera ese grave asunto, no hizo la menor alusión a él, adoptando, de cuando en cuando, un aire circunspecto y hasta serio.
Después de tomar el café, ambos amigos —naturalmente, a pie— se dirigieron hacia Hausen, pueblecito poco lejano de Francfort y rodeado de bosques. Toda la cordillera del Taunus se veía desde allí como en la palma de la mano. El tiempo era magnífico: brillaba el sol y expandía su calor, pero sin quemar; un viento fresco rumoreaba alegre entre el verde follaje; las sombras de algunas nubecitas que se cernían en lo alto del cielo corrían sobre la tierra como manchitas redondas, con un movimiento uniforme y rápido. Bien pronto se hallaron los jóvenes fuera de la ciudad, y anduvieron con paso firme y alegre por la carretera esmeradamente barrida. Ya en el bosque, dieron mil vueltas por él; después almorzaron fuerte en una posada de aldea. Enseguida subieron por la montaña, admirando el paisaje; echaron a rodar pedruscos por la pendiente, batiendo palmas al verlos rebotar como conejos, con saltos extravagantes y cómicos, hasta que un transeúnte, invisible para ellos, los increpó desde el camino de abajo, con voz recia y sonora. Se tumbaron encima de un musgo ralo y seco, de un color amarillo violáceo; tomaron cerveza en otro figón, después corrieron y saltaron a cuál más. Descubrieron un eco y le dieron conversación; cantaron, gritaron, lucharon, rompieron ramas de árboles, se adornaron los sombreros con guirnaldas de helecho, y hasta acabaron por bailar.
Tartaglia tomaba parte en todas esas diversiones en cuanto se lo permitían sus facultades y su inteligencia. Verdad es que no tiró piedras, pero se precipitaba dando volteretas en pos de las que lanzaban los jóvenes; aulló mientras estos cantaban, y hasta bebió cerveza, aunque con una repugnancia visible. Esta última ciencia se la había enseñado un estudiante que con anterioridad tuvo por dueño. Por lo demás, no obedecía a Emilio —éste no era su amo sino Pantaleone—; y cuando el mocito le decía que «hablase» o que «estornudase», se limitaba a menear el rabo y hacer un cucurucho con su lengua.
También hablaron entre sí los jóvenes. Al comienzo del paseo, Sanin, en calidad de mayor y, por consiguiente, más capacitado para discurrir, había comenzado un discurso acerca del fatum, el destino del hombre y de lo que éste representa; pero bien pronto la conversación tomó un giro menos sesudo. Emilio se puso a interrogar a su amigo y protector sobre los destinos de Rusia; le preguntó cómo se batían en duelo en ese país, si eran lindas las mujeres, cuánto tiempo sería preciso para aprender el idioma ruso y qué impresiones había sentido cuando el oficial le apuntó con la pistola. A su vez, Sanin preguntó a Emilio por su padre, por su madre, por los asuntos de su familia, guardándose muy bien de pronunciar el nombre de Gemma, aunque no pensaba más que en ella. En realidad, no era en ella en lo que pensaba, sino en el día siguiente, en aquel mañana misterioso que debía traerle una ventura indecible, inaudita. Le parecía ver flotar ante su vista un cortinaje fino y ligero, y detrás de esa cortina sentía… sentía la presencia de un rostro juvenil, inmóvil, divino rostro de labios tiernamente risueños y párpados severamente caídos —severidad fingida—. ¡Ese rostro no era el de Gemma, sino el de la misma felicidad! Pero al fin ha llegado su hora; se corre la cortina, se entreabren los labios, los párpados se levantan; la divinidad lo ha visto, ¡y llega un deslumbramiento y una claridad semejante a la del sol, una embriaguez y una dicha sin límites y sin fin! Pensaba en ese mañana y su alma se moría de gozo, en medio de la creciente angustia de la espera.
Esa espera, esa impaciencia, no eran penosas para él: acompañaban todos sus movimientos, pero sin estorbarlos; no le impidieron comer perfectamente con Emilio en un tercer mesón. Sólo de vez en cuando, como fugaz relámpago, cruzaba esta idea por su mente: ¡si alguien lo supiese! Esto no le impidió jugar al salto en rango con Emilio, después de comer, en una verde pradera… ¡Y cuál no fue el asombro, la confusión de Sanin, cuando, advertido por los ladridos furiosos de Tartaglia, en el momento en que con las piernas, graciosamente separadas, saltaba como un ave por encima de la espalda de Emilio, doblado por la cintura, vio, de pronto, delante de él, en el extremo de la pradera, a dos oficiales, en quienes reconoció a su enemigo de la víspera, el caballero von Dönhof, y su testigo el caballero von Richter. Llevaba cada uno el monóculo encajado en un ojo, y lo miraban burlones… Al caer de pie Sanin, se apresuró a ponerse el paletot que se había quitado, dijo con presteza dos palabras a Emilio, quien se puso a toda prisa la chaqueta, y se alejaron con paso rápido.
Regresaron a Francfort al atardecer.
—Me regañarán; —dijo Emilio al despedirse de Sanin —pero lo mismo me da… ¡He pasado un día tan bueno, tan bueno!
De regreso a la fonda, Sanin encontró en ella una carta de Gemma, citándolo para el día siguiente, a las siete de la mañana, en uno de los jardines públicos que por todas partes rodean a Francfort.
¡Qué brinco le dio el corazón! ¡Cómo se felicitaba por haberla obedecido sin vacilar! ¡Ah, santo Dios!
¿Qué le prometía ese día de mañana, inaudito, único, inconcebible? O más bien, ¿qué no le prometía?
Devoraba con los ojos la carta de Gemma. El elegante perfil curvo de la G, letra inicial de su nombre, que aparecía como firma, le recordaba los lindos dedos, la mano de la joven… Se dijo a sí mismo que aún no había acercado nunca esa mano a sus labios…
«Digan lo que quieran», pensó, «las italianas son castas y severas… ¡pero Gemma es algo más! Es una emperatriz… una diosa… un mármol puro y virginal… Pero un día llegará… Y ese día está próximo…»
Aquella noche no hubo en todo Francfort un hombre más feliz que él. Durmió, pero hubiera podido decir, como el poeta:
«Es cierto que estoy dormido, mas vela mi corazón…»
Le palpitaba el corazón tan ligero como bate las alas una mariposa puesta sobre una flor y bañada por el sol.