AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 33
Bueno, a ver, bajo las aguas de primavera que nos regaló este viernes. Resulta que en 1840, un joven aristócrata ruso, Dmitri Sanin, regresaba a su casa después de un largo viaje por Europa. En Alemania, se enamora locamente de una hermosa muchacha de una tienda de pastelería, Gemma Rosselli, quien rompe su compromiso para casarse con él. Con el fin de financiar la boda, Dmitri se remonta a Rusia a vender su patrimonio familiar a la princesa María Nikolaevna, esposa de un antiguo compañero de colegio… Estoy pensando en los triangulitos de hojaldre alemán con manzana y brie con que maridaremos el primer blend del Té Literario. Los triángulos siempre son difíciles… Los dejo con el Capítulo 33 y toda la intriga hasta el lunes. Que pasen un hermoso fin de semana!
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 33
En nuestros días, entre Francfort y Wiesbaden no hay una hora por ferrocarril; pero en aquellos tiempos eran tres horas de camino por la posta, y cinco relevos de caballos. Pólozov, medio dormido, se bamboleaba suavemente con un tabaco en los labios; hablaba muy poco, y no miró ni una sola vez por la ventanilla; los parajes pintorescos no tenían para él nada de interesante, y hasta declaró que «¡la naturaleza lo aburría mortalmente!» Sanin tampoco decía nada, y no admiraba el paisaje: tenía otra cosa en la cabeza. Estaba absorto en sus pensamientos y recuerdos. A cada parada, Pólozov ajustaba sus cuentas, comprobaba el tiempo transcurrido y recompensaba a los postillones, poco o mucho, según su celo. A la mitad del camino, sacó dos naranjas del cesto de las provisiones, eligió la mejor y ofreció la otra a Sanin. Este miró fijamente a su compañero de viaje, y de pronto prorrumpió en carcajadas.
—¿De qué te ríes? —preguntó Pólozov, mondando con esmero su naranja, valiéndose de sus uñas blancas y cortas.
—¿De qué? —repitió Sanin —De este viaje que hacemos juntos.
—¡Bueno! ¿Y qué? —insistió Pólozov, metiéndose en la boca una buena porción de la naranja.
—¿No es extraño todo esto? Ayer, lo confieso, lo mismo me acordaba de ti que del emperador de China; hoy marcho contigo a vender mis tierras a tu mujer, a quien no conozco ni poco ni mucho.
—Todo sucede en la vida. —respondió Pólozov —Conforme tengas más años, verás otras muchas cosas. Por ejemplo: ¿me imaginas en una formación? Pues he estado; iba a caballo, y, de pronto, el gran príncipe Mijail Pávlovich ordena: «¡Al trote! ¡Ese alférez gordo, al trote! ¡Alargue usted el trote!»
Sanin se rascaba la oreja.
—Dime, si quieres, Hipólito Sídorovich, ¿qué clase de persona es tu mujer? ¿Cómo piensa? Necesito saberlo.
—A él nada le costaba mandar: «¡Al trote!» —continuo Pólozov con súbito arrebato —Pero a mí… ¡a mí…! Entonces me dije: «¡Quédense con sus grados y charreteras…! ¡Al demonio todo esto!» Sí… ¿me hablabas de mi mujer? Pues bien, mi mujer es una mujer como todas las demás. Ya sabes el proverbio: «No le metas los dedos en la boca». Lo esencial es que hables mucho… para que por lo menos haya algo de qué reírse un poco. Oye, cuéntale tus amores…; pero de un modo ridículo, ¿sabes?
—¿Cómo de un modo ridículo?
—¡Pues claro! ¿No me has dicho que estás enamorado y que te quieres casar? Pues bien, ¡cuéntale eso!
Sanin se sintió ofendido.
—¿Qué encuentras en eso de ridículo?
Pólozov giró un poco los ojos por única respuesta; le chorreaba por la barbilla el zumo de la fruta.
—¿Es tu mujer quien te ha enviado a Francfort para hacer compras? —dijo Sanin después de un rato de silencio.
—En persona.
—¿Qué clase de compras?
—¡Caramba, juguetes!
—¿Juguetes? ¿Tienen hijos?
Pólozov retrocedió pasmado.
—¡Vaya una idea! ¿Tener yo hijos? Chucherías de mujer… Adornos… Objetos de tocador…
—¿De modo que tú entiendes de eso?
—Ciertamente.
—¿Pero no me has dicho que no te mezclas para nada en los asuntos de tu mujer?
—No me meto en sus otros negocios; pero en esto… esto marcha por sí solo. No teniendo nada que hacer, ¿por qué no? Y mi mujer se fía de mi gusto; además, sé regatear como se debe.
Pólozov comenzaba a hablar a trompicones: estaba fatigado ya.
—¿Y es muy rica tu mujer?
—Como rica, lo es; pero sobre todo, para sí misma.
—Sin embargo, me parece que no puedes quejarte.
—¿No soy su marido? ¡Pues no faltaría más sino que no me aprovechase de ello! Y le soy muy útil; conmigo todo va en su provecho. ¡Soy muy complaciente!
Pólozov se secó la cara con un pañuelo de seda y resolló fatigosamente. Parecía decir: «Apiádate de mí; no me obligues a pronunciar una palabra más. ¡Ya ves qué trabajo me cuesta!»
Sanin lo dejó en paz y volvió a sumirse en sus meditaciones.
El hotel, delante del cual paró el coche en Wiesbaden, era un verdadero palacio. En el acto empezaron a tocar en el interior algunas campanillas. Todo fue inquietud y movimiento. Elegantes “caballeros” con frac negro se precipitaron hacia la entrada principal. Un portero suizo, galonado de oro, abrió de par en par la portezuela del carruaje. Pólozov bajó de él como un triunfador, y comenzó la tarea de subir la escalera perfumada y cubierta de alfombras. Un criado, también vestido impecablemente, pero de facciones rusas, su ayuda de cámara, se adelantó hacia él. Le anunció Pólozov que en lo sucesivo debería acompañarlo siempre, pues la víspera, en Francfort, habían descuidado llevarle agua caliente para la noche. El rostro del criado expresó una consternación profunda, y se apresuró a agacharse para descalzarle los chanclos a su amo.
—¿Está en casa María Nikoláevna? —preguntó Pólozov.
—Sí, señor… La señora se está vistiendo… Come en casa de la condesa Lasúnskaia.
—¡Ah, en casa de esa…! Espera… Hay unos paquetes en el coche; sácalos y tráelos tú mismo… Y tú, Dmitri Pávlovich, —añadió Pólozov —vete a elegir dormitorio y vuelve dentro de tres cuartos de hora… Comeremos juntos.
Pólozov continuó majestuosamente su camino. Sanin eligió un dormitorio modesto, y después de arreglar el desorden de su tocado y de descansar un rato, se dirigió a las inmensas habitaciones que ocupaba Su Alteza (Durchlaucht), el príncipe von Pólozov.
Encontró a este “príncipe” arrellanado en la más lujosa de las butacas de terciopelo, en medio de un salón espléndido. El flemático amigo de Sanin había tenido tiempo de tomar un baño y ponerse una suntuosa bata de raso; le cubría la cabeza un fez(1) de color frambuesa. Sanin se aproximó a él y lo estuvo contemplando durante algún tiempo. Pólozov permaneció inmóvil como un ídolo; ni siquiera dirigió la cara hacia su lado, no pestañeó, no emitió ningún sonido: aquello era verdaderamente un espectáculo lleno de solemnidad. Después de haberlo admirado durante unos dos minutos, iba Sanin a hablar, a romper aquel impresionante silencio, cuando de pronto se abrió la puerta de la estancia inmediata y apareció en el umbral una señora joven y hermosa, vestida de seda blanca con encajes negros y diamantes en los brazos y en el cuello: era María Nikoláevna en persona. Sus espesos cabellos rubios le caían a ambos lados de la cabeza, trenzados, pero sin recoger.
(1) Fez: Gorro de fieltro rojo y de forma de cubilete, usado especialmente por los moros, y hasta 1925 por los turcos.