AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 14
Buenas noches, queridas dachas lectoras! Con el Capítulo 14 de Aguas de primavera y una tetera de Alma de noruega, me despido de ustedes hasta el lunes. Que tengan un lindísimo fin de semana, pónganse al día los rezagados y los recién llegados (vamos creciendo en número). No olviden reservarse el Sábado 30 de Noviembre para nuestro encuentro.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 14
Preciso es que digamos algunas palabras acerca del propio Sanin. En primer término, no era mal parecido: talle proporcionado, esbelto, facciones agradables aunque un poco indecisas, ojos azules, claros, de cariñosa expresión, cabellos con reflejos dorados, piel blanca y sonrosada, y, sobre todo, ese aire ingenuamente alegre, confiado, abierto, algo bobo a primera vista, en el cual antes se reconocía, sin esfuerzo, a los hijos de los nobles de la estepa, los «hijos de familia», los jóvenes de buena casta, nacidos y engordados al aire libre en las inmensas extensiones esteparias; bonito andar, un poco vacilante, leve ceceo al hablar, una sonrisa infantil en cuanto lo miraban…, en fin, todo él rebosaba lozanía, buen humor, salud, molicie y más molicie: tal era Sanin de cuerpo entero. Además, no estaba desprovisto de talento ni de instrucción. Había conservado su candor, a pesar de su viaje al extranjero; para él eran casi desconocidos los sentimientos tumultuosos que perturbaban a los mejores jóvenes de aquel tiempo.
En nuestros días, después de una minuciosa búsqueda de «hombres nuevos», nuestra literatura se ha puesto a producir tipos de jóvenes decididos a conservar su pureza, a conservarse frescos e intactos… cueste lo que cueste, frescos como las ostras que de Flensburgo llevan a San Petersburgo. Sanin no tenía nada de común con ellos: era naturalmente fresco. De compararlo con algo, hubiera sido menester hacerlo con un tierno manzano, de hojas rizadas, recién injertado, de nuestros huertos de las tierras negras, o, mejor aún, con un potro de tres años, nacido en las antiguas yeguadas «señoriales», bien cuidado y reluciente, uno de esos potros de patas mal desbastadas, que apenas empiezan a pasar la primera doma. Los que han encontrado a Sanin más tarde, baqueteado por la vida, perdida ya la flor de la juventud, esos han conocido a otro hombre.
Al día siguiente, aún estaba Sanin en la cama, cuando Emilio, vestido de fiesta, fragante de pomada capilar y con un junquillo en la mano, se metió de rondón en el dormitorio y anunció que Herr Klüber iba a llegar con el coche, que el día prometía ser magnífico, que todo estaba dispuesto en casa, pero que mamá no iba a ir, porque le había vuelto a dar la jaqueca de la víspera. Empezó a apurar a Sanin, asegurándole que no había un minuto que perder. En efecto, Herr Klüber encontró a Sanin arreglándose todavía. Llamó a la puerta, entró, inclinó y enderezó su noble talle, declaró hallarse dispuesto a esperar todo cuanto hiciera falta y tomó asiento, con el sombrero elegantemente apoyado en una rodilla. El guapo dependiente se había emperejilado y perfumado hasta lo imposible; cada uno de sus movimientos despedía intensa fragancia. Había venido en una hermosa carretela descubierta, un landó tirado por un tronco de mala estampa, pero de buena alzada y vigoroso. Un cuarto de hora después, Sanin, Klüber y Emilio se detenían triunfalmente ante la puerta de la confitería. La señora Roselli se negó a tomar parte en el paseo. Gemma quiso quedarse con su madre, pero esta misma la empujó al coche.
—No necesito a nadie, dormiré. —dijo —De buena gana hubiera enviado con ustedes a Pantaleone, pero se necesita alguien para atender a los clientes.
—¿Podemos llevarnos a Tartaglia?
—¿Por qué no?
Al punto Tartaglia se lanzó alegremente al pescante, y se instaló allí, relamiéndose. Se veía que estaba acostumbrado a hacerlo.
Gemma se había puesto un gran sombrero de paja con cintas pardas, cuyo borde bajaba por delante, resguardándole casi toda la cara de los rayos del sol. La línea de la sombra terminaba precisamente en la boca, brillaban sus labios con un encarnado suave y fino como los pétalos de la rosa de cien hojas, y sus dientes despedían cándidos reflejos como en los niños. Gemma tomó asiento en el fondo, junto a Sanin; Klüber y Emilio se sentaron frente a ellos. El pálido rostro de Frau Lenore apareció en una ventana; Gemma le hizo una señal de despedida con su pañuelo blanco, y el coche arrancó.