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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 11th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 19

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Viaje a Šipan de sobremesa, un Toblerone y el Capítulo 19 de Aguas de primavera. Con éste, los dejo en suspenso hasta el lunes. Les dejo una foto de la dacha de Turguéniev en Bougival, a 15 km del centro de París. Que pasen un hermoso fin de semana.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 19

Emilio salió al encuentro de Sanin —lo estaba acechando hacía más de una hora— y le dijo rápido, al oído, que su madre ignoraba todos los disgustos de la víspera y que era preciso no hablar de ellos; que a él lo mandaban de nuevo al almacén, pero que, en vez de ir allá, se escondería en cualquier parte. Después de haber dado estas noticias en pocos segundos, se arrojó bruscamente al cuello de Sanin; lo abrazó con entusiasmo y desapareció corriendo. Sanin encontró a Gemma en la tienda. Quería decirle ella alguna cosa, pero no pudo hablar. Le temblaban los labios ligeramente, y sus párpados oscilaban sobre los inciertos ojos. Para tranquilizarla, se apresuró a asegurarle que todo había terminado, que aquel asunto no era más que una chiquillada.

—¿No ha ido a verlo nadie? —preguntó ella.

—Estuvo un caballero, nos explicamos, y… hemos llegado al acuerdo más satisfactorio.

Gemma volvió detrás del mostrador.

«No me cree2, pensó Sanin. Sin embargo, pasó al aposento inmediato, donde encontró a Frau Lenore.

Ésta ya no tenía jaqueca, pero se encontraba en una melancólica disposición de ánimo. Sonriéndole con cordialidad, le previno que se aburriría aquel día, pues no se sentía capaz de ocuparse de él. Al sentarse junto a ella, notó que tenía rojos e hinchados los párpados.

—¿Qué le pasa Frau Leonore? ¿Ha llorado usted?

—¡Silencio! —dijo, indicando con la cabeza la estancia donde se encontraba su hija —¡No diga usted eso… en voz alta!

—Pero, ¿por qué ha llorado usted?

—¡Ah, señor Sanin, yo misma no lo sé!

—¿Alguien le ha dado a usted algún disgusto?

—¡Oh, no…! Me he sentido triste de repente… he pensado en Giovanni Battista…, ¡en mi juventud! ¡Qué pronto pasó todo eso! Me hago vieja, amigo mío, y no puedo acostumbrarme a esta idea. Me parece que soy siempre la misma de antes… y llega la vejez… ¡Ya la tengo encima! —brotaron las lágrimas en los ojos de Frau Lenore —Me mira usted con extrañeza, lo veo… ¡También usted se hará viejo, amigo mío, y verá cuán amargo es eso!

Sanin se esforzó por consolarla, hablándole de sus hijos, en los cuales veía revivir su juventud. Hasta trató de bromear, diciéndole que buscaba el medio de hacer que le dijesen piropos. Pero ella le impuso silencio en tono serio; y por primera vez comprendió Sanin que nada puede consolar ni distraer de la pena el ver acercarse la vejez; hay que esperar a que esa pena se calme por sí misma. Sanin propuso a Frau Lenore jugar al tressette; no hubiera podido imaginar nada mejor. Ella consintió enseguida y pareció aclararse su negro humor.

Sanin jugó con ella antes y después de la comida. También Pantaleone tomó parte en el juego. ¡Nunca le había caído tan abajo el capote sobre la frente, nunca se le había hundido tan en lo hondo de la corbata la barbilla! Todos sus movimientos denotaban una importancia tan reconcentrada, que al mirarlo, se preguntaba cualquiera:

«¿Qué secreto podrá ser el que con tanto celo guarda este hombre?»

Pero segretezza, segretezza.

Durante todo el día se esforzó por manifestar a Sanin la más extrema consideración; en la mesa le servía primero, antes que a las damas, con aire solemne y resuelto; durante la partida de naipes, le cedió su turno y no se permitió obligarlo a plantarse; por último, declaró en redondo, sin venir a cuento, que la nación rusa era la más magnánima, la más valerosa y la más audaz del mundo. “¡Anda, viejo cómico!”, se dijo Sanin para sus adentros.

Si la disposición de ánimo de la señora Roselli lo asombraba, no menos lo sorprendía el modo de conducirse Gemma con él. Y no porque lo evitase. Antes, por el contrario, nunca se sentaba muy lejos, y lo oía hablar mirándolo; ahora, decididamente, no quiso entablar conversación con él, y en cuanto Sanin le dirigía la palabra, se levantaba ella con dulzura y se alejaba unos instantes; volvía después y se sentaba en algún rincón, donde permanecía inmóvil como quien medita, o más bien, como quien duda. Por fin la misma Frau Lenore notó lo extraño de sus maneras y en dos ocasiones le preguntó qué le ocurría.

—No es nada; —contestó Gemma —ya sabes que algunas veces soy así.

—Es verdad —asintió la madre.

De ese modo transcurrió aquel largo día, ni animado, ni languideciente, ni alegre, ni triste. Si Gemma se hubiese conducido de otro modo, ¿quién puede asegurar que Sanin no hubiera cedido a la tentación de dárselas un poco de valiente? Quizás se hubiera abandonado sencillamente a la tristeza, al pensar en una separación que podía ser eterna… Pero, falto de la oportunidad de hablar con Gemma, tuvo que limitarse, antes de tomar el café por la noche, a tocar unos acordes, en tono menor, durante un cuarto de hora, en el piano.

Emilio volvió tarde, y para evitar toda pregunta relativa a Herr Klüber, se retiró enseguida. Llegó en el momento de marcharse Sanin.

Al decir adiós a Gemma, recordó la separación de Lenski y Olga, en Eugenio Oneguin. Le apretó con mucha fuerza la mano y trató de verle de frente la cara; pero ella se volvió un poco y retiró los dedos.

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