AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 22
Buenas noches, a todas las dachas! les dejo el Capítulo 22 de Aguas de primavera y me voy, yo también, a dormirme en un sueño profundo. Que hoy ha sido un día demasiado largo y mañana, creo que también lo será. Tomen té rico y léanse en voz alta, que no hay nada más lindo que las voces de nuestros queridos leyéndonos antes de dormir.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 22
El bosquecito elegido para teatro de duelo se encontraba a un cuarto de milla de Hanau. Sanin y Pantaleone llegaron primero, como éste había previsto; dejaron el carruaje en el lindero del bosque y se dirigieron más allá, bajo la sombra de una espesura bastante frondosa. Aguardaron como una hora…
Aquella espera no tuvo nada de penosa para Sanin; se paseaba de arriba abajo por el sendero, escuchando el canto de las aves, siguiendo con la vista el vuelo de las libélulas. Y como la mayor parte de los rusos en semejantes circunstancias, se esforzaba por no pensar absolutamente en nada. Sólo una vez hizo una triste reflexión al ver en su camino un tilo joven, tronchado acaso por la borrasca de la víspera. El árbol estaba muriéndose: todas sus hojas colgaban, marchitas ya… «¿Qué significa eso? ¿Un presagio?» Esta idea cruzó por su mente como un relámpago fugaz; pero se puso a silbar una melodía, y, saltando por encima del tilo tronchado, siguió adelante. Pantaleone rezongaba, gruñía, maldecía a los alemanes, y se frotaba ora los hombros, ora las rodillas. Hasta bostezaba de agitación nerviosa, lo cual daba a su carita avellanada la expresión más cómica del mundo. Al mirarlo, le costaba trabajo a Sanin no soltar la carcajada.
Se oyó al fin un traqueteo de ruedas por el arenoso camino.
—¡Ya están aquí! —dijo Pantaleone, enderezándose, no sin un rápido temblor nervioso que se apresuró a disimular diciendo:
—¡Brr!, ¡vaya mañanita fresca que hace!
Un abundante rocío bañaba aún la hierba y las hojas, pero el calor penetraba ya en el bosque.
Bien pronto aparecieron los dos oficiales, acompañados por un hombrecito regordete, de rostro flemático, casi dormido; era un cirujano del ejército. Llevaba en la mano una jarra de barro llena de agua, para cualquier evento; de su hombro izquierdo colgaba una cartera llena de instrumentos quirúrgicos y de vendajes. Se veía fácilmente que estaba acostumbrado a estas excursiones, que formaban una de sus fuentes de ingresos; cada duelo le producía ochenta rublos, que los combatientes pagaban a medias. El caballero von Richter portaba la caja de las pistolas, el caballero von Dönhof hacía molinetes con un junquillo entre los dedos, sin dudas, para parecer más chic.
—Pantaleone, —susurró Sanin al viejo —si… si resulto muerto, que todo es posible, tome usted un papel que hay en el bolsillo interior. Ese papel contiene una flor. Désela usted a la signorina Gemma. ¿Oye usted? ¿Me lo promete?
El viejo lo miró con tristeza e hizo con la cabeza una señal afirmativa. Pero sabe Dios si había comprendido las palabras de Sanin. Los adversarios y sus testigos cruzaron el saludo de rigor. El doctor no pestañeó y se sentó en el césped bostezando, como si se dijese: «¿Qué necesidad tengo de alardear de una cortesía caballeresca?» El caballero von Richter propuso al caballero Tschibadola que eligiera sitio. El señor Tschibadola, a quien le costaba trabajo mover la lengua, respondió: «Caballero, hágalo usted, que yo lo examinaré…» Se hubiera dicho que «el muro» volvía a empezar a derrumbarse en su interior.
Von Richter puso manos a la obra. Encontró en el bosque una linda praderita salpicada de flores; contó los pasos, indicó los dos puntos extremos con dos varitas cortadas en un segundo, sacó del estuche las armas, se agachó para meter las balas; en una palabra, trabajó con todas sus fuerzas, enjugándose sin cesar el rostro bañado en sudor, con un pañuelito blanco. Pantaleone, que no se separaba de él, parecía, por el contrario, tiritar. Durante el curso de esos preparativos, los dos adversarios se mantenían apartados como dos colegiales castigados, que están bravos con el profesor de estudios…
Llegó el momento decisivo… Como dice el poeta ruso:
«Cada cual empuñó su pistola…»
Pero, al llegar aquí, el caballero von Richter advirtió a Pantaleone que, según las reglas del duelo, antes de pronunciar el fatal «Uno, dos, tres», le correspondía a él, como testigo de más edad, dirigir a los combatientes la postrera exhortación para que se reconciliaran, aunque esta proposición nunca surte efecto alguno, ni tiene más importancia que la de una simple formalidad; sin embargo, al cumplir con ella, el caballero Cippatola se liberaría de cierta responsabilidad. Por lo demás -añadió-, pronunciar esa perorata era deber de un «testigo desinteresado» (un parteiischer Zeuge); pero, como no habían tenido tiempo de proporcionarse uno, él, el caballero von Richter, cedía con sumo gusto ese privilegio a su honorable colega. Pantaleone, que había conseguido ya ocultarse detrás de unas matas para no ver al oficial causante de todo el daño, comenzó por no entender una palabra del discurso del caballero von Richter, tanto más cuanto que este hablaba con un terrible acento nasal; luego, se estremeció de pronto, dio con rapidez dos pasos adelante, y, dándose convulsivamente un puñetazo en el pecho, gruñó con voz ahogada en la mezcolanza de su jerga:
—A la la la… Che bestialitá! Deux zeun’hommes comme ça que si battono, perchè? Che diàvolo? Andate a casa!(1)
—No acepto ninguna reconciliación —se apresuró a decir Sanin.
—Ni yo tampoco —añadió su adversario.
—Entonces, grite usted… ¡Uno, dos, tres! —dijo von Richter al trastornado Pantaleone.
Pantaleone volvió a ocultarse en la maleza y, desde el fondo de ese refugio, todo encorvado, los ojos cerrados y vuelta a un lado la cabeza, gritó a voz en cuello:
—Una… due… e tre!
Sanin tiró primero y erró el tiro; se oyó el impacto de su bala en un árbol. El barón von Dönhof disparó inmediatamente después, pero al aire y con deliberado propósito.
Hubo un penoso momento de silencio. Nadie se movía. Pantaleone exhaló un débil gemido.
—¿Quiere usted continuar? —dijo por fin Dönhof.
—¿Por qué ha disparado usted al aire? —preguntó Sanin.
—Eso es asunto mío.
—¿Tirará usted al aire la segunda vez?
—Acaso; pero no sé.
—Permitan, permitan ustedes, caballeros. —dijo von Richter —Los combatientes no tienen derecho a hablar entre sí; eso es, desde todo punto, contrario a las reglas.
—Renuncio a mi segundo disparo —dijo Sanin, tirando la pistola a tierra.
—Yo tampoco quiero continuar el duelo. —exclamó Dönhof, arrojando también su arma —Y ahora, concluido el lance, estoy pronto a reconocer que anteayer procedí mal.
Hizo un movimiento y alargó vacilante la mano a Sanin, quien se acercó con presteza y se la estrechó. Ambos jóvenes se miraron sonriéndose y se pusieron encarnados.
—¡Bravi, bravi! —exclamó de repente Pantaleone y, palmoteando enloquecido, salió de entre las malezas como un huracán.
El doctor, que estaba sentado sobre un tronco de árbol caído, se levantó enseguida, derramó el jarro de agua sobre el césped, y se dirigió, con perezoso andar, al lindero del bosque.
—El honor queda satisfecho; el duelo ha terminado —anunció pomposamente von Richter.
—¡Fuori! —vociferó Pantaleone, animado por un viejo recuerdo.
Al sentarse en su coche, Sanin, después de cruzar un saludo de despedida con los caballeros oficiales, preciso es confesar que sintió en todo su ser, ya que no satisfacción, al menos esa vaga impresión de alivio que sucede a una operación bien soportada. Pero otro sentimiento se mezclaba con este: un sentimiento parecido a la vergüenza… El duelo en el cual acababa de representar un papel, le produjo el efecto de una farsa estudiantil, de una broma de guarnición, amañada de antemano. Sanin se acordó del flemático doctor y del modo que tuvo de sonreírse, o mejor dicho, de fruncir la nariz, al ver a los adversarios salir del bosque casi del brazo. ¡Y más tarde, cuando Pantaleone pagó los cuarenta rublos a aquel doctor…! Decididamente, más valía no pensar en ello.
Sí, Sanin estaba algo confuso, algo abochornado. Por otra parte, ¿qué hubiera podido hacer? No podía dejar impune la impertinencia de aquel oficialete; hubiera sido rebajarse al nivel de Herr Klüber. Había protegido a Gemma, la había defendido… Sea; pero, a pesar de todo, no estaba satisfecho, se sentía confuso y hasta avergonzado.
Pantaleone, en cambio, iba como en triunfo. Un inmenso orgullo lo había invadido de repente. ¡Jamás general victorioso, al regreso de una batalla ganada, paseó en torno suyo miradas más altivas y más satisfechas! La conducta de Sanin durante el duelo lo había llenado de entusiasmo. Hacía de él un héroe, sin querer oír sus amonestaciones ni sus ruegos. ¡Lo comparaba, como un monumento de mármol o de bronce, con la estatua del comendador en Don Juan!(2) En cuanto a sí mismo, confesaba haber sentido alguna turbación.
—Pero yo soy un artista, una naturaleza nerviosa; —decía —en cambio usted… ¡Usted es hijo de las nieves y de las rocas!
Sanin no sabía cómo calmar la exaltación del artista.
Casi en el mismo sitio del camino donde dos horas antes habían encontrado a Emilio, nuestros viajeros lo vieron salir, de un salto, de detrás de un árbol, gritando y brincando de gozo, agitando la gorra por encima de la cabeza. Corrió hacia el coche, y, a riesgo de caer bajo las ruedas, sin esperar a que pararan los caballos, saltó por la portezuela, cayó sobre Sanin y se agarró a él exclamando:
—¿Está usted vivo? ¿No está usted herido? Perdóneme que no lo obedeciera y que no haya vuelto a Francfort… ¡No podía! Lo he esperado aquí. ¡Cuénteme usted lo sucedido! ¿Lo ha matado usted?
A Sanin le costó mucho trabajo tranquilizar a Emilio y hacerlo sentarse. Pantaleone, radiante de satisfacción, le refirió con caudalosas palabras todos los detalles del duelo, y no perdió, claro está, la ocasión de citar el monumento de bronce y la estatua del comendador. Hasta se levantó, y, separando las piernas para conservar el equilibrio, se cruzó de brazos, sacando el pecho y mirando desdeñosamente por encima del hombro, para representar con exactitud al «comendador Sanin».
Emilio escuchaba arrobado, ya interrumpiendo el relato con una exclamación, ya levantándose de un modo brusco y arrojándose al cuello de su heroico amigo para abrazarlo.
Las ruedas del carruaje resonaron en el empedrado de Francfort y concluyeron por detenerse delante de la fonda donde vivía Sanin. Seguido de sus dos compañeros de camino, al llegar al primer tramo de la escalera, vio a una mujer, cubierta con un velo, salir rápidamente de un pequeño corredor oscuro. Se detuvo ante él, pareció vacilar un instante, exhaló un largo suspiro, bajó corriendo la escalera y desapareció en la calle, con gran asombro del camarero, quien aseguró que «aquella dama esperaba desde hacía más de una hora la vuelta del señor extranjero».
Aunque fue muy breve la aparición, Sanin tuvo tiempo de reconocer a Gemma: había entrevisto sus ojos bajo el tupido velo de gasa negra.
—¡Con que lo sabía Fräulein Gemma! —dijo en alemán y con voz enojosa a Emilio y a Pantaleone, que lo seguían paso a paso.
Emilio se puso todo rojo y se turbó.
—Me vi en el caso de decírselo por fuerza —tartamudeó —ella lo había adivinado, y yo no pude… Pero ahora ya no importa; —añadió con viveza —todo ha concluido lo mejor posible, y ella lo ha visto a usted sano y salvo.
Sanin se volvió a un lado.
—¡Qué parlanchines son ustedes! —dijo con mal humor, y entró en su cuarto y se sentó.
—No se enfade usted, se lo ruego —imploró Emilio.
—Pues bien, ¡pase! no me enfadaré —Sanin no tenía verdaderas ganas de incomodarse, y en último término, ¿podía desear con sinceridad que Gemma no supiese absolutamente nada? —Bueno, concluyan ustedes de abrazarme. Ahora retírense. Quiero quedarme solo. Voy a dormir: estoy fatigado.
—¡Excelente idea! —exclamó Pantaleone —Necesita usted descanso. ¡Bien se lo merece, nobile signore! Salgamos de puntillas, Emilio, silencio. ¡Chiss…!
Sanin había dicho que tenía ganas de dormir, por la sencilla razón de que deseaba desembarazarse de sus compañeros. Pero cuando se quedó solo, sintió realmente un gran cansancio en todos los miembros; apenas había cerrado los ojos la noche anterior. Por eso, nada más echarse en la cama, se quedó dormido con un sueño profundo.
(1) En italiano y francés deformado: ¡Qué barbaridad! Dos hombres jóvenes que se baten, ¿por qué? ¡Qué demonio! ¡Márchense a casa!
(2) Don Juan Tenorio, drama en verso compuesto en 1844 por el poeta y dramaturgo español José Zorrilla y Moral (1817-1893).