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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 18th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 23

Capricho Florentino_D
Dios mío! Qué capítulo maravilloso, el 23, para dejarlos con ganas de más todo el fin de semana, hasta reencontrarnos el lunes por la noche! Aguas de primavera y terceros, con intereses, interfiriendo en el nacimiento del amor… ring a bell? Con un Capricho florentino en mi taza, como único postre, aquí va:
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 23

Durmió varias horas seguidas sin despertarse. Luego se puso a soñar que se batía otra vez a duelo, pero con Herr Klüber por adversario, y que Pantaleone, encaramado sobre un abeto y como un papagayo, repetía haciendo chasquear el pico: Una… due e tre! Una… due e tre!

«¡Uno, dos, tres!» oyó aún, pero tan claramente, que abrió los ojos y levantó la cabeza… Llamaban a la puerta.

—¡Adelante! —gritó Sanin.

Era el camarero, quien le anunció que una dama insistía en verlo al momento.

«¡Gemma!», pensó en el acto…, pero la dama no era Gemma, sino su madre, Frau Lenore. Apenas hubo entrado, se dejó caer en una silla y se puso a llorar.

—¿Qué tiene usted, mi buena y querida señora Roselli? —se interesó Sanin, sentándose a su lado y acariciándole con dulzura las manos —¿Qué le ocurre? Sosiéguese usted, se lo suplico.

—¡Ah, Herr Dmitri, soy muy desgraciada, desgraciadísima!

—¿Desgraciada usted?

—¡Ah, sí! ¿Cómo había de figurármelo? De repente, como el trueno en un cielo sereno…

Apenas podía respirar.

—Pero ¿qué pasa? ¡Explíquese usted! ¿Quiere un vaso de agua?

—No, gracias.

Frau Lenore se enjugó los ojos con el pañuelo y se puso a llorar más fuerte que nunca.

—Lo sé todo… ¡Todo!

—Es decir…, ¿cómo todo?

—¡Todo lo que ha sucedido! Y la causa… ¡la conozco también! Se ha conducido usted como un hombre de honor…; pero ¡qué desdichado concurso de circunstancias! ¡Razón tenía yo para no ver con buenos ojos ese paseo a Soden…, sobrada razón! —Frau Lenore no había manifestado nada semejante el día del paseo, pero entonces le parecía en realidad que «todo» lo había presentido —He venido en su busca porque es usted un hombre de honor, un amigo, aun cuando sólo hace cinco días que lo vi por primera vez… Pero, ¡soy viuda, estoy sola en el mundo! Mi hija…

Las lágrimas ahogaron la voz de Frau Lenore. Sanin no sabía qué pensar.

—¿Su hija? —repitió.

—Mi hija Gemma… —estas palabras salieron como un gemido por debajo del pañuelo empapado en lágrimas —Gemma me ha declarado hoy que no quiere casarse con Herr Klüber, y que es preciso que yo se lo participe a él.

Sanin tuvo un ligero sobresalto; no se esperaba aquello.

—No hablo de la vergüenza, —continuó Frau Lenore —porque eso de que una prometida se niegue a casarse con su prometido es una cosa que no se ha visto jamás; pero para nosotros ¡es la ruina, Herr Dmitri! —Frau Lenore convirtió cuidadosamente su pañuelo en un pequeño, en un diminuto tapón muy duro, como si quisiera encerrar en él todo su dolor —¡No podemos vivir de lo que nos produce la tienda, Herr Dmitri! Klüber es muy rico y se enriquecerá aún más. ¿Y por qué romper con él? ¿Porque no ha defendido a su novia? Admitamos que eso no esté bien por su parte; pero, después de todo, es un particular, no ha hecho estudios en la Universidad, y en su calidad de comerciante serio debía menospreciar esa calaverada tonta de un oficialito desconocido. ¿Y qué ofensa ve usted en eso, Herr Dmitri?

—Dispénseme usted, Frau Lenore, pero a quien condena usted es a mí…

—A usted no lo condeno, no lo condeno de ninguna manera. ¡En usted eso es otro asunto! Usted es ruso, usted es un militar…

—Dispénseme usted, pero no lo soy, ni por asomo…

—Es usted un extranjero, un viajero, y le estoy muy agradecida —continuó Frau Lenore sin escuchar a Sanin. Estaba jadeante, abría y cerraba las manos; luego desdobló el pañuelo y se sonó la nariz; nada más por la manera de expresar su dolor podía verse que no había nacido bajo el cielo del norte —¿Cómo realizaría Herr Klüber sus negocios en la tienda, si se batiese con los compradores? ¡Eso no puede ni imaginarse! ¿Y ahora es preciso que yo lo despida? Pero ¿de qué viviremos? En otro tiempo sólo nosotros hacíamos pasta de malvavisco y almendrado de alfónsigos, y venían a comprarnos mucho a casa; pero ahora, ¡todo el mundo hace pasta de malvavisco en la suya! Piénselo usted; se hablará bastante de su duelo en la ciudad… ¿Pueden ocultarse esas cosas? ¡Y ahí tiene usted roto el matrimonio! ¡Eso es un chasco, una verdadera campanada, un escándalo! Gemma es una excelente hija, me quiere mucho; pero es una terca republicana, desafía la opinión de los demás. ¡Sólo usted puede persuadirla!

El asombro de Sanin aumentó.

—¿Yo, Frau Lenore?

—Sí, sólo usted…, usted sólo. Por eso he venido a verlo; no se me ha podido ocurrir nada mejor. ¡Es usted tan sabio, es usted un joven tan bueno! Ha tomado usted su defensa; creerá lo que usted le diga. «Debe» creerlo, porque usted ha arriesgado su vida por ella. ¡Persuádala usted; yo no puedo más! ¡Demuéstrele que sería la causa de la perdición de todos nosotros y de ella misma! ¡Ya ha salvado a mi hijo; sálveme también a mi hija! Dios lo ha enviado a usted aquí. Estoy dispuesta a pedírselo de rodillas…

Frau Lenore estaba ya medio levantada del asiento para caer de rodillas a los pies de Sanin; pero este la contuvo.

—¡Frau Lenore! En nombre del cielo, ¿qué hace usted?

Ella le tomó convulsivamente las manos, diciendo:

—¿Me lo promete usted?

—Frau Lenore, fíjese usted: ¿en calidad de qué iría yo…?

—¿Me lo promete? ¿No quiere que me caiga muerta ante sus ojos, aquí mismo?

Sanin ya no sabía lo que le pasaba. Era la primera vez en su vida que tenía que habérselas con el acalorado temperamento italiano.

—¡Haré todo lo que usted quiera! —exclamó —Hablaré a Gemma…

Frau Lenore dio un grito de alegría.

—Pero, verdaderamente, —prosiguió Sanin —no sé de ningún modo qué resultado…

—¡Ah, no se niegue usted, no se niegue usted! —dijo Frau Lenore con voz suplicante —¡Ya me lo ha prometido usted! De seguro dará un resultado excelente. En todo caso, ¡yo no puedo hacer nada más! ¡No me obedece!

—¿Le ha declarado a usted, de una manera terminante, que se niega a casarse con Herr Klüber? —preguntó Sanin después de un breve silencio.

—¡Oh, ha cortado la cuestión como con un cuchillo! ¡Es el vivo retrato de su padre! ¡No se anda con paños calientes!

—¿Ella? —se extrañó Sanin.

—Sí…, sí… Pero, aparte de eso, es un ángel. Lo atenderá a usted, hará lo que usted le diga. ¿Va usted a venir? ¿Ahora mismo? ¡Oh, mi querido amigo ruso! —Frau Lenore se levantó bruscamente de la silla y tomó, no menos bruscamente, la cabeza de Sanin, sentado delante de ella —Reciba usted la bendición de una madre… y deme un poco de agua.

Sanin presentó un vaso de agua a la señora Roselli, y le prometió, por su honor, ir enseguida. La acompañó hasta la calle, y de regreso en su cuarto juntó las manos y abrió cuanto pudo los ojos.

«¡Bueno!», pensó, «¡ahora sí que ha dado otra vuelta la rueda de mi vida! Gira tan veloz, que me da vértigo».

No intentó leer dentro de sí mismo para comprender lo que pasaba. Era insensato, laberíntico.

«¡Qué día!», murmuraban involuntariamente sus labios. «No se anda con paños calientes, según la madre. ¿Y es preciso que yo le dé consejos? Aconsejarle ¿qué?»

Le daba vueltas la cabeza, en efecto. Pero, por encima de aquella vorágine de impresiones diversas, de sentimientos y de ideas fragmentarias, flotaba la imagen de Gemma, esa imagen que se había grabado indeleble en su memoria durante esa cálida noche, cargada de electricidad, en aquella ventana oscura, bajo el fulgor de innumerables estrellas.

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