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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 21st, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 24

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Qué Capítulo hermoso para leer tomando Invierno en Kiev! Vamos, que ya es tarde.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 24

Sanin se aproximó con irresoluto paso a la casa de la señora Roselli. Le palpitaba con fuerza el corazón, lo sentía claramente golpear contra sus costillas. ¿Qué le iba a decir a Gemma? ¿De qué modo iba a hablarle? Entró en la casa, no por la tienda, sino por la puerta trasera. Encontró a Frau Lenore en la primera piecita; ella se puso muy contenta al verlo y a la vez algo intranquila.

—Lo esperaba ya. —dijo en voz baja, apretándole la mano entre las suyas —Está en el jardín, vaya usted. Cuidadito, que con usted cuento.

El joven se encaminó al jardín.

Gemma, sentada en un banco, al borde de un paseo de árboles, estaba eligiendo de un pequeño cesto las cerezas más maduras y apartándolas en un plato. El sol estaba bajo, sobre el horizonte; eran cerca de las siete de la tarde, y en los anchos rayos oblicuos con que inundaba la luz el jardincito de la señora Roselli había más púrpura que oro. De vez en cuando, se oía el cuchicheo, apenas perceptible y como perezoso, de las hojas entre sí, el breve zumbido de las abejas retrasadas volando de flor en flor, y el arrullo monótono e infatigable de alguna tórtola lejana.

Gemma llevaba puesto en la cabeza el mismo sombrero que el día del paseo a Soden. Miró a Sanin por debajo del ala inclinada del sombrero y se dobló de nuevo sobre el cesto.

Sanin se aproximó a ella, acortando involuntariamente el paso… y no se le ocurrió decir nada mejor que esto:

—¿Por qué elige usted esas cerezas?

Gemma no se dio prisa en contestarle.

—Éstas, las más maduras, —explicó por fin —se pondrán confitadas; y con esas otras se rellenan pastelitos, ¿sabe usted?, de esos pastelitos redondos que vendemos.

Mientras decía estas palabras, Gemma inclinó aún más la cabeza y su mano derecha, que tenía dos cerezas entre los dedos, se detuvo en el aire, entre el canasto y el plato.

—¿Puedo sentarme junto a usted? —preguntó Sanin.

—Sí.

Gemma se hizo un poco a un lado, para dejarle sitio en el banco. Sanin se sentó junto a ella. «¿Por dónde comenzaré?», pensaba. Pero Gemma lo sacó de apuros.

—¿Conque se ha batido usted en duelo? —dijo la joven con vivacidad, volviendo hacia él su hermoso rostro encendido de rubor. ¡Y qué profunda gratitud brillaba en sus ojos! —¿Y se halla usted tan tranquilo? ¿De modo que para usted no existe el peligro?

—Dispense usted… No he corrido ningún peligro. Todo ha pasado de la manera más feliz e inofensiva por completo.

Gemma movió el dedo índice a derecha e izquierda delante de la cara. Éste es otro ademán italiano.

—No, no diga usted eso. ¡No me engaña usted! Pantaleone me lo ha contado todo.

—¡Vaya un testigo digno de confianza! ¿Me ha comparado a la estatua del Comendador?

—Las expresiones que emplea pueden ser cómicas, pero no sus sentimientos. No puede pasar por alto lo que usted ha hecho hoy. Y todo eso por mí… por mí. No lo olvidaré jamás.

—Le aseguro a usted, Fräulein Gemma…

—No lo olvidaré —repitió después de una pequeña pausa, mirándolo fijamente; luego se volvió de lado.

Sanin podía ver en aquel momento su perfil fino y puro, y se dijo que nunca había contemplado nada semejante, ni sentido impresión comparable a la que sentía entonces. Iba a hablar… Un relámpago cruzó por su mente: «¿y mi promesa?»

—Fräulein Gemma… —dijo, después de breve vacilación.

—¿Qué?

En lugar de volverse hacia él, continuó escogiendo las cerezas, quitando las hojas y tomándolas delicadamente por los rabitos… Pero qué afectuosa confianza respiraba esa sola palabra… «¿Qué?»

—¿No le ha dicho a usted nada su madre… a propósito de…?

—¿A propósito de quién?

—De mí.

Gemma echó otra vez bruscamente en el canasto las cerezas que tenía en la mano.

—¿Ha hablado con usted? —preguntó ella.

—Sí.

—¿Y qué le ha dicho?

—Me ha dicho que usted… que usted ha resuelto de pronto cambiar sus primeras intenciones.

La cabeza de Gemma se inclinó de nuevo y desapareció del todo bajo su sombrero: sólo se veía su cuello flexible y grácil como el tallo de una gran flor.

—¿Mis intenciones? ¿Cuáles?

—Sus intenciones… respecto al futuro arreglo de su vida.

—Es decir… ¿habla usted… de Herr Klüber?

—Sí.

—¿Le ha dicho a usted mamá que no quiero casarme con Herr Klüber?

—Sí.

Gemma hizo un movimiento en el banco. Se deslizó el pequeño canasto, calló al suelo y algunas cerezas rodaron por el sendero. Pasó un minuto, después otro…

—¿Por qué le ha hablado a usted de eso? —dijo al fin.

Como un momento antes, ya no veía Sanin más que el cuello de ella. El pecho de Gemma subía y bajaba más de prisa.

—¿Por qué…? Como en tan poco tiempo hemos llegado a ser, puede decirse, amigos; como ha demostrado usted alguna confianza en mí, su madre ha pensado que tal vez pudiera yo darle a usted algún consejo útil y que pudiera usted seguirlo.

Las manos de Gemma resbalaron lentamente sobre sus rodillas. Se puso a arreglarse los pliegues de la falda.

—¿Qué consejo me da usted, monsieur Dmitri? —preguntó tras un corto silencio.

Sanin veía temblar los dedos de Gemma sobre sus rodillas… Si arreglaba los pliegues de la falda, era sólo para disimular aquella agitación. Puso él, con dulzura, la mano sobre esos dedos pálidos y temblorosos, y dijo:

—Gemma, ¿por qué no me mira usted?

Se echó vivamente atrás el sombrero y fijó en él sus ojos, llenos de gratitud y de confianza como antes. Esperaba la respuesta de Sanin, pero este se quedó trastornado, o más bien, literalmente deslumbrado por el aspecto de sus facciones: la cálida luz del sol poniente iluminaba aquel rostro juvenil, cuya expresión era aún más luminosa y más resplandeciente que aquella claridad.

—Lo escucho a usted, señor Dmitri. —dijo con una sonrisa insegura y enarcando un poco las cejas —¿Qué consejo va usted a darme?

—¿Qué consejo? —repitió Sanin —Mire usted, su madre piensa que rechazar a Herr Klüber, únicamente porque anteayer no dio muestras de un gran valor…

—¿Únicamente por eso? —interrumpió Gemma. Se inclinó, levantó el canasto y lo puso en el banco junto a ella.

—No, desde todos los puntos de vista… en general, rechazarlo sería por parte de usted una cosa poco razonable. Su madre añade que ese es un paso cuyas consecuencias deben pesarse cuidadosamente; en fin, que el mismo estado de los negocios de ustedes impone ciertas obligaciones a cada uno de los miembros de la familia.

—Todas esas son las ideas de mamá; —interrumpió de nuevo Gemma —son sus propias palabras. Todo eso ya lo sé. Pero ¿cuál es su parecer?

—¿El mío?

Sanin se calló un momento. Sentía en la garganta algo que le cortaba la respiración.

—Yo también pienso… —dijo con esfuerzo.

Gemma se levantó.

—¡Usted…! ¿También usted?

—Sí… es decir…

Positivamente Sanin no podía pronunciar una palabra más.

—Bien. —decidió Gemma —Si usted, como amigo, me aconseja que renuncie a lo que tenía resuelto, es decir, que no modifique mi primera decisión, lo pensaré.

Sin advertirlo, la muchacha empezó a poner de nuevo en el canastito las cerezas del plato.

—Mamá —continuó— espera que siga los consejos de usted… ¿Por qué no? Es posible que los siga.

—Permítame usted, Fräulein Gemma, quisiera saber en primer término las razones que la han inducido…

—Seguiré sus consejos, lo obedeceré —repitió Gemma, con las cejas fruncidas, pálidas las mejillas y mordiéndose el labio inferior —Ha hecho usted tanto por mí, que me veo obligada a hacer lo que usted quiera, obligada a doblegarme a sus deseos. Diré a mamá… lo pensaré. Pero, precisamente, aquí viene.

En efecto, apareció Frau Lenore en el quicio de la puerta que daba al jardín. Acuciada por la impaciencia, no pudo permanecer en su sitio. Según sus cálculos, Sanin debía de haber concluido largo tiempo antes su conversación con Gemma, aun cuando sólo duraba menos de un cuarto de hora.

—¡No, no, no! —exclamó Sanin precipitado y casi con temor —¡Por el amor de Dios, no le diga nada todavía! Espere usted; yo le diré a usted… yo le escribiré… Hasta entonces, no tome ninguna resolución… ¡Espere usted!

Apretó la mano de Gemma, se levantó del banco y con suma sorpresa de Frau Lenore se cruzó con ella sin detenerse; limitándose a saludarla con el sombrero, tartamudeó algunas palabras ininteligibles y se fue.

Frau Lenore se aproximó a su hija, diciendo:

—Gemma, dime, te lo suplico…

La muchacha se levantó bruscamente, y, abrazando a la madre, exclamó:

—Mi querida mamá, ¿puede usted esperar un poco… un poquito… hasta mañana? ¿Sí? ¿Y no decirme hasta mañana ni una palabra de esto…? ¡Ah…!

De pronto, sin que ella misma lo esperase, brotaron de sus ojos cristalinas lágrimas, tan ligeras como gotas de rocío. Frau Lenore se extrañó tanto más cuanto que el rostro de la joven, muy lejos de parecer triste, irradiaba júbilo.

—¿Qué te sucede? —le dijo —Tú, que nunca lloras, nunca, ahora de pronto…

—Esto no es nada, mamá, no es nada. Sólo que espere usted. Las dos tenemos que esperar. No me pregunte usted nada hasta mañana, y mientras no se oculte el sol, escojamos las cerezas.

—Pero ¿serás razonable?

—¡Oh, sí, muy razonable! —prometió Gemma, moviendo la cabeza con gesto significativo.

Se puso de nuevo a hacer ramitos de cereza, levantándolos a la altura de su cara encendida. No enjugó sus lágrimas… se secaron ellas solas.

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