AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 25
¡Cómo adoro este libro! Capítulo 25 de Aguas de primavera y el batir del corazón. Prepárense un DaCha y leamos juntos. A los ansiosos: no se adelanten mucho, caramba! No los puedo dejar solos!
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 25
Sanin regresó a la fonda casi a la carrera. Comprendía muy bien que únicamente a solas podría desentrañar el caos que dentro de sí se agitaba. En efecto, apenas hubo entrado en su cuarto, se sentó detrás del escritorio, se puso de codos en él, escondiendo la cara entre las manos, y exclamó con voz sorda y dolorosa:
—¡La amo! ¡La amo locamente!
Y todo su ser interior se abrasó como un carbón hecho ascua, cuya envoltura de muertas cenizas dispersa un rápido soplo.
Transcurrido un instante, no comprendía ya cómo pudo permanecer sentado junto a ella, ¡junto a ella!, y hablarle, y no sentir que adoraba hasta la cenefa de su vestido, que estaba dispuesto «a morir a sus pies», como dicen los jóvenes. Aquella última entrevista en el jardín lo decidió todo. Desde entonces, al pensar en ella, no se la representaba ya con los rizos sueltos, a la serena claridad de las estrellas, sino que la veía, sentada en el banco, echarse atrás el sombrero con un rápido ademán y mirarlo con sus hermosos ojos confiados… Aquella imagen hacía correr por sus venas el hervor, la sed de la pasión. Se acordó de la rosa que había conservado en el bolsillo desde la antevíspera, la tomó y se la llevó a los labios con tal frenesí, que involuntariamente hizo un gesto de dolor. ¡Para pensar y reflexionar, para calcular y prever estaba entonces! Desprendiéndose de todo el pasado, se lanzaba de lleno al porvenir. Desde la ribera triste y solitaria de su vida de soltero se zambullía en ese torrente espumoso, alegre y rápido, sin preocuparse por saber a dónde lo llevaría y si no lo estrellaría contra algún peñasco. No eran ya las apacibles ondas de la poesía de Uhland, sobre las cuales se mecía en otro tiempo… ¡Eran olas no domadas, irresistibles, que se precipitaban saltando hacia delante y lo arrastraban con ellas!
Tomó un pliego de papel y, sin una tachadura, casi de una plumada, escribió:
«Querida Gemma:
Ya sabe usted cuál era el consejo que me había comprometido a darle, y también sabe lo que desea su madre y lo que me había pedido; pero lo que usted no sabe, lo que ahora le digo, es que la amo a usted, que la amo con toda la pasión de un alma que ama por vez primera. ¡Este fuego me ha abrasado de pronto, pero con tal fuerza, que no hallo palabras con qué decirlo! Cuando su madre vino a pedirme que hablase con usted, aún estaba envuelto en cenizas, sin lo cual, como hombre honrado, no hubiera admitido esa comisión. La declaración que ahora le hago, también es la de un hombre honrado. Es preciso que sepa con quién trata; entre nosotros no deben existir malentendidos. Ya ve usted que no puedo darle ningún consejo. ¡La amo! ¡La amo!, y no tengo más que esto en la cabeza y en el corazón.
Dm. Sanin»
Después de doblar y cerrar la esquela, Sanin se disponía a llamar al mozo para que la llevara… ¡No, eso no podía ser…! ¿Por conducto de Emilio…? Pero tampoco era posible ir a buscarlo a la tienda, entre los otros dependientes. Además, había llegado la noche y tal vez hubiera salido ya del comercio. Mientras hacía estas reflexiones, Sanin se puso el sombrero y salió. Dio vuelta a una esquina, después a otra, y, ¡gozo indecible!, vio a Emilio delante de sí. Con la cartera debajo del brazo y un rollo de papeles en la mano, el joven entusiasta regresaba con paso rápido a su domicilio.
«¡Razón hay para decir que cada enamorado tiene su estrella!», dijo Sanin para sus adentros, y llamó a Emilio, quien se volvió e inmediatamente le echó los brazos al cuello.
Sin darle tiempo de alegrarse, Sanin le entregó la carta y le explicó a quién y cómo tenía que entregársela… Emilio lo escuchaba con atención.
—¿Es preciso que nadie la vea? —preguntó, dando a su rostro una expresión misteriosa y significativa, como si dijese: «¡Comprendo la cosa!»
—Sí, mi querido amigo —respondió Sanin un poco confuso, dándole un golpecito cariñoso en la mejilla —Y si hay respuesta… me la traerá usted, ¿no es así? Estaré en casa.
—No se preocupe usted por eso —murmuró Emilio con aire jovial, saliendo a la carrera y haciéndole señas con la cabeza, mientras corría.
Sanin regresó a la fonda, y, sin encender la luz, se echó en el diván, cruzó las manos bajo la nuca y se abandonó a esas impresiones del amor recién revelado, impresiones que es inútil describir: quien las ha sentido, conoce sus ansias y dulzuras; quien no las ha experimentado, no las comprendería.
Se abrió la puerta y apareció el rostro de Emilio…
—¡La traigo! —dijo en voz baja —Aquí está la respuesta —enseñaba y movía por encima de la cabeza un papelito doblado.
Sanin saltó del diván y se lo arrancó de la mano. La pasión lo dominaba; no pensaba en la discreción, ni en las conveniencias, ni siquiera ante aquel niño, hermano de ella. Hubiera querido contenerse, tener vergüenza de conducirse así delante de Emilio, pero no podía.
Se aproximó a la ventana, y, a la luz de un farol que había en la calle delante de la casa, leyó las siguientes líneas:
«Le ruego, le suplico que no venga a casa, que no se presente en todo el día de mañana. Es preciso, absolutamente preciso, y entonces todo se resolverá. Sé que no me negará esto, porque…
Gemma»
Sanin leyó dos veces aquella carta. ¡Qué bonita y atractiva le pareció su letra! Meditó un momento, se dirigió a Emilio (quien, para demostrar que era un joven reservado, estaba de cara a la pared, raspándola con las uñas) y lo llamó en voz alta.
Emilio acudió al instante, diciendo:
—¿Qué quiere usted?
—Escuche, mi querido amigo…
—Señor Dmitri —interrumpió Emilio con voz plañidera —¿por qué no me tutea usted?
Sanin se echó a reír.
—Bueno, conforme. Oye, mi querido amigo… —Emilio dio un brinquito de alegría— oye, «allá abajo», ¿comprendes?, dirás «allá abajo» que todo se cumplirá escrupulosamente. —Emilio frunció los labios y movió la cabeza con aire grave — Y tú, ¿qué haces mañana?
—¿Qué hago yo? ¿Qué desea usted que haga?
—Si puedes, ven por la mañana temprano, y nos iremos de paseo por los alrededores de Francfort, hasta la noche. ¿Quieres?
Emilio dio otro brinco.
—¡Que si quiero! ¿Hay algo más agradable en el mundo? Pasear con usted… ¡eso es encantador! Vendré, sin falta.
—¿Y si no te lo permiten?
—Me lo permitirán.
—Oye… no digas «allá abajo» que te he rogado que vengas por todo el día.
—¿Por qué decirlo? Me iré sin permiso. ¡Valiente cosa!
Emilio abrazó a Sanin con todas sus fuerzas y se marchó corriendo.
Sanin estuvo largo tiempo paseándose por el cuarto y se acostó tarde. Se sumergía en esas impresiones penosas y dulces, en esa ansiedad jubilosa que precede a una etapa nueva. Además, Sanin estaba contentísimo de su idea de haber invitado a Emilio a pasar con él el día siguiente; se parecía mucho a su hermana.
«Emilio me recordará a Gemma», se dijo.
Pero lo que más lo asombraba era pensar que la víspera él no era el mismo de hoy. Le parecía haber amado «eternamente» a Gemma, y haberla amado precisamente como la amaba hoy.