AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 30
Buenas noches! Llegamos al Capítulo 30 de Aguas de primavera. Nos quedan muy pocos por leer online y sólo un mes para volver a vernos. Vayan adquiriendo sus entradas, así no tenemos corridas de último momento. Aquí nos preparamos Tierra de colonos heladísimo para cerrar la noche. Hasta mañana.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 30
El tránsito de la desesperación a la tristeza y de la tristeza a una dulce resignación no había sido muy largo en Frau Lenore; pero esa misma resignación no tardó en transformarse en una recóndita alegría, que, sin embargo, trató de disimular y contener por salvar las apariencias. Desde el primer día, Sanin había sido simpático a Frau Lenore; una vez acostumbrada a la idea de tenerlo por yerno, no encontró en ello nada particularmente desagradable, aunque considerase como un deber el conservar en su rostro una expresión de ofendida… o más bien de resentimiento. Además, ¡había sido tan extraordinario lo pasado en aquellos últimos días! ¡Qué de cosas, unas tras otras! En su calidad de mujer práctica y de madre, Frau Lenore se creyó en el deber de dirigir a Sanin diversos interrogatorios. Y Sanin, que al ir por la mañana a su cita con Gemma, no tenía la menor idea de casarse con ella (a decir verdad no pensaba en nada entonces, y se dejaba llevar por su pasión), se identificó resueltamente con su papel de prometido, y respondió a todas las preguntas con agrado y de una manera puntual y detallada.
Convencida Frau Lenore de que Sanin era de noble abolengo y hasta un poco extrañada de que no fuese príncipe, tomó un aire serio y le «previno de antemano» que tendría con él una franqueza brutal, ¡porque el sagrado deber de madre la obligaba a ello! A lo cual respondió Sanin que eso mismo pedía él, y que le suplicaba que no se quedase corta. Entonces Frau Lenore le hizo observar que Herr Klüber (al pronunciar este apellido suspiró ligeramente, se mordió los labios y vaciló un poco), el «antiguo» novio de Gemma, poseía ya ocho mil florines de renta, y que esta suma iría creciendo rápidamente de año en año… Y él, monsieur Sanin, ¿con qué ingresos contaba?
—Ocho mil florines; —repitió lentamente Sanin —en moneda rusa vienen a ser quince mil rublos en papel… Mis rentas son mucho menores. Poseo una pequeña hacienda en la provincia de Tula… Con una buena administración, puede y debe producir cinco mil o seis mil rublos… Y si entro al servicio del Estado, puedo fácilmente conseguir un sueldo de dos mil rublos.
—¿Al servicio de Rusia? —exclamó Frau Lenore —¡Tendré que separarme de Gemma!
—Podría entrar en la diplomacia. —replicó Sanin —Tengo algunas buenas relaciones… En ese caso hay empleos en el extranjero. Pero he aquí lo que también podría hacerse, y sería lo mejor: vender mis tierras y emplear el capital que produzca esa venta en alguna empresa lucrativa; por ejemplo, en ampliar el negocio de esta confitería.
No se le ocultaba a Sanin que decía un absurdo. Pero ¡estaba poseído de una audacia increíble! Miraba a Gemma, quien desde el principio de aquella conversación «de negocios» se levantaba a cada instante, daba algunos pasos por la estancia y volvía a sentarse. La miraba él, y ya no conocía obstáculos; estaba dispuesto a arreglarlo todo al minuto, del modo más complaciente, con tal de que ella no experimentase ninguna inquietud.
—Herr Klüber también tenía el propósito de darme una pequeña suma para arreglar la confitería —dijo Frau Lenore, después de una ligera vacilación.
—¡Madre mía, por amor de Dios! ¡Madre! —exclamó Gemma en italiano.
—Es preciso hablar por anticipado de esas cosas, hija mía —respondió Frau Lenore en el mismo idioma.
Prosiguiendo su conversación con Sanin, le preguntó cuáles eran en Rusia las leyes relativas al matrimonio; si no habría nada que se opusiera a su unión con una católica, como en Prusia. (Por aquel tiempo, en 1840, toda Alemania tenía presente aún las disensiones entre el gobierno prusiano y el arzobispo de Colonia, acerca de los matrimonios mixtos.) Cuando Frau Lenore supo que su hija adquiriría la nobleza por su enlace con un aristócrata ruso, dio muestras de alguna satisfacción.
—Pero antes, —dijo —¿tendrá que ir usted a Rusia?
—¿Por qué?
—¿Por qué…? A obtener licencia de su emperador para casarse.
Sanin le explicó que eso era inútil por completo; pero que se vería obligado tal vez a ir, en efecto, por un tiempo brevísimo a Rusia, antes de la boda (al decir estas palabras se le oprimió dolorosamente el corazón, y Gemma, que lo miraba, comprendió su angustia, se ruborizó y se quedó pensativa), y que aprovecharía esa estancia en su patria para vender sus tierras. En todo caso, traería el dinero necesario.
—Entonces, me atrevería a suplicarle —dijo Frau Leonore —que me trajese bonitas pieles de Astrakán para hacerme un abrigo; se dice que por allá esas pieles son asombrosamente bonitas y baratas.
—Así es; se las traeré a usted, con el mayor gusto, ¡y también a Gemma! —exclamó Sanin.
—Y a mí un gorro de tafilete bordado con plata —dijo Emilio, pasando la cabeza por el marco de la puerta de la habitación contigua.
—Bueno, te traeré uno… y unas zapatillas para Pantaleone.
—Pero ¿a qué viene eso? ¿Para qué? —hizo observar Frau Lenore —Ahora hablamos de cosas serias. Estamos —añadió aquella mujer práctica —en que decía usted: «Venderé mis bienes». ¿Cómo lo hará usted? ¿Venderá usted también a los campesinos?
Sanin se estremeció, como si le hubiesen dado un puñetazo en un costado. Se acordó de que hablando con la señora Roselli y su hija, había manifestado sus opiniones acerca de la servidumbre que, según decía, excitaba en él profunda indignación, y les había asegurado en diversas ocasiones que jamás y bajo ningún pretexto vendería a sus campesinos, pues consideraba este acto como una cosa inmoral.
—Trataré de vender mis tierras a un hombre cuyos méritos me sean conocidos —dijo, no sin vacilar —o acaso mis siervos quieran ellos mismos comprar su rescate.
—Eso sería lo mejor. —se apresuró a decir Frau Lenore —¡Porque vender hombres vivos…!
—Barbari! —gruñó Pantaleone, que había aparecido en la puerta detrás de Emilio. Sacudió la melena y desapareció.
«¡Diablo, diablo!», se dijo Sanin, mirando a hurtadillas a Gemma, quien parecía no haber oído sus últimas palabras. Entonces pensó: «¡Bah, eso no importa nada!»
La conversación práctica se prolongó así casi hasta la hora de comer. Hacia el final, Frau Lenore, ya sosegada, llamaba Dmitri a Sanin, y lo amenazaba amistosamente con el dedo, prometiéndole vengarse de la mala partida que le había jugado. Le pidió muchos detalles acerca de su parentela, porque «eso es también importantísimo», decía; también quiso que describiese la ceremonia del casamiento tal como se ejecuta según los ritos de la Iglesia rusa, y se extasió con la idea de ver a Gemma vestida de blanco y con una corona de oro en la cabeza.
—Mi hija es hermosa como una reina; —dijo, con un sentimiento de orgullo materno —y no hay en la tierra una reina tan hermosa.
—¡No hay otra Gemma en el mundo! —añadió Sanin.
—¡Por eso precisamente es Gemma!
Sabido es que gemma, en italiano, significa «piedra preciosa». Gemma se abalanzó al cuello de su madre. Sólo a partir de aquel instante pareció respirar a sus anchas, liberada del peso que oprimía su alma. Sanin se sintió de pronto en extremo feliz: una infantil alegría colmó su corazón… ¡Se realizaban los ensueños que en otro tiempo había concebido en aquel mismo sitio! Tal era su alegría, que en el acto se fue a la tienda; hubiera querido a toda costa vender cualquier cosa detrás del mostrador como algunos días antes…
—Ahora tengo derecho para hacerlo. ¡Ya soy de la casa!
Se instaló de veras detrás del mostrador, y, en efecto, vendió alguna cosa; es decir, entraron dos muchachas a comprar una libra de bombones, les entregó lo menos dos libras y no cobró más que media.
En la comida, ocupó junto a Gemma el sitio oficial de prometido. Frau Lenore continuó sus consideraciones prácticas. Emilio se reía por cualquier cosa e insistía con Sanin para que lo llevase a Rusia. Se convino en que Sanin partiría dentro de dos semanas. Sólo Pantaleone torció tanto el gesto, que la misma Frau Lenore se lo reprochó.
—¡Y eso que ha sido testigo!
Pantaleone la miró atravesado.
Gemma guardaba casi siempre silencio, pero nunca su rostro estuvo más resplandeciente y más bello. Después de comer, llamó a Sanin al jardín por un minuto y, deteniéndose junto al banco donde la antevíspera había estado escogiendo las cerezas, le dijo:
—Dmitri, no te enfades conmigo, pero una vez más quiero decirte que no debes considerarte ligado en nada…
Sanin no la dejó acabar. Gemma volvió la cara.
—Y en cuanto a lo que mamá ha dicho, ¿sabes?, respecto a la religión, ¡toma…! —agarró una crucecita de granates pendiente de su cuello por un cordoncito; tiró con fuerza del cordón, que se rompió, y entregó a Sanin la cruz —Puesto que nos pertenecemos, nuestra fe ha de ser la misma.
Los ojos de Sanin estaban húmedos aún, cuando regresó a la casa con Gemma.
Durante la velada, todo se deslizó por su cauce acostumbrado, y hasta se jugó al tressette.