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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 30th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 31

Чайная посуда
Tarde de Darjeeling Lingia, 1st flush, la base de nuestro «Coup de foudre» y un macaron de chocolate amargo, para adelantarles alguito de lo que será nuestro Té Literario y tentarlos. Les dejo el Capítulo 31 de Aguas de primavera. Buenas noches, dachas compañeras de lectura.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 31

Al día siguiente, Sanin se despertó muy temprano. Se encontraba en la cúspide de la alegría humana, pero no era esto lo que le impedía dormir; lo que turbaba su reposo era la cuestión vital. ¿Cómo vender sus tierras lo más pronto y lo más caro posible? Cruzaban por su mente los planes más diversos, pero nada se perfilaba con claridad. Salió de la fonda a tomar el aire y a despejarse; no quería presentarse delante de Gemma sino con un proyecto ya maduro.

¿Quién es ese personaje pesadote sobre sus patazas, aunque correctamente vestido, que va delante de Sanin con un movimiento de vaivén? ¿Dónde ha visto él aquella nuca cubierta de rubios pelitos, aquella cabeza encajada entre los hombros, aquellas espaldotas atocinadas, aquellas manos lacias(1) y morcilludas? ¿Es posible que sea Pólozov, su antiguo compañero de colegio, a quien había perdido de vista hace cinco años? Sanin se adelantó bien pronto al personaje, y se volvió… Esa caraza amarilla, esos ojuelos de cerdo, con cejas y pestañas blancuzcas, esa nariz corta y ancha, esos labios abultados como un pegote de lacre, esa barbilla sin bozo, imberbe, y toda la expresión de aquel rostro a la vez agrio, perezoso y desconfiado: sí, es él. Hipólito Pólozov.

Una idea repentina cruzó por la mente de Sanin. «¿No es mi estrella quien lo trae?», pensó. Y dijo:

—Pólozov, Hipólito Sídorovich, ¿eres tú?

Se detuvo el personaje, levantó sus ojuelos, vaciló un instante y, despegando al fin los labios, dijo con voz de falsete:

—¿Dmitri Sanin?

—¡El mismo que viste y calza! —exclamó Sanin, estrechando una de las manos de Pólozov, calzadas con estrechos guantes de color gris claro (colgaban inertes, como siempre, a lo largo de sus robustos muslos) —¿Hace mucho tiempo que estás aquí? ¿De dónde vienes? ¿En dónde paras?

—Ayer llegué de Wiesbaden —respondió Pólozov sin apresurarse —con el fin de hacer unas compritas para mi mujer, y hoy mismo vuelvo a Wiesbaden.

—¡Ah, sí! Es verdad: te has casado, y dicen que con una mujer guapísima.

Pólozov giró los ojos.

—Sí, eso dicen.

Sanin se echó a reír.

—Veo que siempre eres el mismo, tan flemático como en el colegio.

—¿Por qué había de cambiar?

—Y dicen —añadió Sanin recalcando la palabra «dicen» —que tu mujer es muy rica.

—También eso se dice.

—Pero tú, Hipólito Sídorovich, ¿no sabes nada de eso?

—Yo, mi buen amigo Dmitri… ¿Pávlovich…? Sí, Pávlovich, no me mezclo en los asuntos de mi mujer.

—¿No te mezclas en ellos? ¿En ningún negocio?

Pólozov volvió a girar los ojos.

—En ninguno, amigo mío… Ella va por un lado… y yo voy por otro.

—Y ahora, ¿adónde vas?

—Ahora no voy a ninguna parte; estoy en medio de la calle, hablando contigo, y en cuanto hayamos acabado, iré a mi cuarto de la fonda, y almorzaré.

—¿Me quieres de compañero?

—¿Para qué asunto? ¿Para el almuerzo?

—Sí.

—Muy bien, comer dos juntos es mucho más agradable. No eres parlanchín, ¿no es cierto?

—No lo creo.

—Pues entonces, muy bien.

Pólozov siguió adelante, y Sanin se emparejó con él. Pólozov se había vuelto a coser los labios, resollando con fuerza y contoneándose en silencio. Sanin pensaba: «¿qué demonios ha hecho este gaznápiro(2) para pescar una mujer rica y guapa? No es rico, ni instruido, ni inteligente; en el colegio lo teníamos por un mocete flojo y bruto, dormilón y tragaldabas, y le pusimos «baboso» de apodo. ¡Esto es extraordinario! Pero puesto que su mujer es tan rica (se dice que es hija de un arrendatario del impuesto sobre los alcoholes), ¿por qué no habría de comprarme mis tierras? Por más que dice él que no se mete para nada en los negocios de su mujer, ¡eso no es creíble…! En ese caso, pediré un precio razonable, ¡un buen precio…! ¿Por qué no intentarlo? Quizás sea mi buena estrella… Dicho y hecho: probaré».

Pólozov condujo a Sanin a una de las mejores fondas de Francfort, donde no hay que decir que había tomado la mejor habitación. Las mesas y las sillas estaban atestadas de carpetas, cajas, paquetes…

—Todo esto, amigo, son compras para María Nikoláevna.

Este era el nombre de la mujer de Hipólito Sídorovich. Pólozov se dejó caer en una butaca, gimió un «¡qué calor!», se aflojó la corbata, llamó al maître y le encargó, minuciosamente, un almuerzo de los más opíparos.

—¡Que el coche esté dispuesto para la una! ¿Oye usted? ¡Para la una en punto!

El maître saludó obsequioso y desapareció como un esclavo de los cuentos de hadas.

Pólozov se desabrochó el chaleco. Nada más que por el modo de levantar las cejas y fruncir la nariz podía comprenderse que el hablar sería para él cosa penosísima, y que esperaba, no sin alguna ansiedad, a ver si Sanin lo obligaría a darle a la sin hueso, o si el propio Sanin se encargaría de sostener la conversación.

Sanin comprendió el estado de ánimo de su amigo y se libró muy bien de abrumarlo a preguntas; se contentó con los informes más necesarios. Supo que Pólozov había pasado dos años en el servicio militar en un regimiento de lanceros (¡estaría precioso con la chaquetilla corta del uniforme!); llevaba tres años de casado y dos años de viaje por el extranjero con su mujer, que estaba curándose en Wiesbaden sabe Dios de qué y se proponía ir enseguida a París. Sanin, por su parte, le habló poquísimo de su vida pasada y de sus planes para el futuro; se fue derecho al grano, es decir, le participó su propósito de vender sus tierras.

Pólozov lo escuchaba en silencio y miraba de vez en cuando la puerta por donde debía llegar el almuerzo. El almuerzo llegó por fin. El maître, acompañado por dos camareros, entró con muchos platos tapados con campanas de plata.

—¿Es tu hacienda de la provincia de Tula? —preguntó Pólozov, poniéndose a la mesa y metiéndose la punta de la servilleta bajo el cuello de la camisa.

—Sí.

—Cantón de Efremov, ya sé.

—¿Conoces mi Alekséievka? —preguntó Sanin, sentándose también.

—Ciertamente que la conozco —Pólozov se metió en la boca un trozo de tortilla de trufas —María Nikoláevna, mi mujer, tiene allí cerca una finca… ¡Camarero, descorche usted esta botella…! La tierra no es mala, pero los campesinos te han talado el bosque. ¿Por qué la vendes?

—Necesito dinero. No la vendo cara. Si la comprases tú, vendría de perillas.

Pólozov sorbió un vaso de vino, se limpió con la servilleta y se puso otra vez a masticar despacio y con ruido. Por fin dijo:

—Sí, yo no compro tierras, no tengo dinero… Dame la mantequilla… Acaso la compre mi mujer. Háblale de eso. Si no pides caro… Por supuesto, que ella no se para en barras por eso… Pero ¡qué bestias son estos alemanes! ¡Ni siquiera saben cocinar un pescado! Y, sin embargo, ¿hay algo más sencillo? ¡Y tienen la poca vergüenza de hablar de la unificación de su «Vaterland»…!(3) ¡Mozo, llévese usted esta porquería!

—¿De veras se ocupa tu mujer misma de la administración de sus bienes? —preguntó Sanin.

—Sí, ella misma… Por lo menos, ¡buenas chuletas! Te las recomiendo… Ya te he dicho, Dmitri Pávlovich, que no me meto para nada en los negocios de mi mujer, y vuelvo a repetirlo.

Pólozov continuó comiendo con chasquidos de labios.

—¡Hum…! Pero ¿cómo podría yo hablarle, Hipólito Sídorovich?

—Pues… muy sencillo, Dmitri Pávlovich. Vete a Wiesbaden; no está lejos de aquí… ¡Mozo! ¿Hay mostaza inglesa? ¿No? ¡Qué brutos…! Pero no pierdas tiempo; nos vamos pasado mañana… Permite que te sirva un vaso de este vino. No es aguachirle; tiene bouquet(4).

Se enrojeció el rostro de Pólozov y se animó, lo cual sólo le sucedía cuando estaba comiendo… o bebiendo.

—En verdad, —murmuró Sanin —no sé cómo arreglármelas.

—Pero ¿qué te apremia tanto?

—Querido, es que justamente estoy apremiado.

—¿Necesitas una suma cuantiosa?

—Sí, tengo… ¿cómo te lo diré…? Tengo el propósito de casarme.

Pólozov dejó en la mesa el vaso que iba a llevarse a los labios.

—¿Casarte? —dijo con voz ronca de asombro, y cruzó las manazas sobre el vientre —¿Tan pronto?

—Sí, enseguida.

—Supongo que estará en Rusia tu prometida.

—No, no está en Rusia.

—Pues, entonces, ¿dónde?

—Aquí, en Francfort.

—¿Quién es ella?

—Una alemana; es decir, no, una italiana establecida aquí.

—¿Con dote?

—Sin dote.

—Entonces, preciso es que sientas un amor violentísimo.

—¡Qué burlón eres…! Sí, muy violento.

—¿Y para eso necesitas dinero?

—Pues, ¡sí, sí y sí!

Pólozov tragó el vino, se enjugó la boca, se lavó las manos, se las secó a conciencia en la servilleta, sacó un tabaco y lo encendió. Sanin lo miraba en silencio.

—No veo más que un medio —dijo por fin Pólozov, echando atrás la cabeza y expeliendo por entre los labios una tenue bocanada de humo —Vete a ver a mi mujer… Si quiere, con su blanca mano reparará todo el mal.

—Pero, ¿cómo arreglármelas para verla? ¿No dices que se van ustedes pasado mañana?

Pólozov cerró los ojos.

—Escucha: —dijo, dando vueltas al tabaco entre los labios y resoplando —vete a tu casa, vístete lo más de prisa posible y vuelve aquí. Me voy a la una; mi coche es muy espacioso; te llevo conmigo. Eso es lo mejor. Y ahora, voy a echar un sueño. Querido, cuando como, necesito imprescindiblemente dormir un rato. Mi temperamento lo exige, y yo no me opongo a ello. No me lo estorbes, si te place.

Sanin meditó, meditó… y de pronto alzó la cabeza. Se había decidido.

—Bueno, de acuerdo, y te doy las gracias. A las doce y media estaré aquí y nos iremos juntos a Wiesbaden. Espero que no le caeré mal a tu mujer…

Pero Pólozov roncaba ya, murmurando: “¡No me molestes!” Agitó las piernas y se durmió como un recién nacido.

Sanin echó una mirada a aquel mastodonte, a su cabeza, su cuello, su mentón levantado, redondo como una manzana; salió de la fonda y se dirigió a grandes pasos a la confitería Roselli. Necesitaba advertir a Gemma.

(1) Lacias: Marchitas, ajadas, flojas, débiles, sin vigor.
(2) Gaznápiro: Palurdo (dicho por lo común de la gente del campo, tosco, grosero), simplón, torpe, que se queda embobado con cualquier cosa.
(3) En alemán: Patria.
(4) En francés: Aroma, fragancia.

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