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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: noviembre 6th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 36

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Ahora, sí! Jazmines en el pelo con muchos jazmines (se hicieron rogar dos meses). ¿No es muy bello? Vamos con el Capítulo 36 de Aguas de primavera y un pedido IMPORTANTE: No olviden ir comprando sus entradas para el Té Literario, así puedo confirmar el catering que se preparará especialmente para la gente que asista. Tienen tiempo hasta el día 20 de noviembre. Pueden depositar o transferir o pasar personalmente. Me encantará tenerlos a todos allí; no se lo pierdan.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 36

Largo tiempo después de la medianoche, aún ardía la lámpara en el cuarto de Sanin. Sentado detrás de la mesa, estaba escribiendo a su Gemma. Se lo contaba todo: describía a los Pólozov, marido y mujer; por supuesto, pintó sus propios sentimientos, y concluyó recordándole que se verían ¡¡¡dentro de tres días!!! (con tres signos de admiración). A la mañana siguiente llevó muy temprano la carta al correo y se fue a pasear al jardín del Kurhaus, donde estaba ya la orquesta tocando. Aún había poca gente. Se detuvo delante del kiosko de la música, oyó una fantasía de Roberto il Diàvolo(1), tomó café, y luego buscó una alameda solitaria y se puso a meditar sentado en un banco.

El mango de una sombrilla le pegó con viveza y hasta bastante fuerte en un hombro. Se estremeció…

Vestida con un traje ligero, de un color gris tirando a verde, con un sombrero de tul blanco, calzadas las manos con guantes de piel de Suecia, fresca y sonrosada como una aurora de estío, y presentando aún en sus movimientos y miradas los vestigios de un sueño tranquilo y reparador, estaba delante de él la señora Pólozov.

—Buenos días. —le dijo —Mandé hoy en su busca, pero ya había salido usted. Acabo de beber mi segundo vaso… Figúrese: me ordenan tomar las aguas… ¡Sabe Dios por qué! ¿Tengo cara de enferma? Y tengo que pasear durante una hora entera. ¿Quiere usted ser mi acompañante? Tomaremos juntos el café.

—Ya lo he tomado, —dijo Sanin, levantándose —pero sería para mí un encanto dar un paseo con usted.

—Entonces, deme el brazo… No se asuste, aquí no está su novia… No lo verá.

Sanin respondió con una sonrisa forzada. Cada vez que la señora Pólozov hablaba de su futura, sentía una impresión desagradable. Sin embargo, se inclinó rápido y con aire sumiso… El brazo de María Nikoláevna se posó cómoda y lentamente en el suyo, resbalando y adhiriéndose a él.

—Vamos por aquí. —dijo, apoyando en el hombro la sombrilla abierta —Estoy como en mi casa en este parque; voy a enseñarle los sitios bonitos. ¿Y sabe usted una cosa? — empleaba a menudo esta muletilla —Ahora no hablaremos de su asunto; nos ocuparemos de él después del desayuno. Ahora hábleme de usted… a fin de que sepa yo con quién trato. Y luego, si usted quiere, le hablaré de mí. ¿Le parece?

—Pero, María Nikoláevna, ¿qué puede haber en mí de interesante para usted?

—Espere, espere, no ha comprendido bien. No crea que quiero hacerme la coqueta con usted. —dijo la señora Pólozov, encogiéndose de hombros —He aquí un hombre que tiene por novia una verdadera estatua antigua, ¿e iba yo a coquetear con él? No hay más, sino que usted vende y yo compro. Y quiero conocer su mercancía. Pues bien, ¡hágamela usted ver! No sólo quiero saber lo que compro, sino también a quién se la compro. Esa era la regla de conducta de mi padre. Veamos, comience… No nos remontemos a su nacimiento; pero, por ejemplo, ¿hace mucho tiempo que se encuentra usted en el extranjero? ¿Dónde ha estado usted hasta ahora? Pero no ande muy de prisa, que nadie nos corre.

—He venido de Italia, donde he pasado algunos meses.

—Por lo que veo, se desvive usted por todo lo italiano. Es muy raro que no encontrase usted por allá el objeto de sus ansias. ¿Le gustan a usted las artes? ¿Qué prefiere, la pintura o la música?

—Me gusta el arte en general. Amo todo lo bello.

—¿Y la música?

—También la música.

—A mí no me gusta ni pizca. Sólo me gustan las canciones rusas, y para eso, en el campo, y sólo en primavera, cuando se baila, ¿sabe usted…? Los adornos de abalorios, las camisetas rojas, la hierba tiernecita en la pradera, el grato olorcito a heno que sale de las isbas(2)… ¡Eso es delicioso! Pero no se trata de mí. ¡Hable, pues! ¡Cuénteme usted!

Al andar, la señora Pólozov clavaba sus ojos en Sanin. Era bastante alta y su rostro casi llegaba al ras de la cara de él.

Se puso él a narrar, desde luego, bien o mal y casi a pesar suyo; se abandonó después, y acabó por hablar largo y tendido. Lo oía la señora Pólozov con aire muy comprensivo… y luego, tenía tal aspecto de franqueza, que forzaba a ser francos a los demás. Poseía ese “terrible don de la familiaridad” del que habla el cardenal de Retz(3). Habló Sanin de sus viajes, de su vida en Petersburgo, de su juventud… Si María Nikoláevna hubiera sido una mujer de sociedad, de maneras refinadas, nunca él se hubiera explayado así; pero ella misma se había presentado ante él como una niña buena, enemiga de ceremonias. Sin embargo, esa “niña buena” iba junto a él con andar felino, pesando leve sobre su brazo, y estudiando a hurtadillas la expresión de su rostro; marchaba junto a él bajo la figura de una mujer joven que irradiaba esa atracción ardiente y dulce, lánguida y embriagadora, que ciertas naturalezas eslavas poseen, para perdición de nosotros, pobres pecadores; pero sólo ciertas naturalezas, y aun así después de un cruce de razas conveniente.

Se prolongaron aquel paseo y aquella conversación durante más de una hora. No se detuvieron un momento: andaban y andaban sin parar por las interminables alamedas del parque, ya subiendo por la montaña y admirando el paisaje, ya volviendo a descender y ocultándose en la sombra impenetrable del valle, y siempre del brazo. Sanin hasta sentía por eso impulsos de despecho: nunca había paseado tan largo tiempo con Gemma, con su adorada Gemma… ¡Y aquella mujer se había adueñado de él! Bastaba ya.

—¿No está usted fatigada? —le preguntó más de una vez.

—Nunca me fatigo —respondía ella.

Se cruzaron con escasos paseantes; casi todos la saludaban, unos con respeto, otros con obsequiosidad. A uno de ellos, un joven moreno, guapo y elegantemente vestido, le gritó ella desde lejos con el más puro acento parisiense: “Conte, vous savez, il ne faut pas venir me voir —ni aujourd’hui, ni demain”(4) El conde se quitó en silencio el sombrero e hizo una profunda reverencia.

—¿Quién es? —interrogó Sanin, dejándose llevar de esa mala costumbre de curiosidad preguntona, propia de todos los rusos.

—¿Ese? ¡Un franchute…! Hay muchos mariposeando por aquí… También él me corteja. Pero llegó la hora de tomar el café. Volvamos a casa; me parece que ya ha habido tiempo para que le entre a usted apetito. A la hora que es, mi hombre debe haberse quitado ya las lagañas.

“¡Mi hombre! ¡Las lagañas!”, repitió Sanin para sus adentros… “¡Y decir que habla con tanta elegancia el francés…! ¡Qué pícara mujer!”

Tenía razón la señora Pólozov. Cuando ella y Sanin llegaron al hotel, “su hombre”, o dicho de otro modo, “su boliche”, estaba ya sentado ante una mesa servida, con su inmutable fez de color grosella en la cabeza.

—¡Ya no te esperaba! —exclamó gesticulando con cara de pocos amigos —Había resuelto tomar el café sin ti.

—Eso no le hace, no tiene importancia. —dijo ella alegremente —¿Te has enfurruñado? Eso es magnífico para tu salud. Sin eso correrías el peligro de que se te juntasen las mantecas por completo. Ya ves, te traigo un huésped. ¡Llama a toda prisa! ¡Vamos, tomemos café del mejor, en tazas de porcelana de Sajonia, y sobre un mantel blanco como la nieve!

Se quitó el sombrero y los guantes, y golpeó una mano contra la otra. Pólozov la miraba ceñudo.

—¿Qué te pasa, María Nikoláevna, que tanto rebulles hoy? —preguntó a media voz.

—Eso no te importa, Hipólito Sídorovich. ¡Llama! Siéntese, Dmitri Pávlovich, y tome la segunda taza de café. ¡Ah, qué divertido es mandar! ¡No conozco mayor placer en el mundo!

—Cuando te obedecen —rezongó el marido.

—¡Exacto: cuando me obedecen! Eso es, precisamente, lo que me hace gracia. Sobre todo, contigo; ¿no es así, boliche? ¡Ah, aquí está el café!

En la enorme bandeja que traía el criado había un anuncio de teatro. Al momento se apoderó de él la señora Pólozov.

—¡Un drama! —dijo con enfado —¡Un drama alemán! En último término, siempre es menos malo que una comedia alemana. Haz que me saquen un palco, una platea, no… el palco de los extranjeros, la Fremden-Loge —ordenó al criado.

—Pero ¿y si la Fremden-Loge está ya reservada por Su Excelencia, el señor gobernador de la ciudad (Seine Exzellenz der Herr Stadt-Direktor)? —se atrevió a decir el criado.

—Dale diez táleros(5) a Su Excelencia; pero necesito el palco, ¿lo oyes?

El criado bajó la cabeza con aire sumiso.

—Dmitri Pávlovich, vendrá usted conmigo al teatro. Los actores alemanes son detestables, pero vendrá usted… ¿Sí? ¡Sí! ¡Qué amable! Y tú, boliche, ¿no vendrás?

—Como gustes —respondió Pólozov con las narices dentro de la taza que se había aproximado a la boca.

—¿Sabes una cosa? No vengas. No haces más que dormir en el teatro, y luego no entiendes gran cosa el alemán. He aquí, más bien, lo que deberás hacer: escribe a nuestro administrador, ¿sabes?, a propósito de nuestro molino, a propósito de la molienda de los aldeanos. Dile que ¡no quiero, no quiero y no quiero! Ya tienes ocupación para toda la velada…

—Bueno, bueno —respondió Pólozov.

—Vamos, perfectamente; eres un buen chico. Y ahora, señores, puesto que ya hemos hablado del administrador, ocupémonos de nuestro importante negocio. Dmitri Pávlovich, en cuanto el mozo haya retirado el servicio, nos dirá usted lo que concierne a su hacienda, en qué consiste, qué precio pide usted por ella, cuánto quiere usted como garantía; en una palabra, todo, todo. (“Al fin”, pensó Sanin, “¡gracias a Dios!”) Ya me ha dicho usted cuatro palabras, lo recuerdo; me describió admirablemente el jardín, pero “boliche” no estaba con nosotros… Que escuche: siempre dirá alguna cosa. Me es muy grato pensar que puedo facilitar su boda… Le había prometido tratar con usted después del desayuno, y cumplo siempre mis promesas. ¿No es así, Hipólito Sídorovich?

Pólozov se restregó la cara con la palma de la mano y dijo:

—La verdad es que nunca engaña a nadie.

—¡Nunca! Y jamás engañaré a nadie. Vamos, Dmitri Pávlovich, exponga su asunto, como decimos nosotros en el Senado.

Sanin se puso a “exponer su asunto”, es decir, a describir de nuevo su finca; pero entonces ya no habló de la belleza del paisaje, y se limitó a citar “hechos y cifras”, invocando, de tiempo en tiempo, el testimonio de Pólozov para confirmar sus ofertas. Pero Pólozov no respondía sino con gruñidos y cabezadas. ¿Aprobaba o desaprobaba? El mismo demonio no hubiera podido saberlo. Por lo demás, la señora Pólozov se pasaba muy bien sin la ayuda de su marido. ¡Dio pruebas de tales aptitudes comerciales y administrativas, que era un asombro! Conocía al dedillo todos los secretos del gobierno de un predio, se informaba cuidadosamente de todo, entraba en todos sus detalles, cada una de sus palabras iba derecha al grano y ponía los puntos sobre las íes. Sanin no esperaba semejante examen, y no se había preparado para él. Y ese examen duró hora y media. Sanin experimentó todas las emociones de un reo en el banquillo de los acusados, ante un juez severo y perspicaz. “¡Pero esto es un interrogatorio!”, se decía con angustia. Al preguntarle, se reía la señora Pólozov, como para indicar que aquello era una broma; mas no por eso se sentía a gusto Sanin, y le goteaba el sudor de la frente cuando en el curso de aquel “interrogatorio” se veía obligado a dejar ver que comprendía con harta vaguedad los términos técnicos rusos como “hijuela” o “tierra de labor”.

—¡Muy bien! —dijo por fin la señora Pólozov —Ahora conozco su posesión… lo mismo que usted. ¿Cuánto pide usted por alma? (Por aquella época, como se sabe, el valor de una propiedad rústica se fundaba en el número de campesinos siervos que contenía.)

—Pues… me parece… que no se puede pedir menos de… quinientos rublos —dijo Sanin con esfuerzo. (¡Oh, Pantaleone, Pantaleone! ¿Dónde estás? Ahora hubiera sido el verdadero momento oportuno de que exclamases: Barbari!)

María Nikoláevna alzó los ojos como reflexionando, y resolvió por fin:

—A fe mía, no me parece exagerado el precio. Pero me he tomado dos días de plazo, y tendrá que esperar usted hasta mañana. Creo que nos entenderemos, y entonces me dirá cuánto quiere en prenda. Y ahora ¡basta cosi!(6) —dijo con viveza, al ver que Sanin iba a hablar —Basta de ocuparnos del vil metal… à demain les affaire!(7) ¿Sabe usted? Ahora le permito irse hasta… —miró la hora en un relojito esmaltado que llevaba en la cintura —hasta las tres. Hay que darle a usted tiempo de respirar. Váyase a la ruleta.

—No juego a ningún juego de azar —dijo Sanin.

—¡Imposible! Pero indudablemente es usted la perfección en persona. Por supuesto, yo tampoco juego. Encuentro absurdo eso de ir a perder el dinero a ciencia cierta. Pero vaya usted a la sala de juego y mire las caras. Las hay de rechupete. Verá una vieja bigotuda, magnífica. Va también un príncipe, paisano nuestro, que tampoco está mal: tiene un porte majestuoso, la nariz aguileña, y cuando pone en el tapete un tálero, se hace a escondidas la señal de la cruz debajo del chaleco. Lea usted las revistas, paséese, haga lo que quiera, en una palabra… Y a las tres, lo espero… de pied ferme(8). Tendremos que comer más temprano. Entre estos pícaros de alemanes, los teatros se abren a las seis y media —y le tendió la mano, diciéndole: —“Sans rancune, n’est ce pas?”(9)

—¡Oh, María Nikoláevna! ¿Por qué la he de querer mal?

—Porque lo he martirizado. Aguarde, que aún no sabe usted lo que le espera. ¡Hasta la vista! —añadió entornando los ojos; y todos sus hoyuelos aparecieron a la vez en sus mejillas, que se pusieron como la grana.

Se inclinó Sanin y salió. Una alegre carcajada resonó detrás de él, y he aquí la escena que vio reflejarse en un espejo por delante del cual pasaba en ese momento: la señora Pólozov le había metido el fez de color grosella hasta las narices a su marido, quien se resistía dando manotazos al aire, débilmente, con ambas manos.

(1) Roberto il Diàvolo: Ópera compuesta en 1831 por el compositor alemán de
gran dramatismo: Giacomo Meyerbeer (1791-1864).
(2) Isba: Vivienda rural de madera, característica de algunos países del norte de Europa, y especialmente de Rusia.
(3) Paul de Gondi (1613-1679), político y escritor francés.
(4) En francés: Conde, no es necesario que venga a verme —ni hoy, ni mañana.
(5) Tálero: Antigua moneda alemana de plata.
(6) En italiano: Se acabó.
(7) En francés: Para mañana los negocios.
(8) En francés: A pie firme.
(9) En francés: Sin rencor, ¿no es así?

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