AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 37
Linda noche para prepararse un té y entrar juntos en la recta final de Aguas de primavera, con el Capítulo 37. Están llegando los primeros duraznos y, con ellos, perfumes inspiradores. Hasta mañana.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 37
¡Oh, qué hondo suspiro de alegría exhaló Sanin al encontrarse en su cuarto! Sí, María Nikoláevna había dicho la verdad: necesitaba respirar, descansar de todos estos nuevos conocimientos, encuentros y conversaciones, de ese extraño vapor que se le subía al cerebro y al corazón, de aquella asombrosa intimidad con una mujer que no era absolutamente nada para él. ¿Y en qué momento sucedía eso? ¡Casi al día siguiente en que Gemma le confesara su amor, en que se había hecho su prometida! Pero ¡eso era un sacrilegio! En el fondo de su alma pidió mil veces perdón a su casta y pura paloma, aunque no pudo formular ninguna acusación precisa contra sí mismo; mil veces besó la crucecita que ella le había dado. Si no hubiese tenido la esperanza de terminar pronto y bien el asunto que lo trajo a Wiesbaden, hubiera huido a todo correr hacia su dulce Francfort, hacia aquella querida casa que era ya la suya, hacia su Gemma, para arrojarse a sus pies adorados… Pero ¿qué hacer? Era preciso apurar el cáliz hasta las heces, vestirse, ir a comer y desde allí al teatro… ¡Con tal de que al siguiente día pudiera quedarse libre temprano!
Otra cosa lo tenía trastornado y de mal humor. Pensaba con amor, con ternura, con transportes de gratitud, en su querida Gemma, en su existencia cuando viviesen juntos los dos, en la felicidad que lo aguardaba en lo venidero, y entre tanto, aquella extraña mujer, aquella señora Pólozov, se erguía sin descanso… ¡qué digo, se erguía…!, se le “metía” incesantemente por lo ojos (así se expresaba Sanin en su despecho, en su cólera); no podía desprenderse de su imagen, ni dejar de oír su voz y sus discursos, ni aun orearse de la impresión del perfume que exhalaban sus vestidos, perfume particularísimo, fresco, sutil y penetrante como el aroma de los lirios. Es evidente que esa mujer se proponía engatusarlo y burlarse de él… Pero ¿con qué fin? ¿Qué quería? ¿Era un simple capricho de niña mimada, de mujer rica… y acaso pervertida? ¿Y qué clase de hombre era ese marido? ¿Qué tipo de relaciones tenía con su mujer? ¿Y a santo de qué se le ponían en la cabeza tales problemas a él, a Sanin, que no tenía ninguna razón para importarle un bledo de Pólozov ni de su mujer? ¿Y por qué no podía desechar esa imagen inoportuna, ni aun en los momentos en que dirigía todas las aspiraciones de su alma hacia otra imagen luminosa y pura como la claridad del día? Aquellos ojos atrevidos de iris acerado, aquellos hoyuelos en las mejillas, aquellas trenzas como sierpes, ¿todo aquello se había realmente aferrado tanto a él, que no tenía ya fuerzas para sacudirlo, para arrojarlo lejos de sí?
“¡Necedades!”, se dijo. “Mañana todo eso habrá desaparecido sin dejar rastro… Pero, ¿me dejará partir mañana?”
Mientras se hacía todas estas preguntas, se acercaba la hora de las tres. Se puso el frac, y después de dar un paseo por el parque, se dirigió a las habitaciones de los Pólozov.
Encontró en el salón un secretario de embajada, alemán, alto como un espárrago, rubio, con perfil acaballado y rayita en el testuz (eso era todavía una novedad por aquel tiempo). Y… ¡oh, sorpresa…! se encontró con su Dönhof, el oficial con quien se había batido pocos días antes. Lo que menos esperaba era encontrarlo en aquel salón; sin embargo, reprimiendo una involuntaria turbación, cruzó con él un saludo.
—¿Se conocen ustedes? —preguntó la señora Pólozov, a quien no le había pasado inadvertido el desasosiego de Sanin.
—Sí, ya he tenido el honor… —dijo Dönhof, e inclinándose ligeramente hacia María Nikoláevna, añadió a media voz con una sonrisa: —Es él mismo… su compatriota… el ruso de quien le he hablado.
—¡Imposible! —dijo ella en el mismo tono, amenazándolo con el dedo.
Y enseguida se creyó en el caso de despedirlo, así como al secretario larguirucho, quien, según todas las apariencias, estaba enamorado de ella hasta morir, porque cada vez que la miraba abría una boca de a palmo. Dönhof se retiró en el acto, con la amable sumisión de un amigo de la casa que comprende con media palabra lo que de él se exige. En cuanto al secretario, tenía ganas de remolonear. Pero María Nikoláevna lo despachó sin la menor ceremonia.
—Váyase usted con su soberana —le dijo. (Por aquel entonces se hallaba en Wiesbaden cierta principessa di Monaco que parecía enteramente una ramera de ínfimo orden) —¿Qué tiene usted que hacer en casa de una plebeya como yo?
—Permítame usted, señora; —replicó el malaventurado secretario —todas las princesas del mundo…
Pero la señora Pólozov no tuvo piedad. Se marchó el secretario, con su raya cogotera y todo.
María Nikoláevna iba vestida aquel día como “mejor le sentaba”, según el dicho de nuestras abuelas. Llevaba un traje de tafetán de color rosa, con mangas à la Fontanges(1), y un gran brillante en cada oreja. No relumbraban menos sus ojos que sus diamantes; parecía estar de buen humor y se sentía dichosa.
Hizo a Sanin sentarse junto a ella y se puso a hablarle de París, adonde iba a marchar a los pocos días; de los alemanes, que la irritaban, y —según ella— son necios cuando quieren parecer listos, y tienen ingenio a destiempo cuando quieren ser bestias. De pronto, le preguntó a quemarropa:
—¿Es cierto que hace poco se batió usted por una dama, con ese oficial que acaba de estar aquí?
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Sanin estupefacto.
—No hay cosa que yo no sepa, Dmitri Pávlovich. Pero también sé que tenía usted razón una y mil veces, y que se condujo como un cumplido caballero. Dígame, ¿es su novia aquella dama? —Sanin frunció ligeramente el entrecejo —No digo nada, ya no digo nada más. —se apresuró a añadir la señora Pólozov —Eso le disgusta a usted; perdóneme, ¡no lo volveré a hacer! ¡No se enfade!
En ese momento salió Pólozov de la estancia inmediata, con un periódico en la mano.
—¿Qué hay? ¿Está puesta la mesa?
—Enseguida van a servir la comida. Pero mira lo que acabo de leer en La Abeja del Norte… El príncipe Grobomoy ha muerto.
La señora Pólozov levantó la cabeza.
—¡Dios lo tenga en la gloria! Todos los años, —prosiguió, dirigiéndose a Sanin —en el día de mi cumpleaños, por febrero, llenaba de camelias todas las habitaciones. Pero eso no bastaría para hacerme pasar el invierno en Petersburgo. ¿Qué edad tenía? ¿Sesenta cumplidos? —preguntó a su marido.
—¡Sí! Describen su entierro en el periódico. Toda la corte estuvo en él. Y mira unos versos que con este motivo ha hecho el príncipe Kovrizhkin.
—¡Ah! Muy bien.
—¿Quieres que te los lea? El príncipe lo llama “hombre de buen consejo”.
—No me conformo. “¡Hombre de buen consejo!” Era sencillamente el hombre de Tatiana Yúrievna (la señora Pólozov hacía un equívoco con la palabra rusa que significa a la vez, hombre y marido). Vamos a comer. Los vivos deben pensar en vivir. Dmitri Pávlovich, su brazo.
La comida fue espléndida, como la víspera, y animadísima. La señora Pólozov sabía narrar muy bien; raro don en las mujeres, sobre todo en las mujeres rusas. No se paraba en consideraciones para expresar su pensamiento; sobre todo, a sus compatriotas no les dejó hueso sano. Más de una palabra atrevida y oportuna provocó la risa de Sanin. Lo que ella detestaba más que nada era la hipocresía, las frases presuntuosas y la mentira… ¡Y las encontraba en casi todas partes! Halló en los recuerdos de su infancia anécdotas bastante extrañas acerca de su parentela. Hacía gala y se ufanaba del humilde medio donde había comenzado su vida, diciendo:
—Yo he gastado lapti (zuecos de corteza), como Natalia Kirílovna Naríchkina, la madre de Pedro el Grande.
Sanin pudo convencerse de que ella había pasado ya por muchas más pruebas que la mayoría de las mujeres de su edad.
Pólozov comía concienzudamente, bebía con atención y se limitaba a fijar de vez en cuando en Sanin y en su mujer una mirada de sus pupilas blanquecinas, en apariencia ciegas y en realidad muy penetrantes.
—¡Eres un encanto! —exclamó la señora Pólozov, dirigiéndose a él —¡Qué bien has hecho todos mis encargos en Francfort! En recompensa, te habría besado en la frente; pero no hubieras tenido interés en ello.
—No tengo interés en ello —respondió Pólozov, cortando con el cuchillo de plata una piña de América.
María Nikoláevna lo miró, tamborileando en la mesa con las puntas de los dedos.
—¿Entonces, subsiste nuestra apuesta? —dijo con aire significativo.
—Subsiste.
—Perfectamente. Tú perderás.
Pólozov sacó hacia delante la quijada, y dijo:
—¡Hum! Por esta vez, María Nikoláevna, por más que eches manos de todos tus recursos, se me figura que perderás.
—A propósito, ¿de qué es esa apuesta? ¿Se puede saber? —preguntó Sanin.
—No… ¡todavía no! —respondió la señora Pólozov, prorrumpiendo en carcajadas.
Dieron las siete. El criado anunció que el coche estaba a la puerta. Pólozov dio algunos pasos para acompañar a su mujer, y se volvió inmediatamente a su butaca.
—¡Mucho ojo, no te olvides de la carta al administrador! —le dijo a gritos la señora Pólozov desde la antesala.
—La escribiré, no te preocupes. Soy un hombre ordenado.
(1) Marie-Angélique, duquesa de Fontanges (1661-1681), fue de 1678 a 1680 la favorita de Luis XIV, el Rey Sol (1638-1715).