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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: noviembre 8th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 38

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«Los caracteres débiles nunca determinan nada por su cuenta; siempre esperan que venga por sí solo el desenlace.» Para cerrar la semana, es una frase tremenda! Esta noche, Mandarín Imperial y el Capítulo 38 de Aguas de primavera. Empieza el ronroneo del samovar, parece. Disfruten del finde, pónganse al día con la lectura los rezagados, y nos vemos, nuevamente, el lunes próximo, a la misma hora y por el mismo canal.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 38

En 1840 el teatro de Wiesbaden tenía un aspecto ruin; y la compañía, en su pomposa y mísera vulgaridad, en su rutina trivialmente concienzuda, no excedía el grueso de un cabello del nivel normal de todos los teatros alemanes de hoy, nivel de que en estos últimos tiempos daba exacta medida la compañía de Karlsruhe, bajo la “ilustre dirección del señor Devrient”.

Detrás del palco tomado por “Su Alteza, la señora von Pólozov” (¡sabe Dios cómo se las arreglaría el criado para conseguirlo, pues es claro que no sobornaría al Stadt-Direktor!), había una pequeña pieza rodeada de divanes. Antes de entrar allí, la señora Pólozov rogó a Sanin que corriese el biombo que separaba el palco del teatro.

—No quiero que me vean —dijo—; de lo contrario, todos van a venir.

Lo hizo colocarse junto a ella, vuelto de espaldas al teatro, de manera que el palco pareciese vacío.

La orquesta tocó la obertura de Le Nozze di Figaro(1). Se alzó el telón y comenzó la obra.

Era una de esas innumerables elucubraciones dramáticas en que autores eruditos, pero sin talento, desenvolvían con sumo trabajo e igual inhabilidad, con un lenguaje farragoso y sin vida, alguna “idea profunda” o “de interés palpitante”, y donde, al presentar lo que llamaban un conflicto trágico, producían un aburrimiento… que tentado estoy de llamar asiático, porque hay un cólera con este mismo nombre. La señora Pólozov escuchó con paciencia la mitad del acto; pero cuando, enterado el primer galán de la traición de su amada (iba vestido con un redingot de color canela, de mangas anchas y cuello de aterciopelo, chaleco a rayas con botones de nácar, calzón verde con polainas de cuero charolado y guantes de gamuza blancos), se llevó ambas manos al pecho, y, sacando los codos en ángulo recto, comenzó a aullar exactamente lo mismo que un perro, la señora Pólozov ya no pudo aguantar más.

—El último actor francés del último teatrito de provincia, interpreta mejor y con más naturalidad que la primera de las celebridades alemanas —exclamó indignada, y se retiró al antepalco, y, dando con la mano en el sitio vacío junto a ella en el diván, dijo a Sanin:

—Venga usted a sentarse aquí; charlemos un poco.

Obedeció Sanin, y la señora Pólozov se le quedó mirando:

—Es usted dócil, por lo que veo; su mujer hará buenas migas con usted. Ese payaso, —continuó, señalando con el abanico al actor que seguía con sus aullidos (representaba un papel de preceptor) —ese payaso me recuerda mi juventud. Yo también estuve enamorada de un preceptor. Era mi primera, no, mi segunda pasión. La primera fue por un hermano lego del monasterio de Donskóy. Tenía yo doce años y sólo lo veía los domingos. Llevaba puesta una sotanita de terciopelo, se perfumaba con agua de alhucema, y cuando cruzaba por entre el gentío, incensario en mano, decía en francés a las señoras: “Pardon, excusez!(2) Nunca levantaba la vista, y tenía unas pestañas, mire usted, ¡así de largas! —la señora Pólozov midió con la uña del pulgar la mitad del dedo meñique de la misma mano —Mi preceptor se llamaba monsieur Gastón. Debo decir a usted que era un hombre terriblemente sabio y muy severo, un suizo. ¡Y qué enérgica cabeza, patillas negras como el ébano, perfil griego y labios que parecían de hierro cincelado!¡Le tenía un miedo! Es el único hombre a quien he tenido miedo en mi vida. Era preceptor de mi hermano, quien murió después… ¡ahogado! Una gitana me predijo que también yo moriría de muerte violenta; pero esas son necedades. No creo en esas cosas. Figúrese usted a Hipólito Sídorovich ¡con un puñal en la mano…!

—Se puede morir de otro modo que no sea de una puñalada—objetó Sanin.

—Esas son tonterías. ¿Es usted supersticioso? Yo, ni pizca. Y luego, no se evita lo que tiene que suceder. Monsieur Gastón vivía en nuestra casa, encima de mi habitación. Recuerdo que a veces me despertaba de noche y oía sus pasos (se acostaba muy tarde), y mi corazón desfallecía de adoración… o de otro sentimiento muy diferente. Mi padre apenas sabía leer y escribir, pero nos hizo dar una buena educación. ¿Sabe usted que comprendo el latín?

—¡Usted! ¿El latín?

—Sí… yo. Me lo enseñó monsieur Gastón; he leído con él toda la Eneida(3). Es muy aburrida, pero tiene algunos pasajes bonitos. ¿Recuerda usted cuando Dido y Eneas, en el bosque…?

—Sí, sí, lo recuerdo —se apresuró a decir Sanin. Hacía mucho tiempo que había olvidado el latín, y nunca se familiarizó con la Eneida.

Lo miró la señora Pólozov, según su costumbre, un poco de lado y de arriba abajo.

—Sin embargo, no vaya usted a creer que soy una sabihonda. ¡Dios mío, eso no! No soy una marisabidilla, ni tampoco poseo ningún talento. Apenas sé escribir, ¡de veras! No sé leer en voz alta, ni tocar el piano, ni dibujar, ni coser, ¡nada! Ahora, ya me conoce usted, ¡se acabó! —dijo separando los brazos —Le cuento a usted todo esto, en primer término, por no oír a esos gaznápiros; —añadió, señalando al escenario, donde el actor había cedido el primer plano a una actriz que aullaba lo mismo que él, también con los codos hacia delante —y después, porque estaba en deuda con usted: ¡ayer no me habló usted más que de sí mismo!

—Tuvo usted a bien interrogarme —objetó Sanin.

María Nikoláevna se volvió bruscamente hacia él.

—¿Y usted no tiene deseos de saber qué clase de mujer soy? Por supuesto, no me extraña. —agregó dejándose otra vez caer en los almohadones del diván —Un hombre que va a casarse, y además por amor, y después de un desafío… ¡cómo ha de tener tiempo de pensar en otra cosa!

Con aire pensativo, la señora Pólozov se puso a morder el mango del abanico con sus dientes algo grandes, pero iguales y blancos como la leche. Y Sanin aún sentía subírsele a la cabeza aquel vapor que le parecía envolverlo desde la víspera. La conversación entre la señora Pólozov y él era a media voz, casi un cuchicheo, y eso lo irritaba y agitaba aún más…

¿Cuándo concluiría todo aquello?

Los caracteres débiles nunca determinan nada por su cuenta; siempre esperan que venga por sí solo el desenlace.

En ese instante, alguien estornudó en el escenario; el autor había acotado en su obra ese estornudo, a manera de “elemento o momento cómico”. Claro está que ese era el único elemento cómico de la pieza, y se echaron a reír los espectadores divertidos por ese “momento”.

También esa risa encolerizó a Sanin.

A veces no sabía a ciencia cierta si estaba alegre o furioso, si se aburría o se recreaba. ¡Ah, si Gemma lo hubiese visto!

—¡Verdaderamente, es muy extraño! —dijo de pronto María Nikoláevna —Un hombre dice lo más tranquilo del mundo: “Tengo la intención de casarme”. Y nadie dice con tranquilidad: “Tengo la intención de tirarme al agua”. Y sin embargo, ¿qué diferencia hay? Eso es extraño, ¡de veras!

Sanin hizo un movimiento de impaciencia.

—¡Hay gran diferencia, señora! Hay gente que de ningún modo teme tirarse al agua: los que saben nadar. En cuanto a la extrañeza de ciertos matrimonios… puesto que hemos llegado a hablar de eso…

Se detuvo y se mordió la lengua.

La señora Pólozov le dio en la palma de la mano un golpecito con el abanico.

—Siga usted, Dmitri Pávlovich, siga. Sé lo que va a decirme: “Puesto que hemos llegado a hablar de eso, tenga la bondad, señora, de decirme si puede imaginarse nada más estrafalario que su casamiento, puesto que conozco a su marido desde la infancia”. Eso es lo que iba a decirme usted, que sabe nadar.

—Dispénseme… —empezó Sanin.

—¡Qué! ¿No es así, no es así? —repitió con insistencia ella —Vamos, míreme de frente y dígame si me equivoco.

Sanin ya no supo dónde esconder los ojos, y al cabo dijo:

—Pues bien… ¡Sí!… es verdad, puesto que me exige usted que sea completamente franco.

María Nikoláevna movió la cabeza:

—Sí… sí… ¿Y no se pregunta usted, que sabe nadar tan bien, cuál ha podido ser el motivo de una acción tan… estrambótica, por parte de una mujer que no es ni pobre, ni tonta… ni fea? Eso tal vez a usted no le interese. No importa: le diré el motivo; no ahora, sino dentro de poco, cuando se acabe el entreacto. Siempre estoy con miedo de que entre alguien.

En efecto, no bien dijo esta frase la señora Pólozov, se entreabrió la puerta exterior del palco y vieron entrar en él una cara rubicunda y reluciente, joven aún pero desdentada ya, de nariz colgante, melenas largas y lacias, orejas enormes como las de un murciélago, y unos ojitos curiosos y obtusos tras los cristales de sus lentes de oro. Dio un vistazo en redondo al palco, vio a la señora Pólozov, tomó una expresión obsequiosa, y, reverencioso, se inclinó. Se alargó enseguida un pescuezo surcado por gruesas venas salientes…

La señora Pólozov agitó con rapidez el pañuelo, como para ahuyentar un insecto inoportuno.

—¡No estoy aquí! (Ich bin nicht zu Hause… Kch… Kch!)

La carátula se sonrió con aire de asombro y de contrariedad, diciendo con voz hiposa, a imitación de Liszt(4), a cuyos pies ya se había arrastrado una vez:

—¡Muy bien, muy bien! (Sehr gut! Sehr gut!) —y desapareció.

—¿Quién es ese personaje? —preguntó Sanin.

—¿Eso…? Es el crítico de Wiesbaden; Litterat o lacayo, como usted guste. Por ahora, está a sueldo del empresario, y, por consiguiente, tiene la obligación de elogiarlo todo y extasiarse con motivo de todo; pero en el fondo, es un amasijo de horrible bilis, que ni siquiera se atreve a derramarla. No estoy tranquila. Horriblemente chismoso, va a ir contando por todas partes que estoy en el teatro. ¡Bah, me da igual!

La orquesta tocó un vals; se levantó el telón… En el escenario volvieron a más y mejor las contorsiones y los aullidos.

—Vamos; —dijo la señora Pólozov, yéndose de nuevo a recostar en los cojines del diván —puesto que lo he atrapado y se ve obligado a hacerme compañía, en vez de disfrutar de la sociedad de su novia… No gire usted así los ojos, ni se encolerice…, lo comprendo, y ya le he prometido devolverle su libertad plena y absoluta, pero ahora escuche mi confesión. ¿Quiere usted saber lo que amo por encima de todas las cosas?

—¡La libertad! —exclamó Sanin.

Al oír esta respuesta, la señora Pólozov puso su mano sobre la mano de él, y dijo con particular acento, y una voz grave impregnada de evidente franqueza:

—Sí, Dmitri Pávlovich: la libertad, ante todo y sobre todo. Y no se figure que hago de ello gala, no hay por qué alardear; sólo que así será hasta el día de mi muerte. En mi infancia vi muy de cerca la servidumbre, y he sufrido demasiado por esa causa. Mi preceptor, monsieur Gastón, fue quien me abrió los ojos. Tal vez comprenda usted ahora por qué me he casado con Hipólito Sídorovich; con él soy libre, ¡completamente libre, como el aire, como el viento…! Y yo sabía esto antes de casarme; sabía que con él iba a ser libre como un cosaco —la señora Pólozov guardó silencio un instante y dejó a un lado el abanico, luego prosiguió así: —Otra cosa le diré: no detesto el meditar… es divertido, y además, para eso se nos ha dado el entendimiento. Pero en cuanto a reflexionar las consecuencias de mis acciones, jamás lo hago, y me importa un bledo de mí misma, y no me quejo… ¿Para qué me serviría? Tengo un proverbio para mi uso: “Esto no tiene consecuencias”. No sé cómo traducirlo al ruso. Y en verdad, ¿qué es lo que tiene consecuencias? Aquí, en la tierra, no me pedirán cuenta de mis acciones, y allá arriba, —levantó un dedo —allá abajo… que se las arreglen como quieran. ¡Cuando me juzguen allá, ya no seré yo! ¿Me escucha usted? ¿No le aburren mis palabras?

Sanin escuchaba inclinado; levantó la cabeza.

—No me aburre de ningún modo, María Nikoláevna, y la escucho con curiosidad. Sólo que… lo confieso… me pregunto por qué me dice usted todo esto.

La señora Pólozov se movió apenas hacia él en el diván.

—Se pregunta usted… ¿Es usted tan tardo de comprensión… o tan modesto?

Sanin levantó más la cabeza.

—Le digo todo esto —continuó María Nikoláevna en un tono tranquilo, nada en armonía con la expresión de su cara— porque me gusta usted mucho. Sí, no se asombre, no es broma; porque después de haberlo encontrado, me desagradaría pensar que usted conservase de mí una impresión… favorable o desfavorable, eso me sería igual… sino falsa. Por eso lo he traído aquí, por eso estoy a solas con usted y le hablo con tanta franqueza… Sí, sí, con franqueza. Yo no miento. Y fíjese usted bien, Dmitri Pávlovich, sé que está usted enamorado de otra y que va a casarse con ella… Así, ¡haga usted justicia a mi desinterés! Y mire: esta es una buena ocasión de que diga usted a su vez: “esto no tiene consecuencias”.

Se echó a reír, pero se detuvo de pronto y permaneció inmóvil, como sorprendida de sus propias palabras; sus ojos, por lo común tan alegres y atrevidos, adquirieron por un instante una expresión como de timidez y hasta de tristeza.

“¡Serpiente! ¡Ah, qué serpiente!”, dijo Sanin para sus adentros. “¡Pero qué hermosa serpiente!”

—Deme usted mis gemelos. —pidió de pronto la señora Pólozov —Tengo ganas de ver si esa dama joven es en realidad tan fea. De veras parece que el gobierno la ha elegido con un propósito moral, con el fin de moderar los ardores de la juventud.

Sanin le dio los gemelos. Al tomarlos ella, envolvió con ambas manos los dedos del joven, con una presión fugaz y casi insensible.

—No ponga usted esa cara tan mustia. —murmuró sonriendo —Atienda: no tolero que se me pongan cadenas, pero tampoco quiero encadenar a los demás. Me gusta la libertad y rechazo las ligaduras, pero no para mí sola. Y ahora, apártese un poco y oigamos la comedia.

La señora Pólozov asestó los gemelos al escenario y Sanin también miró a la escena, sentándose junto a ella en la penumbra del palco y aspirando involuntariamente el tibio perfume de aquel cuerpo encantador; le daba vueltas en la cabeza, también de un modo involuntario, todo lo que aquella mujer le había dicho en el transcurso de la velada, principalmente en los últimos minutos…

(1) Las bodas de Fígaro: Ópera compuesta en 1786 por el compositor austríaco Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791).
(2) En francés: ¡Perdón, excúsenme!
(3) Eneida: Obra maestra de la literatura latina compuesta por Virgilio (70-19 a.C.).
(4) Franz Liszt (1811-1886), compositor y pianista húngaro.

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