ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 1 Y 2
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 1
Los Karenin, marido y mujer, seguían viviendo en la misma casa y se veían a diario pero eran completamente extraños entre sí. Alexis Alexandrovich se impuso la norma de ver diariamente a su esposa para evitar que los criados adivinasen lo que sucedía, aunque procuraba no comer en casa.
Vronsky no visitaba nunca a los Karenin pero Anna le veía fuera y su esposo lo sabía.
La situación era penosa para los tres y ninguno la habría soportado un solo día de no esperar que cambiase, como si se tratara de una dificultad pasajera y amarga que había de disiparse sin tardar.
Karenin confiaba en que aquella pasión pasaría, como pasa todo, que todos habían de olvidarse de ella y que su nombre continuaría sin mancha.
Anna, de quien dependía principalmente aquella situación y a quien le resultaba más penosa que a nadie, la toleraba porque, no sólo esperaba, sino que creía firmemente que iba a tener un pronto desenlace y a quedar clara. No sabía cómo iba a producirse tal desenlace, pero estaba absolutamente convencida de que ocurriría sin tardar.
Vronsky, involuntariamente sometido a Anna, confiaba también en una intervención exterior que había de zanjar todas las dificultades.
A mediados de invierno, Vronsky pasó una semana muy aburrida. Fue destinado a acompañar a un príncipe extranjero que visitó San Petersburgo y al que debía llevar a ver todo lo digno de ser visto en la ciudad. Este honor, merecido por su noble apostura, el gran respeto y dignidad con que sabía comportarse y su costumbre de tratar con altos personajes, le resultó bastante fastidioso. El Príncipe no quería pasarse por alto ninguna de las cosas de interés que pudiera haber en Rusia y sobre las cuales pudiera ser preguntado después en su casa. Quería, además, no perder ninguna de las diversiones de allí. Era preciso, pues, orientarle en ambos aspectos. Así, por las mañanas, salían a visitar curiosidades y por las noches participaban en las diversiones nacionales. El Príncipe gozaba de una salud excelente y hasta extraordinaria en hombres de su alta jerarquía y, gracias a la gimnasia y a los buenos cuidados había infundido a su cuerpo un vigor tal, que, pese a los excesos con que se entregaba en los placeres, estaba tan lozano como uno de esos enormes pepinos holandeses, frescos y verdes.
Viajaba mucho y opinaba que una de las grandes ventajas de las modernas facilidades de comunicación consistía en la posibilidad de gozar sobre el terreno de las diferentes diversiones de moda en cualquier país.
En sus viajes por España había dado serenatas y había sido el amante de una española que tocaba la guitarra. En Suiza, había matado un rebeco en una cacería. En Inglaterra, vestido con una levita roja, saltó cercas a caballo y mató, en una apuesta, doscientos faisanes. En Turquía, visitó los harenes, en la India montaba elefantes y ahora, llegado aquí, esperaba saborear todos los placeres típicos de Rusia.
A Vronsky, que era a su lado una especie de maestro de ceremonias, le costaba mucho organizar todas las diversiones rusas que diferentes personas ofrecían al Príncipe. Hubo paseos en veloces caballos, comidas de blinis, cacerías de osos, troikas, gitanas y francachelas acompañadas de la costumbre rusa de romper las vajillas. El Príncipe asimiló el ambiente ruso con gran facilidad: rompía las bandejas con la vajilla que contenían, sentaba en sus rodillas a las gitanas y parecía preguntar:
«¿No hay más? ¿Sólo consiste en esto el espíritu ruso?»
A decir verdad, de todos los placeres rusos, el que más agradaba al Príncipe eran las artistas francesas, una bailarina de bailes clásicos y el champaña carta blanca. Vronsky estaba acostumbrado a tratar a los príncipes pero, bien porque él mismo hubiera cambiado últimamente o por tratar demasiado de cerca a aquel personaje, la semana le pareció terriblemente larga y penosa. Durante toda ella experimentaba el sentimiento de un hombre al lado de un loco peligroso, temiendo, a la vez, la agresión del loco y perder la razón por su proximidad.
Se hallaba, pues, en la continua necesidad de no aminorar ni un momento su aire de respeto protocolario y severo para no mostrarse ofendido. Con gran sorpresa suya, el Príncipe solía tratar despectivamente a las personas que se afanaban en ofrecerle diversiones típicas. Sus opiniones sobre las mujeres rusas, a las que se proponía estudiar, más de una vez encendieron de indignación las mejillas de Vronsky.
La causa principal de que el Príncipe le resultase tan insoportable era que Vronsky, sin él quererlo, se veía reflejado en el otro, y lo que veía en aquel espejo no halagaba en manera alguna su amor propio. Veía a un hombre necio muy seguro de sí mismo, rebosante de salud y esmerado en el cuidado de su persona y nada más. Era, es verdad, un caballero y eso Vronsky no podía negarlo. Era, como él, llano y no adulador con sus superiores, natural y sencillo con sus iguales y despectivamente bondadoso con sus inferiores.
Vronsky era también así y lo consideraba como un gran mérito; pero como, en comparación con el Príncipe, él era inferior, el trato despectivamente bondadoso que se le dispensaba lo ofendía.
«¡Qué necio! ¿Es posible que también yo sea así?», se preguntaba.
Fuese como fuese, al séptimo día, en una estación intermedia, de regreso de una cacería de osos en la que durante toda la noche había el Príncipe ensalzado la bravura rusa, pudo al fin Vronsky despedirse de él, que partía para Moscú; el joven, después de haberle oído expresar su agradecimiento, se sintió feliz de que aquella situación enojosa hubiese concluido y de no tener que mirarse más en aquel espejo detestable.
CUARTA PARTE – Capítulo 2
Al volver a casa, Vronsky halló una nota de Anna, que le escribía:
«Estoy enferma y soy muy desgraciada. No puedo salir, pero tampoco vivir sin verle.
Venga esta noche. A las siete, Alexis Alexandrovich sale para ir a un consejo y estará fuera hasta las diez. »
Vronsky reflexionó un momento. La invitación de Anna a que fuera a verle a su casa, a pesar de la prohibición de su marido, le parecía extraña pero, no obstante, decidió ir.
Aquel invierno, Vronsky, nombrado coronel, había dejado el regimiento y vivía solo. Después de almorzar, se tendió en el diván y, a los cinco minutos, los recuerdos de las grotescas escenas que viviera en los últimos días, se mezclaron en su cerebro con imágenes de Anna y del campesino que desempeñara el papel de batidor en la caza del oso y se durmió.
Despertó en la oscuridad, sobrecogido de terror y encendió precipitadamente una bujía.
«¿Qué pasa? ¿Qué he soñado ahora? ¡Ah, sí! El campesino que organizaba la batida, aquel campesino sucio, de barbas desgreñadas, hacía no sé qué cosa, inclinándose y de pronto empezó a hablar en francés… Unas palabras muy extrañas… Pero no había en ello nada terrible. ¿Por qué me lo pareció tanto?», se dijo.
Recordó vivamente al campesino y las incomprensibles palabras en francés que pronunciara y un escalofrío de horror le hizo estremecer. «¡Qué tontería!», pensó.
Miró el reloj. Eran las ocho y media. Llamó al criado, se vistió precipitadamente y salió, olvidando el sueño y con la sola preocupación de que acudía tarde. Cuando llegaba a casa de los Karenin, eran las nueve menos diez. Un coche estrecho y alto, con dos caballos grises, estaba parado junto a la puerta y Vronsky reconoció el carruaje de Anna.
«Se proponía ir a mi casa», pensó. «Y hubiera sido mejor. Me es desagradable entrar aquí. Pero, es igual. No puedo esconderme.» Y con la desenvoltura, adquirida desde la infancia, del hombre que no tiene nada de qué avergonzarse, descendió del trineo y se acercó a la puerta. Ésta se abrió en aquel momento. El portero, con la manta de viaje bajo el brazo, apareció llamando el coche.
Vronsky, aunque no solía fijarse en pormenores, notó la expresión de sorpresa con que aquél le miraba.
Casi en el umbral, el joven tropezó con Alexis Alexandrovich, cuyo rostro, exangüe y enflaquecido bajo el sombrero negro y la corbata blanca que brillaba entre la piel de su abrigo de nutria, quedaron un momento iluminados por la luz del gas.
Karenin fijó por un momento sus ojos apagados e inmóviles en el rostro de Vronsky, movió los labios, como si masticase, se tocó el sombrero con la mano y pasó. Vronsky vio cómo, sin volver la cabeza, subía al coche, cogía por la ventanilla la manta y los prismáticos y desaparecía.
El joven entró en el recibidor, con el entrecejo fruncido y los ojos brillantes de orgullo y de animosidad.
«¡Qué situación!», pensaba. «Si este hombre se hubiera decidido a luchar, a defender su honor, yo habría podido obrar, expresar mis sentimientos… Pero, por debilidad o bajeza, me coloca en la desairada posición de un burlador, cosa que no soy ni quiero ser.»
Desde su entrevista con Anna junto al jardín de Vrede, los sentimientos de Vronsky habían experimentado un cambio. Imitando involuntariamente la debilidad de Anna, que se había entregado toda a él y de él esperaba la decisión de su suerte, resignada a todo de antemano, hacía tiempo que había dejado de pensar que aquellas relaciones pudieran terminar, como había creído en aquel momento. Sus planes ambiciosos quedaron de nuevo relegados y, reconociendo que había salido de aquel círculo de actividad en el que todo estaba definido, se entregaba cada vez más a sus sentimientos, y sus sentimientos le ligaban más y más a Anna.
Ya desde el recibidor, Vronsky sintió los pasos de ella alejándose y comprendió que le esperaba, que había estado escuchando y que ahora volvía al salón.
–¡No! –exclamó Anna al verle y, apenas lo hubo dicho, las lágrimas afluyeron a sus ojos–No, si esto continúa, lo que ha de pasar pasará muchísimo antes de lo debido.
–¿A qué te refieres, querida?
–¿A qué? Llevo esperando y sufriendo una o dos horas. No, no continuaré así. Pero no quiero enfadarme contigo. Seguramente no habrás podido venir antes. Me callaré…
Le puso ambas manos en los hombros y le contempló con profunda y exaltada mirada, aunque escrutadora a la vez. Estudiaba el rostro de Vronsky buscando los cambios que pudieran haberse producido en el tiempo que hacía que no se habían visto. Porque, en todos sus encuentros con Vronsky, Anna confundía la impresión imaginaria –incomparablemente superior, excesivamente buena para ser verdadera–, que él le producía, con la impresión real.