ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 13, 14, 15 Y 16
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 13
Al levantarse de la mesa, Levin se proponía seguir a Kitty al salón, pero temía que a ella le molestase que la cortejara tan ostensiblemente.
Se quedó, pues, con el círculo de los hombres, interviniendo en la conversación general y, sin dirigir la vista a Kitty, seguía sus movimientos, sus miradas y el lugar que ocupaba en el salón.
Ahora, sin esfuerzo alguno, cumplía la promesa que le había hecho de no pensar mal de nadie y estimar siempre a todos.
La conversación versó sobre la comunidad rusa, en la que Peszov veía un principio particular que él llamaba el principio del coro. Levin no estaba conforme con él ni con su hermano, quien, según su modo de pensar, admitía y no admitía la comunidad rusa. Mas Levin hablaba con ellos con intención de aproximarlos y de suavizar sus divergencias. No se interesaba ni lo más mínimo en lo que les decía y, menos aún, en lo que decían ellos y sólo deseaba que todos se sintieran a gusto y satisfechos.
A la sazón, únicamente una cosa le parecía importante. Y aquella cosa estaba al principio en el salón y luego empezó a acercarse y se detuvo en la puerta. Levin, de espaldas, sintió una mirada y una sonrisa dirigidas a él y no pudo dejar de volverse. Kitty estaba en el umbral, con Scherbazky, y le miraba.
–Creí que iba usted al piano. –dijo Levin aproximándose– La música es lo que más echo de menos en el pueblo.
–No. Veníamos a buscarlo. –respondió Kitty, dirigiéndole una sonrisa– ¡Qué ganas de discutir! No van a convencerse nunca unos a otros…
–Es verdad. –repuso Levin– La mayoría de las veces se discute únicamente porque no se comprende lo que quiere decir el antagonista de uno.
Levin solía observar que en las discusiones entre hombres inteligentes, después de grandes esfuerzos y de enorme cantidad de sutilezas dialécticas y de palabras, los interlocutores llegaban a la conclusión de que se esforzaban en demostrarse mutuamente lo que sabían ya desde el principio. Veía también que el motivo de las discusiones era siempre que les agradaban diferentes cosas y no querían reconocerlo para no ser vencidos en el debate.
Levin, a veces, cuando discutía, si adivinaba de repente lo que agradaba a su adversario, comenzaba también él a verlo con agrado, se unía a su opinión y todas las demostraciones resultaban innecesarias. Pero en otras ocasiones sucedía lo contrario. Exponía las convicciones en cuya defensa inventaba argumentos y, si acertaba a explicarlas bien y sinceramente, el antagonista se convencía y abandonaba la discusión. Era esto lo que había querido decir a Kitty.
Ella arrugó el entrecejo tratando de comprender. Pero apenas él hubo iniciado la explicación, Kitty vio claro lo que quería decir.
–Ya. Es preciso saber lo que sostiene el contrincante, lo que le agrada y, entonces, es posible…
Había adivinado y expresado el pensamiento tan mal expuesto por Levin, quien rió jovialmente al oírla.
Era sorprendente aquella transición del elocuente debate entre Peszov y su hermano a esta lacónica manera de exponer, casi sin palabras, las ideas más complicadas.
Scherbazky se separó de ellos. Kitty, acercándose a la mesa de juego, que estaba desplegada, se sentó y empezó a dibujar con tiza círculos sobre el nuevo tapete verde.
Volvieron a la conversación iniciada en la comida, sobre la libertad y ocupaciones de la mujer. Levin coincidía con Dolly en que una joven soltera podía encontrar trabajo femenino en la familia. Y esto se lo confirmaba el que ninguna casa puede prescindir de una ayudanta; que toda familia, pobre o rica, necesita tener niñera, ya sea a sueldo, ya sea alguna parienta.
–No. –dijo Kitty, ruborizándose, pero mirando aún más fijamente a Levin con sus ojos sinceros– Una joven puede hallarse en situación de no poder vivir con su familia, de ser despreciada y entonces…
El comprendió lo que se ocultaba bajo aquellas palabras.
–Sí, –dijo– tiene usted razón, sí, sí…
Y le bastó adivinar lo que se ocultaba en sus palabras: el miedo a quedar soltera, la humillación… para comprender en seguida la verdad que había sostenido Peszov durante la comida sobre la libertad de la mujer. Amaba a Kitty y por aquella humillación adivinó al punto lo que pasaba en su corazón y rectificó sin vacilar sus opiniones.
Siguió un silencio. Kitty continuaba dibujando en la mesa. Sus ojos brillaban con dulzura y Levin sentía que la felicidad lo inundaba más cada vez.
–¡Oh! He ensuciado toda la mesa –exclamó Kitty. Y dejando la tiza, hizo ademán de levantarse.
«¿Será posible que me deje solo?», se preguntó Levin, atemorizado. Y, cogiendo la tiza, se sentó a la mesa y dijo:
–Espere. Hace tiempo que quería preguntarle una cosa.
La miraba a los ojos, acariciantes, aunque ligeramente asustados.
–Bien; pregunte –repuso Kitty.
–Mire –repuso él, y comenzó a escribir las letras siguientes: c, u, m, d, n, p, s, s, r, a, e, o, a, s. Estas letras significaban: «Cuando usted me dijo: no puede ser, ¿se refería a entonces o a siempre?».
Parecía imposible que ella pudiese descifrar el significado de aquellas letras; pero él la miró de un modo tal como si su vida dependiese de que Kitty las comprendiera.
La joven lo contempló con gravedad, inclinó la frente, frunciéndola y examinó las letras. De vez en cuando, lo miraba como preguntándole: «¿Es lo que me figuro?».
–Comprendo ––dijo, al fin, ruborizándose.
–¿Sabe qué palabra es ésta? –preguntó él, señalando la s, con la que indicara « siempre», que significaba el fin de sus esperanzas.
–Significa «siempre» –contestó Kitty– pero no es así.
Levin limpió rápidamente lo escrito, ofreció la tiza a la joven y se levantó. Ella trazó estas letras: e, n, p, d, o, c.
Dolly se consoló totalmente del dolor que le causara la conversación con Karenin viendo las figuras de Kitty y Levin: ella con la tiza en la mano, mirándole con una sonrisa, temerosa y feliz y Levin, inclinado sobre la mesa, y mirando con encendidos ojos, ora a la mesa, ora a la muchacha.
De pronto, el rostro de Levin se iluminó: había comprendido. Las letras significaban: «entonces no podía decir otra cosa».
La miró, interrogativo y tímido.
–¿Sólo entonces? –preguntó.
–Sí ––contestó la sonrisa de Kitty.
–¿Y a… ahora?
–Lea. Le diré lo que quisiera, lo que quisiera con toda mi alma…
Y escribió: q, u, o, l, q, p, que significaba « que usted olvidara lo que pasó».
Levin cogió la tiza con sus rígidos y temblorosos dedos y la emoción le hizo romper la barrita de yeso.
Luego escribió las iniciales de la siguiente frase: «No tengo nada que olvidar ni perdonar y no he dejado nunca de amarla».
Kitty lo miró con extática sonrisa.
–He comprendido ––dijo.
Levin se sentó y escribió una larga frase en iniciales. Kitty lo comprendió todo y, sin pedirle confirmación, tomó la tiza y le contestó inmediatamente.
Durante largo rato Levin no pudo adivinar lo que ella quería decide y de vez en cuando la miraba a los ojos. La felicidad que sentía velaba su mente. Le fue imposible encontrar las palabras a que correspondían las iniciales de Kitty, pero en los hermosos y radiantes ojos de la joven leyó cuanto quería saber.
Entonces escribió sólo tres letras. Antes de que terminase de trazarlas, Kitty, cogiendo la mano de Levin, le hizo poner la respuesta: «Sí».
–¿Están ustedes juzgando al secrétaire? –preguntó el anciano príncipe Scherbazky, acercándose a ellos– Vamos, Kitty. Si no, llegaremos tarde al teatro.
Levin se levantó y acompañó a Kitty hasta la puerta. En su conversación había sido dicho todo: que ella lo quería y que diría a sus padres que Levin iría a verlos al día siguiente por la mañana.
CUARTA PARTE – Capítulo 14
Cuando Kitty hubo salido, Levin, solo, sintió en ausencia de la joven tal inquietud y tan vivo deseo de que llegara cuanto antes la mañana siguiente, en que volvería a verla y a unirse con ella para siempre, que las catorce horas que lo separaban de aquel momento lo llenaron de temor. Necesitaba estar con alguien, hablar, no sentirse solo, engañar el tiempo. El más agradable interlocutor para él habría sido Oblonsky, pero éste afirmaba tener que asistir a una reunión, aunque en realidad iba al baile. Levin tuvo tiempo, sin embargo, de decirle que era feliz, que lo apreciaba mucho y que jamás olvidaría lo que había hecho por él.
La mirada y la sonrisa de su amigo le demostraron que éste había comprendido perfectamente el estado de su alma.
–¿Qué? ¿Ya no está próximo el momento de morirse? –preguntó Esteban Arkadievich con amable ironía, estrechando la mano de Levin.
–¡Nooo! –repuso éste.
Al despedirse de él, también Dolly lo felicitó, diciéndole:
–Estoy muy contenta de que se haya vuelto a ver con Kitty. No hay que olvidar a los antiguos amigos…
A Levin casi le molestaron las palabras de Daria Alejandrovna, la cual no podía comprender en cuán alto e inaccesible lugar colocaba él aquel acontecimiento, ya que se atrevía a mencionar en estos momentos el pasado.
Levin se despidió de ellos y, por no quedar solo, se fue con su hermano.
–¿Adónde vas?
–A una reunión.
–¿Puedo acompañarte?
–¿Por qué no? –repuso, sonriendo, Sergio Ivanovich– Pero, ¿qué tienes hoy?
–¿Qué tengo? ¡Soy feliz! ––dijo Levin, mientras bajaba el cristal de la ventanilla del coche en que iban–¿No te importa que abra? Me ahogo… Soy muy feliz… ¿Por qué no te has casado tú?
Sergio Ivanovich sonrió.
–Me alegro; ella parece una muchacha muy simpática… ––empezó.
–¡Calla, calla, calla! –gritó Levin, cogiendo con ambas manos el cuello de la pelliza de su hermano y cerrándola sobre su boca. ¡Eran tan vulgares, tan ordinarias, armonizaban tan mal con sus sentimientos aquellas palabras: «Es una muchacha muy simpática»!
Sergio Ivanovich rió alegremente, lo que rara vez le sucedía.
–En todo caso, celebro mucho…
–Mañana, mañana me lo dirás. ¡Silencio ahora! –insistió Levin, cerrando otra vez la pelliza de su hermano. Y añadió: – ¡Cuánto te quiero! ¿Puedo asistir a la reunión?
–Claro que puedes.
–¿De qué ha de tratarse? –preguntó Levin, sin dejar de sonreír.
Llegaron a la reunión. Levin oyó cómo el secretario tropezaba en las palabras al leer el acta, que al parecer no entendía ni él mismo. Pero Levin creía adivinar a través del rostro del secretario que era un hombre bueno, simpático y agradable, lo que se demostraba, según él, por la manera como se azoraba y se confundía en aquella lectura.
Empezaron los discursos. Se discutía la asignación de unas sumas y la colocación de unas tuberías.
Sergio Ivanovich atacó vivamente a dos miembros de la junta y habló largo rato con aire de triunfo. Uno de los miembros, que había tomado notas en un papel, quedó por un momento como asustado, pero luego contestó a Kosnichev con tanta cortesía como mala intención. Sviajsky, presente también, dijo algunas palabras nobles y elocuentes.
Levin, escuchando, comprendía claramente que allí no había nada, ni sumas asignadas, ni tuberías, pero que no se enfadaban por ello, que eran todos gente muy amable y que todo marchaba perfectamente entre ellos. No molestaban a nadie y se sentían a gusto. Lo más notable era que hoy le parecía verles a través de una bruma y que por minúsculos, casi imperceptibles detalles, creía adivinar el alma de todos y percibir que todos rebosaban bondad.
Ellos, a su vez, sin duda, sentían también hoy una gran simpatía por Levin, ya que al hablar con él, hacíanlo con exquisita amabilidad, incluso aquellos que no lo conocían.
–¿Estás contento? –le preguntó su hermano.
–Mucho. No imaginaba que llevarías esto con tanto interés, con tanto…
Sviajsky se acercó a Levin y lo invitó a tomar el té en su casa. Levin no veía ahora por qué estaba antes descontento con Sviajsky, ni qué era lo que se obstinaba en buscar en él. ¡Era un hombre tan inteligente y bondadoso!
–Con mucho gusto –repuso, y le preguntó por su esposa y su cuñada. Por extraña asociación de ideas, al unir en su mente el pensamiento de la cuñada de su amigo y de su matrimonio, se le figuró que a nadie podía confiar mejor su dicha que a la cuñada y la mujer de Sviajsky, por lo cual la idea de ir a verlas lo colmaba de satisfacción.
Sviajsky le preguntó por los asuntos de su pueblo, suponiendo, como siempre, que no podría habérsele ocurrido nada que no existiese ya en Europa, sin que tal motivo pareciera hoy molestar a Levin. Reconocía, por el contrario, que su amigo tenía razón, que aquello era cosa de poca monta y que eran muy de estimar el extraordinario tacto y suavidad con que Sviajsky procuraba eludir la demostración de la razón que lo asistía.
Las señoras se mostraron amabilísimas. Levin experimentaba la impresión de que sabían todo lo que concernía a su dicha, que se alegraban y que no se lo decían por delicadeza.
Permaneció allí una, dos y hasta tres horas, tratando de diversos temas, pero aludiendo constantemente a lo único que inundaba su alma, sin darse cuenta de que los tenía ya a todos fatigados y de que era hora de irse a acostar.
Sviajsky lo acompañó hasta el recibidor, bostezando y extrañado de la rara disposición de ánimo que su amigo manifestaba aquel día.
Era la una dada. Levin, al encontrarse en el hotel, se asustó con la idea de que había de pasar a solas diez horas aún, consumiéndose de impaciencia. El criado de turno encendió las bujías y se dispuso a salir, pero Levin lo retuvo. Resultó después que aquel criado, Egor, en quien antes él no reparaba nunca, era un muchacho inteligente y simpático y, sobre todo, amabilísimo.
–Y dime, Egor: debe de ser difícil pasar la noche sin dormir, ¿no?
–¿Qué se le va a hacer? Es la obligación. Más tranquilo es trabajar en casas de señores. Pero las cuentas salen mejor trabajando aquí.
Levin supo entonces que Egor tenía familia: tres hijos y una hija, costurera, a la que pensaba casar con el dependiente de una tienda de guarnicionería.
Con este motivo, Levin participó a Egor su opinión de que lo esencial en el matrimonio es el amor y que con amor siempre se es feliz, puesto que la felicidad está en uno mismo.
Egor escuchó con atención, pareciendo comprender muy bien la idea de Levin y, como para confirmarlo, hizo el comentario, inesperado para éste, de que cuando él servía en casa de unos señores, que eran personas excelentes, siempre había estado satisfecho de ellos y que ahora lo estaba también, a pesar de ser francés el dueño.
«¡Es un hombre admirable este Egor!», reflexionaba Levin.
–Cuando te casaste, ¿querías a tu mujer, Egor?
–¿Cómo no iba a quererla?
Y veía que Egor se exaltaba y se disponía a descubrirle todos sus sentimientos recónditos.
–Mi vida ha sido extraordinaria. Desde chiquillo… –empezó Egor, con los ojos brillantes, tan visiblemente contagiado por el entusiasmo de Levin como cuando uno se contagia viendo bostezar a otro.
Pero en aquel momento sonó un timbre. Egor salió y Levin quedó solo. Había comido apenas en casa de Oblonsky, no tomó té ni quiso cenar en la de Sviajsky y ahora no podía ni pensar en la cena. Tampoco había dormido la noche anterior y tampoco podía pensar en el sueño. En la habitación hacía fresco pero se ahogaba de calor. Abrió las dos hojas de la ventana y se sentó a la mesa ante ellas. Sobre el tejado cubierto de nieve se veía una cruz labrada con cadenas y encima de la cruz el triángulo de la constelación del Cochero con Cabra, la brillante estrella amarilla. Levin ora contemplaba la cruz, ora aspiraba el aire helado que entraba suavemente en la habitación y, como en sueños, seguía las imágenes y los recuerdos que le iba sugiriendo su imaginación.
Hacia las cuatro, oyó pasos en el corredor; miró por la puerta y descubrió a Miakin. Era éste un jugador a quien conocía, que en aquel momento regresaba del Círculo. Su aspecto era taciturno y tosía.
«¡Pobre desgraciado!», pensó Levin.
Y el afecto y la compasión que sentía por aquel hombre hicieron afluir las lágrimas a sus ojos.
Se propuso hablarle y consolarlo, pero, recordando que estaba en camisa, cambió de decisión y se sentó de nuevo ante la ventana para bañarse en el aire fresco, para mirar aquella cruz silenciosa, de admirable forma y llena para él de significación, para contemplar aquella brillante estrella amarilla.
A las seis, comenzó a sentirse, en los pasillos, el ruido de los enceradores, sonaron campanas llamando a misa y Levin comenzó a sentir frío.
Cerró la ventana, se lavó y vistió y salió a la calle.
CUARTA PARTE – Capítulo 15
Las calles estaban desiertas aún. Levin se dirigió a casa de los Scherbazky. La puerta principal se hallaba cerrada y todo dormía.
Volvió al hotel, subió a su alcoba y pidió café. El camarero de día, que ya no era Egor, se lo trajo. Levin quiso iniciar una conversación con él, pero llamaron y el camarero hubo de salir.
Levin probó beber el café y se llevó una pasta a la boca, pero sus dientes no sabían qué hacer con la pasta. La escupió, se puso el abrigo y se fue a errar por las calles. Eran algo más de las nueve cuando se halló otra vez ante las puertas de los Scherbazky. En la casa apenas había despertado nadie aún. El cocinero salía en aquel momento a la compra. Era, pues, preciso esperar todavía más de dos horas.
Toda la noche y aquella mañana las había pasado Levin en estado de inconsciencia, sintiéndose fuera de las condiciones de la existencia material. No comió en todo el día, llevaba dos noches sin dormir, había pasado varias horas medio desnudo al aire frío y, sin embargo, no sólo se sentía fresco y fuerte, sino completamente desligado de su cuerpo. Se movía sin esfuerzo muscular y tenía la sensación de que lo podía todo. Estaba seguro de que, de necesitarlo, habría conseguido volar o mover los muros de una casa.
Pasó el tiempo que faltaba paseando por las calles, mirando sin cesar el reloj y volviendo la cabeza a todos lados.
Entonces vio algo muy hermoso que no volvió a ver jamás: unos niños que iban a la escuela –que fue lo que más lo conmovió–, vio unas palomas de color azul oscuro que volaban desde los tejados a la acera y unos panecillos blancos, espolvoreados con harina, expuestos por una mano invisible en una ventana.
Los panecillos, los niños, las palomas, todo cuanto veía tenía algo prodigioso. Uno de los niños corrió a la ventana y miró, sonriendo a Levin: una paloma sacudió las alas con suave rumor y se levantó brillando al sol, entre el luminoso polvo de escarcha que flotaba en el aire y un aroma a pan recién cocido llegó desde la ventana donde estaban expuestos los panecillos.
El cuadro era tan extraordinariamente hermoso que Levin, mirándolo, sintió que le afluían a los ojos lágrimas de alegría.
Describió un gran círculo por las calles de Gazetny y Kislovka, volvió a su habitación y se sentó en espera de las doce. En el cuarto contiguo hablaban de máquinas y de engaños y tosían con una de esas frecuentes toses mañaneras. Aquella gente no comprendía que las manecillas del reloj iban acercándose a las doce.
En la calle, los cocheros de punto sabían sin duda que Levin era dichoso, porque lo rodearon con rostros satisfechos, disputando entre sí y ofreciéndole sus servicios. Él, procurando no molestar a los demás y prometiendo utilizar sus servicios en otra ocasión, eligió a uno de ellos y le ordenó que lo llevase a casa de los Scherbazky. El cochero llevaba muy estirado, bajo su gabán, el blanco cuello postizo de su camisa que cubría su cuello rojo, fuerte e hinchado. Y el trineo era alto, ligero y tan excelente, que Levin no vio nunca más otro trineo como aquél. Hasta el caballo era bueno y se esforzaba en galopar, aunque apenas se movía del mismo sitio.
El cochero conocía la casa de los Scherbazky y mostraba un gran respeto a su cliente. Al llegar, hizo un ademán circular con los brazos y exclamando: «¡Sooo!», detuvo el caballo ante la escalera.
El portero de los Scherbazky debía de saberlo todo, según creyó Levin, a juzgar por la sonrisa de sus ojos y por el modo especial que tuvo de decir:
–Hace tiempo que no venía usted, Constantino Dmitrievich.
No sólo lo sabía todo, sino que por ello estaba radiante de alegría, aunque se esforzaba en disimularla.
Mirando los ojos amables del viejo, Levin experimentó una nueva sensación de felicidad.
–¿Están levantados?
–Pase, pase, haga el favor. Y esto puede usted dejarlo aquí –le dijo, observando que se volvía para coger su gorro de piel. Levin descubrió en este detalle un motivo más de ventura.
–¿A quién lo anuncio? –preguntó el criado.
El joven criado era uno de esos lacayos de nuevo estilo, muy fatuos, pero era asimismo un muchacho excelente y simpático y también lo comprendía todo…
–A la Princesa… al Príncipe… a la Princesa… –dijo Levin.
La primera persona a quien vio fue a la señorita Linon, que avanzaba por la sala con sus ricitos y su rostro radiante. Iba ya a dirigirle la palabra, cuando se sintió un ruido tras una puerta, la señorita Linon desapareció de su vista y Levin se sintió invadido por el ligero sobresalto de la próxima felicidad.
Apenas la señorita Linon, dejándole, salió por la puerta opuesta, unos pasos ligerísimos sonaron en el entarimado y la felicidad de Levin, su vida, lo que era como él mismo, más que él mismo, lo esperado y anhelado tanto tiempo, se acercó deprisa, muy deprisa. No andaba: volaba a su encuentro, impulsado por una fuerza invisible.
Levin vio dos ojos claros, sinceros, llenos también de la misma alegría de amar, que llenaba su corazón; aquellos ojos, brillando cada vez más cerca, lo cegaban con su resplandor.
Kitty se paró a su lado, rozándolo. Sus manos se levantaron y se posaron en los hombros de Levin. Todo esto lo hizo sin decir palabra, corriendo hacia él y ofreciéndosele toda ella, tímida y gozosa. Él la abrazó y juntó sus labios con los de ella, que esperaban su beso.
Kitty no había dormido tampoco en toda la noche. Sus padres habían dado su consentimiento y se sentían felices con su dicha.
Ella, queriendo ser la primera en anunciárselo, había estado esperándolo toda la mañana. Deseaba verlo a solas y esto la complacía y a la vez la avergonzaba y llenaba de timidez, porque no sabía lo que haría cuando él apareciese ante sus ojos.
Sintió los pasos de Levin, oyó su voz y esperó tras la puerta a que se fuese la señorita Linon. En cuanto ésta hubo salido, Kitty, sin pensarlo, sin vacilar, sin preguntarse lo que iba a hacer, se aproximó a él e hizo lo que había hecho.
–Vamos a ver a mamá –dijo cogiéndolo de la mano.
Levin, durante mucho rato, fue incapaz de decir nada, no tanto porque temiese estropear con palabras la elevación de su sentimiento, cuanto porque cada vez que iba a decir alguna cosa, sentía que en lugar de frases le brotaban lágrimas de felicidad.
Tomó la mano de Kitty y la besó.
–¿Es posible que sea verdad? –dijo con voz profunda– No puedo creer que tú me ames…
Al oír aquel «tú» y al ver la timidez con que Levin la miraba, Kitty sonrió.
–Sí –dijo ella en voz baja– ¡Soy tan feliz hoy!
Y, llevándolo de la mano, entró en el salón; la Princesa, al verlos, respiró apresuradamente y rompió a llorar y, en seguida después, rió y con pasos más decididos de lo que Levin esperaba, corrió hacia él y, tomándole la cabeza entre sus manos, lo besó, humedeciéndole las mejillas con sus lágrimas.
–¡Por fin! Está ya todo arreglado. Me siento muy dichosa. Quiérala mucho. Soy feliz, muy feliz, Kitty.
–¡Con qué presteza lo habéis arreglado! –exclamó el Príncipe tratando de fingir indiferencia.
Pero cuando el anciano se dirigió hacia él, Levin advirtió que tenía los ojos humedecidos.
–Siempre ha sido éste mi deseo. –dijo el Príncipe, tomando a su futuro yerno de la mano y atrayéndolo hacia sí– Incluso en la época en que esta locuela inventó…
–¡Papá! –exclamó Kitty tapándole la boca con las manos.
–Bien; me callo. –repuso su padre– Me siento muy dicho… so… ¡Ay, qué tonto… soy!
El anciano abrazó a Kitty, le besó la cara, luego la mano, el rostro de nuevo y, al fin, la persignó.
Y Levin, viendo como Kitty, durante largo rato y con dulzura, besaba la mano carnosa del anciano Príncipe, sintió despertar en él un vivo sentimiento de afecto hacia aquel hombre que hasta entonces había sido para él un extraño.
CUARTA PARTE – Capítulo 16
La Princesa, sentada en la butaca, callaba y sonreía. Kitty, en pie junto a la de su padre, mantenía la mano del anciano entre las suyas.
Todos callaban.
La Princesa fue la primera en hablar y en dirigir los pensamientos y sentimientos generales hacia los planes de la nueva vida. Y a todos, en el primer momento, les pareció aquello igualmente doloroso y extraño.
–¿Y qué, cuándo va a ser la boda? Hay que recibir la bendición, publicar las amonestaciones… ¿Qué te parece, Alejandro?
–En este asunto el personaje principal es él –repuso el Príncipe señalando a Levin.
–¿Que cuándo? –repuso éste, sonrojándose– ¡Mañana! A mí me parece que la bendición puede ser hoy y la boda mañana.
–Basta, mon cher, déjese de tonterías.
–Entonces, dentro de una semana.
–Está loco, no hay duda…
–¿Por qué no puede ser?
–Pero, hombre, espere… –dijo la madre de Kitty, sonriendo jovialmente ante aquella precipitación– Ha de tratarse aún del ajuar.
«¿Es posible que haya que tratarse del ajuar y de todas esas cosas?», se dijo Levin horrorizado. «¿Es posible que el ajuar y la bendición y todo lo demás, vaya a estropear mi felicidad? No: nada es capaz de estropearla.»
Miró a Kitty y vio que la idea del ajuar no parecía molestarla en lo más mínimo.
«Sin duda será necesario», pensó Levin.
–Yo no sé nada. Sólo digo lo que deseo –repuso, disculpándose.
–Ya hablaremos. De momento, se puede preparar la bendición y anunciar la boda, ¿no?
La Princesa se acercó a su marido, lo besó y se dispuso a salir pero él la retuvo y la abrazó y besó suavemente, sonriendo con dulzura, como un joven enamorado.
Parecía que los ancianos se hubieran confundido por un momento y no supiesen bien si los enamorados eran ellos o su hija.
Cuando los padres hubieron salido, Levin se acercó a su novia y le cogió la mano. Dueño ya de sí mismo, capaz de hablar, tenía mucho que decirle. Pero no le dijo, ni con mucho, lo que deseaba.
–¡Cómo lo sabía que esto había de terminar así! Parecía que hubiese perdido toda esperanza pero en el fondo de mi ser nunca dejé de alimentar esta seguridad. –dijo– Creo que era una especie de predestinación.
–Yo también –repuso Kitty -Hasta cuando…
Se interrumpió; luego continuó mirándolo con decisión con sus ojos incapaces de mentir.
–Hasta cuando rechacé la felicidad… Nunca he amado más que a usted. Pero confieso que me sentía deslumbrada… ¿Podrá usted olvidarlo?
–Quizá haya sido mejor así. También usted debe perdonarme mucho… He de decirle…
Lo que quería decirle, lo que tenía decidido manifestarle desde los primeros días, eran dos cosas: que no era tan puro como ella y que no tenía fe en Dios. Ambas cosas resultaban muy penosas, pero se consideraba obligado a conferírselas.
–¡Ahora no!, luego –añadió.
–Bueno, luego… Pero no deje de decírmelo. Ahora no temo nada. Quiero saberlo todo, porque todo está ya resuelto…
Levin concluyó la frase:
–… Resuelto que me tomará tal como soy, ¿verdad? ¿No me rechazará?
–No, no.
Su conversación fue interrumpida por la señorita Linon, la cual, riendo suavemente, con amable risa, entró para felicitar a su discípula predilecta. Antes de que ella saliera, entraron los criados también a felicitarles. Luego llegaron los parientes y con ello se anunció para Levin el comienzo de aquel estado de ánimo insólito y de bienaventuranza del que no salió hasta el segundo día de su boda.
Levin se sentía continuamente turbado y confundido, pero su felicidad se hacía cada vez mayor. Tenía la impresión constante de que exigían de él muchas cosas que no sabía, pero hacía cuanto le pedían y el hacerlo lo colmaba de ventura. Creía que su matrimonio no habría de parecerse en nada a los otros, que el hecho de desarrollarse en las circunstancias tradicionales en las bodas habría de estorbar a su felicidad.
Pero, a pesar de haberse hecho exactamente lo que se hacía en todas las bodas, su felicidad no hizo con ello sino crecer, convirtiéndose en más especial y, sin duda, en nada parecida a la experimentada por los otros novios.
–Ahora deberíamos comer bombones –––decía la señorita Linon.
Y Levin iba a comprar bombones.
–Sí; su boda me satisface mucho. –afirmaba Sviajsky– Le recomiendo que compre las flores en casa de Fomin.
–¿Es necesario? –preguntaba Levin. Y las iba a comprar.
Su hermano le aconsejaba que tomase dinero prestado, porque habría muchos gastos, muchos regalos que hacer…
–¡Ah! ¿Hay que hacer regalos?
Y Levin se dirigió corriendo a la joyería de Fouldré.
En la confitería, en la joyería, en la tienda de flores, Levin notaba que lo esperaban, que estaban contentos de verlo y que compartían su dicha como todos los que trataba en aquellos días.
Era extraordinario que, no sólo todos lo apreciaban, sino que hasta personas antes frías, antipáticas e indiferentes, estaban ahora entusiasmadas con él, lo atendían en todo, trataban con suave delicadeza su sentimiento y participaban de su opinión de que era el hombre más feliz del mundo, porque su novia era un dechado de perfecciones.
Kitty se sentía igual que él. Cuando la condesa Nordston se permitió insinuar que habría deseado para ella algo mejor, la muchacha se exaltó tanto, demostró con tal calor que nada en el mundo podía ser mejor que Levin, que la Nordston se vio obligada a reconocerlo y en presencia de Kitty ya nunca acogía a Levin sin una sonrisa de admiración.
Una de las cosas más penosas de aquellos días era la explicación prometida por Levin. Consultó al Príncipe y, con autorización de éste, entregó a Kitty su Diario, en el que se contenía lo que lo atormentaba.
Hasta aquel Diario parecía escrito pensando en su futura novia. En él se expresaban las dos torturas de Levin: su falta de inocencia y su carencia de fe.
La confesión de su incredulidad pasó inadvertida. Kitty era religiosa, no dudaba de las verdades de la religión, pero la exterior falta de religiosidad de su novio no la afectó en lo más mínimo. Su amor le hacía comprender el alma de Levin, adivinaba lo que quería y el hecho de que a aquel estado de ánimo quisiera llamársele incredulidad en nada la conmovía.
En cambio, la otra confesión le hizo llorar lágrimas amargas.
Levin no le entregó su Diario sin una previa lucha consigo mismo. Pero sabía que entre él y ella no podía haber secretos y este pensamiento lo decidió a obrar como lo había hecho. No se dio cuenta, sin embargo, del efecto que aquella confesión había de causar en su prometida; no supo adivinar sus sentimientos.
Sólo cuando una tarde, al llegar a casa de los Scherbazky para ir al teatro, entró en el gabinete de Kitty y vio su amado rostro deshecho en lágrimas, dolorido por la pena irreparable que él le produjera, comprendió Levin el abismo que mediaba entre su deshonroso pasado y la pureza angelical de su prometida. Y se horrorizó de lo que había hecho.
–Tome, tome esos horribles cuadernos. –dijo la joven, rechazando los que tenía ante sí– ¿Para qué me los ha dado?… Pero no; vale más así –añadió, sintiendo lástima al ver la desesperación que se retrataba en el semblante de su novio– Pero es horrible, horrible…
Levin bajó la cabeza en silencio. ¿Qué podía hacer?
–¿No me perdona usted? –murmuró, al fin.
–Sí. Lo he perdonado ya. ¡Pero es horrible!
No obstante, la felicidad de Levin era tan grande que aquella confesión, en vez de destruirla, le dio un nuevo matiz.
Kitty lo perdonó; pero él desde entonces se consideraba indigno de la joven, se inclinaba más y más ante ella y apreciaba como mayor su inmerecida ventura.