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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: agosto 5th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULOS 1 Y 2

DACHA MAMA collage
Entramos a la Octava y última Parte de Anna Karenina, del genial Lev Tolstoy, con nueva promoción de diez de nuestros blends más queridos.
Preparen sus teteras y vamos:
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 1

Pasaron casi dos meses y el veranillo iba ya por su mitad. Sólo hasta entonces Sergey Ivanovich no se decidió a salir de Moscú.

En su vida, durante aquel tiempo, se habían producido varias novedades. Hacía un año que, tras seis de trabajo, había terminado su libro titulado Ensayo de una descripción de las bases y regímenes gubernamentales de Rusia y de Europa. El prefacio y algunos fragmentos habían sido publicados ya en revistas y los pasajes más importantes se los había leído a la gente de su círculo. De modo que los conceptos contenidos en la obra no eran una novedad absoluta para el público; pero, con todo, Sergey Ivanovich esperaba que la aparición de su obra despertase un gran interés y que, aunque no originase una revolución en la ciencia, produjese, al menos, sensación en el ambiente intelectual.
Hacía un año que, después de un minucioso repaso, el libro había sido editado y enviado a las librerías.

Aunque no preguntaba a nadie nada sobre su obra, aunque contestaba con fingida indiferencia a las preguntas de sus amigos acerca de ella y ni siquiera interrogaba a los libreros sobre la marcha de la venta, Sergey Ivanovich seguía con atención las impresiones que su libro despertaba en sociedad y en el mundo literario.

Pero pasaron una, dos y tres semanas sin que advirtiese impresión alguna en la gente.

Sus amigos, los especialistas y los sabios hablaban en ocasiones de su obra, evidentemente por cortesía.

Sus demás conocidos, nada interesados por el contenido de un libro científico, no le preguntaban nunca por él.

Así la gente, ocupada ahora en otras cosas, acogió la publicación con completa indiferencia. Y la crítica, durante todo un mes, no hizo comentario alguno sobre la producción de Sergey Ivanovich.

Éste hacía cálculos sobre el tiempo que pudieran tardar los críticos en ocuparse de la obra pero pasaron dos meses y el silencio continuaba igual.

Sólo el Sieverniy Juk, en un artículo humorístico que trataba del cantante Drabanti, quien había perdido la voz, dijo algunas palabras despectivas sobre el libro de Kosnichev. Tales palabras mostraban que la crítica estaba ya hecha hacía tiempo y que la obra había sido entregada a la burla general.

Finalmente, al tercer mes, un periódico publicó una crítica del libro.

Kosnichev conocía al autor del artículo: lo había encontrado una vez en casa de Golubzov.

Se trataba de un periodista joven y enfermo, muy audaz como escritor pero muy poco erudito y tímido en sus relaciones personales.

A pesar del desprecio que sentía por el autor, Sergey Ivanovich comenzó la lectura de la crítica con el máximo respeto.

Era algo terrible. El periodista había interpretado la obra de un modo imposible de comprender. Daba, no obstante, algunos extractos de ella, escogidos con tal habilidad, que para los que no la hubiesen leído –y era palmario que casi no la había leído nadie– resultaba evidente que la obra no pasaba de ser un conjunto de palabras huecas e incluso empleadas inoportunamente (lo que subrayaban signos de interrogación) y que su autor era un hombre totalmente inculto. Y lo peor era que el artículo resultaba tan ingenioso que el propio Kosnichev no habría desdeñado emplear su ingeniosidad, que era lo que lo hacía más terrible.

A pesar de la estricta imparcialidad con que Sergey Ivanovich meditó los argumentos del publicista, no se detuvo en los defectos que le achacaba, ni en los errores de que hacía burla, sino que, involuntariamente, su pensamiento lo llevó a recordar su encuentro con el cronista y la conversación que había sostenido con él.

«¿Le habré ofendido en algo?», se preguntaba.

Y al acordarse de que en su encuentro con aquel joven periodista, le había corregido unas palabras acreditativas de su ignorancia, Sergey Ivanovich encontró la explicación del artículo.

A esto siguió un silencio absoluto en la prensa y en todas partes y Sergey Ivanovich comprendió que su trabajo de seis años, realizado con tanto cariño, no dejaba huella alguna.

Su situación era entonces tanto más penosa cuanto que, terminado el trabajo literario que le había ocupado todo aquel tiempo, se pasaba ocioso mucha parte del día.

Kosnichev, inteligente, instruido, sano, no sabía a qué dedicar su actividad. Las charlas en salones, reuniones, congresos y comités –es decir, en todos los lugares donde cabía discutir– ocupaban parte de su tiempo. Pero él, residente en la ciudad hacía muchos años, no se prodigaba por completo a las conversaciones como su inexperto hermano cuando llegaba a Moscú. Así que le quedaba mucha energía desempleada.

Afortunadamente para él, en aquel tiempo que le fue tan doloroso en virtud del poco éxito de su libro, la cuestión de los disidentes vino a sustituir a la de los amigos americanos, a la del hambre en Samara y, a la del espiritismo, la del problema eslavo, que antes apenas se trataba en sociedad; y Sergey Ivanovich, ya antes estimador de este asunto, ahora se consagró a él enteramente.

En el mundillo de Kosnichev no se hablaba ni discutía de otra cosa que de la guerra serbia. Cuanto hace en general la gente ociosa para matar el tiempo, se hacía ahora en beneficio de los eslavos.
Los bailes, conciertos, discursos, modas y hasta las tabernas y cervecerías, servían para proclamar la adhesión a los hermanos de raza.

Sergey Ivanovich no estaba de acuerdo, en detalle, con mucho de lo que se comentaba y escribía.

Veía que la cuestión eslava se había convertido en un tema de moda, uno de esos que, cambiando de tiempo en tiempo, sirven de distracción a la sociedad.

Comprobaba también que muchos se ocupaban del asunto con fnes de vanidad o provecho. Reconocía que los periódicos decían muchas cosas innecesarias a fin de atraer la atención sobre ellos por gritar más fuerte que los demás. Y notaba, sobre todo, que en aquel momento de entusiasmo general, bullían y gritaban más todos los fracasados y resentidos: los generales sin ejército, los ministros sin ministerio, los jefes de partido sin partidarios.

Apreciaba que en todo aquello había mucho de ridículo y de frívolo pero a la vez descubría un entusiasmo creciente, indudable, que unía a todas las clases sociales, un entusiasmo con el que forzosamente había de simpatizar.

La matanza de eslavos, de gente de la misma religión, había despertado compasión hacia las víctimas e indignación contra los opresores. El heroísmo con que serbios y montenegrinos luchaban por la gran causa, había hecho nacer en todo el pueblo ruso el deseo de ayudar a sus hermanos, no sólo con palabras, sino con obras.

Había aún otro hecho que llenaba de alegría a Sergey Ivanovich y era la manifestación de la opinión pública. El pueblo manifestaba sus deseos de una manera definida. El alma popular se expresaba, como decía él. Y cuanto más profundizaba aquel movimiento, más se convencía de que estaba destinado a alcanzar proporciones inmensas, a hacer época.

Sergey Ivanovich olvidó su libro, sus decepciones y se consagró, por entero, a aquella gran tarea. A partir de aquel momento estuvo ocupado constantemente y no le quedaba ni tiempo para contestar a las muchas cartas y consultas que le dirigían.

Después de trabajar así la primavera y parte del estío, en julio decidió ir a casa de su hermano.

Pensaba descansar un par de semanas en el mismo corazón del pueblo, en una alejada campiña, para gozar del espectáculo de aquel despertar del alma popular que él y todos los habitantes de las ciudades estaban persuadidos de que existía.

Katavasov, que hacía tiempo quería cumplir la promesa dada a Levin de visitarle en su pueblo, acompañó a Sergey Ivanovich en su viaje.

OCTAVA PARTE – Capítulo 2

Apenas Kosnichev y Katavasov llegaron a la estación del ferrocarril de Kursk, extraordinariamente animada en aquel momento y mientras salían del coche y examinaban los equipajes que el lacayo acababa de llevar, llegaron cuatro carruajes de alquiler cargados de voluntarios.

Señoras con ramos de flores salieron a recibirlos y, seguidos de una gran muchedumbre, entraron en la estación.

Una de las señoras salió de la sala y se dirigió a Kosnichev.

–¿También ha venido usted a despedirlos? –preguntó en francés.

–No. Es que voy a descansar al pueblo con mi hermano, Princesa. ¡Usted nunca falta a estas despedidas!–indicó con imperceptible sonrisa, Kosnichev.

–¡A ninguna! ¡Ya hemos despedido a ochocientos! Malvinsky no quería creerme…

–Más de ochocientos. Si contamos con los que han salido directamente de Moscú, pasan de mil –corrigió Sergey Ivanovich.

–¡Ya lo decía yo! –exclamó con alegría la dama– ¿Es cierto que se ha recaudado cerca de un millón de rublos?

–Más, Princesa.

–¿Ha leído el telegrama de hoy? Han vuelto a batir a los turcos.

–Lo he leído –contestó él.

Se referían a un despacho que afirmaba que los turcos habían sido batidos durante tres días seguidos en tres puntos y que se aguardaba un combate decisivo.

–A propósito, –dijo la Princesa– hay un joven distinguido que ha querido ir y le han opuesto no sé qué dificultades. Quería pedirle que… Le conozco, ¿sabe? Quisiera que escribiera una carta en su favor. Es recomendado de la condesa Lydia Ivanovna.

Una vez averiguados los detalles que conocía la Princesa sobre el joven aspirante a voluntario, Sergey Ivanovich, pasando la sala de primera clase, escribió la carta a la persona de quien dependía el asunto y se la entregó a la Princesa.

–¿Sabe quién va también en este tren? El conde Vronsky –dijo la Princesa, con significativa y triunfal sonrisa, cuando Sergey, reuniéndose con ella, le entregó la carta.

–Sabía que se iba, pero ignoraba cuándo. ¿En ese tren?

–Le he visto. Sólo lo acompaña su madre. Al fin y al cabo, es lo mejor que podía hacer.

–Claro, se comprende.

Mientras hablaban, la gente que rodeaba a los voluntarios se dirigió hacia el mostrador de la fonda de la estación.

Ellos se dirigieron allí también y oyeron a un señor que, en alta voz, con una copa en la mano, arengaba a los voluntarios.

–Servís a la fe, a la Humanidad, a nuestros hermanos –decía aquel hombre subiendo cada vez más el tono de la voz– Nuestra madre Moscú os bendiga por la gran causa a la que vais a servir. ¡Viva! –concluyó como un trueno y temblándole el llanto en la voz.

El viva fue contestado por todos y nuevos grupos de gente afluyeron a la sala. Poco faltó para que derribaran a la Princesa.

–¡Qué entusiasmo, Princesa! –exclamó Esteban Arkadievich, apareciendo radiante, con una alegre sonrisa en los labios– ¿Verdad que ha hablado bien? Son palabras que llegan al alma. ¡Bravo! ¡Ah, sí, también está aquí Sergey Ivanovich! ¿Por qué no dice usted también algunas frases alentadoras? ¡Lo hace usted tan bien! –añadió con sonrisa suave y afectuosa, tocando ligeramente el brazo de Kosnichev.

–No, me voy.

–¿Adónde?

–Al campo, al pueblo de mi hermano.

–Entonces verá usted allí a mi esposa. Aunque le he escrito, haga el favor de decirle que me ha visto y que all right! Ella lo entenderá. De todos modos, tenga la amabilidad de indicarle que he sido nombrado miembro de la Comisión Mixta. Sí, ella lo entenderá… Les petites misères de la vie humaine, ¿sabe? –dijo a la Princesa, como disculpándose– ¡Ah! La Miagkaya, no Lisa, sino la Biblich, envía mil fusiles y doce hermanas de la caridad. ¿Qué le decía yo?

–Ya lo había oído decir –repuso Kosnichev de mala gana.

–Siento que se vaya usted. –agregó Oblonsky–Mañana damos una comida en honor de dos que se marchan: uno, Dimmer–Bartniansky, de San Petersburgo y otro un amigo nuestro, Veselovsky. Los dos se van y eso que Veselovsky se casó hace poco. ¡Qué valiente! ¿Verdad, Princesa? –preguntó a la dama.

La Princesa, sin contestar, miró a Kosnichev. Pero que Sergey Ivanovich y la señora mostraran, ostensiblemente, deseos de deshacerse de él, no parecía turbar a Oblonsky. Miraba, sonriente, ora la pluma del sombrero de la Princesa, ora a un lado y a otro, como recordando algo. Viendo a una señora que llevaba una alcancía para los donativos en pro de los voluntarios, Esteban Arkadievich la llamó y depositó un billete de cinco rublos.

–Mientras me quede dinero no puedo ver con indiferencia esas alcancías. –dijo– ¿Qué me cuentan del telegrama de hoy? ¡Qué valerosos son los montenegrinos!

Cuando la dama le dijo que Vronsky se iba en aquel tren, Oblonsky exclamó:

–¿Qué me dice usted?

Su rostro expresó tristeza por un momento pero un minuto después, al entrar, alisándose las patinas, en la sala en que estaba el Conde, ya había olvidado su llanto sobre el ataúd de su hermana y sólo veía en Vronksy un héroe y un viejo amigo.

–No se puede negar que, con todos sus defectos, es un temperamento ruso, típicamente eslavo. –dijo la Princesa a Kosnichev cuando Oblonsky se alejó de ellos– Pero temo que a Vronsky le disguste verlo. Sea como sea, me conmueve la suerte de ese hombre. Procure hablarle durante el viaje –concluyó.

–Sí, si puedo…

–Nunca he simpatizado con él. Pero este rasgo me hace perdonarle muchas cosas. No sólo va a la guerra él mismo, sino que lleva un escuadrón a sus expensas.

–Ya me lo han dicho.

Sonó la campana. Todos corrieron a las puertas.

–Ahí está –dijo la Princesa, señalando a Vronsky que, con un largo abrigo y un sombrero negro de anchas alas, iba del brazo de su madre, mientras Oblonsky, a su lado, le hablaba con animación.
Vronsky, con las cejas fruncidas, miraba ante sí, como si no oyera a Esteban Arkadievich.

No obstante, seguramente por indicación de su amigo, Vronsky miró hacia la Princesa y Sergey Ivanovich y se quitó el sombrero en silencio. Su rostro envejecido, de doliente expresión, parecía petrificado.

Subió a la plataforma sin hablar, dejó pasar primero a su madre y desapareció en el camarote del coche.

Resonaron las notas del himno nacional.

Se oyó gritar en las plataformas:

–¡Dios guarde al Zar!

Siguieron hurras y vítores. Uno de los voluntarios, un muchacho muy joven, alto, de pecho hundido, saludaba destacándose de los demás, agitando sobre la cabeza su sombrero de fieltro tosco y un ramo de flores.

Tras él, dos oficiales y un hombre ya maduro, de larga barba, tocado con una sucia gorra, saludaban también.

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