ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 14, 15 Y 16
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 14
Levin llevaba casado más de dos meses. Era feliz, pero no tan completamente como había esperado. A cada momento le salía al paso una decepción de sus antiguas ilusiones o bien encontraba en otro un encanto inesperado.
Aunque dichoso, veía, al hacer vida familiar, que ésta era muy diferente de lo que él había creído.
Experimentaba lo que un hombre que, admirando primero los suaves movimientos de una barca en un lago, entrara luego él mismo en la embarcación.
Veía que había poco tiempo para estar inmóvil sobre las aguas, que había que pensar, sin olvidarlo ni un momento, en el rumbo, que no podía, tampoco, olvidar que debajo había agua, que era preciso remar y que las manos, no acostumbradas, sentían dolor y, en fin, que lo que es muy fácil de ver, resulta difícil de hacer, aunque sea agradable.
De soltero, ante la vida conyugal de los otros, con sus pequeñas miserias, sus disputas y celos, Levin se limitaba a sonreír con ironía desde el fondo de su alma. Pensaba que en su futura vida de casado no sólo no podría haber nada parecido, sino que incluso creía que sus formas exteriores habían de ser en todo distintas a las de los demás.
Y de pronto, en vez de esto, resultaba que su vida de casado no sólo no se organizaba de un modo peculiar, sino que se componía precisamente de aquellas mismas pequeñeces que tanto despreciara antes y que, ahora, contra su deseo, adquirían una importancia extraordinaria. Ahora veía que su solución no era empresa tan fácil como antes le había parecido. Aunque pensaba conocer muy bien la vida familiar, él, como todos los hombres, no la imaginaba sino como un goce del amor no obstaculizado por nada y del que debían apartarse todas las pequeñas preocupaciones.
Según él, una vez hecho su trabajo, debía descansar en la dicha del amor. Kitty debía ser amada y nada más. Pero Levin olvidaba, como todos los hombres, que ella también tenía que trabajar. Y le sorprendía que aquella gentil y poética Kitty pudiera, no ya en las primeras semanas, sino en los primeros días de su vida conyugal, pensar, acordarse y preocuparse de manteles, muebles, colchones para los huéspedes, bandejas, comidas, etc.
Ya de novios le había impresionado la firmeza con que Kitty se había negado a hacer el viaje al extranjero, prefiriendo ir al campo, como si pensara ya en algo que era preciso hacer y pudiese, aparte del amor, pensar en otras cosas.
Esto lo ofendió entonces y ahora lo ofendía: su preocupación por detalles materiales a los que él no daba ninguna importancia. Y Levin, que la amaba, aunque burlándose de su esposa por todo ello, no podía dejar de admirarla.
Sonreía al verla colocar muebles llevados de Moscú, arreglar de un modo personal y nuevo su habitación común, colgar las cortinas, ordenar las habitaciones destinadas en el futuro a los invitados y a Dolly, aderezar el cuarto de su nueva doncella, encargar la comida al viejo cocinero, discutir con Agafia Mijailovna retirándole la custodia de las provisiones.
Observaba cómo el viejo cocinero sonreía admirado, cómo Agafia Mijailovna movía la cabeza, cariñosa y pensativa ante las nuevas disposiciones de la joven señora referentes a la despensa y encontraba gentilísima a Kitty cuando, entre risas y lágrimas, decía que la doncella Macha, acostumbrada a considerarla como a una señorita, no la obedecía.
Levin sonreía entre divertido y extrañado pero, a pesar de todo, le parecía que habría sido mejor que su joven esposa no se ocupara de aquellas cosas.
No comprendía Levin lo que representaba para ella, el cambio que se había producido en su vida, el hecho de que antes, cuando estaba en su casa, si quería col con Kwass o bien bombones no podía conseguir a veces ni una cosa ni otra y que ahora le fuese posible encargar todo lo que quería, comprar montañas de bombones, gastar cuanto se le antojaba, comer coles con Kwass o bombones a su gusto y hacer traer los dulces que le gustasen.
Ahora Kitty pensaba con alegría en la llegada de Dolly con los niños; sobre todo porque encargaría para éstos sus golosinas preferidas, mientras Dolly podría apreciar el nuevo orden que reinaba allí.
Sin saber porqué, los quehaceres de la casa le interesaban en extremo. Sintiendo por instinto la proximidad de la primavera y sabiendo que aún habría días de mal tiempo, arreglaba su nidito lo mejor que podía, apresurándose a construir y a aprender cómo había que construir.
La preocupación de Kitty por las cosas pequeñas del hogar, tan distinta al elevado ideal de felicidad que Levin se había formado al principio de su matrimonio, era uno de sus desengaños. Pero la gentileza con que ella se entregaba a tales ocupaciones –sin que Levin comprendiera por qué, aunque le encantaba– constituía a la vez uno de los atractivos de su nueva vida.
Otra decepción mezclada de encanto eran las discusiones.
Levin no había imaginado nunca que entre su mujer y él pudiera haber otras relaciones que las dulces y amorosas y de pronto, desde los primeros días de su casamiento, desde que ella le dijo que él no la quería, que sólo se quería a sí mismo, lo que afirmaba llorando y agitando las manos con desesperación, empezaron entre ellos las disputas. La primera se produjo un día en que Levin había ido a la granja nueva: queriendo volver por el atajo se extravió y estuvo ausente media hora más de lo esperado.
Volvía a casa pensando en ella, en su amor, en su dicha y, cuanto más se acercaba, más ternura sentía hacia Kitty. Al entrar corriendo en la habitación, henchido de tales sentimientos, más vivos aún que el día en que se dirigiera a casa de los Scherbazky a pedir su mano, la halló inesperadamente seria, como no la viera nunca.
Intentó besarla y ella lo rechazó.
–¿Qué te pasa?
–Traes muchas ganas de fiesta –repuso ella queriendo aparecer tranquila y mordaz.
Pero, apenas abrió la boca, las reconvenciones dictadas por unos celos absurdos, todo lo que la había atormentado durante aquella media hora que había pasado sentada a la ventana, brotó como un torrente en sus palabras.
Sólo entonces comprendió Levin lo que no comprendiera antes, cuando la sacó de la iglesia después de la boda: es decir, que no sólo Kitty era algo muy suyo, sino que él mismo no sabía dónde terminaba ella y dónde empezaba él. Lo comprendió por el doloroso sentimiento de escisión que experimentó en aquel instante.
Primero se ofendió, pero en seguida después se dijo que no podía ofenderlo que Kitty fuera una parte de sí mismo.
Experimentó al principio lo que un hombre que, sintiendo un violento golpe por detrás y volviéndose enojado y anheloso de venganza en busca del agresor, halla que él mismo se ha lastimado por descuido; no tiene contra quien volverse y le es preciso calmarse y soportar el dolor.
Nunca en los días que siguieron había de experimentarlo tan vivamente, pero entonces tardó mucho en recobrar su tranquilidad. Ahora debía justificarse y mostrar a Kitty su error, pero hacerlo significaba enfadarla más aún, aumentando la separación que motivaba su pena.
Su natural impulso le aconsejaba disculparse; pero algo más fuerte le pedía que no agravase la separación entre los dos. Quedar bajo una inculpación injusta era doloroso, pero herirla con el pretexto de justificarse lo era todavía más.
Como un hombre medio dormido que sufre un dolor, quería arrancar de sí lo que le dolía y, al despertar, notaba que lo que le dolía era su propio cuerpo. Debía, pues, procurar ayudar al punto dolorido a sufrir el dolor, y eso fue lo que Levin procuró.
Hicieron las paces. Ella, reconociendo su culpa, sin decirlo, se mostró más cariñosa aún y ambos experimentaron en su amor una felicidad redoblada.
Mas ello no impidió que tales disputas se repitiesen por los motivos más fútiles e inesperados. Sucedían a menudo, porque aún ignoraban los dos lo que era importante para ambos y porque al principio estaban frecuentemente en mala disposición de ánimo. Si uno estaba de buen humor y otro de malo, la paz no se alteraba, pero si ambos coincidían en su mal humor, surgían disputas por motivos inconcebiblemente baladíes, hasta el punto de que luego, a veces, no podían recordar por qué habían discutido.
Cierto que cuando los dos estaban de buen humor, sentían redoblada la alegría de vivir; pero, con todo, aquel primer tiempo fue penoso para los dos, y durante él sintieron más fuertemente la opresión de la cadena que los ligaba.
En conjunto, la luna de miel, esto es, el mes siguiente a la boda, del que Levin esperaba tanto, no sólo no fue de miel, sino que quedó en el recuerdo de ambos como la época más penosa y humillante de toda su vida.
Los dos procuraron tachar, en su existencia futura, todas las líneas grotescas y vergonzosas de aquellos primeros tiempos, en que ambos, pocas veces en un estado de espíritu tranquilo, no se mostraban casi nunca tal como eran.
Sólo al tercer mes de matrimonio, después de un viaje a Moscú, donde pasaron un mes, su vida entró en un terreno de mayor comprensión.
QUINTA PARTE – Capítulo 15
Habían vuelto hacía poco de Moscú y estaban satisfechos de su soledad. El, sentado ante el escritorio de su gabinete, escribía. Ella, con el vestido color lila que llevaba en los primeros días de su matrimonio, el vestido que Levin recordaba y quería especialmente, se hallaba sentada bordando en el diván de cuero que había estado siempre en el despacho del padre y el abuelo de Levin y trabajaba en una labor de broderie anglaise.
Levin pensaba y escribía, sin dejar de sentir la presencia de su mujer. Los trabajos de su hacienda y la obra en que debía exponer su nuevo modo de dirigir las fincas, no habían quedado olvidados. Pero así como antes tales ideas y ocupaciones le parecían insignificantes en comparación a la oscuridad que rodeaba la vida, ahora le parecían secundarias y mínimas en comparación a la vida que le esperaba inundada de radiante luz.
Continuando sus trabajos, notaba que el centro de gravedad de su atención había pasado a otro objeto y, en consecuencia de ello, veía las cosas con más claridad.
Antes, su trabajo era para él la justificación de la vida, pareciéndole que, sin él, la existencia era demasiado sombría. Y ahora necesitaba el trabajo para que su existencia no fuese demasiado monótona por exceso de luz.
Trabajando otra vez y releyendo lo escrito, halló con satisfacción que era un asunto del que valía la pena ocuparse. Muchos de sus pensamientos de antes le parecían superfluos y exagerados, pero muchos puntos dudosos le resultaban evidentes, ahora que en su memoria repasaba nuevamente todo lo hecho en aquellos días.
Escribía, a la sazón, un nuevo capítulo sobre las causas de la mala situación del cultivo agrícola en Rusia.
Demostraba que la pobreza rusa no procedía sólo del mal reparto de tierras y de la orientación equivocada, sino que contribuía a ella la civilización extranjera, adoptada de una manera anómala en los últimos tiempos en el país, sobre todo en los medios de comunicación, en los ferrocarriles, que implicaron la centralización en las ciudades, en el desarrollo del lujo y, por consiguiente, en la creación, en detrimento de la agricultura, de nuevas industrias; en la explotación exagerada del crédito y su acompañante, el juego de bolsa.
A su juicio, en un desarrollo normal de la riqueza de un estado, aquellos elementos debían surgir sólo cuando estuviera bien desarrollado el cultivo agrícola y elevado a condiciones normales o al menos definidas, entendiendo que la riqueza de un país debe crecer progresivamente y procurando que otras fuentes de riqueza no adelanten al cultivo agrario. En fin, creía que los medios de comunicación debían corresponder a un determinado estado de la agricultura y que, dado el mal sistema ruso de explotar el campo, los ferrocarriles, resultado de una necesidad política y no económica, llegaron antes de tiempo y, en lugar de ayudar al cultivo agrícola, como se esperaba y provocar el desarrollo de las industrias y el crédito, lo habían paralizado.
Sostenía que así como el desarrollo parcial y prematuro de una parte del organismo animal estorbaría el normal crecimiento, así en Rusia al desarrollo de la riqueza general lo habían perjudicado el crédito, los transportes, el aumento industrial, sin duda necesarios en Europa, pero inoportunos en Rusia donde no habían causado más que perjuicios, eliminando lo esencial y corriente, que era la organización de la agricultura.
Mientras Levin escribía, Kitty pensaba en la poca espontánea amabilidad con que su marido había tratado al joven príncipe Charsky, que en Moscú se había permitido cortejarla con tan escaso tacto, el día antes de marchar.
«Tiene celos», pensaba. «¡Dios mío qué tonto es y qué encantador! ¡Celos! Si supiera que todos son para mí tan indiferentes como Pedro, el cocinero», se decía, mientras miraba la nuca y el cuello rojo de Levin.
«Siento mucho interrumpir su trabajo, pero ya tendrá tiempo de volver a él. Quiero verle la cara. ¿Se molestará si le miro? Quiero que se vuelva. ¡Vuélvete, vuélvete, lo quiero!»
Y Kitty abrió más los ojos, para aumentar el efecto de su mirada.
«Sí: todo eso se lleva el jugo y produce una falsa apariencia de prosperidad», murmuró Levin, dejando de escribir. Y notando que Kitty le miraba, sonrió.
–¿Qué? –preguntó levantándose.
«Se ha vuelto», pensó ella.
–Nada, quería que volvieras la cabeza –dijo en voz alta y mirándole y tratando de averiguar si estaba descontento de que le hubiera interrumpido el trabajo.
–¡Qué bien estamos aquí los dos solos! ¡Quién me lo hubiera dicho! –repuso él, acercándose a su esposa con sonrisa radiante de felicidad.
–Yo también me siento muy a gusto. –repuso ella– No quiero ir a ningún sitio y menos a Moscú.
–¿Qué pensabas? –preguntó Levin.
–Pensaba… Pero no; anda, trabaja, no te distraigas. –respondió Kitty, frunciendo los labios– Además, yo también tengo que cortar unas piezas.
Y comenzó a hacerlo con las tijeras.
–Dime lo que pensabas –insistió él, sentándose a su lado y mirando el movimiento de las tijeritas.
–¿En qué? En Moscú, en tu nuca…
–¿En pago de qué poseo esta felicidad? Es demasiado hermoso para ser natural. –dijo Levin besándole la mano.
–Creo lo contrario: lo natural es siempre lo mejor.
–Te sale un rizo por aquí. –dijo Levin, volviendo suavemente la cabeza de Kitty– ¿Ves? Pero no, no, estamos trabajando y…
Mas ya no hicieron nada y, cuando Kusmá entró anunciando que el té estaba servido, se separaron bruscamente como dos culpables.
–¿Han venido los criados de la ciudad? –le preguntó Levin a Kusmá.
–Ahora mismo. Están arreglando las cosas.
–Vuelve pronto. ––dijo Kitty– Si no, leeré sola el correo. Luego podemos tocar el piano a cuatro manos…
Una vez solo, guardando sus papeles en una cartera nueva, comprada por Kitty, fue a lavarse las manos en un nuevo lavabo y con nuevos efectos de tocador que también con ella habían aparecido.
Levin sonreía a sus pensamientos y a la vez movía la cabeza con reproche. Lo atormentaba una sensación parecida al remordimiento. En su vida, ahora, había algo vergonzoso, afeminado…
«No está bien vivir así», pensaba. «En casi tres meses no he hecho nada. Hoy me puse por primera vez a trabajar y apenas empezado lo dejé… Hasta descuido mis ocupaciones diarias. Nunca visito la finca a pie ni a caballo. Unas veces por mí, otras por ella, jamás dejo sola a Kitty, creyendo que va a aburrirse. ¡Y cuando pienso que antes suponía que la vida de soltero no valía nada y que la verdadera empezaba con el matrimonio!
Pero en tres meses transcurridos jamás he vivido de manera tan ociosa e inútil. Esto es imposible.
Hay que empezar a trabajar. Claro que ella no es culpable; no puedo reprochárselo. Yo debería ser más firme, defender mi libertad masculina. Si no, me acostumbraré a esto. Pero ella no tiene la culpa», se repetía.
Mas a un hombre descontento le es difícil no culpar de algo a los demás y, sobre todo, al más próximo, el motivo de su descontento.
Y Levin se decía que Kitty no era la culpable («es imposible que ella sea culpable de nada»), sino su educación superficial y libre («¡Aquel tonto de Charsky! Ya sé que ella quería atajarle, pero no pudo.»). Y concluía: «Sí, fuera del interés de la casa (y éste es innegable que lo tiene), aparte de sus vestidos y su broderie anglaise, Kitty no se interesa seriamente ni por los asuntos propios, ni por la economía doméstica, ni por los campesinos, ni por la música, a pesar de que es entendida en ella, ni por la lectura. No hace nada y está completamente satisfecha».
Y Levin la censuraba en el fondo de su alma sin comprender, aún, que Kitty se preparaba a aquel período de actividad en que sería a la vez esposa y dueña de casa y habría de cuidar, nutrir y educar a sus hijos. No comprendía que ella sentía esto por instinto y que, al prepararse para aquel tremendo trabajo, no reconvenía los felices momentos de despreocupación y de dicha de amar que gozaba ahora, mientras construía alegremente su futuro nido.
QUINTA PARTE – Capítulo 16
Cuando Levin subió, su mujer estaba ante un nuevo samovar de plata y un servicio de tazas también nuevo. Había hecho sentar a Agafia Mijailova ante la mesita de té y leía una carta de Dolly, con la que cruzaba continua y frecuente correspondencia.
–¿Ve? Su señora me ha hecho sentarme con ella –dijo Agafia Mijailovna, sonriendo amistosamente a Kitty. Y en las palabras de la anciana, Levin leyó el final del drama desarrollado últimamente entre ambas mujeres. Veía que, a pesar del dolor ocasionado por Kitty al aya, al quitarle las riendas del gobierno doméstico, ella había vencido al fin, consiguiendo hacerse querer.
–Toma, aquí hay una carta para ti. –dijo Kitty tendiéndole una, llena de faltas ortográficas– Es de una mujer… al parecer aquella de tu hermano. No la he leído. Y ésta es de mi familia. Dolly ha llevado al baile infantil de casa de Sarmatsky a Gricha y a Tania. Tania vestía de marquesa…
Levin no la escuchaba. Sonrojándose, tomó la carta de María Nicolaievna, la ex amante de su hermano Nicolás.
En su primera carta, ella le decía que Nicolás la había echado a la calle sin culpa, añadiendo con flema ingenuidad que, aunque vivía en la miseria, no pedía ni deseaba nada, atormentándola sólo el pensamiento de que Nicolás, a causa de su decaída salud, iría cada día peor y pedía a Levin que se preocupase por él.
Ahora decía otra cosa. Había encontrado a su hermano en Moscú, se habían unido de nuevo y habían marchado a una capital de provincia en donde Nicolás había hallado un empleo. Últimamente, había, sin embargo, discutido con el jefe y había tomado la decisión de trasladarse de nuevo a Moscú pero había enfermado en el camino y era muy poco probable que pudiera reaccionar. «Siempre se acuerda de usted y además no tenemos ya dinero.»
–Mira lo que Dolly dice de ti… –empezó Kitty, sonriente.
Pero de pronto se detuvo, observando el cambio en la expresión del rostro de su esposo.
–¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?
–Mi hermano Nicolás se está muriendo. Tengo que irme.
–¿Cuándo?
–Mañana.
–¿Puedo ir contigo?
–¿Para qué, Kitty? –dijo Levin con reproche.
–¿Para qué? –repuso ella, ofendida, por la desgana con que Levin acogía su ofrecimiento–¿Acaso no puedo ir? ¿Es que voy a estorbarte?
–Yo me voy porque mi hermano se muere. Pero tú…
–¡Lo mismo que tú!
« En un momento tan grave para mí, ella no piensa más que en que se aburrirá sola», se dijo Levin. Y este pensamiento lo llenó de aflicción.
–Es imposible ––dijo severamente.
Agafia Mijailovna previendo una disputa conyugal, dejó la taza y salió.
Kitty no la vio siquiera. El tono de las últimas palabras de su esposo la ofendía, en especial porque era evidente que él no daba ninguna importancia a lo que ella decía.
–Pues yo te digo que si te vas, me voy contigo por encima de todo –insistió con irritada precipitación– ¿Por qué dices que es imposible? ¿Por qué lo es?
–Porque tengo que ir Dios sabe a dónde, por Dios sabe qué caminos, pernoctando en las posadas… Me estorbarás –dijo Levin procurando conservar su sangre fría.
–No estorbaré. No necesito nada especial. Donde tú estés, puedo estar yo.
–Además, está allí esa mujer con la que no puedes intimar…
–No sé nada y no quiero saber nada de nadie. Sólo sé que mi cuñado se muere, que mi marido se va y que yo voy con él para…
–Kitty, no te enfades. Pero este asunto es grave y me enoja que confundas un sentimiento de simpatía con el afán de no quedar sola. Si temes aburrirte sola aquí, vete a Moscú.
–¿Lo ves? Siempre me atribuyes pensamientos viles y bajos –repuso Kitty, irritada, llorosa y ofendida– No he pensado en nada de eso. Sólo sé que mi deber es acompañar a mi marido en sus penas. Pero tú quieres ofenderme adrede, adrede no quieres entenderme…
–¡Es horrible! ¡Soy un esclavo! ––exclamó Levin, levantándose, sin poder reprimir su enfado. Pero inmediatamente comprendió que se hacía daño a sí mismo.
–Entonces, ¿por qué te has casado? Para arrepentirte, bien podías haber seguido libre –repuso ella. Y levantándose de un salto, corrió al salón.
Cuando él la siguió, Kitty lloraba. Él trató de calmarla, buscando palabras que, si no lograban convencerla, la tranquilizaran al menos. Pero ella no lo escuchaba ni aceptaba ninguno de sus argumentos.
Levin se inclinó, cogió su mano, que se le resistía y la besó, besó sus cabellos, la mano otra vez… Ella continuaba callando.
Pero cuando él le cogió la cabeza con ambas manos y dijo: «¡Kitty!», ella, repentinamente, se serenó, lloró un poco y ambos hicieron las paces.
Resolvieron ir juntos al día siguiente. Levin aseguró a su mujer que creía que ella sólo deseaba ir para ser útil y admitió que la presencia de María Nicolaievna junto a su hermano no representaba ninguna inconveniencia.
Pero, en el fondo, Levin estaba descontento de Kitty y de sí mismo. De ella, porque no había sabido aceptar el dejarlo marchar solo cuando así le convenía (¡Y qué extraño le era pensar que él, que hacía tan poco tiempo no osaba aún creer en la felicidad de que ella pudiera amarlo, ahora se sentía desgraciado porque lo amaba en exceso!) y descontento de sí mismo, porque no había sabido mostrar firmeza de carácter. Además, en el fondo de su ser, no podía aceptar que Kitty tuviese que ver algo con la mujer que vivía con su hermano; y pensaba con horror en las complicaciones que podían producirse.
El solo hecho de que su esposa hubiese de estar en una misma habitación con aquella mujer lo hacía estremecerse de repugnancia y horror.
¡Es delicioso ver cómo se retrata a sí mismo en estos tres capítulos el apasionado y cabeza dura Leo T !