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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: junio 27th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 21 Y 22

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 21

Desde que Alexis Alexandrovich comprendió por las palabras de Betsy y Oblonsky que lo que se exigía de él era que dejase tranquila a su mujer y no la importunara con su presencia, cosa que también ella deseaba, se sintió tan anonadado que nada pudo decir por sí mismo.
Él mismo no sabía lo que quería y, entregándose en manos de los que tanto placer hallaban en organizar sus asuntos, aceptaba cuanto le proponían.
Únicamente cuando Anna se fue de casa y la inglesa envió a preguntarle si ella debía comer con él o sola, comprendió su situación por primera vez y se horrorizó.
Lo que era peor en su situación es que en modo alguno podía unir y relacionar lo pasado con lo que ahora sucedía. No le atormentaba el recuerdo de aquellos días en que viviera feliz con su mujer, pues el tránsito de aquel pasado, el estado presente de cosas, al saber de la infidelidad de ella, lo había sobrepasado con sus sufrimientos y si bien aquella situación se había hecho penosa para él, también, por otra parte, se le había hecho comprensible.
Si en aquel momento, al anunciarle su infidelidad, su mujer le hubiera abandonado, se habría sentido desgraciado y triste pero no en la situación sin salida, inexplicable para él mismo, en que se hallaba al presente.
Le era imposible desde todo punto, ahora, relacionar su reciente perdón, su ternura, su amor a la esposa enferma y a la niña de otro, con lo que al presente sucedía, en que, como recompensa a todo ello, se veía solo, cubierto de oprobio, deshonrado, inútil para todo y objeto del desprecio general.
Los dos primeros días siguientes a la huida de su mujer, Karenin recibió visitas, vio al encargado del despacho, asistió a la comisión y fue al comedor, como de costumbre. Sin darse cuenta de por qué lo hacía, concentraba todas las fuerzas de su alma en simular aspecto tranquilo y hasta indiferente.
Contestando a las preguntas del servicio sobre el destino que debía darse a los efectos y habitaciones de Anna, Alexis Alexandrovich se esforzaba en afectar la actitud de un hombre para quien lo sucedido no tenía nada de imprevisto ni salía en nada de la órbita de los sucesos corrientes. Y preciso es confesar que lo lograba: nadie pudo descubrir en él el menor síntoma de desesperación.
Al día siguiente de la huida de Anna, cuando Korney le presentó la cuenta de un almacén de modas que ella olvidara pagar, anunciándole que estaba allí el encargado, Alexis Alexandrovich dio orden de hacerlo pasar.
–Perdone, Excelencia, que me permita molestarle. Pero si debo dirigirme a su señora esposa, le ruego que me dé su dirección.
Karenin quedó pensativo, así le pareció al menos al encargado y, de pronto, volviéndose, se sentó a la mesa; permaneció un rato en la misma actitud, con la cabeza entre las manos, probó a hablar repetidas veces, pero no lo consiguió.
Comprendiendo los sentimientos de su señor, Korney rogó al encargado que volviera otro día.
Una vez solo, Karenin se dio cuenta de que le faltaban las fuerzas para seguir mostrándose firme y tranquilo como se había propuesto. Dio orden de desenganchar el coche, que lo esperaba, dijo que no recibiría a nadie y no salió a comer.
Reconocía que era imposible soportar la presión del desprecio general, la animosidad que leía en el rostro del encargado de la tienda, de Korney y de todos, sin excepción, de cuantos encontraba desde hacía dos días.
Comprendía que no podría hacer frente al odio de la gente concitado contra él, porque tal odio procedía, no de que él hubiera sido malo (en cuyo caso podía procurar ser mejor), sino de que era vergonzosa y despreciablemente desgraciado. Sabía que por lo mismo que su corazón estaba destrozado, la gente no tendría compasión de él. Tenía la impresión de que sus semejantes le aniquilarían como los perros ahogan al animal herido que aúlla de dolor.
Le constaba que su única salvación respecto a la gente, consistía en ocultarles sus heridas. Y eso había intentado durante dos días pero ahora le faltaban las fuerzas para proseguir lucha tan desigual.
Su desesperación aumentaba con la conciencia que tenía de encontrarse completamente solo con su dolor. Ni en San Petersburgo ni fuera de allí tenía persona alguna a quien pudiera hacer partícipe de sus sentimientos, alguien que pudiese comprenderlo, no como a un alto funcionario y miembro del gran mundo, sino simplemente como a un hombre afligido.
Alexis Alexandrovich había crecido huérfano. Eran dos hermanos. No recordaba a su padre y su madre había muerto cuando él no contaba diez años aún. No eran ricos. El tío Karenin, alto funcionario y favorito del Zar en otros tiempos, había cuidado de su educación.
Terminados los cursos en el instituto y la universidad, con diplomas, Alexis Alexandrovich, ayudado por el tío, emprendió una brillante carrera y, a partir de entonces, se consagró por entero a la ambición del cargo oficial.
Ni en el instituto, ni en la universidad, ni en el trabajo entabló Karenin amistad con nadie. Su hermano, el más cercano a él en espíritu, empleado en el ministerio de Asuntos Exteriores, que había vivido casi siempre en el extranjero, murió a poco del casamiento de Alexis Alexandrovich.
Siendo Karenin gobernador, la tía de Anna, señora rica de su provincia, se ingenió para poner en relación con su sobrina a aquel hombre que, aunque ya no joven, lo era todavía para ser gobernador y lo puso en tal situación que no le quedó otra alternativa que declararse o dejar la ciudad.
Alexis Alexandrovich dudó mucho. Midió todos los aspectos en pro y en contra y observó que no había motivo alguno que lo obligase a prescindir de su regla general: la de abstenerse en la duda.
Pero la tía de Anna le hizo saber, mediante un conocido, que había comprometido ya la reputación de la joven y que su deber de caballero lo obligaba a pedir su mano. Alexis Alexandrovich lo hizo así, pidió la mano de Anna y le consagró, de novia y de esposa, todo el afecto de que era capaz.
Aquel sentimiento de cariño hacia Anna excluyó de su corazón sus últimas necesidades de mantener relaciones cordiales con los hombres. Y ahora no tenía íntimo alguno entre sus conocidos. Contaba con muchas de las llamadas relaciones pero no con amistades. Había numerosas personas a las que podía invitar a comer, a participar en algo que le interesase, recomendar a algún protegido suyo, criticar con ellas en confianza a otras personas y a los miembros más destacados del Gobierno pero las relaciones con esas personas estaban limitadas por un círculo muy definido por las costumbres y las conveniencias y del que era imposible salir.
Tenía, es verdad, un íntimo amigo de la universidad con el que conservó amistad a través del tiempo y con el que habría podido hablar de sus amarguras personales pero ese amigo era inspector de Enseñanza de un distrito universitario lejano de la capital. De modo que las personas más allegadas y con quienes parecía más posible desahogar su tristeza eran su médico y el jefe de su departamento.
Mijail Vasilievich Sliudin, el jefe de su departamento, era un hombre sencillo, inteligente, bueno y honrado, por el que Alexis sentía simpatía y afecto pero un trabajo continuado en común, durante cinco años, había levantado entre ellos una barrera que impedía las explicaciones cordiales.
Karenin, al terminar de firmar los documentos, guardó silencio largo rato, mirando a Mijail Vasilievich, a punto de desahogarse con él, pero no se supo decidir. Ya había preparado la frase: «¿Ha oído hablar de lo que me pasa?», pero terminó diciéndole, como siempre:
–Bien; prepáremelo todo para mañana.
Y con esto le despidió.
La otra persona bien dispuesta hacia él, el médico, había acordado un pacto tácito con Karenin: que los dos tenían mucho que hacer y no podían perder tiempo en bagatelas.
En sus amigas, empezando por la condesa Lidia Ivanovna, Karenin no pensó siquiera. Las mujeres, por el hecho de serlo, no despertaban en él sino sentimientos de repulsión.

QUINTA PARTE – Capítulo 22
Karenin olvidaba a la condesa Lidia Ivanovna pero ella no se olvidaba de él y, en aquel momento de terrible desesperación y soledad, acudió a casa de Alexis Alexandrovich y entró en su despacho sin hacerse anunciar.
Le encontró sentado, con la cabeza entre las manos.
–J’ai forcé la consigne –dijo ella, entrando con pasos rápidos y respirando con dificultad por la emoción y por la rapidez de su marcha –Lo sé todo, Alexis Alexandrovich, amigo mío –continuó, apretando con fuerza la mano de él y poniendo en los de Karenin sus ojos hermosos y pensativos.
Alexis Alexandrovich, con el entrecejo arrugado, se levantó, soltó su mano y le ofreció una silla.
–Haga el favor de sentarse, Condesa. No recibo porque me encuentro mal…
Y sus labios temblaron.
–¡Amigo mío! –repitió la Condesa sin apartar su mirada de él.
De pronto sus cejas se levantaron por su extremo interior formando un triángulo sobre su frente; su rostro amarillo y feo se afeó todavía más pero Alexis Alexandrovich comprendió que ella le compadecía y que estaba a punto de llorar.
Se sintió conmovido; cogió la mano regordeta de la Condesa y se la besó.
–Amigo mío –siguió ella, con voz entrecortada por la emoción –no se entregue al dolor. Su pena es muy grande, pero debe consolarse.
–Estoy deshecho, muerto, ya no soy un hombre. –respondió Karenin, soltando la mano de la Condesa, sin dejar de mirar sus ojos llenos de lágrimas– Mi situación es terrible, porque no encuentro en ninguna parte, ni aun en mí mismo, un punto de apoyo.
–Ya lo encontrará… No lo busque en mí, aunque le pido que crea en mi sincera amistad –dijo ella con un suspiro– Nuestro apoyo es el amor divino, el amor que Él nos legó… ¡Su carga es fácil!… –agregó con la mirada entusiasta que tan bien conocía Karenin– Él le ayudará y le socorrerá.
Aunque en tales palabras había aquella exagerada humildad ante los propios sentimientos y aquel estado de espíritu místico, nuevo, exaltado, introducido desde hacía poco en San Petersburgo y que a Karenin le parecía superfluo, el oírlas en labios de la Condesa y en aquel momento, lo conmovió.
–Me siento débil, aniquilado. No pude prever nada y tampoco ahora comprendo nada.
–¡Amigo mío! –repetía Lidia Ivanovna.
–No me apena lo que he perdido, no… No lo siento pero no puedo dejar de avergonzarme, ante la gente, de la situación en que me hallo. Es lamentable, pero no puedo, no puedo…
–No fue usted quien realizó aquel acto sublime. ¡Fue Él quien lo dictó a su corazón! ¡Aquel acto de perdón que ha despertado la admiración de todos! –––exclamó la condesa Lidia Ivanovna, alzando la vista, exultante– ¡Por esto no puede usted avergonzarse de su acto!
Alexis Alexandrovich frunció el entrecejo y juntando los dedos comenzó a hacer crujir las articulaciones.
–Es preciso conocer todos los pormenores. –dijo con su voz delgada––– Las fuerzas de un hombre tienen su límite, Condesa, y yo he llegado al de las mías. Todo el día de hoy he tenido que dar órdenes en casa, derivadas –recalcó la palabra «derivadas» –de mi nuevo estado de hombre solo. Los criados, la institutriz, las cuentas… Este fuego minúsculo me ha abrasado y no puedo más. Ayer mismo, durante la comida… casi abandoné la mesa. No podía sostener la mirada de mi hijo. No me preguntaba qué era lo que había pasado pero quería preguntármelo y no me atrevía a mirarlo… y aún esto no es todo…
Karenin iba a hablar de la cuenta que le habían llevado pero su voz tembló y se interrumpió. El recordar aquella cuenta en papel azul, por un sombrero y unas cintas, le fue tan penoso que sintió lástima de sí mismo.
–Comprendo, amigo mío. –dijo la condesa Lidia Ivanovna– Lo comprendo. Espero que usted reconozca la sinceridad de mis sentimientos hacia usted. En todo caso, sólo he venido para ofrecerle mi ayuda, si en algo lo puedo ayudar. ¡Si pudiera librarlo de esas pequeñas y humillantes preocupaciones!… Lo que hace falta aquí es una mujer, una mano femenina. ¿Permite que me encargue de ello?
Karenin, en silencio, le apretó la mano con gratitud.
–Ocupémonos de Sergei. Yo no estoy fuerte en asuntos prácticos pero lo haré. Seré su ama de llaves. No me lo agradezca. No soy yo quien lo hago.
–No puedo dejar de agradecerle…
–Y ahora, amigo mío, no se entregue al sentimiento de que me ha hablado, no se avergüence de lo que representa el más alto grado de la perfección cristiana. «Los que se humillan, serán ensalzados.» Y no me agradezca nada. Hay que agradecérselo todo a Él y pedir su ayuda. Sólo en Él encontraremos calma, consuelo, salvación y amor ––dijo ella, alzando los ojos al cielo. Y Karenin, de su silencio, dedujo que rezaba. Alexis Alexandrovich la había escuchado atentamente y las mismas expresiones que antes, si no desagradables, le parecían superfluas, ahora le resultaban naturales y consoladoras. Cierto que no le placía la exageración puesta de moda en aquellos días. Era un creyente que se interesaba por la religión ante todo en el sentido político y la nueva doctrina, que permitía ciertas interpretaciones nuevas, abriendo la puerta a discusiones y análisis, le era desagradable por principio.
Antes le habló de ella con frialdad y hasta con aversión, nunca discutía con la Condesa, una de las más fervientes adeptas y contestaba siempre con un silencio obstinado a todas sus insinuaciones. Pero hoy escuchaba todas sus palabras con placer, sin que se levantara en su alma la menor objeción.
–Le estoy infinitamente agradecido, tanto por lo que hace como por sus palabras ––dijo ella cuando acabó de rezar. La condesa Lidia Ivanovna estrechó una vez más las dos manos de su amigo. –Ahora empezaremos a obrar –dijo, tras un silencio, secándose los restos de sus lágrimas.
Y prosiguió:
–Voy a ver a Sergei. Sólo en caso de extrema necesidad apelaré a usted.
Y dicho esto, se levantó y salió.
Subió al cuarto de Sergei y, cubriendo de lágrimas las mejillas del asustado niño, le dijo que su padre era un santo y que su madre había muerto.
La Condesa cumplió lo prometido, tomando sobre sí todas las preocupaciones relacionadas con la casa.
Mas no había exagerado al decir que no estaba fuerte en asuntos prácticos. Cuantas órdenes daba tenía que rectificarlas después por imposibles de cumplir. Korney, el criado de Karenin, sin que nadie lo observase, era el que ahora llevaba en realidad la dirección de la casa de su amo y era, también él, quien anulaba las órdenes de la Condesa.
Pero, con todo, la ayuda de Lidia Ivanovna era efectiva: dio un apoyo moral a Alexis Alexandrovich en la conciencia del cariño y el respecto que sentía por él y, sobre todo, en el hecho de que ella lo hubiese convertido, de creyente frío a indiferente, en un adepto de la nueva doctrina cristiana tan en boga últimamente en San Petersburgo, lo que le proporcionaba un gran consuelo. La conversión no fue nada difícil, ya que él, como Lidia Ivanovna y otros que compartían tales ideas, carecían por completo de profundidad de imaginación, facultad en virtud de la cual las mismas representaciones de la imaginación exigen, para hacerse aceptar, una cierta verosimilitud.
No le parecía imposible y absurdo que la muerte eterna, existente para los incrédulos, no existiera para él y que, una vez poseedor de la fe completa, de la que él mismo era juez, su alma se hallase libre de pecado y tuviese, aun en vida, la certeza de la salvación.
Cierto que Alexis Alexandrovich sentía vagamente la ligereza y error de tal doctrina. Sabía que cuando perdonó a su mujer, sin pensar que lo hacía obedeciendo a una fuerza superior, se entregó a tal sentimiento por completo y experimentó más felicidad que ahora que pensaba a cada momento que Cristo estaba en su alma y que él cumplía su voluntad, incluso cuando firmaba documentos. Pero ahora le era necesario pensar así, sentir en su humillación aquella elevación imaginaria desde la que, despreciado por los demás, podía despreciarlos a su vez, aferrándose a su quimérica salvación, como si fuese verdadera.

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