ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 23, 24, 25 Y 26
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 23
A la condesa Lidia Ivanovna la habían casado con un hombre rico, noble, más bueno que noble y más libertino que bueno. Ella era, entonces, una muchacha muy joven aún y de naturaleza exaltada. Al segundo mes, su marido la dejó, respondiendo a sus efusiones de ternura con la burla y hasta, muchas veces, con una hostilidad que los que conocían el buen corazón del Conde y no veían defecto alguno en el carácter entusiasta de Lidia, no podían comprender. Desde entonces, aunque no divorciados, vivían aparte y cuando el marido hallaba a su mujer, la trataba con una emponzoñada ironía cuya causa era difícil de comprender.
Hacía tiempo que la Condesa había dejado de amar a su marido pero desde entonces siempre había estado enamorada de alguien. Con frecuencia estaba enamorada de varias personas a la vez, tanto de hombres como de mujeres, generalmente de los que se destacaban por una determinada actividad. Se enamoraba de cuantos nuevos príncipes y princesas emparentaban con la familia imperial. Ahora estaba enamorada de un arzobispo, de un vicario, de un cura, de un periodista, de un eslavófilo, de Komisarov, de un ministro, de un médico, de un misionero inglés y de Karenin.
Todos estos amores, con sus alternativas de entusiasmo o enfriamiento, no le impedían sostener las más complicadas relaciones con la Corte y el mundo distinguido. Pero desde que, a raíz de la desgracia de Karenin, comenzó a ocuparse del bienestar de éste, Lidia Ivanovna comprendió que ninguno de aquellos amores era verdadero y que sólo de Alexis Alexandrovich estaba en realidad enamorada.
El sentimiento que experimentaba por él le parecía más fuerte que todos los precedentes. Analizándolo y comparándolo con aquéllos, veía claramente que no se habría enamorado de Komisarov si éste no hubiese salvado la vida del Zar, ni de Ristich Kudjizky de no existir la cuestión eslava, mientras que amaba a Karenin por sí mismo, por su alma elevada e incomprendida, por el querido sonido de su fina voz, de prolongadas entonaciones, por su mirada cansada, por su carácter, por sus manos blancas de hinchadas venas.
No sólo se alegraba al verlo, sino que buscaba en el rostro de él las muestras de la impresión que ella suponía que debía producirle. Quería agradarle no sólo por su conversación, sino también por su persona.
En obsequio a Karenin, cuidaba más su apariencia y se complacía en forjarse ilusiones sobre lo que habría podido pasar de no estar ella casada y de ser él libre.
Cuando él entraba en la estancia, se ruborizaba de emoción y no podía reprimir una sonrisa de gozo cuando le decía algo agradable.
Estos últimos días se había enterado de que Anna y Vronsky estaban en San Petersburgo y la Condesa vivía sus días de más intensa emoción. Tenía que salvar a Karenin impidiéndole ver a Anna; incluso debía evitarle la penosa noticia de que aquella terrible mujer se hallaba en la misma ciudad que él, donde a cada momento podía encontrarla.
Lidia Ivanovna, mediante sus conocidos, se informaba de lo que pensaba hacer aquella «gente asquerosa», como llamaba a Anna y Vronsky, y procuró durante aquellos días orientar todos los movimientos de su amigo de modo que no los encontrara.
Un joven ayudante de regimiento que facilitaba a Lidia Ivanovna las noticias de cuanto Vronsky hacía a cambio de una recomendación que esperaba de ella, le dijo que Anna y Vronsky, arreglados sus asuntos, se disponían a partir al día siguiente.
Lidia Ivanovna empezaba, pues, a tranquilizarse, cuando al día siguiente recibió una carta cuya letra reconoció en seguida: era de Anna.
El sobre era grueso como un libro y la carta, escrita en papel oblongo y amarillo, estaba muy perfumada.
–¿Quién la ha traído? –preguntó la Condesa.
–El criado de un hotel.
Lidia Ivanovna no pudo sentarse durante un rato para leer la carta. La emoción le produjo hasta un ataque del asma que padecía.
Una vez calmada, leyó la siguiente misiva en francés:
Madame la Comtesse:
Los sentimientos cristianos de su corazón me animan al imperdonable impulso de escribirle. La separación de mi hijo me hace muy desgraciada. Le ruego que me permita verlo por una vez antes de marchar. Perdóneme que le recuerde mi existencia. Me dirijo a usted y no a Alexis Alexandrovich, porque no quiero hacer sufrir a ese hombre generoso con un recuerdo mío. Conozco su amistad hacia Alexis Alexandrovich y sé que usted me comprenderá. ¿Me enviará usted a Sergei?, ¿voy yo a verle a la hora que usted me fije, o bien preferiría indicarme usted cuándo y dónde puedo verle fuera de casa?
Conociendo la grandeza de alma de aquel de quien depende la decisión de este asunto, estoy segura de que no se me negará. No puede usted imaginar el deseo que tengo de ver a mi hijo. Y por eso no puede usted figurarse la gratitud que despertará en mí su ayuda.
Anna.
Todo en aquella carta irritaba a Lidia Ivanovna: el contenido, la alusión a la grandeza de alma de Karenin y el tono desenvuelto con que le parecía estar escrita.
–Diga que no hay contestación –ordenó la Condesa.
Y en seguida se fue al escritorio y redactó una nota para Karenin, diciéndole que esperaba hallarle a la una en la recepción de Palacio.
«Necesito hablarle de un asunto grave y doloroso. Allí nos pondremos de acuerdo sobre dónde podemos vernos. Más vale que sea en mi casa donde haga preparar «su té». Es necesario. El nos da la cruz y las fuerzas para soportarla», añadió, a fin de prepararle poco a poco.
Generalmente, la Condesa enviaba dos o tres notas al día a Karenin. Le agradaba este procedimiento por estar para ella rodeado de cierta distinción y misterio de que carecían las comunicaciones personales.
QUINTA PARTE – Capítulo 24
La recepción de Palacio había terminado.
Al irse, todos comentaban las últimas noticias, los honores otorgados y los cambios de destino de varios altos funcionarios.
–¿Qué diría usted si a la condesa María Borisvna le hubieran dado el ministerio de la Guerra y nombrado jefe de Estado Mayor a la princesa Vatkovskaya? ––decía un anciano de uniforme bordado en oro a una dama de honor, alta y bella, que le preguntaba por los nuevos nombramientos.
–Que en este caso me habrían debido de nombrar a mí ayudanta de regimiento –repuso, sonriendo, la dama de honor.
–Para usted hay otro destino: el ministerio de Cultos, con Karenin como ayudante.
Y el anciano saludó a un hombre que se acercaba:
–Buenos días, Príncipe.
–¿Qué decían de Karenin? –preguntó el Príncipe.
–Que él y Putiakov han recibido la condecoración de Alexander Nevsky.
–¿No la tenía ya?
–No. Mírenle –dijo el anciano.
Y mostró con su sombrero bordado a Karenin, en uniforme de corte, con una nueva banda cruzada al hombro, que se había parado en una de las puertas de la sala con un alto miembro del Consejo Imperial.
–Se siente feliz y satisfecho como una moneda nueva –añadió el anciano apretando la mano de un arrogante chambelán que llegaba.
–Ha envejecido mucho –repuso el chambelán.
–Las preocupaciones… Siempre está redactando proyectos… Ahora, al desgraciado que atrapa no le suelta hasta habérselo explicado todo, punto por punto.
–¿Dice que ha envejecido? Claro. Il fait des passions. Creo que la condesa Lidia Ivanovna tiene ahora celos de su mujer.
–Vamos, no hable mal de Lidia Ivanovna…
–¿Es un mal que esté enamorada de Karenin?
–¿Es cierto que está aquí la Karenina?
–Aquí, en Palacio, no, pero sí en San Petersburgo. La encontré con Vronsky en la calle Morskaya, bras dessus, bras dessous…
–C’est un homme qui n’a pas… ––comenzó el chambelán.
Pero se detuvo para dejar paso y saludar a un personaje de la familia imperial.
Mientras así hablaban de Karenin, criticándole y burlándose de él, éste, cerrando el paso al miembro del Consejo Imperial de quien se había apoderado, no interrumpía ni por un momento la explicación de su proyecto financiero, a fin de que no pudiese marcharse.
Casi por los mismos días en que su mujer lo dejó, a Karenin le sucedió lo peor que puede ocurrirle a un funcionario: el dejar de ascender en la escala de su Ministerio.
Era un hecho real y todos, menos él, veían claramente que su carrera había terminado.
Fuera por su lucha con Stremov, por la desgracia sufrida con su mujer, o simplemente porque hubiese llegado al límite que había de alcanzar, aquel año era evidente, para todos, que no alcanzaría ya ningún ascenso en el servicio.
Cierto era que aún ocupaba un cargo elevado y que era miembro de muchos consejos y comisiones, pero se le consideraba un hombre acabado del que nadie esperaba nada ya.
Escuchaban cuanto hablaba y proponía como si fuera cosa conocida hacía mucho tiempo e innecesaria.
Mas él no lo notaba y, por el contrario, viéndose alejado de la actividad directa de la máquina gubernamental, apreciaba más claramente los defectos y errores en la actividad ajena y consideraba un deber mostrar los medios de corregirlos.
A poco de separarse de su mujer, escribió una memoria sobre los nuevos tribunales, la primera de toda una larga serie, que nadie le había pedido, sobre los diversos aspectos de la administración.
Alexis Alexandrovich no sólo no se daba cuenta de su situación en el mundo burocrático, lo que podría haberle afligido, sino que estaba más satisfecho que nunca de sus actividades.
«El casado se preocupa de las cosas mundanas y de cómo hacerse más agradable a su mujer, pero el no casado se preocupa de las cosas de Dios y de cómo servirle mejor», dice el apóstol San Pablo. Alexis Alexandrovich, que ahora se guiaba en todo por la Santa Escritura, recordaba a menudo aquel texto.
Parecíale que, desde que le abandonara su esposa, servía mejor que antes al Señor en todos sus proyectos.
La evidente impaciencia que mostraba el miembro del Consejo no molestaba a Karenin. Y no interrumpió sus explicaciones hasta que aquél, aprovechando que pasaba un miembro de la familia imperial, se le escapó.
Una vez solo, Karenin bajó la cabeza, se absorbió en sus pensamientos y miró distraídamente a su alrededor. Luego se dirigió hacia donde esperaba hallar a Lidia Ivanovna.
«¡Qué sanos están y qué fuertes están físicamente!», pensó Karenin mirando al chambelán de buen porte y bien peinadas patillas y al príncipe de rojo cuello oprimido en el uniforme, junto a los que debía pasar.
«Con razón se dice que todo va mal en el mundo», se dijo, mirando otra vez de reojo las piernas del chambelán.
Y moviendo los pies lentamente, con su habitual aspecto de fatiga y dignidad, Alexis Alexandrovich saludó a aquellos dos hombres que hablaban de él y buscó con los ojos, en la puerta, a la condesa Lidia Ivanovna.
–Alexis Alexandrovich, –le dijo el anciano, con un brillo maligno en los ojos, cuando Karenin pasó ante él, saludándole con una fría inclinación de cabeza– todavía no lo he felicitado.
Y señaló la condecoración.
–Gracias. –contestó Karenin– Hoy hace un día muy hermoso –añadió, subrayando, como acostumbraba, la expresión «hermoso».
Sabía que se burlaban de él, pero como no esperaba de ellos otra cosa, se mostraba perfectamente indiferente.
Al ver los amarillentos hombros de Lidia Ivanovna emergiendo del corsé –la Condesa llegaba en aquel instante a la puerta–, al ver sus hermosos ojos pensativos que le llamaban, Karenin sonrió mostrando sus dientes blancos y fuertes y se acercó a ella.
Lidia Ivanovna ––como siempre le sucedía últimamente- había tardado mucho en vestirse. El fin que perseguía haciéndolo con tanto esmero era ahora distinto del de treinta años atrás. Entonces, lo que quería era embellecerse con lo que fuera y cuanto más mejor. Ahora, por el contrario, había de adornarse forzosamente de un modo que no correspondía a sus años y aspecto y debía, por tanto, preocuparse de que el contraste de su atavío con su apariencia no fuera demasiado ostensible. Por lo que tocaba a Karenin, lo había conseguido; él, no sólo no lo notaba, sino que la encontraba incluso atractiva.
Para Alexis Alexandrovich, la Condesa era, en el mar de enemistad y burla que lo rodeaba, la única isla de buena disposición y hasta de amor hacia él.
A lo largo de toda una hilera de miradas irónicas, los ojos de Alexis Alexandrovich se dirigían a la enamorada mirada de ella con tanta naturalidad como una planta hacia la luz.
–Lo felicito –dijo ella indicándole la banda.
Karenin, conteniendo una sonrisa de placer, se encogió de hombros y cerró los ojos, como dando a entender que tal cosa no le importaba. Sin embargo, la Condesa sabía que él, aunque no lo confesara, hallaba en ello sus principales alegrías.
–¿Cómo está nuestro ángel? –preguntó Lidia Ivanovna, aludiendo a Sergei.
–No puedo decir que esté muy contento de él –repuso Karenin, arqueando las cejas y abriendo los ojos –Tampoco Sitnikov lo está.
Sitnikov era el profesor a quien estaba confiada la educación de Sergei.
–Como ya le he dicho, en Sergei hay cierta indiferencia hacia las cuestiones fundamentales que deben interesar el espíritu de todos los hombres y de todos los niños –siguió Alexis Alexandrovich, tratando de lo único que le interesaba después del servicio: la educación de su hijo.
Cuando Karenin, ayudado por la Condesa, volvió a la vida activa, lo primero en que hubo de pensar fue en la educación de aquel hijo que había quedado a su cuidado.
No habiéndose ocupado nunca antes de problemas de educación, Alexis Alexandrovich consagró algún tiempo al estudio teórico del asunto. Después de leer varios libros antropológicos, pedagógicos y didácticos, elaboró un plan de educación y, buscando al mejor profesor de San Petersburgo para instruir al niño, comenzó la obra, que le preocupaba constantemente.
–Pero, ¿y su corazón? Yo encuentro en el niño el corazón de su padre y, con un corazón así, no puede ser malo –dijo la Condesa afectuosamente.
–Tal vez tenga razón… En cuanto a mí, cumplo mi deber. No puedo hacer otra cosa.
–Venga a mi casa. –dijo Lidia Ivanovna tras un largo silencio– Tenemos que hablar de algo muy penoso para usted. Yo lo habría dado todo por librarlo de ciertos recuerdos, pero otros no opinan así. He recibido una carta de ella. Está aquí, en San Petersburgo.
Karenin se estremeció al oír aludir a su mujer pero en seguida se dibujó en su rostro la impasibilidad que expresaba su completa impotencia en aquel asunto.
–Lo esperaba –dijo.
La condesa Lidia Ivanovna lo miró extasiada. Lágrimas de admiración ante la grandeza de alma de aquel hombre asomaron a sus ojos.
QUINTA PARTE – Capítulo 25
Cuando Karenin entró en el pequeño y acogedor gabinete de la Condesa, lleno de porcelanas antiguas y con las paredes cubiertas de retratos, la dueña no se hallaba aún allí. Estaba cambiándose de traje. Sobre la mesa redonda había un mantel, un servicio de porcelana y una tetera de plata que funcionaba con alcohol.
Karenin miró, distraído, los innumerables y bien conocidos retratos que ornaban el gabinete y, sentándose a la mesa, abrió el Evangelio que había en ella.
El roce del vestido de seda de la Condesa lo distrajo de su ocupación.
–Ahora sentémonos tranquilamente. –dijo ella, sonriendo, al pasar con prisas entre la mesa y el diván– Y hablaremos durante el té.
Tras una palabras preparatorias, respirando con dificultad y ruborizándose, Lidia Ivanovna entregó a su amigo la carta que recibiera.
Él la leyó y luego guardó un prolongado silencio.
–Creo que no tengo derecho a negarle esto –dijo con timidez, alzando la vista.
–Usted no ve mal en nada, amigo mío.
–Por el contrario, todo me parece mal. Pero, ¿es justo esto?
Su rostro expresaba indecisión, súplica de consejo, ayuda y orientación en aquel asunto que no sabía resolver.
–¡No! –interrumpió la Condesa– Todo tiene sus límites. Comprendo la inmoralidad –no era sincera del todo, ya que nunca había comprendido lo que lleva a las mujeres a la inmoralidad– pero la crueldad, no. ¿Y con quién? ¿Con usted…? ¿Es posible que ose habitar en la misma ciudad que usted? Nunca se es demasiado viejo para aprender. Ahora empiezo a comprender su superioridad y la bajeza de ella.
–¿Quién puede tirar la primera piedra? –repuso Karenin, visiblemente satisfecho de su papel– Le he perdonado todo y no puedo privarla de una exigencia de su amor… su amor hacia su hijo.
–¿Amor realmente, amigo mío? ¿Es sincero eso? Supongamos que usted la ha perdonado y la perdona. Pero, ¿tenemos derecho a influir en el alma de ese ángel? Él imagina que su madre está muerta, reza por ella y pide a Dios que le perdone sus pecados. Y más vale que sea así… ¿Qué va a pensar el niño ahora?
–No sé –contestó Karenin visiblemente conturbado.
La Condesa se cubrió el rostro con las manos y calló. Rezaba.
–Si quiere usted oír mi consejo –dijo, después de haber rezado, descubriéndose el rostro– le diré que no le recomiendo que haga tal cosa. ¿Acaso no veo cómo sufre usted, cómo sangran de nuevo sus heridas? Admitamos que prescinda usted de sí mismo pero esto, ¿a qué le conduciría? A nuevos sufrimientos para usted y torturas para el niño. Si quedase en ella algo humano, ella misma lo debería desear. Así se lo aconsejo sin vacilaciones. Si me lo permite, le escribiré.
Karenin consintió y Lidia Ivanovna escribió, en francés, la siguiente carta:
Señora:
El hacer que su hijo la recuerde, puede provocar en él preguntas imposibles de contestar sin despertar en el alma del niño sentimientos reprobatorios de lo que debe ser sagrado para él. Le ruego por eso que considere la negativa de su marido en un sentido de amor cristiano.
Ruego a Dios Omnipotente que sea misericordioso con usted.
La Condesa Lidia.
La carta obtuvo el secreto fin que la Condesa se ocultaba incluso a sí misma: ofender a Anna en lo más profundo de su alma.
En cuanto a Karenin, al volver de casa de la Condesa, no pudo aquel día entregarse a sus ocupaciones habituales con la tranquilidad de ánimo propia de un creyente salvado, tal como antes se sentía.
El recuerdo de su mujer, tan culpable ante él y ante la que se había conducido como un santo, como con razón decía Lidia Ivanovna, no habría debido turbarle pero, a pesar de todo, no se sentía tranquilo, no comprendía el libro que estaba leyendo, no podía alejar de sí la evocación torturadora de sus relaciones con ella, de las faltas que con respecto a Anna le parecía haber cometido.
El recuerdo de cómo recibiera, volviendo de las cameras, la confesión de su infidelidad le atormentaba como un remordimiento, en especial al acordarse de que él únicamente le había pedido que guardase las apariencias y al pensar en que no había desafiado a Vronsky.
También lo torturaba el recuerdo de la carta que le escribiera entonces, sobre todo, el perdón que le había concedido, perdón completamente estéril, y el recuerdo de la piña del otro, que hacía arder su corazón de vergüenza y arrepentimiento.
El mismo sentimiento de vergüenza y arrepentimiento experimentaba ahora al evocar su pasado con ella y las torpes palabras con que, tras larga indecisión, había pedido su mano.
«¿Qué culpa tengo yo?», se preguntaba.
Tal pregunta motivaba siempre otra: ¿cómo sienten, aman y se casan hombres como Vronsky, Oblonsky o aquel chambelán de gruesas piernas?
Y recordaba toda una procesión de hombres de aquellos, fuertes, pictóricos, seguros de sí mismos, que siempre despertaban en todas partes su curiosa atención.
Apartaba de sí tales pensamientos, tratando de convencerse de que no vivía para la existencia terrestre, pasajera, sino para la eterna, y que en su alma reinaban la paz y el amor.
Mas el hecho de que en tal vida, pasajera e insignificante según le parecía, hubiera cometido algunos errores lo atormentaba tanto como si no existiese la salvación eterna en que creía. La tentación duró, no obstante, poco y de nuevo se restableció en el alma de Karenin la tranquilidad y elevación gracias a las cuales podía olvidar lo que no deseaba recordar para nada.
QUINTA PARTE – Capítulo 26
–Kapitonich –dijo Sergei, colorado y alegre, al volver de pasear la víspera del día de su cumpleaños, entregando su poddievska al viejo portero, que le sonreía desde lo alto de su estatura––– ¿Ha venido hoy aquel empleado de la mejilla vendada? ¿Lo ha recibido papá?
–Le recibió, señorito. En cuanto salió el secretario, lo anuncié. –dijo el portero, guiñando jovialmente el ojo– Déjeme que le ayude a quitarse…
–Sergei. –dijo el preceptor eslavo, parándose en la puerta que daba a las habitaciones interiores– Quítese usted mismo los chanclos.
Aunque Sergei oyó la voz débil del preceptor, no le hizo caso. De pie, agarrándose al cinturón del portero agachado, le miraba el rostro.
–¿Y le concedió papá lo que necesitaba?
Kapitonich hizo con la cabeza una señal afirmativa.
Tanto Sergei como el portero se interesaban por aquel empleado, que había ido allí ya siete veces a pedir no se sabía qué a Alexis Alexandrovich. El niño lo había encontrado en el vestíbulo y oyó cómo suplicaba con voz lastimera al portero que lo anunciase, diciendo que a él y a sus hijos no les quedaba otro recurso que dejarse morir.
Sergei encontró al funcionario otra vez y, a partir de entonces, se interesó por él.
–¿Y estaba muy alegre? –preguntó.
–Figúrese. Salía casi saltando…
–¿Han traído algo? –preguntó Sergei, después de una pausa.
–Una cosa de la Condesa, señorito –dijo el portero en voz baja.
Sergei comprendió en seguida que aquello de que hablaba el portero era el regalo que Lidia Ivanovna le hacía por su cumpleaños.
–¿Dónde está?
–Korney se lo llevó a papá. Debe de ser una cosa muy buena.
–¿Cómo es de grande? ¿Así?
–Algo menos, pero muy buena…
–¿Un libro?
–No, otra cosa… Ande, ande; lo está llamando Basilio Lukich ––dijo el portero, oyendo los pasos del preceptor, que se acercaba y librándose suavemente de la manita calzada a medias con un guante azul, que se asía a su cinturón, y señalando con la cabeza a Lukich.
–Voy en seguida, Basilio Lukich –dijo Sergei con la sonrisa alegre y afectuosa que desarmaba siempre al severo preceptor.
Sergei estaba muy alegre; se sentía demasiado feliz como para no compartir con el portero la satisfacción familiar de lo que le había informado en el jardín de Verano la sobrina de la condesa Lidia Ivanovna.
Tal alegría le parecía particularmente importante, sobre todo por coincidir con la del humilde funcionario y la que le proporcionaba la idea de los juguetes que le habían traído. A Sergei le parecía que en este día todos habían de estar alegres y satisfechos.
–¿Sabes que papá ha recibido la condecoración de Alexander Nevsky?
–Sí. Ya han venido a felicitarle.
–¿Y está contento?
–¡Cómo no va a estar contento recibiendo esa condecoración del Zar? Eso significa que lo merece – repuso el portero, severo y grave.
Sergei quedó pensativo y escudriñó el conocido rostro del portero hasta en sus menores detalles, en especial su barbita entre las dos patillas, en la que nadie reparaba excepto Sergei, que la miraba siempre desde abajo.
–¿Hace mucho que no te visita tu hija?
La hija del portero era bailarina en el Teatro Imperial.
–Entre semana no puede venir. También ellas estudian. Y usted tiene que estudiar igualmente. Váyase, señorito.
Entrando en la habitación, Sergei, en vez de sentarse a estudiar, expresó al maestro su suposición de que lo que le habían regalado debía de ser una máquina.
–¿Qué piensa usted? –le preguntó.
Basilio Lukich sólo pensaba que tenía que estudiar la lección de gramática, porque el profesor llegaba a las dos.
–Dígame, Basilio Lukich, –suplicó el niño, ya sentado a la mesa de estudio, con el libro en la mano –¿qué condecoración hay más importante que la de Alexander Nevsky? ¿Sabe usted que se la han otorgado a papá?
Basilio Lukich contestó que la condecoración superior era la de Vladimiro.
–¿Y más que ésa?
–La de Andrei Pervosvanny es superior a todas.
–¿Y no hay otra más alta?
–No lo sé.
–¿Cómo? ¿Tampoco usted lo sabe?
Sergei, apoyando los codos en la mesa, quedó pensativo.
Sus pensamientos eran complejos y varios. Imaginaba que su padre iba a recibir de repente las condecoraciones de Andrei y Vladimiro y que, en consecuencia, se mostraría mucho más indulgente para la lección de hoy; pensaba que cuando fuera mayor, recibiría él también todas aquellas condecoraciones y, asimismo, las que se crearan superiores a la de Andrei. Apenas las crearan, Sergei las merecería. Y si las creaban más altas aún, también él habría de obtenerlas al punto.
Pensando así, pasó el tiempo y, cuando llegó el profesor, la lección de tiempo, lugar y modo no estaba estudiada y el profesor quedó, no sólo descontento, sino hasta triste, ya que hizo afligirse al niño.
No se creía culpable de no haber estudiado la lección, ya que, a pesar de todo su deseo, no había podido hacerlo.
Mientras su maestro había estado con él, parecíale comprender; pero en cuanto quedó solo no pudo recordar ni entender más que una frase tan breve y obvia como que «de repente» era un modo adverbial; pero comprendió, en todo caso, que había disgustado al maestro.
Escogió un momento en que el profesor miraba, en silencio, el libro.
–Mijail Ivanovich, ¿cuándo es su santo? –le preguntó bruscamente.
–Mejor sería que atendiese usted a sus lecciones. El día del santo de uno no tiene importancia para una persona inteligente. Es un día como otro cualquiera en el que hay que trabajar como siempre.
Sergei miró atentamente al profesor, examinó su barba rala, sus lentes que descendían más abajo de la señal que le hacían sobre la nariz y quedó tan hundido en sus reflexiones que no entendió ya nada de lo que le explicaba.
Se hacía cargo de que el profesor no pensaba lo que decía y lo adivinaba por el tono en que habían sido pronunciadas aquellas palabras.
«¿Por qué se habrán puesto todos de acuerdo en hablar de un modo aburrido e inútil? ¿Por qué me rechaza? ¿Por qué no me quiere?»
Así se preguntaba con tristeza sin hallar contestación.