ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 27, 28 Y 29
Anna Karenina se encuentra con su hijo – Mikhail Vrubel – 1878
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 27
A esta lección seguía la de su padre. Mientras él venía, Sergei se sentó a la mesa, jugueteando con el cortaplumas y pensando.
En el número de las ocupaciones predilectas de Sergei figuraba la de buscar a su madre en el paseo. No creía en la muerte en general, ni en particular en la de su madre, aunque Lidia Ivanovna se lo dijera y papá se lo hubiera confirmado. Por eso, aun después de decirle que había muerto, cuantas veces salía a pasear, continuaba buscándola.
Toda mujer llena, graciosa, de cabellos oscuros, le parecía su madre. En cuanto veía una mujer así, se elevaba en él un sentimiento tan dulce que se ahogaba y las lágrimas le acudían a los ojos. Esperaba que ella, en aquel momento, se acercase a él y se levantase el velo. Vería todo su rostro sonreírle, la abrazaría, percibiría su perfume y la suavidad de su mano y lloraría de dicha, como una noche en que se tendió a sus pies y ella le hacía cosquillas y él reía mordiéndole su blanca mano llena de sortijas.
Cuando supo, casualmente, por el aya, que su madre no había muerto y que su padre y Lidia Ivanovna se lo habían dicho así porque ella era mala (en lo cual él, como la quería tanto, no creyó en modo alguno), siguió esperándola y buscándola todavía con más ahínco.
Hoy, en el Jardín de Verano, había visto una señora alta, con velo lila, a la que había seguido con la mirada, sintiendo el corazón estremecido, pensando que era ella, mientras la estuvo viendo avanzar a su encuentro por el caminito.
Pero la señora no llegó a su lado; desapareció no se sabía por dónde. Y, hoy, Sergei sentía más cariño que nunca hacia su madre y, mientras esperaba a su padre, sin darse cuenta, rayó con el cortaplumas todo el borde de la mesa, mirando ante sí con ojos brillantes y pensando en ella.
–Ya viene papá –interrumpió Basilio Lukich.
Sergei se levantó de un salto, corrió hacia su padre y, después de besarle la mano, lo miró atentamente, esperando descubrir en su rostro señales de alegría relativas a la condecoración de Alejandro Nevsky.
–¿Te has divertido en el paseo? –preguntó Karenin, sentándose en su butaca, acercando la Biblia y abriéndola.
Aunque Alexis Alexandrovich decía a menudo a Sergei que todo cristiano debe conocer bien la Historia Sagrada, él mismo solía consultar la Biblia a menudo y su hijo no dejaba de observarlo.
–Sí, me divertí mucho, papá. –repuso el niño, sentándose de lado en la silla y balanceándola, lo cual le estaba prohibido– He visto a Nadeñka –se refería a una sobrina de Lidia Ivanovna que vivía en casa de ésta– y me ha dicho que le han dado a usted una nueva condecoración. ¿Está usted satisfecho, papá?
–Ante todo, no te balancees así. –repuso su padre– Y luego, lo que debe agradar es el trabajo y no su recompensa. Desearía que te fijaras mucho en esto. Si trabajas y estudias tus lecciones sólo por el premio, el trabajo te parecerá muy pesado. Pero cuando trabajes por amor al trabajo, hallarás en él la mejor recompensa.
Alexis Alexandrovich hablaba así recordando cómo se había sostenido a sí mismo con la idea del deber durante el aburrido trabajo de aquella mañana, consistente en firmar ciento dieciocho documentos.
El dulce y alegre brillo de los ojos de Sergei se apagó y bajó la vista al encontrar la de su padre. Aquel tono, bien conocido, era el que empleaba siempre con él y Sergei sabía cómo debía acogerlo. Su padre le hablaba como dirigiéndose a un niño imaginario, –o así le parecía a Sergei– a un niño como los que se hallan en los libros y a los que Sergei no se parecía en nada.
Pero el niño procuraba, entonces, fingir que era uno de aquellos niños de los libros.
–Espero que lo comprendas –concluyó su padre.
–Sí, papá –respondió Sergei, fingiendo ser aquel niño imaginario.
La lección consistía en escribir de memoria algunos versículos del Evangelio y en dar un repaso al Antiguo Testamento.
Sergei conocía bastante bien los versículos del Evangelio pero ahora, mientras los recitaba, se fijó en el hueso de la frente de su padre y al observar el ángulo que formaba con la sien, el chiquillo se confundió en los versículos y el final de uno lo colocó en el principio de otro que empezaba con la misma palabra.
Karenin notó que el niño no comprendía lo que estaba diciendo y se irritó.
Arrugó el entrecejo y empezó a decir lo que Sergei oyera ya cien veces y no podía recordar por comprenderlo demasiado bien, al estilo de la frase «de repente», que era un modo adverbial.
Miraba, pues, a su padre con asustados ojos, pensando sólo en una cosa: en si le obligaría a repetir lo que decía ahora, como sucedía a veces.
Pero su padre no le hizo repetir nada y pasó a la lección del Antiguo Testamento, Sergei recitó bien los hechos, pero cuando pasó a explicar la significación profética que tenían algunos, manifestó una total ignorancia, a pesar de que ya había sido otra vez castigado por no saber la misma lección.
Y cuando no pudo ya contestar absolutamente nada y quedó parado, rayando la mesa con el cortaplumas, fue al tratar de los patriarcas antediluvianos. No recordaba a ninguno de ellos, excepto a Enoch, arrebatado vivo a los cielos. Antes recordaba los nombres, pero ahora los había olvidado completamente, sobre todo porque de todas las figuras del Antiguo Testamento la que prefería era la de Enoch y porque junto a la idea del rapto del profeta se mezclaba en su cerebro una larga cadena de pensamientos a los que se entregaba también ahora, mientras miraba con ojos extáticos la cadena del reloj y un botón a medio abrochar del chaleco de su padre.
Sergei se negaba en redondo a creer en la muerte, de la que le hablaban tan a menudo. No creía que pudieran morir las personas a quienes quería y, sobre todo, él mismo. Le parecía imposible e incomprensible.
Pero como le decían que todos terminaban muriendo, lo preguntó a personas en quienes confiaba y todos se lo confirmaron. El aya decía también que sí, aunque de mal grado. Pero Enoch no había muerto, lo que probaba que no todos mueren.
«¿Por qué no puede todo el mundo hacerse agradable a Dios para ser llevado vivo a los cielos?», pensaba Sergei. Los malos, es decir, los que Sergei no quería, sí podían morir, pero los buenos debían ser todos como Enoch.
–A ver: ¿cuáles fueron los patriarcas?
–Enoch, Enoch…
–Ya lo has dicho. Mal, muy mal, Sergei… Si no tratas de saber lo que más importancia tiene para un cristiano, ¿cómo puede interesarte lo demás? –dijo el padre, levantándose– Estoy descontento de ti y también lo está Pedro Ignatievich. –se refería al sabio pedagogo– Tendré que castigarte.
Padre y profesor estaban, en efecto, descontentos de Sergei. Y, a decir verdad, el niño era bastante desaplicado. Pero no podía decirse que fuera un niño de pocas aptitudes. Al contrario: era más despejado que otros a los que el profesor le ponía como ejemplo. A juicio de su padre, Sergei no quería estudiar lo que le mandaban. Pero en realidad no podía estudiar porque en su alma había exigencias más apremiantes que las que le imponían su padre y su profesor. Y como aquellas dos clases de exigencias estaban en oposición, Sergei luchaba contra sus educadores abiertamente.
Tenía nueve años, era un niño, pero conocía su alma, la quería y la cuidaba como el párpado cuida del ojo y, sin la llave del afecto, no permitía a nadie penetrar en ella. Sus educadores se quejaban, pero él no quería estudiar y, sin embargo, su alma rebosaba de ansia de saber. Y aprendía de Kapitonich, del aya, de Nadeñka, de Basilio Lukich, mas no de sus maestros. El agua con que el padre y el pedagogo trataban de mover las ruedas de su molino, ya goteaba y trabajaba por otro lado.
El padre castigó a Sergei prohibiéndole ir a casa de la sobrina de Lidia Ivanovna, pero el castigo, más que entristecerlo, lo alegró. Basilio Lukich estaba de buen humor y le enseñó a hacer molinos de viento.
Pasó, pues, toda la tarde trabajando y meditando en cómo podría hacer un molino en el cual uno pudiese girar asiéndose a las aspas o atándose a ellas.
No pensó en su madre en toda la tarde pero, una vez acostado, la recordó de pronto y rogó a Dios, a su manera, para que dejara de ocultarse y lo visitara al día siguiente, que era el de su cumpleaños.
–Basilio Lukich, ¿sabe por lo que he rezado, además de lo de todos los días?
–Por estudiar mejor.
–No.
–Por recibir juguetes.
–No. No lo adivinará. Es una cosa magnífica… pero es un secreto. Cuando llegue, se lo diré… ¿No lo adivina?
–No, no, no lo adivino. Dígamelo… –repuso Basilio Lukich, sonriendo, lo cual ocurría pocas veces– En fin, duérmase, más valdrá… Voy a apagar la vela.
–Sin la vela veo mejor lo que quiero ver y por lo que he rezado. ¡Por poco le descubro mi secreto! – exclamó Sergei, riendo alegremente.
Cuando se llevaron la vela, Sergei vio y sintió a su madre. Estaba de pie ante él y le acariciaba con su mirada amorosa. Luego había molinos, cortaplumas… En la mente de Sergei todo se fue confundiendo, hasta que se durmió.
QUINTA PARTE – Capítulo 28
Vronsky y Anna, al llegar a San Petersburgo, se hospedaron en uno de los mejores hoteles. Vronsky se instaló en el piso bajo y Anna, con la niña, la nodriza y la doncella, en un departamento de cuatro habitaciones.
El mismo día de su llegada, Vronsky visitó a su hermano y encontró allí a su madre, venida de Moscú para sus asuntos.
Su madre y su cuñada lo recibieron como siempre, le preguntaron por su viaje al extranjero, hablaron de sus conocidos y no dijeron ni una palabra de sus relaciones con Anna.
Pero cuando su hermano lo visitó al siguiente día, le preguntó por ella. Alexis Vronsky le declaró francamente que consideraba sus relaciones con Anna como un matrimonio legal y que esperaba arreglar el divorcio y casarse entonces pero que para él Anna era ya su mujer como cualquier otra y le rogaba que lo dijese así a su madre y a su cuñada.
–Si la buena sociedad no lo aprueba, me da igual. –añadió Vronsky– Pero si mi familia quiere conservar conmigo relaciones de parentesco, debe hacerlas extensivas a mi mujer.
Su hermano mayor, que respetaba siempre las ideas del otro, no sabía qué decir, hasta que el mundo sancionara o no esta decisión. Pero, como él personalmente no tenía nada que oponer, entró con Alexis a ver a Anna.
En presencia de su hermano, como ante los demás, Vronsky la trató de usted, como a una amiga íntima. Pero quedaba sobreentendido que el hermano conocía aquellas relaciones y se habló de que Anna fuera a la finca de los Vronsky.
Pese a su tacto mundano, Vronsky, en virtud de la falsa posición en que se encontraba, incurría en un extraño error. Debía haber comprendido que el mundo estaba cerrado para él y para Anna. Pero actualmente nacía en su cerebro la vaga idea de que, si eso era así antiguamente, ahora, dado el rápido progreso humano (a la sazón era muy partidario de todos los progresos), el punto de vista de la sociedad había cambiado y por tanto la cuestión de si ellos serían recibidos en sociedad o no, no estaba aún decidida.
«Claro que los círculos de la Corte no la recibirán», se decía, «pero los allegados deben y pueden comprendernos».
Se puede muy bien estar sentado con las piernas encogidas y sin cambiar de posición durante varias horas sabiendo que nada impedirá cambiar de postura. Pero si se sabe que obligatoriamente se ha de permanecer sentado con las piernas encogidas, se sufren calambres y los pies tiemblan y necesitan estirarse.
Lo mismo sentía Vronsky respecto al gran mundo. Aunque en el fondo de su alma sabía que estaba cerrado para ellos, quería probar a ver si, con el cambio de las costumbres, los aceptaba.
No tardó en darse cuenta de que el mundo seguía abierto para él personalmente, pero no para Anna. Como en el juego del gato y el ratón, los brazos que se alzaban para darle paso se bajaban al ir a pasar ella.
Una de las primeras mujeres distinguidas a quienes Vronsky vio, fue a su prima Betsy.
–¡Al fin! –exclamó alegremente Betsy– ¿Y Anna? ¡Cuánto me alegro de verlo! ¿Dónde han estado? Deben de encontrar muy feo San Petersburgo después de su espléndido viaje. ¡Ya me imagino su luna de miel en Roma! ¿Y el divorcio? ¿Lo han obtenido?
Vronsky notó que el entusiasmo de Betsy decaía algo cuando le contestó que aún no habían conseguido el divorcio.
–Van a lapidarme –dijo Betsy– pero, no obstante, visitaré a Anna. Sí, iré de todos modos. ¿Permanecerán aquí por mucho tiempo?
El mismo día, en efecto, visitó a Anna. Pero su tono era totalmente distinto del de antes. Se la notaba orgullosa de su atrevimiento y quería que Anna apreciase la fidelidad de sus sentimientos amistosos.
Sólo estuvo unos diez minutos. Habló de las novedades del mundo y al marcharse dijo:
–No me han dicho cuándo obtendrán el divorcio. Aunque yo me he liado la manta a la cabeza habrá algunas orgullosas que la recibirán fríamente mientras no estén casados. Y con lo sencillo que es eso ahora… Ça se fait… ¿Así que se van el viernes? Siento que no nos podamos ver más por ahora…
Por el acento de Betsy, Vronsky podía comprender lo que debía esperar del gran mundo, pero aun hizo una prueba más con la familia.
No ponía mucha esperanza en su madre. Sabía que ésta, tan entusiasmada con Anna cuando la conoció, era ahora inflexible con ella, pensando que había arruinado la carrera de su hijo. Pero Vronsky confiaba mucho en su cuñada Varia. Parecíale que ella, incapaz de tirar la primera piedra, resolvería, con toda naturalidad, ver a Anna y recibirla en su casa.
Al día siguiente de llegar, fue, pues, a visitarla y, hallándola sola, le expuso francamente su deseo.
Varia, después de oírlo, le contestó:
–Ya sabes, Alexis, que te aprecio y estoy dispuesta a hacer por ti todo lo que sea. Pero he callado porque en nada puedo seros útil a Anna Arkadievna y a ti. –pronunció «Arkadievna» con una entonación particular –No pienses, te lo ruego –prosiguió– que la censuro. Eso nunca. Quizá yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. No puedo entrar en detalles –continuó con timidez, mirando el rostro grave de Vronsky– pero las cosas hay que llamarlas por su nombre. Tú quieres que yo vaya a su casa, que la reciba y que con eso la rehabilite ante el mundo. Pero, compréndelo, esto «no puedo hacerlo». Tengo hijos, debo vivir en sociedad por mi marido. Si visito a Anna Arkadievna ella comprenderá que no puedo invitarla a casa o que debo hacerlo de manera que no se encuentre aquí con nadie y eso la ofenderá también No puedo levantarla de…
–No creo que Anna haya caído más bajo que cientos de mujeres que vosotros recibís –interrumpió Vronsky con mayor gravedad.
Y se levantó, adivinando que la decisión de su cuñada era irrevocable.
–Te ruego, Alexis, que no te enfades conmigo. Comprende que no tengo la culpa…
Y Varia lo miraba con tímida sonrisa.
–No me enfado contigo –repuso él, siempre serio– pero esto en ti me es doblemente penoso y lo siento porque rompe nuestra amistad. Ya comprenderás que para mí no puede ser de otro modo.
Y con esto, Vronsky la dejó.
Reconoció, pues, que sus esfuerzos eran vanos y que debía pasar aquellos días en San Petersburgo como en una ciudad desconocida, evitando su relación con el mundo de antes, para no sufrir escenas desagradables y no soportar dolorosas ofensas.
Una de las cosas principalmente ingratas en su situación, era que su nombre y el de Karenin se oían en todas partes. Imposible hablar de nada sin que el nombre de Alexis Alexandrovich surgiera en la conversación, imposible ir a parte alguna sin riesgo de encontrarlo.
Así, al menos, le parecía a Vronsky, de la misma manera que a un enfermo a quien le duele el dedo se le antoja que todos los golpes van a parar a él.
A Vronsky la existencia en San Petersburgo le fue todavía más penosa, porque durante todo aquel tiempo advirtió en Anna una actitud incomprensible para él.
Algo la atormentaba, sin duda, y algo le ocultaba. No mostraba reparar en las afrentas que emponzoñaban la vida de él y que, dada su aguda sensibilidad, debían forzosamente de haberle sido también a ella muy dolorosas.
QUINTA PARTE – Capítulo 29
Uno de los fines principales del viaje a Rusia, era, para Anna, ver a su hijo.
Desde que salió de Italia, la idea de verle no dejó un momento de conmoverla y, cuanto más se acercaba a San Petersburgo, mayor le parecía el encanto y la transcendencia de aquel encuentro con el niño.
Figurábasele sencillo y natural ver a su hijo, hallándose en la misma ciudad que él; pero, una vez en San Petersburgo, se hizo evidente su situación ante la sociedad y comprendió que no sería nada fácil arreglar aquella entrevista.
Llevaba ya dos días en la ciudad y, aunque la idea de verle no la dejaba un momento, no había adelantado ni un solo paso en aquel camino.
Anna reconocía que no tenía derecho a ir abiertamente a casa de Karenin, a riesgo de encontrarlo y que podía muy bien suceder que le prohibieran la entrada, cosa que la habría llenado de vergüenza.
Sólo el pensar en escribir a su marido y cruzar cartas con él, le suponía ya un tormento. Únicamente cuando no se acordaba de su marido, podía estar tranquila. Ver a su hijo en el paseo, enterándose de a dónde y cuándo salía el niño, no le bastaba. ¡Se preparaba tanto para esa entrevista, tenía tantas cosas que decirle, deseaba tan ardientemente besarlo y poderlo estrechar entre sus brazos!
La vieja aya de Sergei podía orientarla y aconsejarla en ello. Pero el aya no estaba en casa de Karenin.
Entre estas dudas y en la búsqueda del aya, pasaron dos días.
Al informarse de las relaciones que unían ahora a Karenin y a Lidia Ivanovna, Anna decidió al tercer día escribir a la Condesa.
Aquella carta, que le costó tanto trabajo y en la que mencionaba intencionadamente la grandeza de alma de su marido, estaba escrita con la esperanza de que la viese él y, continuando en su papel magnánimo, le concediera lo que pedía.
El enviado que llevara la carta trajo una respuesta cruel e inesperada: que no había contestación.
Jamás se sintió tan humillada como en aquel momento en que, llamando al enviado, le oyó detallar cómo le habían hecho esperar y cómo, luego, le dijeron que no había respuesta.
Anna se sintió humillada y ofendida pero reconocía que, desde su punto de vista, la condesa Lidia Ivanovna tenía razón.
Su dolor era tanto más hondo, cuanto que había de soportarlo ella sola. No podía ni quería compartirlo con Vronsky. Sabía que, aunque era él la causa principal de su desventura, la entrevista con su hijo había de parecerle una cosa sin importancia. A su juicio, Vronsky no podría comprender nunca toda la intensidad de su sufrimiento y temía, como nunca había temido, experimentar hacia él un sentimiento hostil al notar el tono frío en que habría, sin duda, de hablarle de aquello.
Anna pasó en casa todo el día, meditando medios para conseguir su propósito, hasta que, al fin, decidió escribir una carta a su marido. Ya la tenía redactada cuando le llevaron la de Lidia Ivanovna.
El silencio de la Condesa la había hecho conformarse pero su carta y lo que pudo leer en ella entre líneas la irritaron tanto, le pareció tan excesiva aquella maldad ante su natural cariño a su hijo, que se indignó contra los demás y dejó de inculparse a sí misma.
«¡Qué frialdad! ¡Qué fingimiento!», se decía. «Quieren ofenderme y hacer sufrir al niño. ¿Y he de obedecerlos? ¡Jamás! Ella es peor que yo, que, al menos, no miento.»
Y decidió, en seguida, que al día siguiente, cumpleaños de Sergei, iría a casa de su marido, sobornaría a los criados, los engañaría; pero vería a su hijo, costara lo que costara, y destruiría el terrible engaño de que rodeaban a la desgraciada criatura.
Fue a un almacén de juguetes, compró un sinfín de cosas y estudió un plan.
Temprano, a eso de las ocho de la mañana, antes de que Alexis Alexandrovich se hubiera levantado, acudiría a la casa. Llevaría en la mano dinero para el portero y el lacayo, a fin de que ellos la dejasen entrar y, sin levantarse el velo, les diría que iba de parte del padrino de Sergei para felicitarle y que le habían encargado que pusiera los juguetes por sí misma junto a la cama del niño.
Lo único que no preparó fue las palabras que diría a su hijo, pues por más que lo había meditado no se le ocurrió lo que le había de decir.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Anna, apeándose de un coche de alquiler, llamó a la puerta principal de la casa que un día fuera suya.
–Vaya a ver quién es. Parece una señora –dijo Kapitonich aún a medio vestir, con abrigo y chanclos, mirando por la ventana a la mujer que había junto a la puerta.
El ayudante del portero era un hombre desconocido para Anna. Apenas abrió la puerta, ella entró, sacó rápidamente del manguito un billete de tres rublos y se lo deslizó en la mano.
–Sergei, Sergei Alexandrovich –dijo Anna.
Y continuó rápida su camino.
El criado, una vez examinado el dinero, la detuvo en la puerta siguiente.
–¿A quién desea ver? ––dijo.
Notando la turbación de la desconocida, salió Kapitonich en persona al encuentro de la desconocida, la hizo pasar y le preguntó qué quería.
–Vengo de parte del príncipe Skeradumov a ver a Sergei Alexandrovich.
–El señorito no está levantado aún –repuso el portero mirándola con atención.
Anna no esperaba que el aspecto invariable de la casa donde había vivido nueve años pudiera causarle tan vivo efecto. Recuerdos alegres y penosos se elevaron uno tras otro en su alma, haciéndole olvidar por un momento el objeto de su visita.
–¿Desea esperar? –preguntó Kapitonich, ayudándole a quitarse el abrigo de pieles.
Al hacerlo, la miró al rostro, la reconoció y, sin decirle nada, la saludó con respeto.
–Haga el favor de entrar, Excelencia –dijo después.
Anna quiso hablarle pero la voz se le ahogó en la garganta. Y, mirando al viejo con aire culpable, subió la escalera con pasos leves y rápidos.
Kapitonich, inclinándose hacia delante y tropezando con los chanclos en los escalones, la seguía corriendo, tratando de alcanzarla.
–Está allí el preceptor. Quizá no se haya vestido. Iré a anunciarla.
Anna seguía subiendo la escalera tan conocida sin entender lo que le decía el anciano.
–Aquí, a la izquierda, haga el favor. Perdone que no esté limpio aún… El señorito duerme ahora en el cuarto del diván –murmuró el portero, esforzándose en recobrar la respiración–. Perdone, Excelencia, pero conviene esperar un poco. Iré a mirar…
Y, adelantándose a Anna, abrió a medias una alta puerta y desapareció tras ella.
Anna esperó.
El portero salió de nuevo.
–El señorito acaba de despertar ––dijo.
En el mismo momento en que el anciano portero pronunciaba estas palabras, Anna oyó un bostezo infantil.
En aquel sonido reconoció a su hijo y le pareció ya verlo ante ella.
–¡Déjeme! ¡Déjeme y váyase! –pronunció Anna, cruzando la alta puerta.
A la derecha de la entrada había una cama y en ella estaba sentado el niño que, vestido sólo con una camisita, terminaba de desperezarse, inclinando el cuerpo.
En el momento en que sus labios se juntaron de nuevo, se dibujó en ellos una sonrisa feliz y con aquella sonrisa el niño se dejó caer otra vez en el lecho, vencido por un suave sueño.
–¡Sergei! –llamó Anna, acercándose con paso cauteloso.
Durante su separación y más aún en aquellos días en que la inundaba tan viva ternura por su hijo, Anna lo imaginaba como un niño de cuatro años, ya que fue a aquella edad cuando más lo había querido. Pero ahora no, estaba tal como lo dejó.
Su aspecto difería mucho del de un niño de cuatro años; había crecido y adelgazado. ¡Oh, qué delgado tenía el rostro, qué cortos los cabellos y qué largos los brazos! ¡Cuán diferente era de cuando ella lo había dejado!
Pero era él, con su misma forma de cabeza, con sus labios, con su suave cuello y sus anchos hombros.
–¡Sergei! –repitió al oído mismo del niño.
Sergei se incorporó sobre un codo, movió la cabeza a ambos lados como buscando algo y abrió los ojos.
Por algunos segundos miró silencioso e interrogativo a su madre, inmóvil ante él.
De pronto, rió lleno de dicha y, cerrando de nuevo sus ojos cargados de sueño, se dejó caer otra vez, pero no hacia atrás, sino en los brazos de su madre.
–¡Sergei, querido niño mío! –exclamó Anna, sofocada, abrazando el amado cuerpecito.
–¡Mamá! –contestó el niño, moviéndose en todas direcciones para que su cuerpo rozara por todas partes los brazos de su madre.
Sonriendo medio dormido, siempre con los ojos cerrados, y apoyándose con sus manos gordezuelas en la cabecera de la cama, se asió a los hombros de su madre y se dejó caer sobre su regazo, exhalando ese agradable olor que sólo tienen los niños en el lecho. En seguida, empezó a frotarse el rostro contra el cuello y los hombros de su madre.
–Ya sabía, ––dijo, abriendo los ojos– que habrías de venir. Hoy es el día de mi cumpleaños… Me he despertado ahora mismo y voy a levantarme…
Y, mientras hablaba, se quedó de nuevo dormido.
Anna lo miraba con afán, viendo cuánto había crecido y cambiado en su ausencia. Reconocía y desconocía a la vez sus piernas desnudas, ahora tan largas, sus mejillas enflaquecidas, los cortos rizos de su nuca, que tantas veces había besado.
Estrechaba todo aquello contra su corazón y no podía hablar, ahogada por las lágrimas.
–¿Por qué lloras, mamá? –preguntó el niño, despertando por completo, ¿Por qué lloras, mamá? –gritó con voz quejumbrosa.
–No lloraré más. Lloro de alegría. ¡Hace tanto que no te veo! No, no lloraré más, no lloraré… –dijo, devorando sus lágrimas y volviendo la cabeza– Ea, ya es hora de vestirte –añadió, recobrando algo de su serenidad, después de un silencio.
Y, sin soltar sus manos, se sentó al lado de la cama en una silla, sobre la que estaba la ropa del pequeño.
–¿Cómo te vistes sin mí? ¿Cómo…? –dijo, tratando de expresarse con voz natural y alegre.
Pero no pudo terminar y volvió una vez más la cara.
–No me lavo ya con agua fría; papá no me deja. ¿Has visto a Basilio Lukich? Vendrá ahora… ¡Ah, te has sentado sobre mi vestido!
Sergei rió a carcajadas. Anna lo miró, sonriendo.
–¡Mamá, querida mamá! –gritó el chiquillo, lanzándose de nuevo a ella y abrazándola.
Parecía que sólo ahora, al ver su sonrisa, comprendió lo que pasaba.
–Esto no te hace falta –siguió el niño quitándole el sombrero.
Y cuando Anna estuvo sin él, Sergei como si en aquel momento la viese por primera vez, se precipitó a ella para besarla.
–¿Qué pensabas de mí? ¿Creías que había muerto?
–No lo creí nunca.
–¿No lo creíste, hijito mío?
–¡Sabía que no, sabía que no! –respondió el niño empleando su frase predilecta.
Y cogiendo la mano de su madre, que acariciaba sus cabellos, la oprimió contra sus labios y la besó.