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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: junio 30th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 30, 31, 32 Y 33

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 30
Entre tanto, Basilio Lukich que, al principio no había comprendido quién era aquella señora, suponiendo por la conversación que aquella era la esposa que había abandonado a su marido y a la que no conocía, por no estar ya en la casa cuando él llegara allí, dudaba si debía entrar o no y si procedía avisar a Karenin.
Pensando, al fin, que su deber era despertar diariamente a Sergei a una hora fija y que para hacerlo no debía preocuparse de quien estuviese allí, fuera su madre o cualquier otra persona, ya que a él sólo le incumbía cumplir su obligación, Basilio Lukich vistióse, se acercó a la puerta y la abrió.
Pero las caricias de madre a hijo, el tono de su voz y lo que se decían, le forzó a cambiar de decisión.
Movió la cabeza y cerró la puerta, con un suspiro.
«Esperaré diez minutos más», se dijo, tosiendo y secándose las lágrimas.
Entre los criados, mientras tanto, reinaba gran agitación. Todos sabían que había llegado la señora, que Kapitonich la había dejado entrar, que ahora estaba en el cuarto del niño y que el señor entraba a verle todos los días a eso de las nueve…
Todos comprendían que el encuentro de los esposos era una cosa imposible y que debían hacer cuanto estuviese en sus manos para impedirlo.
Korney, el ayuda de cámara, bajó a la portería para saber quién había dejado pasar a Anna y al saber que era Kapitonich, dirigió al viejo una severa reprimenda.
El portero callaba obstinadamente pero cuando Korney dijo que merecía que le despidiesen, Kapitonich se acercó al criado y, agitando las manos ante su rostro, le dijo:
–¿Acaso tú no la habrías dejado entrar? He servido diez años aquí y sólo he visto en ella bondad. ¡Me habría gustado verte a ti decirle que hiciera el favor de marcharse! ¡Claro, que tú sabes nadar en todas las aguas! Más valdría que pensaras en lo que robas al señor y en los abrigos de castor que le quitas…
–¡Soldado! ––exclamó Korney con desprecio y se volvió hacia el aya, que entraba en aquel instante.
–¿Sabe María Efinovna que la ha dejado entrar sin decir nada a nadie? Y Alexis Alexandrovich va a salir ahora mismo e irá al cuarto del chico…
–¡Qué cosas, qué cosas! –exclamaba el aya– Podría usted entretener un rato al señor, Korney Vasilievich, mientras yo subo corriendo para hacerla salir… ¡Qué cosas, Dios mío, qué cosas!
Cuando el aya penetró en el cuarto de Sergei, éste contaba a su madre que él y Nadeñka se habían caído en la montaña rusa y dieron tres volteretas.
Anna escuchaba el sonido de su voz, veía su rostro y el juego de su expresión, sentía su mano, pero no entendía lo que le hablaba.
Tenía que marchar y dejarlo. No pensaba ni comprendía otra cosa. Oía los pasos de Basilio Lukich, que se acercaba a la puerta tosiendo, oía los del aya, que llegaba ya, pero continuaba sentada, como convertida en piedra, sin fuerzas para hablar ni para levantarse.
–¡Oh, mi señora! –––dijo el aya, acercándose, y besando sus manos y hombros– ¡Qué alegría ha dado Dios a nuestro niño el día de su cumpleaños! No ha cambiado usted nada, nada…
–No sabía que usted vivía ahora en casa, aya querida ––dijo Anna, serenándose por un momento.
–No vivo aquí, vivo con mi hija. He venido para felicitar a Sergei, mi querida señora Anna Arkadievna.
De pronto, rompió a llorar y volvió a besar las manos de Anna.
Sergei, con ojos y sonrisa radiantes, asiéndose con una mano a su madre y con la otra al aya, pisoteaba el tapiz con sus piernas llenas y descalzas. El efecto conmovedor con que su querida aya trataba a su madre, lo colmaba de júbilo.
–Mamá: el aya viene mucho a verme y cuando viene… ––empezó a contar el niño. Pero se detuvo al observar que el aya hablaba en voz baja a Anna, en cuyo rostro se dibujó el terror y algo parecido a la vergüenza, lo cual le sentaba muy mal.
Se inclinó hacia su hijo.
–Queridito mío… –murmuro. No dijo «adiós» pero el niño lo leyó en la expresión de su rostro –¡Oh querido, queridísimo Kutik! ––continuó Anna, dando al niño el nombre con que le llamaba de pequeño– ¿No me olvidarás? Tú…
No pudo hablar más.
¡Cuántas palabras pensó después que podía haberle dicho en este momento! Pero ahora no sabía ni podía decirle nada.
Y, sin embargo, Sergei comprendió cuanto ella hubiera querido decirle. Comprendió que era desgraciada y que lo quería y hasta comprendió que el aya decía en voz baja a su madre:
–Siempre viene hacia las nueve…
Y adivinó que hablaban de su padre y que ella y él no debían verse.
Todo esto lo comprendía, mas no comprendía el motivo, ni por qué se dibujaba el terror en el semblante de su madre. Sin duda ella no era culpable de nada, pero temía a su marido y se avergonzaba de algo.
Habría deseado hacer una pregunta que le aclarase aquellas dudas, pero no se atrevía a hacerla porque veía que su madre sufría y sentía piedad de ella. Apretándose contra su cuerpo, murmuró en voz baja.
–No te vayas todavía. Él tardará algo en venir…
La madre lo apartó un poco para ver si el niño se daba cuenta de lo que decía y, en su rostro asustado, leyó que el niño no sólo hablaba de su padre, sino que hasta parecía preguntar qué debía pensar de él.
–Sergei, querido hijito, ama mucho a tu padre. Es mejor y más bueno que yo. Yo me he portado mal con él. Cuando seas mayor lo comprenderás.
–¡No hay nadie más bueno que tú! –gritó el niño, con desesperación, a través de sus lágrimas.
Y cogiéndola por los hombros, la apretó con toda su fuerza con sus brazos temblorosos y tensos.
–¡Mi pequeño, mi querido Sergei! –dijo Anna.
Y se puso a llorar débilmente, como un niño, como lloraba él.
En aquel instante se abrió la puerta y apareció Basilio Lukich.
Próximos a otra puerta sonaron pasos. El aya dijo en voz baja:
–Ya viene.
Y entregó el sombrero a Anna.
Sergei se deslizó en la cama y rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos.
Anna separó aquellas manos, besó una vez más el rostro húmedo de lágrimas y con rápido paso salió de la alcoba.
Alexis Alexandrovich avanzaba en dirección opuesta. Al verla, se detuvo e inclinó la cabeza.
Aunque sólo un momento antes Anna afirmaba que él era mejor y más bueno que ella, en la mirada rápida que le dirigió, al distinguir su figura en todos sus detalles, la invadieron los habituales sentimientos de aversión, de odio y de envidia de que le hubiera quitado a su hijo.
Con rápido ademán se bajó el velo y salió de allí, casi a la carrera.
No había tenido tiempo de desenvolver los paquetes que con tanta ternura y tristeza comprara el día anterior, en la tienda, para su hijo y se los llevó consigo en el mismo estado.

QUINTA PARTE – Capítulo 31
A pesar de su inmenso deseo de ver a su hijo, a pesar del mucho tiempo que hacía que meditaba y preparaba la entrevista, Anna no esperaba que hubiese de impresionarla tan profundamente.
De vuelta a su solitario cuarto del hotel, no pudo comprender durante largo rato por qué estaba allí.
«Todo aquello ha terminado y vuelvo a estar sola», se dijo al fin.
Y, sin quitarse el sombrero, se dejó caer en una butaca próxima a la chimenea.
Fijó la mirada en el reloj de bronce próximo a la ventana y comenzó a reflexionar. La doncella francesa que trajera del extranjero entró para saber si debía vestirla.
Anna la miró sorprendida y dijo:
–Luego.
El criado llevó el café.
–Luego –volvió a decir.
La nodriza italiana, que acababa de vestir a la niña, entró y se la presentó a Anna.
La pequeña, llenita y bien nutrida, al ver a su madre tendió como siempre sus bracitos hacia ella, con las palmas de las manos vueltas hacia abajo y, sonriendo con su boca sin dientes, comenzó a mover las manitas como un pez las aletas, produciendo un ruido seco con los pliegues almidonados de su faldón.
Era imposible no sonreír, no besar a la niña; imposible no dejarle coger el dedo, al que ella se asió chillando y saltando con todo su cuerpo, imposible también no ofrecerle los labios que ella, persiguiendo un beso, tomó con su boquita.
Anna la cogió en brazos, la hizo saltar en ellos, besó su fresca mejilla… Pero, al ver a la pequeña, comprendió con claridad que lo que sentía por ella no era ni siquiera afecto comparado con lo que experimentaba por Sergei.
Todo en aquella niña era gracioso pero, sin saber por qué, no llenaba su corazón. En el primer hijo, aunque fuera de un hombre a quien no amaba, había concentrado todas sus insatisfechas ansias de cariño.
La niña había nacido en circunstancias más penosas y no se había puesto en ella ni la milésima parte de los cuidados que se dedicaran al primero.
Además, la niña no era aún más que una esperanza, mientras que Sergei era ya casi un hombre, un hombre querido, en el cual se agitaban ya pensamientos y sentimientos. Sergei la comprendía, la amaba, la estudiaba, pensaba Anna, recordando las palabras y las miradas de su hijo.
¡Y estaba separada de él para siempre!, no sólo materialmente, sino también en lo moral, y esta situación no tenía remedio.
Anna entregó la niña a la nodriza, dejó marchar a ésta y abrió el medallón que contenía el retrato de Sergei casi con la misma edad que ahora tenía la niña.
Luego se levantó y, quitándose el sombrero, tomó de una mesita el álbum en que había fotografías de él a diferentes edades y, para compararlas, las sacó todas.
Quedaba una, la última y la mejor. Sergei, vestido con camisa blanca, sentado a horcajadas sobre la silla entornaba los ojos y sonreía. Era su expresión más característica y aquella en la que había salido con más naturalidad.
Anna trató de sacar aquella fotografía con sus pequeñas manos blancas, con sus dedos largos y delgados, tirando de las puntas de la cartulina. Pero la fotografía se resistió y no pudo sacarla. Como no tenía plegadera a mano, sacó la fotografía inmediata, que era un retrato de Vronsky con sombrero redondo y cabellos largos, hecho en Roma, para empujar con ella el de Sergei.
«¡Ah, es él!», se dijo al ver la fotografía.
Y de pronto recordó quién era la causa de su actual dolor. En toda la mañana no lo había recordado una sola vez. Pero ahora, viendo aquel rostro noble y varonil, tan conocido y querido, Anna sintió de pronto que la inundaba una ola de ternura hacia Vronsky.
«¿Dónde estará? ¿Por qué me deja sola con mis penas?», pensó de pronto, con un sentimiento de reproche, olvidando que ella misma ocultaba a Vronsky todo lo referente a su hijo.
Envió a buscarlo, rogándole que subiera en seguida, y lo esperó imaginando, con el corazón palpitante, las palabras con que iba a contárselo todo y las expresiones de amor con que él la consolaría.
El criado subió diciendo que el señor tenía una visita, pero que iría en seguida y que deseaba saber si ella podía recibirlo en compañía del príncipe Jachvin, que había llegado a San Petersburgo.
«No vendrá solo… ¡Y no me ha visto desde ayer a la hora de comer!», pensó. «No podré explicárselo todo… Vendrá con Jachvin…»
De pronto le acudió a la mente un terrible pensamiento. ¿Habría dejado Vronsky de amarla?
Recordando los hechos de los últimos días, parecíale ver en cada uno de ellos la confirmación de sus sospechas.
El día anterior, Vronsky no había almorzado en casa; además insistió en que en San Petersburgo se instalaran separadamente; y ahora no venía solo, para evitar verla cara a cara.
« Debería decírmelo, debo saberlo… Si lo supiera, ya acertaría yo lo que me convendría hacer», se decía Anna, sintiéndose sin fuerzas para imaginar la situación en que quedaría cuando se cerciorase de la indiferencia de Vronsky.
Pensando que él había dejado de amarla, sentíase en un extraño estado de excitación, casi desesperada.
Llamó a la doncella y se fue al tocador. Al vestirse, se ocupó de su atavío más que todos aquellos días, como si Vronsky, en caso de que la hubiera dejado de amar, pudiese enamorarse de nuevo viéndola mejor vestida y peinada.
El timbre sonó antes de que hubiera terminado.
Cuando salió al salón, no fue la mirada de Vronsky, sino la de Jachvin, la primera que halló.
Vronsky contemplaba las fotografías de su hijo que ella había dejado sobre la mesa y no se apresuró a mirarla.
–Ya nos conocemos ––dijo Anna, poniendo su manecita en la manaza de Jachvin, que la saludaba confuso, ya que, en contraste con su enorme estatura, era un hombre de una gran timidez. –Nos conocimos en las carreras, el año pasado. ¡Démelas! ––dijo Anna, dirigiéndose ahora a Vronsky y asiendo con un rápido ademán los retratos que él examinaba y mirándole significativamente con sus ojos brillantes. –¿Qué tal este año las carreras? –preguntó luego a Jachvin– Yo he asistido a las del Corso, en Roma. Ya sé que a usted no le gusta la vida extranjera –agregó, sonriendo dulcemente– Lo conozco bien y sé todas sus preferencias, a pesar de las pocas veces que nos hemos visto.
–Lo siento, porque todas mis preferencias son, en general, de muy mal gusto –dijo Jachvin, mordiéndose la guía izquierda del bigote.
Después de charlar un rato y viendo que Vronsky consultaba el reloj, Jachvin preguntó a Anna si estaría mucho tiempo en San Petersburgo e irguiendo su imponente figura, cogió su gorra de uniforme.
–Creo que no mucho –repuso Anna, mirando a Vronsky con inquietud.
–¿De modo que ya no nos veremos? –preguntó a su amigo levantándose– ¿Dónde comes hoy?
–Vengan a comer los dos conmigo. ––dijo Anna, enfadándose consigo misma al notar que se ruborizaba como siempre que mostraba su situación ante una persona más– La comida aquí no es gran cosa, pero así se verán ustedes… Alexis, de sus compañeros de regimiento, es a usted a quien aprecia más.
–Muchas gracias –contestó Jachvin con una sonrisa en la que Vronsky leyó que Anna le había agradado.
Jachvin saludó y salió. Vronsky quedó un poco atrás.
–¿Te vas también? –preguntó Anna.
–Se me hace tarde ––contestó él.
Y gritó a Jachvin:
–¡Ahora te alcanzo!
Anna cogió la mano de Vronsky y, sin apartar la mirada de él, buscando en su mente lo que pudiera decir para retenerle, dijo:
–Espera, quiero decirte una cosa.
Le cogió la mano y la apretó contra su rostro.
– ¿Te disgusta que lo haya invitado a comer? –añadió.
–Has hecho muy bien –repuso Vronsky, con tranquila sonrisa, descubriendo las apretadas hileras de sus dientes y besándole la mano.
–Alexis, ¿sigues siendo el mismo para mí? –preguntó Anna, apretando la mano de él entre las suyas –Sufro mucho aquí, Alexis. ¿Cuándo nos vamos?
–Pronto, pronto… No sabes lo penosa que me resulta también a mí la vida aquí–dijo él retirando su mano.
–Ve, ve –repuso Anna ofendida.
La dejó y salió de la habitación rápidamente.

QUINTA PARTE – Capítulo 32
Cuando Vronsky volvió, Anna no estaba aún en casa.
A poco de irse él, según le dijeron, había llegado una señora y ambas se habían marchado juntas.
Que ella saliera sin decirle a dónde iba, lo que no había sucedido hasta ahora, y que por la mañana hubiese hecho lo mismo, todo ello unido a la extraña expresión del rostro de Anna y al tono hostil con que por la mañana, en presencia de Jachvin, le había arrebatado las fotografías de su hijo, obligó a Vronsky a reflexionar.
Se dijo que debía hablar con ella y la esperó en el salón.
Pero Anna no volvió sola, sino con su tía, la vieja solterona princesa Oblonskaya, que era la señora que había ido allí por la mañana y con la que Anna había salido de compras.
Al parecer, ella no veía la expresión, interrogativa y preocupada, del rostro de Vronsky, mientras le contaba alegremente lo que había comprado por la mañana. Él notó que le pasaba algo extraño. En sus ojos brillantes, cuando por un momento se detuvieron en Vronsky, había una atención forzada y hablaba y se movía con aquella rapidez nerviosa que en los primeros tiempos de sus relaciones con ella le seducía y que ahora le inquietaba y llenaba de disgusto.
La mesa estaba servida para cuatro. Todos se preparaban a pasar al comedorcito, cuando llegó Tuschkevich con un recado de la princesa Betsy para Anna.
Betsy le pedía perdón por no poder ir a saludarla antes de que marchase, ya que estaba indispuesta, y rogaba a su amiga que fuese a visitarla de seis y media a nueve.
Vronsky la miró al advertir que la hora que se le señalaba indicaba que se tomaban medidas para impedir que Anna coincidiese con nadie, pero ella pareció no advertirlo.
–Siento que no me sea posible ir precisamente a esa hora –dijo Anna con sonrisa imperceptible.
–La Princesa lo sentirá mucho.
–También yo.
–¿Irá usted a oír a la Patti? –preguntó Tuschkevich.
–¿La Patti? Me da usted una idea. Iría con gusto si fuese posible encontrar un palco.
–Yo lo puedo buscar –ofreció Tuschkevich.
–Se lo agradecería mucho. ¿Quiere comer con nosotros?
Vronsky se encogió levemente de hombros. Decididamente, no comprendía la actitud de Anna. ¿Por qué había hecho venir a la vieja Princesa, por qué invitaba a comer a Tuschkevich y –lo que era más sorprendente– por qué le pedía el palco? ¿Cómo era posible, en su situación, ir a oír a la Patti en un espectáculo de abono al que asistiría todo el gran mundo conocido? La miró con gravedad y ella le correspondió con una mirada atrevida, cuya significación Vronsky no pudo comprender y no supo si era alegre o desesperada.
Durante la comida, Anna estuvo agresivamente alegre y hasta pareció coquetear con Tuschkevich y con Jachvin.
Cuando se levantaron de la mesa, mientras Tuschkevich iba a buscar el palco y Jachvin salió para fumar, Vronsky bajó con él a sus habitaciones.
Permaneció allí unos minutos y volvió rápidamente arriba.
Anna estaba ya vestida con un traje de terciopelo claro, que se había hecho en París y que dejaba ver parte de su busto. En la cabeza llevaba una rica mantilla blanca que realzaba su rostro y conjuntaba muy bien con su belleza resplandeciente.
–¿Es que está usted realmente decidida a ir al teatro? –preguntó Vronsky, procurando eludir su mirada.
–¿Por qué me lo pregunta con ese temor? –repuso ella, ofendida de nuevo al notar que él no la miraba ¿Es que me está prohibido ir?
Al parecer, ella no comprendía el significado de sus palabras.
–Claro que nada lo prohíbe –contestó Vronsky, frunciendo el entrecejo.
–Lo mismo digo yo –repuso Anna, con intención, sin comprender la ironía de su tono y desplegando, calmosamente, su guante largo y perfumado.
–¡Por Dios, Anna! ¿Qué le pasa? –exclamó Vronsky, como si tratase de despertarla a la realidad en el mismo tono que lo hacía su marido en otros tiempos.
–No comprendo lo que me pregunta.
–Bien sabe que no es posible ir.
–¿Por qué? No voy sola. La princesa Bárbara ha ido a vestirse y me acompañará.
Vronsky se encogió de hombros, perplejo y desesperado.
–¿No sabe…? ––empezó.
–Ni lo quiero saber.–contestó Anna, casi a gritos– No quiero… ¿Acaso me arrepiento de lo hecho? ¡No, no y no! Y si hubiera empezado así desde el principio, habría sido mejor. Para usted y para mí lo único importante es una cosa: si nos amamos o no. ¡Y nada más! ¿Por qué vivimos aquí separados, sin apenas vernos? ¿Por qué no he de ir al teatro? Te quiero y todo lo demás me da igual –añadió en ruso, mirándole con un brillo en los ojos incomprensible para Vronsky–con tal que tú no hayas cambiado. ¿Por qué me miras así?
Él la miraba, en efecto, examinando la belleza de su rostro y su vestido, que le sentaba admirablemente.
Pero ahora su belleza y su elegancia eran, precisamente, lo que despertaba su irritación.
–Usted sabe que mis sentimientos no pueden cambiar pero le pido, le ruego, que no vaya –––dijo otra vez en francés con una suave súplica en su voz pero con fría mirada.
Anna no oía sus palabras; sólo veía el frío de su mirada y contestó con enfado:
–Le ruego que me diga por qué no puedo ir.
–Porque esto puede motivar… algún… algo…
Vronsky titubeó.
–No lo entiendo. Jachvin n’est pas compromettant y la princesa Bárbara no vale menos que otras. ¡Ah, aquí viene!

QUINTA PARTE – Capítulo 33
Vronsky experimentó por primera vez un sentimiento de enojo contra Anna por su voluntaria incomprensión de la situación presente, sentimiento que se hacía más vivo por la imposibilidad de explicarle la causa de su disgusto.
De decir francamente lo que pensaba, habría debido decirle:
«Presentarse con ese vestido en compañía de la Princesa, tan conocida por todos, significa, no sólo reconocer su papel de mujer perdida, sino, además, desafiar a toda la alta sociedad, es decir, renunciar a ella para siempre.»
Y eso no se lo podía decir.
«Pero, ¿cómo es posible que ella no lo comprenda? ¿Qué le sucede?», se preguntaba Vronsky, sintiendo a la vez que su respeto hacia Anna disminuía tanto como aumentaba su admiración por su belleza.
Con el entrecejo arrugado volvió a su habitación y, sentándose junto a Jachvin –quien, con los pies estirados sobre una silla, bebía coñac con agua de Seltz–, ordenó que le llevaran la misma bebida.
–Volviendo a lo de «Moguchy», el caballo de Lankovsky, –dijo Jachvin– es un buen animal y te aconsejo que lo compres.
Y prosiguió, mirando el rostro grave de su amigo:
–Es un poco caído de grupa, pero de cabeza y de patas no deja nada que desear.
–Creo que lo compraré –repuso Vronsky.
Se interesó en la charla sobre caballos, pero continuamente pensaba en Anna, escuchando sin querer los pasos que sonaban en el corredor y mirando el reloj de la chimenea.
–Anna Arkadievna ha ordenado que les diga que sale para el teatro –dijo el criado, entrando.
Jachvin vertió una copa más de coñac en el agua de Seltz, bebió y se levantó, abrochándose el uniforme.
–¿Vamos? –dijo, sonriendo levemente bajo el bigote y mostrando con su sonrisa que comprendía el descontento de Vronsky, aunque no le daba importancia.
–Yo no voy –repuso Vronsky, serio.
–Yo no puedo dejar de ir. Lo he prometido. Hasta luego, pues. Y, si no, ¿por qué no vas a butacas? Quédate con la de Krasinsky –dijo Jachvin, saliendo.
–Tengo que hacer.
«La mujer propia da muchas preocupaciones y la que no lo es, más aún», pensó Jachvin, al salir del hotel.
Vronsky, una vez solo, se levantó de la silla y se puso a pasear por la habitación.
«Hoy es la cuarta de abono. Eso significa que asistirá todo San Petersburgo. Seguramente, estarán allí mi madre y Egor con su mujer. Ahora Anna entra, se quita el abrigo, aparece en plena luz… Y con ella Tuschkevich, Jachvin, la princesa Bárbara…», pensaba Vronsky, imaginando la entrada de Anna en el teatro.
«¿Y yo? O dirán que tengo miedo, o que he librado en Tuschkevich de la obligación de protegerla. Por donde quiera que se mire, es absurdo. ¡Absurdo, absurdo! ¿Por qué se empeñará en ponerme en esta situación?», se preguntó, agitando violentamente las manos.
Este ademán lo hizo tropezar con la mesita en la que estaba la botella de coñac y el agua de Seltz y faltó poco para que la derribase. Al tratar de sostenerla, la hizo caer y, enojado, dio un puntapié a la mesa y llamó al ayuda de cámara.
–Si quieres estar a mi servicio, acuérdate de lo que debes hacer. ¡Que no vuelva a pasar esto! ¡Llévatelo!–dijo al criado que entraba.
El sirviente, sabiendo que la culpa no era suya, trató de justificarse; pero, al mirar a su señor, comprendió por su rostro que valía más callar. Así, pues, inclinándose sobre la alfombra, balbuceó unas excusas y comenzó a separar las botellas y copas rotas de las que habían quedado intactas.
–Eso no es cosa tuya. Manda al lacayo que lo recoja y prepárame el frac.
Vronsky entró en el teatro a las ocho y media.
La función estaba en su apogeo. El anciano acomodador, al quitar a Vronsky el abrigo de piel, lo reconoció, lo llamó «Vuestra excelencia» y le dijo que no era necesario que recogiese el número del abrigo, sino que bastaba con que al salir llamase a Fedor.
En el pasillo, bien iluminado, no había nadie, fuera del acomodador y de dos lacayos que, con sendas pellizas al brazo, escuchaban junto a la puerta.
Tras la puerta entornada, oíanse los acordes de un staccato de la orquesta y una voz femenina que cantaba una frase musical.
La puerta se abrió dando paso al acomodador y la frase, que concluía, hirió el oído de Vronsky. Pero la puerta se cerró en seguida y Vronsky no oyó el final de la frase ni la cadencia y sólo por la explosión de aplausos, que retumbó, comprendió que la romanza estaba terminando.
Al entrar en la sala, iluminada por arañas y lámparas de gas, continuaban aún los aplausos. En el escenario, la cantante, espléndida con sus hombros escotados y sus brillantes, se inclinaba y sonreía. El tenor, que la tenía de la mano, la ayudaba a coger los ramos de flores que volaban sobre la orquesta. Luego ella se acercó a un señor de cabellos peinados a raya y lustrosos de cosmético, que extendía sus largos brazos por encima del borde del escenario brindándole un objeto.
El público de palcos y butacas se agitaba, se echaba hacia delante, gritaba, aplaudía.
El director de orquesta, desde su altura, ayudaba a entregar los objetos y se arreglaba cada vez la blanca corbata.
Vronsky pasó al centro de la platea, se detuvo y miró en derredor. Se fijo con menos interés que de costumbre en el ambiente, tan conocido y habitual, en el escenario, en el bullicio, en el poco atrayente rebaño de los espectadores del teatro, que estaba lleno a rebosar.
Como siempre, se veían las mismas señoras en los mismos palcos y, como siempre, tras ellas se veían oficiales; en butacas, las mismas mujeres multicolores, uniformes, levitas; la misma sucia gentuza en el paraíso; y entre toda aquella gente, en las primeras filas y los palcos, unas cuarenta personas, unos cuarenta hombres y mujeres «de verdad». Fue en este oasis donde Vronsky detuvo al punto su atención, dirigiéndose allí al momento.
El acto terminaba cuando entró, por lo que, sin pasar al palco de su hermano, cruzó ante él y se colocó próximo a la rampa, al lado de Serpujovskoy, quien, doblando la rodilla y golpeando con el tacón en la rampa, lo llamó sonriendo, al verle de lejos.
Vronsky no había visto a Anna, todavía y, a propósito, no miraba hacia ella, pero por la dirección de las miradas sabía dónde se encontraba.
Discretamente empezó a observar, esperando lo peor: buscaba a Alexis Alexandrovich.
Afortunadamente, éste no estaba hoy en el teatro.
–¡Qué poco te ha quedado de militar! Pareces un artista, un diplomático o algo por el estilo –le dijo Serpujovskoy.
–En cuanto he vuelto a Rusia, he adoptado el frac –contestó Vronsky, sonriendo y sacando lentamente los gemelos.
–Confieso que en eso te envidio. Yo, cuando vuelvo del extranjero, me pongo esto ––dijo Serpujovskoy, tocándose las charreteras– y siento en seguida que no soy libre.
Hacía tiempo que Serpujovskoy había desesperado de que su amigo hiciese carrera pero le quería como siempre y ahora se mostraba particularmente amable con él.
Vronsky, escuchándolo a medias, pasaba los binoculares de los palcos de platea a los del primer piso.
Junto a una señora con turbante y un anciano calvo, que pestañeaba malhumorado ante el binóculo de Vronsky, en continua busca, vio de pronto a Anna, orgullosa, bellísima y sonriente, entre sedas y encajes.
Estaba en el quinto palco de platea, a unos veinte pasos de él y sentada en la delantera del palco, ligeramente inclinada, hablaba en aquel momento con Jachvin.
La postura de su cabeza sobre sus amplios y hermosos hombros y la radiación contenidamente emocionada de sus ojos y todo su rostro, le recordaban a Vronsky tal como era cuando la vio por primera vez en Moscú.
Pero, a la sazón, consideraba su belleza de otro modo, con un sentimiento privado de todo misterio y, por ello, su belleza, si bien le atraía más que antes, le disgustaba a la vez.
No miraba hacia él, pero Vronsky sabía que ya lo había visto.
Cuando dirigió de nuevo los binoculares hacia allí, vio que la princesa Bárbara, muy encarnada, reía forzadamente, mirando sin cesar al palco próximo. Pero Anna, plegando el abanico y dando golpecitos con él en el terciopelo encarnado de la barandilla del palco, no veía ni quería ver lo que pasaba en aquel palco.
El rostro de Jachvin presentaba igual expresión que cuando perdía en el juego. Frunciendo las cejas y mordiendo cada vez más la guía izquierda de su bigote, miraba también de reojo al palco inmediato.
En éste, el de la izquierda, estaban los Kartasov. Vronsky los conocía y sabía que Anna los conocía también. La Kartasova, una mujer pequeña y delgada, estaba de pie en el palco, de espaldas a Anna, poniéndose la capa que le sostenía su marido. Mostraba un rostro pálido y enojado y hablaba con agitación.
Kartasov, un hombre grueso y calvo, trataba de calmar a su mujer, mirando sin cesar hacia Anna.
Cuando su esposa salió, Kartasov tardó mucho en seguirla, buscando la mirada de Anna, con evidente deseo de saludarla. Pero, probablemente a propósito, Anna, volviéndose sin mirarle, hablaba a Jachvin, que le escuchaba inclinando la cabeza hacia ella.
Kartasov salió sin saludar y el palco quedó vacío.
Vronsky no podía saber lo que había sucedido entre Anna y ellos, pero sí que era algo terriblemente ofensivo para su amada. No sólo lo adivinó por lo que había visto, sino, principalmente, por el rostro de Anna que, sin duda, había reunido todas sus fuerzas para mantenerse en el papel que se había impuesto: mostrar una completa calma exterior.
Y en ello había triunfado plenamente. Quien no la conociera, quienes no conocieran su mundo, quienes nada supieran de las exclamaciones de indignación y sorpresa de las mujeres que comentaban que osara presentarse en su mundo, tan llamativa con su mantilla de encajes, en toda su belleza –esos habrían admirado la impasibilidad y hermosura de Anna, sin sospechar que se sentía como una persona expuesta a la vergüenza pública.
Vronsky, comprendiendo que había sucedido algo e ignorando a ciencia cierta lo que fuera, experimentaba una torturadora inquietud y, en la esperanza de saberlo, decidió ir al palco de su hermano.
Eligiendo la salida de la platea más alejada del palco de Anna, Vronsky tropezó al pasar con el coronel del regimiento en que servía antes, que estaba hablando con dos conocidos suyos.
Oyó mencionar el nombre de los Karenin y notó que el coronel se apresuraba a pronunciar el suyo propio, mirando intencionadamente a los que hablaban.
–¡Hola Vronsky! ¿Cuándo se va a pasar por el regimiento? No podemos despedirnos de usted sin celebrarlo… Usted es uno de los nuestros –dijo el coronel.
–No tengo tiempo. Lo siento mucho… Hablaremos otra vez –repuso Vronsky.
Y subió corriendo la escalera para dirigirse al palco de su hermano. La anciana condesa, madre de Vronsky, siempre peinando sus ricitos de color de acero, estaba también en aquel palco. En el pasillo del primer piso, Vronsky encontró a Varia con la princesa Sorokina.
Apenas divisó a su cuñado, Varia condujo a su acompañante al lado de su madre y, dando la mano a Vronsky, mostrando una emoción que pocas veces había visto en ella, empezó a hablarle de lo que tanto le interesaba.
–Eso ha sido bajo y vil. Madame Kartasova no tenía derecho a… Porque madame Karenin… ––empezó Varia.
–¿Qué ha pasado? No sé nada.
–Pero, ¿no te lo han dicho?
–Comprende que debo ser, lógicamente, el último en enterarme.
–¿Habrá alguien más malvado que esa Kartasova?
–¿Qué ha hecho?
–Me lo contó mi marido. Ha injuriado a la Karenina. Su esposo empezó a hablar con ésta desde su palco y la Kartasova le armó un escándalo. Cuentan que dijo en voz alta palabras ofensivas para la Karenina y salió.
–Le llama su mamá, Conde –anunció la princesa Sorokina, apareciendo en la puerta del palco.
–Te esperaba. –dijo su madre sonriendo con ironía– No se te ve en ningún sitio…
Su hijo notaba que la anciana no podía reprimir una sonrisa alegre.
–Buenas noches, mamá. Venía a saludarla –dijo él, fríamente.
–¿Por qué no vas à faire la cour à madame Karenina? –añadió su madre cuando la princesa Sorokina se hubo alejado –Elle fait sensation. On oublie la Patti pour elle.
–Ya le he rogado, mamá, que no me hable de eso –respondió Vronsky arrugando el entrecejo.
–Digo lo que dicen todos.
Vronsky, sin responder, tras cambiar unas palabras con la princesa Sorokina, se alejó. En la puerta encontró a su hermano.
–¡Oh, Alexis! –––exclamó éste. Esa mujer es una idiota y nada más. ¡Qué asco! Precisamente ahora iba a ver a Anna. Vayamos juntos.
Vronsky no lo escuchaba. Bajó rápidamente la escalera, comprendiendo que debía hacer algo, aunque no sabía qué. Estaba irritado contra Anna, que se había puesto y lo había puesto en aquella falsa situación y, a la vez, la compadecía.
Bajó a la platea y se acercó al palco de Anna. Stremov, en pie ante el palco, hablaba con ella.
–Ya no hay tenores. Le moule en est brisé.
Vronsky saludó a Anna y a Stremov.
–Me parece que ha llegado usted tarde y se ha perdido la mejor aria –dijo ella, mirándole con ironía, según él pensó.
–Soy poco entendido ––contestó Vronsky, mirándola con gravedad.
–Como el príncipe Jachvin, que opina que la Patti canta demasiado alto –repuso Anna, sonriendo –Gracias –añadió, tomando con su pequeña mano cubierta por el largo guante el programa que él había cogido del suelo.
Pero, de pronto, su hermoso rostro se estremeció; se levantó y se retiró al fondo del palco.
Viendo que en el acto siguiente el palco quedaba vacío, Vronsky, seguido por los «¡chist!» del público que escuchaba en silencio los suaves sones de la cavatina, dejó la platea y se fue a casa.
Anna había llegado ya.
Cuando Vronsky entró en sus habitaciones, ella vestía aún el mismo traje que en el teatro. Sentada en la butaca más cercana a la puerta, junto a la pared, miraba ante sí. Lo vio y al momento adoptó la postura de antes.
–¡Anna! –exclamó Vronsky.
–¡Tú tienes la culpa de todo! –gritó ella, entre lágrimas de ira y desesperación, levantándose.
–Te pedí, te rogué, que no fueras al teatro. Sabía que surgirían disgustos.
–¡Disgustos! –exclamó Anna– Fue algo terrible. No lo olvidaré ni en la hora de mi muerte. Dijo que era deshonroso sentarse a mi lado.
–Palabras de una estúpida. –contestó Vronsky– Pero tú no debiste arriesgarte a provocar…
–Detesto tu calma. No debías haberme conducido a esto. Si me amases…
–¿A qué viene ahora hablar de amor, Anna?
–Si me amases como te amo, si sufrieras como yo sufro… –siguió ella, mirándolo con expresión de temor.
Vronsky sentía piedad y despecho a la vez.
Le aseguró que la amaba, comprendiendo que era lo único que la podía tranquilizar por el momento y, aunque la reprochaba en el fondo, no le dijo nada que pudiera disgustarla.
Y aquellas seguridades de amor que, de puro triviales, lo avergonzaban, Anna las oía con emoción y se calmaba poco a poco escuchándolas.
Al día siguiente, ya completamente reconciliados, se fueron al campo, a la hacienda de los Vronsky.

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