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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: mayo 18th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – SEGUNDA PARTE – CAPÍTULOS 18, 19 Y 20

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEGUNDA PARTE – Capítulo 18

Aunque la vida interior de Vronsky estaba absorbida por su pasión, su vida externa no había cambiado y se deslizaba raudamente por los raíles acostumbrados de las relaciones mundanas, de los intereses sociales, del regimiento.

Los asuntos del regimiento ocupaban importante lugar en la vida de Vronsky, más aún que por el mucho cariño que tenía al cuerpo, por el cariño que en el cuerpo se le tenía. No sólo lo querían, sino que lo respetaban y se enorgullecían de él, se enorgullecían de que aquel hombre inmensamente rico, instruido e inteligente, con el camino abierto hacia éxitos, honores y pompas de todas clases, despreciara todo aquello y que de todos los intereses de su vida no diera a ninguno más lugar en su corazón que a los referentes a sus camaradas y a su regimiento.

Vronsky tenía conciencia de la opinión en que le tenían sus compañeros y, aparte de que amaba aquella vida, se consideraba obligado a mantenerlos en la opinión que de él se habían formado.

Como es de suponer, no hablaba de su amor con ninguno de sus compañeros, no dejando escapar ni una palabra ni aún en los momentos de más alegre embriaguez (aunque, desde luego, rara vez se emborrachaba hasta el punto de perder el dominio de sí mismo). Por esto podía, pues, cerrar la boca a cualquiera de sus camaradas que intentase hacerle la menor alusión a aquellas relaciones.

No obstante, su amor era conocido en toda la ciudad. Más o menos, todos sospechaban algo de sus relaciones con la Karenina. La mayoría de los jóvenes lo envidiaban precisamente por lo que hacía más peligroso su amor: el alto cargo de Karenin, que contribuía a hacer más escandalosas sus relaciones.

La mayoría de las señoras jóvenes que envidiaban a Anna y estaban hartas de oír calificarla de irreprochable, se sentían satisfechas y sólo esperaban la sanción de la opinión pública para dejar caer sobre ella todo el peso de su desprecio. Preparaban ya los puñados de barro que lanzarían sobre Anna cuando fuese llegado el momento. Sin embargo, la mayoría de la gente de edad madura y de posición elevada estaba descontenta del escándalo que se preparaba.

La madre de Vronsky, al enterarse de las relaciones de su hijo, se sintió, en principio, contenta, ya que, según sus ideas, nada podía acabar mejor la formación de un joven como un amor con una dama del gran mundo. Por otra parte, comprobaba, no sin placer, que aquella Karenina, que tanto le había gustado, que le había hablado tanto de su hijo, era al fin y al cabo como todas las mujeres bonitas y honradas, según las consideraba la princesa Vronskaya.

Pero últimamente se informó de que su hijo había rechazado un alto puesto, a fin de continuar en el regimiento y poder seguir viendo a la Karenina y supo que había personajes muy conspicuos que estaban descontentos de la negativa de Vronsky.

Esto la hizo cambiar de opinión tanto como los informes que tuvo de que aquellas relaciones no eran brillantes y agradables, al estilo del gran mundo y tal como ella las aprobaba, sino una pasión a lo Werther, una pasión loca, según le contaban y que podía conducir a las mayores imprudencias.

No había visto a Vronsky desde la inesperada marcha de éste de Moscú y envió a su hijo mayor para decirle que fuese a verla.

Tampoco el hermano mayor estaba contento. No le importaba qué clase de amor era aquél de su hermano, grande o no, con pasión o sin ella, casto o vicioso (él mismo, aun con hijos, entretenía a una bailarina y por ello miraba el caso con indulgencia, pero sí observaba que las relaciones de su hermano disgustaban a quienes no se puede disgustar y éste era el motivo de que no aprobase su conducta).

Aparte del servicio y del gran mundo, Vronsky se dedicaba a otra cosa: los caballos, que constituían su pasión. Aquel año se habían organizado carreras de obstáculos para oficiales y Vronsky se inscribió entre los participantes, después de lo cual compró una yegua inglesa de pura sangre. Estaba muy enamorado pero ello no le impedía apasionarse por las próximas carreras.

Las dos pasiones no se estorbaban la una a la otra. Al contrario: le convenían ocupaciones y diversiones independientes de su amor que le calmasen e hiciesen descansar de aquellas impresiones que lo agitaban en exceso.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 19

El día de las carreras en Krasnoie Selo (1), Vronsky entró en el comedor del regimiento más temprano que de costumbre, a fin de comer un bistec.

No tenía que preocuparse mucho por no aumentar de peso, porque pesaba precisamente los cuatro puds y medio requeridos. Pero de todos modos evitaba comer dulces y harinas para no engordar.

Sentado, con el uniforme desabrochado bajo el que se veía el chaleco blanco, con los brazos sobre la mesa en espera del bistec encargado, miraba una novela francesa que había puesto, abierta, ante el plato con el único objeto de no tener que hablar con los oficiales que entraban y salían. Vronsky reflexionaba.

Pensaba en que Anna le había prometido una entrevista para hoy, después de las carreras. No la había visto desde hacía tres días y, como su marido acababa de regresar del extranjero, él ignoraba si la entrevista sería posible o no y no se le ocurría cómo podría saberlo.

Había visto a Anna la última vez en la dacha (2) de su prima Betsy. Vronsky evitaba frecuentar la residencia veraniega de los Karenin, pero ahora necesitaba ir y meditaba la manera de hacerlo.

«Bien; puedo decir que Betsy me envía a preguntar a Anna si irá a las carreras o no. Sí, claro que puedo ir», decidió, alzando la cabeza del libro. Y su imaginación le pintó tan vivamente la felicidad de aquella entrevista que su rostro resplandeció de alegría.

–Manda a decir a casa que enganchen en seguida la carretela con tres caballos –ordenó al criado que le servía el bistec en la caliente fuente de plata. Y, acercando la bandeja, empezó a comer.

En la contigua sala de billar se oían golpes de tacos, charlas y risas. Por la puerta entraron dos oficiales: uno, un muchacho joven, de rostro dulce y enfermizo, recién salido del Cuerpo de Cadetes y otro, un oficial veterano, grueso, con una pulsera en la muñeca, con los ojos pequeños, casi invisibles, en su rostro lleno. Al verlos, Vronsky arrugó el entrecejo y, fingiendo no reparar en ellos, hizo como que leía, mientras tomaba el bistec.

–¿Te fortaleces para el trabajo? –dijo el oficial grueso sentándose a su lado.

–Ya lo ves ––contestó Vronsky, serio, limpiándose los labios y sin mirarle.

–¿No temes engordar? –insistió aquél, volviendo su silla hacia el oficial joven.

–¿Cómo? –preguntó Vronsky con cierta irritación, haciendo una mueca con la que exhibió la doble fila de sus dientes apretados.

–¿Si no temes engordar?

–¡Mozo! ¡Jerez! –ordenó Vronsky al criado, sin contestar. Y poniendo el libro al otro lado del plato, continuó leyendo.

El oficial grueso tomó la carta de vinos y se dirigió al joven.

–Escoge tú mismo lo que hayamos de beber –dijo, dándole la carta y mirándolo.

–Acaso vino del Rin… –indicó el oficial joven, mirando con timidez a Vronsky y tratando de atusarse los bigotillos incipientes.

Viendo que Vronsky no le dirigía la mirada, el oficial joven se levantó.

–Vayamos a la sala de billar ––dijo.

El oficial veterano se levantó, obedeciéndole y ambos se dirigieron hacia la puerta.

En aquel instante entró en la habitación el capitán de caballería Yachvin, hombre alto y de buen porte. Se acercó a Vronsky y saludó despectivamente, con un simple ademán, a los otros dos oficiales.

–¡Ya lo tenemos aquí! –gritó, descargándole en la hombrera un fuerte golpe de su manaza.

Vronsky, irritado, volvió la cabeza. Pero en seguida su rostro recuperó su habitual expresión suave, tranquila y firme.

–Haces bien en comer, Alocha –dijo el capitán con su sonora voz de barítono–. Come, come y toma unas copitas.

–Te advierto que no tengo ganas.

–¡Los inseparables! ––exclamó Yachvin, mirando burlonamente a los dos oficiales, que en aquel momento entraban en la otra sala. Y se sentó junto a Vronsky, doblando en ángulo agudo sus piernas, enfundadas en pantalones de montar muy estrechos y que resultaban demasiado largas para la altura de las sillas.

–¿Por qué no fuiste al teatro Krasninsky? No estuvo mal la Numerova. ¿Dónde estabas?

–Pasé mucho tiempo en casa de los Tversky.

–¡Ah!

Yachvin, jugador y libertino, de quien no podía decirse que fuera un hombre sin principios, porque profesaba principios francamente inmorales, era el mejor amigo que Vronsky tenía en el regimiento.

Vronsky lo apreciaba por su extraordinario vigor físico, que demostraba generalmente bebiendo como una cuba, pasando noches sin dormir y permaneciendo inalterable a pesar de todo. Pero también lo estimaba Vronsky por su fuerza moral, que demostraba en el trato con jefes y camaradas, a quienes inspiraba respeto y temor. Demostraba también aquella energía en el juego, en el que tallaba por miles y miles, jugando siempre, a pesar de las enormes cantidades de vino bebidas, con tanta destreza y dominio de sí que pasaba por el mejor jugador del Club Inglés. En fin, Vronsky estimaba y quería a Yachvin porque sabía que éste correspondía a su aprecio y afecto, no por su nombre o riquezas, sino por sí mismo.

De todos los conocidos, era Yachvin el único a quien Vronsky habría deseado hablar de su amor. Aunque Yachvin despreciaba todos los sentimientos, Vronsky adivinaba que sólo él sería capaz de comprender aquella pasión que ahora llenaba su vida. Estaba seguro de que Yachvin no encontraría placer en chismorrear sobre aquello, ya que no le agradaban la murmuración ni el escándalo. Seguramente habría comprendido su sentimiento en su justo valor, es decir, entendiendo que el amor no es una broma ni una diversión, sino algo serio e importante. Vronsky, aunque nunca le hablara de su amor, sabía que Yachvin estaba al corriente de todo y que tenía el concepto que debía tener y le gustaba leerlo en los ojos de su amigo.

–¡Ah! –exclamó Yachvin cuando Vronsky le hubo dicho que había estado en casa de los Tversky. Brillaron sus ojos negros, se cogió el extremo izquierdo de su bigote y se lo metió en la boca, según la mala costumbre que tenía.

–Y tú, ¿qué hiciste ayer? ¿Ganaste? –preguntó Vronsky.

–Ocho mil. Pero con tres mil no puedo contar. No van a pagármelos.

–Entonces no importa que pierdas apostando por mí –dijo Vronsky, riendo, pues sabía que su amigo había apostado una fuerte suma a su favor en aquellas carreras.

–No perderé. Tu único enemigo de cuidado es Majotin.

Y la conversación pasó a las carreras, único tema que aquel día podía interesar a Vronsky.

–Bien, ya he terminado –dijo éste. Y, levantándose, se dirigió a la puerta.

Yachvin se levantó también, estirando sus largas piernas y su ancha espalda.

–Aún es temprano para comer; pero me apetece beber. Espérame, ahora voy. ¡Eh! ¡Venga vino! –gritó con voz sonora que hacía retemblar los cristales, voz célebre por el estruendo con que daba órdenes–. ¡Pero no, no quiero! –gritó otra vez–. Si vuelves a tu casa, voy contigo.

Y salieron juntos.

(1) Krasnoye Selo: aldea suburbana fundada en el siglo 18, al sur de San Petersburgo. Durante el S. XIX, Krasnoye Selo creció como un suburbio recreativo de la capital, con numerosas dachas y villas de verano, incluyendo las residencias de verano de la familia real.
(2) Dacha: casa de campo, casa de veraneo.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 20

Vronsky ocupaba en el campamento una isba (1) finesa, muy limpia y dividida en dos departamentos. En el campamento, Petrizky vivía también con él. Cuando Vronsky y Yachvin entraron, Petrizky dormía aún.

–Levántate; ya has dormido bastante –dijo Yachvin, pasando al otro lado del tabique y sacudiendo por los hombros al desgreñado Petrizky, que dormía con la cabeza hundida en la almohada.

Petrizky se incorporó bruscamente sobre las rodillas y miró a su alrededor.

–Ha estado aquí tu hermano –dijo a Vronsky–. Me despertó. ¡El diablo le lleve! Ha dicho que volvería.

Y atrayendo otra vez la manta hacia sí, apoyó la cabeza en la almohada.

–Déjame en paz, Yachvin –dijo a éste, que insistía en tirar de la manta–. Déjame… –dio media vuelta y abrió los ojos–. Y si no, vale más que digas esto: ¿qué me convendría beber ahora? Tengo en la boca un sabor tan malo que…

–Lo mejor será beber vodka –contestó Yachvin con su voz de bajo–. ¡Tereschenko, trae vodka y pepinos salados para el señor! –gritó al ordenanza.

–¿Crees que lo mejor será vodka? –preguntó Petrizky, haciendo muecas–. ¿Bebes tú? Si bebemos los dos, de acuerdo. Y tú, Vronsky, ¿bebes? –concluyó Petrizky levantándose y envolviéndose hasta el pecho en la manta de rayas.

Salió por la puerta del tabique, levantó los brazos y cantó en francés: Había en Tule un rey…

–¿Beberás, Vronsky? –insistió.

–Déjame en paz –repuso Vronsky, poniéndose el uniforme que le ofrecía el ordenanza.

–¿Adónde vas? –preguntó Yachvin–. Allí tienes la troika –añadió, viendo acercarse el coche.

–A las cuadras. Además, tengo que ver antes a Briansky para hablarle de los caballos –repuso Vronsky.

Vronsky, en efecto, había prometido visitar a Briansky, que vivía a diez verstas de San Petersburgo, para llevarle el dinero de los caballos. Quería aprovechar el tiempo para realizar de paso aquella visita. Pero sus compañeros comprendieron en seguida que no iba sólo allí. Petrizky, mientras continuaba cantando, guiñó el ojo y sacó los labios, como diciendo: «Ya sabemos quién es el Briansky que tienes que visitar».

–Procura no volver tarde –dijo únicamente Yachvin.

Y, cambiando de conversación, preguntó mirando a la ventana y refiriéndose al caballo de varas de la troika que él le había vendido:

–¿Y qué? ¿Cómo te va mi bayo?

–Espera –gritó Petrizky, viendo que Vronsky salía ya–. Tu hermano ha dejado para ti una carta y una nota. Pero ¿dónde están?

Vronsky se paró.

–¿Dónde están?

–Claro, ¿dónde están? Ésa es precisamente la cuestión ––dijo con solemnidad Petrizky, pasándose el dedo índice por encima de la nariz.

–¡Vamos, contesta! Es una estupidez lo que estás haciendo –dijo, sonriendo, Vronsky.

–No he encendido el fuego con ella. Deben de estar en alguna parte.

–Déjate de mentiras. ¿Dónde está la carta?

–De veras que lo he olvidado. O ¿lo habré soñado quizá? Espera, espera… ¿Por qué te enfadas? Si hubieras bebido, como yo ayer, cuatro botellas (cuatro por persona), habrías olvidado también dónde tenías la carta y estarías ahora descansando… Espera; voy a acordarme ahora mismo.

Petrizky pasó tras el tabique y se acostó.

–¿Ves? Yo estaba así cuando entró tu hermano… Sí, sí, sí… ¡Ahi tienes la carta!

Y la sacó de debajo del colchón, que era donde la había guardado.

Vronsky cogió la carta y la nota de su hermano. Era lo que esperaba. Su madre le escribía reprochándole que no fuese a verla. La nota de su hermano decía que necesitaba hablarle.
Vronsky sabía que ambas cosas hacían referencia a lo mismo. «¿Qué tienen que ver ellos con todo esto?», se preguntaba. Estrujó las cartas y las guardó entre dos botones del uniforme para leerlas más detenidamente por el camino.

A la entrada de su casa halló dos oficiales, uno de los cuales pertenecía a su regimiento.

–¿Adónde vas? –le preguntaron.

–Tengo que ir a Peterhof.

–¿Ha llegado el caballo de Tsarskoye Selo (2)? .

–Sí, pero no lo he visto.

–Dicen que el « Gladiador» de Majotin cojea.

–No es cierto. ¡Pero no sé cómo vais a saltar con el barro que hay! ––dijo el otro oficial.

–¡Aquí están mis salvadores! –exclamó Petrizky al ver a los oficiales.

El ordenanza estaba ante él trayendo el vodka y los pepinos salados.

–Yachvin me ordena que beba para refrescarme –añadió. –¡Qué noche nos disteis! –dijo uno de los oficiales–. No me dejasteis dormir ni un momento.

–¡Si supierais cómo terminamos! –refería Petrizky–. Volkov se subió al tejado y decía que estaba triste.

Y yo dije entonces: « ¡Música! ¡La marcha fúnebre! ». Y Volkov se durmió en el tejado al arrullo de la marcha fúnebre…

–Bebe primero vodka y luego agua de Seltz con mucho limón –dijo Yachvin, que permanecía ante Petrizkv como una madre que obliga a un niño a tomar una medicina–. Luego puedes tomar ya una botellita de champaña. Pero una sola, ¿eh?

–¡Eso es definitivo! Espera, Vronsky: vamos a beber.

–No. Adiós, señores. Hoy no bebo.

–¿Temes ganar peso? Entonces beberemos solos. Tráeme agua de Seltz y limón –dijo Petrizky al ordenanza.

–¡Vronsky! ––dijo uno de ellos al joven cuando salía.

–¿Qué?

–Deberías cortarte el cabello. Pesa demasiado. Sobre todo el de la calva.

Realmente Vronsky se estaba quedando calvo antes de tiempo. Él rió jovialmente, enseñando sus dientes apretados y, cubriéndose la calva con la gorra, salió y se sentó en el coche.

–¡A la cuadra! –ordenó.

Y sacó las cartas para leerlas, pero cambió de opinión a fin de no distraerse antes de ver el caballo.

«Las leeré después», pensó.

(1) Isba (o isbá): Vivienda rural de madera, característica de algunos países del norte de Europa y, especialmente, de Rusia. Típica vivienda campesina rusa, construida con troncos, constituía la residencia habitual de la familia campesina rusa tradicional. Generalmente se construía cerca de un camino y dentro de un corral, que también incluía un jardín, un henil y un granero. Como el metal era costosísimo, estas viviendas se solían construir sin clavos y sin recurrir al uso de serruchos; los componentes de la edificación se cortaban y elaboraban con un hacha y los intersticios se rellenaban con arcilla.
(2) Tsárskoye Seló: La Villa de los Zares fue residencia de la familia imperial rusa cerca de San Petersburgo y centro de recibimiento de la realeza y la nobleza exterior.
El territorio donde actualmente se erige el palacio pertenecía, en el S. XVII, a un noble sueco hasta que, a finales de aquel siglo, el territorio fue conquistado por el zar Pedro I de Rusia. El nombre del lugar tiene un origen del finés, ya que se llamaba «saari» pronunciado por los rusos en el S. XVIII como Tsárskoye Seló.

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