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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: julio 24th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 7 Y 8

Репродукция №193206 Чаепитие Трактир 1911 - Сапунов Николай Николаевич (1880-1912) купить репродукцию картин, постер
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 7

Llegó al Círculo a la hora justa, en el momento en que socios e invitados se reunían en él.

Levin no había estado allí desde el tiempo en que, habiendo salido ya de la universidad, vivía en Moscú y frecuentaba la alta sociedad. Recordaba con todo detalle el local y cómo estaban dispuestas todas las dependencias; pero había olvidado por completo la impresión que antes le producía.

Seguro de sí y sin vacilar, llegó al patio, ancho, semicircular y, dejando el coche de alquiler, subió la escalinata. Cuando lo vio, el portero, de flamante uniforme con ancha banda, le abrió la puerta sin hacer ruido y lo saludó.

Levin vio en la portería los chanclos y abrigos de los miembros del Círculo, que, ¡al fin!, habían comprendido que cuesta menos trabajo despojarse de aquellas prendas y dejarlas abajo, en el guardarropa, que subir con ellas al piso de arriba. En seguida oyó el campanillazo misterioso que sonaba siempre al subir la escalera, de pendiente moderada y cubierta con una rica alfombra. Vio en el rellano la estatua, que recordaba bien y, en la puerta de arriba, al tan conocido y ya envejecido tercer portero, con la librea del Círculo, el cual abría siempre la puerta sin precipitarse pero sin tardanza, examinando detenidamente al que llegaba. Y Levin sintió de nuevo la sensación de descanso, de tranquilidad, de bienestar que experimentaba siempre, hacía años, al entrar en el Círculo.

–Haga el favor de dejarme el sombrero. –le dijo el portero, viendo que había olvidado esta costumbre del Círculo de dejar los sombreros en la porteria– Hace tiempo que el señor no ha venido por aquí… El Príncipe lo inscribió ayer. El príncipe Esteban Arkadievich no ha llegado todavía.

El portero conocía, no sólo a Levin, sino, también, a todos sus parientes y amigos y, en seguida, le fue nombrando, de entre ellos, a todos los que en aquel momento se encontraban allí.

Después de haber pasado por la primera sala, en la que se veían grandes biombos y por la habitación de la derecha, donde estaba sentado el vendedor de frutas, adelantando a un viejo que iba despacio, entró en el comedor, lleno de animación y de ruido.

Levin pasó por delante de las mesas, casi todas ya ocupadas, mirando a los concurrentes. Aquí y allá veía las gentes más diversas, jóvenes y viejos, unos íntimos, otros conocidos. No había ni un rostro enfadado ni preocupado. Parecía que todos habían dejado en la portería sus disgustos y preocupaciones y se habían juntado allí para gozar, sin cuidados, de los bienes materiales de la vida. Allí estaban Sviajsky, y Scherbazky y Neviedovsky y el viejo príncipe y Vronsky, y Sergio Ivanovich.

–¡Ah! ¿Por qué has tardado tanto? –le preguntó el viejo Principe dándole una palmadita cariñosa en el hombro– ¿Cómo está Kitty? –añadió, arreglando la servilleta y colocándosela en el ojal del chaleco.

–Está bien. Las tres comen en casa.

–¡Ah! « Alinas–Nadinas…» Aquí ya no tenemos sitio para ti… Ve allí, a aquella mesa, y ocupa en seguida el puesto que hay vacante –dijo el viejo Príncipe volviendo la cabeza. Y, con gran cuidado, tomó de manos del lacayo el plato de sopa de lota.

–Levin, ven aquí –lo llamó, de algo lejos, una voz alegre.

Era Turovzin.

Estaba sentado junto a un joven militar desconocido para Levin y, a su lado, había dos sillas reservadas, inclinadas contra la mesa.

Después de las fatigosas conversaciones de aquel día, la vista de aquel amable libertino, por quien había sentido siempre simpatía y que le recordaba el día de su declaración a Kitty, a la que había estado presente, fue para Levin un motivo de particular alegría.

–Son las sillas para usted y Oblonsky, que vendrá ahora mismo –le dijo su antiguo amigo.

El militar, que permanecía sonriente, de pie, era el petersburgués Gagin.

Turovzin les presentó.

–Oblonsky siempre llega tarde –dijo luego– ¡Ah! Allí viene.

–¿Has llegado ahora? –preguntó Oblonsky acercándose a ellos y dirigiéndose a Levin. ¡Buenas! ¿Has bebido ya vodka? ¿No? Pues vamos…

Levin se levantó y, junto con Oblonsky, se acercó a una gran mesa, donde había bocadillos y garrafas llenas de vodka y otras bebidas. Parecía que entre dos docenas de bocadillos de diversas clases, ya se podía elegir a gusto; pero Esteban Arkadievich pidió otra cosa especial, que en seguida le trajo uno de los criados.

Los dos cuñados bebieron unas copitas de vodka, tomaron unos bocadillos y volvieron a su mesa.

En seguida, cuando aún comían la sopa de pescado, a Gagin le sirvieron champaña y ordenó que llenaran cuatro copas.

Levin no rehusó el vino que le ofrecía su amigo y pidió, por su parte, otra botella.

Tenía apetito y sed y comía y bebía con gran gusto; y con mayor gusto aún, tomaba parte en las conversaciones, sencillas y alegres, de sus compañeros de mesa.

Bajando la voz, Gagin contó una de las últimas anécdotas de San Petersburgo, la cual, aunque indecente y simple, era tan divertida, que Levin estalló en una fuerte carcajada que atrajo la atención de los que estaban en las mesas, aun los más lejanos.

–Es por el estilo de «esto precisamente no me gusta…» ¿Conoces ese chiste? –dijo Esteban Arkadievich–¡Ah! Es estupendo. Trae una botella más –ordenó al criado. Y empezó a contar la anécdota.

–De parte de Pedro Illich Vinovsky, quien les ruega que acepten –le interrumpió un criado viejecito, ofreciéndole dos finas copas llenas de burbujeante champaña.

Esteban Arkadievich tomó una de las copas y, mirando por encima de la mesa, cambió una mirada con un hombre calvo, de bigotes rubios, que estaba sentado unas mesas más allá y le hizo, con la cabeza, una señal de agradecimiento y saludo.

–¿Quién es? –preguntó Levin.

–Lo encontraste un día en mi casa… ¿No recuerdas? Es un buen mozo.

Levin repitió el gesto de su cuñado y tomó la copa que le ofrecían.

La anécdota de Esteban Arkadievich era también divertida. Levin contó otra que agradó igualmente.

Luego hablaron de caballos, de las carreras que se habían celebrado aquel día y de la brillante victoria obtenida por el «Atlasny» de Vronsky, que había ganado el premio. La comida transcurrió con todo ello tan agradablemente para Levin, que apenas se dio cuenta de nada.

–¡Ah! ¡Aquí están! –dijo Esteban Arkadievich, ya al final de la comida, alargando su mano, por encima de la silla, a Vronsky y a un alto coronel de la Guardia Imperial que se dirigían hacia ellos.

La alegría que reinaba en el Círculo se reflejaba también en el rostro de Vronsky, el cual, muy animado, se apoyó en el hombro de Esteban Arkadievich y le dijo algo al oído. Y con la misma sonrisa alegre adelantó la mano a Levin, que se la estrechó efusivamente.

–Estoy muy contento de encontrarlo de Nuevo. –dijo Vronsky– Aquel día, el de las elecciones, estuve buscándolo pero me dijeron que ya se había marchado usted.

–Sí, me marché aquel mismo día. –contestó Levin– Ahora mismo hablábamos de su caballo. –siguió– Lo felicito.

–Usted también tiene caballos, ¿no?

–No. Mi padre sí tenía, yo no. Pero me acuerdo y entiendo de ellos.

–¿Dónde has comido? –preguntó Esteban Arkadievich a Vronsky.

–Estamos en la segunda mesa. Detrás de las columnas.

–Lo han festejado. –––dijo el coronel– Ganó el segundo premio del Emperador. Si tuviese yo tanta suerte con las cartas como él con los caballos… Pero, estoy perdiendo un tiempo precioso. Voy a la «sala infernal»–añadió. Y se alejó de la mesa.

–Es Jachvin –––contestó Vronsky a Turovzin, que le había preguntado quién era aquel jefe militar. Y se sentó al lado de ellos, en la silla que había vacante.

Habiendo bebido la copa de champaña que le ofrecieron, Vronsky pidió otra botella.

Ya fuera por la impresión que le produjo el Círculo, ya por el vino que había bebido, Levin se sentía feliz. Entabló con Vronsky una animada conversación sobre caballos y se sintió aún más feliz al comprobar que no experimentaba animosidad alguna contra él. Hasta le dijo, entre otras cosas, que su mujer le había dicho que lo había encontrado en la casa de la princesa María Borisoyna.

–¡Ah! La princesa María Borisovna… ¡Es un encanto! –comentó Esteban Arkadievich. Y contó una anécdota referente a ella que hizo reír a todos.

Con tanta gana, tan francamente rió Vronsky, que Levin se sintió completamente reconciliado con él.

–¿Qué? ¿Hemos terminado? –preguntó Esteban Arkadievich– Vamos, pues –añadió sonriente.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 8

Al dejar la mesa, Levin se dirigió, con Gagin, a la sala de billares. Sentíase extraordinariamente ligero.

En el salón grande encontró a su padre político.

–¿Qué? ¿Cómo encuentras nuestro templo de la ociosidad? –le preguntó el Príncipe tomándole del brazo– Vamos. Echaremos un vistazo… daremos una vuelta y visitaremos el local…

–Sí, también yo tenía esa intención. Me parece muy interesante.

–Sí, para ti es interesante. Ahora, yo ya tengo otros intereses… Cuando miras a aquellos viejecitos, seguro que piensas que han nacido así, «machacados» –––dijo el Príncipe mostrándole un miembro del Círculo con el labio inferior colgando y que al andar apenas movía los pies, calzados con zapatos flexibles.

–¿Qué quiere decir «machacado»?

–Es un apodo que damos en el Círculo, ¿sabes? Cuando en las Pascuas se juega con huevos, si éstos chocan fuertemente, quedan machacados. Así somos nosotros: a fuerza de frecuentar el Círculo nos vamos «machacando». ¿Conoces al príncipe Chechensky? A ti esto te hace reír pero a mí no, porque, mirándolos pienso que muy pronto seré también uno de ellos –añadió. Y Levin comprendió por el rostro de su suegro que éste quería contarle alguna anécdota divertida.

–No, no lo conozco.

–¿Cómo? ¿No conoces al famoso príncipe Chechensky? Bien, es igual… Es un hombre que siempre juega al billar. Hace tres años no estaba todavía entre los «machacados» y lanzaba bravatas, y llamaba «machacados» a los demás. Pero un día llegó al Círculo y a nuestro portero, ¿sabes?, Vasili, ese grueso, que gusta tanto de decir palabras chistosas; pues bien: el príncipe Chechensky, se acerca a él y le pregunta: «Vasili, ¿quién hay en el Círculo? ¿Han llegado ya algunos de los «machacados»? Y nuestro hombre le contesta: «Usted es el tercero»». ¿Qué te parece?

De este modo, hablando y saludando a los amigos y conocidos que encontraban a su paso, Levin, junto con el Príncipe, recorrió todas las salas: la grande, donde ya estaban puestas las mesas y se habían organizado diversas partidas con los jugadores de siempre; la sala de los divanes, donde se jugaba al ajedrez y donde estaba Sergio Ivanovich, hablando con un desconocido; la sala de los billares, en cuyo recodo había un diván, en el cual, con alegre compañía y bebiendo champaña, estaba Gagin. Echaron, también, una ojeada a la « sala infernal», donde rodeando una mesa, sentados o de pie, se hallaban muchos socios, entre ellos Jachvin, haciendo «apuestas» en el juego de azar o entretenidos mirando el juego.

Procurando no hacer ruido, entraron en la oscura biblioteca, donde, cerca de las lámparas con pantalla, estaban sentados un señor joven, con el rostro sofocado, leyendo periódico tras periódico y un general calvo que parecía muy interesado por lo que estaba leyendo.

Estuvieron también en la sala que el Príncipe llama «de los sabios». En ella había tres señores que discutían animadamente las últimas noticias de política.

–Príncipe, haga el favor de venir. Todo está ya dispuesto –le dijo en aquel momento uno de sus compañeros de diversiones. Y el Príncipe se marchó con su tertulio.

Levin se sentó y se puso a recordar todas las conversaciones que había tenido durante la mañana; pero se sintió aburrido y, levantándose precipitadamente, salió en busca de Oblonsky y Turovzin pensando que con ellos hallaría al menos distracción.

Turovzin estaba sentado en un diván en la sala de los billares, teniendo cerca de él, en una mesita, un cubilete con un brebaje.

Esteban Arkadievich y Vronsky hablaban de algo cerca de la puerta, en un rincón de la sala.

–No es que ella se aburra, pero esta posición tan indefinida… –oyó Levin al pasar.

Quiso alejarse, pero Esteban Arkadievich lo llamó.

–¡Levin! –le gritó, con los ojos humedecidos, como solía tenerlos siempre que bebía mucho o estaba emocionado. Esta vez la causa era, sin embargo, otra –Levin, no te marches ––dijo y apretó a éste fuertemente el brazo bajo su codo para impedirle que se marchara –Es mi amigo más sincero y mejor –dijo luego a Vronsky– Tú también me eres muy querido. Y deseo que os hagáis buenos amigos, porque los dos sois excelentes personas.

–¿Por qué no? Sólo nos falta besarnos –dijo Vronsky con bondadosa y burlona sonrisa, dando a Levin la mano, que él estrechó afectuoso, fuertemente, mientras decía:

–Me alegro, me alegro mucho.

–¡Mozo! Trae una botella de champaña ––ordenó Esteban Arkadievich al criado.

–Yo también me alegro mucho –dijo Vronsky.

Pero, a pesar de los deseos de Esteban Arkadievich y de ellos dos mismos, de entablar conversación, no encontraron de qué hablar y aparecían mustios y aburridos.

–¿Sabes? Levin no conoce a Anna. ––dijo Esteban Arkadievich a Vronsky– Y yo quiero llevarlo a tu casa para presentarlos y que se conozcan.

–¿Es posible? ––dijo Vronsky– Ana se sentirá muy contenta… Yo iría con vosotros, también, a casa, pero me preocupa Jachvin. Me quedaré aquí hasta que termine su juego.

–¿Y qué, va mal?

–Está perdiendo, como siempre y soy el único que puede contenerlo.

– ¿Qué? ¿Jugamos una partida? –propuso Esteban Arkadievich– Levin, ¿quieres jugar? Coloca los bolos ––ordenó al marcador.

–Ya hace rato que están preparados –contestó éste que, en efecto, había ya dispuesto los bolos en triángulo y se entretenía en rodar la roja.

–Bien; vamos a jugar.

Después de la partida, Vronsky y Levin se sentaron a la mesa, al lado de Gagin y Levin, aceptando la propuesta de Esteban Arkadievich, se puso a jugar a las cartas apuntando a los ases.

Vronsky estaba sentado al lado de la mesa, rodeado de conocidos que sin cesar venían a hablarle o iba, de cuando en cuando, a la «sala infernal» para ver cómo marchaba en su juego Jachvin.

Levin, después de la fatiga cerebral que había sentido por la mañana, experimentaba ahora una sensación agradable de descanso. El hecho de no sentir ya animosidad alguna contra Vronsky, lo hacía sentirse dichoso y una impresión de tranquilidad y de placer invadía continuamente su espíritu.

Terminada la partida, Esteban Arkadievich lo tomó por el brazo.

–¿Vamos a ver a Anna? Ahora mismo, ¿no? Ella estará en casa. Hace tiempo que le prometí llevarte. ¿A dónde vas esta noche?

–A decir verdad, a ninguna parte. He prometido a Sviajsky ir a la Asociación de Agricultores. Pero es igual. Podemos ir a ver a Anna.

–¡Estupendo! Vamos. Entérate de si ha llegado mi coche –encargó Esteban Arkadievich al criado.

Levin se acercó a la mesa, pagó la apuesta perdida a los ases ––cuarenta rublos–; pagó, de una manera particularmente misteriosa, el gasto que había hecho en el Club, que el criado viejecito que había en la puerta conocía y, moviendo mucho los brazos, a través de diversas salas, se dirigió hacia la puerta.

Imagen: Чаепитие Трактир 1911 – Сапунов Николай Николаевич (1880-1912

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