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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: julio 25th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 9 Y 10

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 9

–¡El coche de Oblonsky! –gritó, con voz de bajo profundo, el portero.

El carruaje se adelantó hasta la entrada del Círculo y Levin y Esteban Arkadievich subieron a él y se dirigieron a la casa de Anna.

Solamente algunos momentos más –en tanto que el coche salía del zaguán– le duró a Levin la sensación de bienestar que había experimentado en el Círculo. Apenas el carruaje salió a la calle y sintió las sacudidas que daba, rodando sobre un pavimento desigual y oyó los gritos de un cochero de alquiler con el que se cruzaron y percibió, a la luz tenue de los faroles, la vidriera roja de un café y tienda de comestibles, aquella sensación placentera se le desvaneció.

Reflexionó ahora sobre los hechos de aquel día y se preguntó si hacía bien yendo a la casa de Anna. ¿Qué iba a decir de esto Kitty?

Pero Esteban Arkadievich no le dejó que se preocupara y, como si hubiese adivinado sus pensamientos, le dijo:

–No sabes lo que me alegra que vayas a ver a Anna. ¿Sabes? Dolly hacía tiempo que lo deseaba. Lvov estuvo ya en su casa y, ahora, la visita de vez en cuando. Aunque es mi hermana, puedo decir que es una mujer inteligente y agradable, muy interesante. Su situación, sin embargo, es muy penosa, sobre todo ahora…

–¿Y por qué lo es sobre todo ahora?

–Porque llevamos unas negociaciones con su marido para tramitar el divorcio. Él está conforme pero hay complicaciones a causa del hijo. Y el asunto, que debió quedar terminado en poco tiempo, dura ya más de tres meses. En cuanto se ultime el divorcio, Anna se casará con Vronsky. ¡Qué tonta es esta antigua costumbre de andar a vueltas con los cánticos! «Regocíjate, Isaías.» Nadie cree ya en el divorcio, Anna vive en Moscú. Aquí todos los conocen a él y a ella. Y no sale a ninguna parte, ni ve a parientes ni amigas, excepto Lvov y Dolly, porque, ¿comprendes?, estas cosas estorban la felicidad de la gente. Entonces, casada ya con Vronsky, la posición de Anna será tan regular como la tuya y la mía.

–¿Y a qué se deben esas complicaciones? –preguntó Levin.

–¡Ah! Es una historia larga y aburrida. Todo está tan poco claro, indefinido… Lo cierto es que, esperando, Anna no quiere que la traten sólo por compasión. Hasta esa idiota de la princesa Bárbara se ha marchado de la casa considerando inconveniente permanecer con ella. Otra mujer, en su situación, no habría podido encontrar recursos morales para vivir… Y ya verás cómo ha arreglado ella su vida con tranquilidad y dignamente. A la izquierda, por la calle pequeña, enfrente de la iglesia –ordenó Esteban Arkadievich sacando la cabeza por la ventanilla –¡Oh, qué calor tengo! –dijo a continuación. Y, no obstante el frío (doce grados bajo cero), echó atrás su pelliza, que llevaba ya bastante desabrochada.

–Pero Anna tiene, según creo, una hija. –dijo Levin– Esto debe también de ocuparla mucho.

–¿Imaginas que toda mujer ha de ser una hembra, une couveuse –replicó Esteban Arkadievich––– que ha de pasarse el día al lado de sus hijos? No. Anna cría y educa a su hija y, a mi parecer, de una manera excelente pero no es ésta su ocupación principal. En primer lugar, Anna escribe. Ya veo que sonríes irónicamente, pero no tienes motivo. Escribe un libro para niños. No habla a nadie de esto pero a mí me lo ha leído y yo le he dado a leer el manuscrito a Vorkuev. ¿Sabes a quién me refiero? El editor ese que me parece que escribe también. Es un hombre que entiende de estas cosas y me ha dicho que la obra es interesante. No pienses, por esto, que Anna es una escritora. Nada de eso. Antes que nada es una mujer de gran corazón… Ya la verás… Ahora tiene recogidos en su casa a una niña inglesa y una familia entera, de los cuales se ocupa ella, personalmente.

–¿Se dedica, pues, a la filantropía?

–Ya quieres ver en ello algo malo, ¿no? No es una cosa al estilo de los «filantrópicos», sino hecha de todo corazón y bien. Ellos tenían o, mejor dicho, Vronsky tenía un entrenador inglés, un hombre muy entendido en su especialidad pero un borracho, delirium tremens. Llegó a tal extremo de embrutecimiento, que abandonó a su familia, dejándola en la miseria. Anna se enteró, se interesó por ellos y ha terminado por encargarse de todos.
No sólo les ayuda con dinero, sino que ella misma enseña a los chicos el ruso para que puedan ingresar en el colegio y a la niña la recogió en su casa… Ya la verás.

El coche entró en el patio de la casa de Anna y Esteban Arkadievich llamó con un fuerte campanillazo.

A la entrada de la casa había un trineo.

Sin preguntar al hombre que les abrió la puerta si estaba en casa o no Anna, Oblonsky entró en el primer vestíbulo. Levin lo seguía, dudando aún si hacía bien en ir allí.

Al mirarse en el espejo, vio que estaba muy sofocado. Pero seguro de que no estaba ebrio, siguió a Esteban Arkadievich, que subió por la escalera alfombrada.

Una vez en el piso superior, Oblonsky preguntó al criado, que lo saludó como a persona de la casa, que quién estaba de visita con Anna Arkadievna y aquél le contestó que era el señor Vorkuev.

–¿Dónde están?

–En el despacho.

Tras atravesar el pequeño comedor, de paredes de madera oscura, Esteban Arkadievich y Levin entraron en una pieza débilmente iluminada por una lámpara cuya pantalla amortiguaba casi por completo la luz.

Otra lámpara con reflector estaba fijada en la pared e iluminaba un retrato de mujer, pintado al óleo y de tamaño natural, que llamó en seguida la atención de Levin.

Era el retrato de Anna Arkadievna hecho en Italia por el pintor Mijailov.

Oblonsky continuó hacia donde estaba su hermana y la voz de hombre que se oía se calló.

Entre tanto, Levin continuaba junto al cuadro, fascinado, sin poder apartar los ojos de él. Estaba admirado y conmovido hasta el punto de olvidar dónde se hallaba y de no oír a los que estaban hablando cerca de él.

Lo que tenía ante sí no le parecía un cuadro, sino una mujer viva, deliciosa, con preciosos cabellos negros rizados; bellos hombros y brazos descubiertos; ligera y encantadora sonrisa en sus labios finos, rojos y sombreados por ligero vello; una mujer, en fin, que parecía mirarle dulce y dominadora, con ojos ensoñadores que le conturbaban. ¿Era posible que aquella hermosa criatura existiera en realidad?

De repente, oyó tras de sí la voz de aquella misma mujer cuya efigie estaba contemplando.

–Me alegra mucho su visita –le dijó Anna Arkadievna, saliendo a su encuentro.

Y Levin vio, a la media luz del gabinete, la misma imagen del retrato con vestido de color azul oscuro alternado con otros colores.

Su actitud y sus ademanes eran distintos a los que tenía en el retrato pero sí la misma expresión en el rostro y la misma belleza que, tan bien, había sabido captar el pintor.

En la realidad estaba menos brillante que en el retrato pero, en cambio, había en ella algo nuevo y atrayente que faltaba en aquél: una alegre y dulce animación.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 10

Anna Arkadievna no ocultó a Levin la alegría que experimentaba al verlo.

Y en la forma con que ella le dio la mano, en cómo le presentó a Vorkuev y le mostró la niña –muy bonita, de cabellos rojizos– que estaba sentada allí, haciendo labor, llamándola «su pequeña y querida protegida», en todo esto, Levin reconoció los modales que tanto le admiraban de una mujer de gran mundo, siempre tranquila y natural.

–Me alegra mucho su visita –repitió. Y en sus labios estas palabras, tan sencillas, adquirieron para él una significación particular.

–Ya lo conocía a usted hace tiempo –siguió Anna, dirigiéndose a Levin–y lo quiero por su amistad con Stiva y por su mujer de usted. La traté muy poco tiempo pero me dejó la impresión de una hermosa flor, precisamente de una flor. ¡Y pronto será madre!

Anna hablaba con soltura, sin precipitarse, mirando ya a Levin, ya a su hermano. Levin comprendió que producía en ella una excelente impresión, se sintió desembarazado y feliz y le habló con naturalidad, agradablemente. Le parecía conocerla desde la infancia.

–Ivan Petrovich y yo nos hemos quedado aquí en el despacho de Vronsky para poder fumar –dijo Anna a Esteban Arkadievich, que le preguntó si les estaba permitido fumar. Y, mirando a Levin y sin preguntarle si fumaba o no, cogió una lujosa pitillera y le alargó un cigarrillo.

–¿Cómo te encuentras hoy? –le preguntó su hermano.

–Nada… Nervios… Como siempre.

–¿No es verdad que este retrato es una obra maestra? –preguntó Esteban Arkadievich a Levin, viéndole contemplar el cuadro.

–No he visto en mi vida un retrato mejor –contestó Levin.

–Se parece mucho, ¿verdad? –dijo Vorkuev.

Levin comparó el retrato con el original.

El rostro de Anna, en el momento en que Levin la miró, resplandeció con una claridad particular; y éste, al cruzar su mirada con la de ella, se sonrojó.

Para ocultar su emoción, quiso preguntar a Anna si hacía mucho tiempo que no había visto a Daria Alejandrovna, pero precisamente en aquel instante ella le dijo:

–Ahora mismo hablábamos con Ivan Petrovich de los últimos cuadros de Vaschenkov. ¿Usted los ha visto?

–Sí, los he visto –contestó Levin.

–¡Oh! Perdón, le he interrumpido… Usted quería decir…

Levin hizo la pregunta que había pensado respecto a Daria Alejandrovna.

Anna contestó que hacía poco tiempo que Daria Alejandrovna la había visitado.

–Por cierto que cuando estuvo aquí, parecía muy disgustada de lo que le pasaba a Grisha en el colegio. Al parecer, el maestro de latín era poco justo con el muchacho –añadió.

Levin volvió a la conversación sobre los cuadros de Vaschenkov.

–Sí, he visto los cuadros y no me gustaron –dijo.

Ya no hablaba ahora torturándose continuamente, como lo había hecho aquella mañana. Cada palabra de Anna adquiría para él una significación particular. Y si agradable le era hablarle, escucharla le era más agradable todavía.

Anna conversaba con naturalidad y desenvoltura, sin dar importancia alguna a lo que decía y dándola en cambio grande a lo que decía su interlocutor.

Hablaron de las directrices que seguía el arte; de la nueva ilustración de la Biblia hecha por un pintor francés. Vorkuev criticaba a este pintor por su crudo realismo. Levin le objetó que aquel realismo era una reacción natural y beneficiosa contra el convencionalismo que los franceses habían llevado en el arte hasta un extremo al que no había llegado ninguna nación. Y añadió que los pintores franceses, en el hecho de no mentir, veían ya poesía.

Nunca una idea espiritual expuesta por él había procurado a Levin tanto placer como ésta.

Anna, comprendiéndolo, se sintió animada, lo aprobó y, sonriendo, dijo:

–Río, como se ríe cuando se ve un retrato muy parecido. Lo que usted ha dicho ahora caracteriza completamente el actual arte francés –la pintura y hasta la literatura: Zola, Daudet–. Tal vez haya sido siempre así: Se empieza por realizar sus conceptions por medio de figuras convencionales, imaginarias; pero, luego, todas las combinaisons artificiales, todas las figuras imaginarias, acaban por fatigar y entonces se empiezan a concebir figuras más justas y naturales.

–Esto es verdad ––dijo Vorkuev.

–Entonces, ¿ustedes estuvieron en el Círculo? –preguntó Anna a su hermano.

«Sí, sí, he aquí una mujer», pensaba Levin, olvidándose de todo y mirando absorto el rostro bello y animado de Anna, el cual en aquel momento e inopinadamente, cambió de expresión.

Levin no oyó lo que Anna decía en voz baja a su hermano, al oído, pero el cambio que se había manifestado en su rostro lo impresionó. Aquel rostro antes tan hermoso en su tranquilidad, expresó de pronto una curiosidad extraña y después ira y orgullo. Pero eso duró sólo un instante. Anna frunció las cejas como recordando algo desagradable, –Pues, al fin y al cabo, eso no le interesa a nadie –comentó para sí. Y, dirigiéndose a la inglesa, dijo:

–Please order the tea in the drawing–room.

La niña se levantó y salió de la habitación.

–¿Qué tal ha hecho sus exámenes? –preguntó Esteban Arkadievich, señalando a la pequeña.

–Muy bien. Es una niña inteligente y tiene muy buen carácter ––contestó Anna.

–Acabarás queriéndola más que a tu propia hija.

–Se ve bien que eso lo dice un hombre. En el amor no hay más y menos… A mi hija la quiero con un amor y a ésta con otro diferente.

–Y yo digo a Anna Arkadievna –intervinó Vorkuev– que si ella hubiera puesto una centésima parte de la energía que emplea para esta inglesa en la obra común de educación de los niños rusos, habría hecho una obra grande y útil.

–Diga usted lo que quiera, yo no puedo hacer eso. El conde Alexey Kirilovich me animaba mucho a ello. –y al pronunciar estas palabras, Anna miró tímidamente y como interrogándolo a Levin, que le contestó con una mirada afirmativa y respetuosa– El Conde, como digo, me animaba a ocuparme de la escuela del pueblo y he ido varias veces allí… Son muy simpáticos, sí; pero no pude interesarme por ellos. Usted dice: «energía». La energía se basa en el amor y no es posible adquirir amor a la fuerza; no se puede ordenar que se ame. A esta niña le tomé cariño sin saber yo misma porqué.

Anna miró de nuevo a Levin. Y su sonrisa y su mirada le dijeron claramente que hablaba sólo para él, que tenía en mucho su opinión y que sabía de antemano que se comprendían.

–La entiendo muy bien. –dijo Levin– En la escuela y en otras instituciones semejantes no es posible poner el corazón y pienso que, precisamente por esta razón, todas las instituciones filantrópicas dan tan malos resultados.

Anna sonrió.

–Sí, sí. –afirmó después –Por mi parte, nunca lo pude hacer. Je n’ai pas le coeur assez large como para querer a un asilo entero de niños, incluyendo los malos. Cela ne m’a jamais réussi! ¡Y, no obstante, hay tantas mujeres que se han creado con esto una position sociale! Y ahora, precisamente ahora, cuando tan necesaria me sería una ocupación cualquiera, es cuando puedo menos –dijo con expresión melancólica y confiada, dirigiéndose a su hermano, pero hablando en realidad para Levin.

De pronto frunció las cejas y cambió de conversación.

Levin comprendió por aquel gesto que Anna estaba descontenta de sí misma, pesarosa de haber hablado de sí.

–¿Y usted qué hace? –dijo dirigiéndose ahora directamente a Levin– Pasa usted por ser un mal ciudadano, pero yo he tomado siempre su defensa…

–¿Y cómo me defendía usted?

–Según los ataques… Bueno, ¿quieren ustedes tomar el té?

Anna se levantó y cogió un libro encuadernado en tafilete.

–Démelo usted, Anna Arkadievna –dijo Vorkuev indicando el libro– Es merecedor de…

–¡Oh, no! No está bien terminado…

–Ya le he hablado a Levin de él –dijo Esteban Arkadievich a su hermana.

–No debiste hacerlo. Mis escritos son por el estilo de aquellas cestitas de madera que me vendía Lisa Markalova, hechas por los presos. A fuerza de paciencia, aquellos desgraciados hacían milagros –dijo, dirigiéndose también ahora a Levin.

Y éste descubrió un rasgo nuevo en aquella mujer que tanta admiración había ya despertado en él.

Además de ser inteligente, espiritual y hermosa, tenía una sinceridad admirable que le llevaba a no disimular en nada todo lo que de penoso tenía su situación.

Dicho aquello, Anna suspiró y, de repente, su rostro adquirió una expresión seria y triste, y quedó inmóvil, como petrificada.

Con ese aspecto parecía aún más bella que antes; pero esta expresión era nueva, estaba fuera de aquel círculo de expresiones que irradiaban alegría y producían felicidad y que el pintor había sabido reproducir tan bien en el retrato.

Levin miró una vez más al cuadro, mientras Anna tomaba por el brazo a su hermano y un sentimiento de ternura y de compasión, que le sorprendieron a él mismo, se despertó en su alma por aquella mujer.

Anna pidió a Levin y Vorkuev que pasaran al salón y ella se quedó en la habitación, a solas con su hermano, para hablar secretamente con él.

«Hablarán ahora del divorcio, de Vronsky, de lo que hace éste en el Círculo, de mí…», pensó Levin. Y le preocupaba tanto lo que pudieran estar hablando los dos hermanos, que no atendía a lo que Vorkuev le decía en aquel momento de las cualidades de la novela para niños escrita por Anna.

Durante el té continuó la conversación, agradable y llena de interés.

No sólo no hubo un momento de silencio, sino que, al contrario, se desenvolvía tan rápida y agradablemente como si hubiera de faltarles tiempo para decir todo lo que querían exponer.

Y todo lo que decía Anna a Levin le parecía interesante, e incluso los relatos o comentarios de Vorkuev y Esteban Arkadievich adquirían para él una profunda significación por el interés que ponía en ellos y las atinadas observaciones que hacía.

Mientras seguía la interesante conversación, Levin se extasiaba continuamente ante la belleza, la inteligencia y la cultura y a la vez la sencillez y sinceridad de Anna.

Él escuchaba o hablaba pero incluso entonces pensaba constantemente en ella, en su vida interior y no apartaba de Anna sus ojos, queriendo, por sus gestos y su mirada, adivinar sus sentimientos. Y él, que antes la juzgaba con severidad, ahora la justificaba y, al mismo tiempo, la compadecía; y la idea de que Vronsky no llegara a comprenderla completamente le oprimía el alma.

Habían dado ya las diez de la noche cuando Esteban Arkadievich se levantó para marcharse. (Vorkuev se había marchado ya.) A Levin le había pasado el tiempo tan agradablemente, que le pareció que acababan de llegar y se levantó pesaroso.

–Adiós. –dijo Anna, reteniendo la mano de Levin y mirándole a los ojos con una mirada que le conturbó –Me siento muy dichosa de que la glace soit rompue.

Mas, seguidamente, ella retiró su mano y frunció el ceño.

–Dígale a su esposa –encargó a Levin– que la quiero como siempre. Y que si ella no puede perdonarme, le deseo que no me perdone nunca. Para perdonar es preciso padecer lo que yo he padecido. Y de esto deseo de corazón que la libre Dios.

–Sí, se lo diré… se lo diré… -repuso Levin, sonrojándose.

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