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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: julio 4th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 3 Y 4

17-Libros. Te. Tarde.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 3

Kitty se alegró de quedar sola con su marido, porque en el rostro de él, que reflejaba tan vivamente todos sus sentimientos, vio una sombra de tristeza en el momento en que, entrando en la terraza, le preguntó de qué habían hablado y ella no contestó.
Cuando, marchándose ante todos, a pie, perdieron de vista la casa y salieron al camino polvoriento, llano, cubierto de espigas y granos de centeno, ella se apoyó más en el brazo de su esposo y lo apretó contra sí.
Levin olvidó la reciente impresión desagradable y, a solas con Kitty y el recuerdo de cuyo estado no lo abandonaba jamás, experimentó una vez más el sentimiento, alegre y puro, de hallarse próximo a la mujer querida.
No tenía de qué hablarle, pero deseaba oír el sonido de su voz, que había cambiado durante su embarazo.
En su voz y en sus ojos había ahora la dulzura y la gravedad de las personas concentradas en una ocupación que les es grata.
–¿No te cansarás? Apóyate más en mi brazo –dijo Levin.
–No me canso. Me alegro de estar a solas contigo. Aunque me siento a gusto con los demás, añoro nuestras veladas invernales en que quedábamos los dos solos…
–Entonces estábamos bien y ahora mejor. Las dos cosas son excelentes –repuso Levin apretándole el brazo.
–¿Sabes de lo que hablábamos cuando llegaste?
–¿De la confitura?
–De eso y de cómo suelen declararse los hombres.
–Ya –dijo Levin.
Escuchaba más el sonido de la voz de Kitty que las palabras que le decía, pensando siempre en el camino que iba al bosque y evitando los sitios en que Kitty pudiera dar un mal paso.
–Hablábamos de Sergio Ivanovich y de Vareñka. ¿Te has dado cuenta de que… Yo deseo vivamente… – continuó ella– ¿Qué te parece?
Y Kitty le miró a la cara.
–No sé qué pensar. Sergio, en ese sentido, me resulta muy raro. Ya lo he referido…
–Sí, que estuvo enamorado de una muchacha que murió.
–Cierto. Eso sucedió siendo yo niño. Y lo sé porque me lo contaron. Me acuerdo bien de cómo era en aquella época: un hombre apuesto y atrayente. Desde entonces lo veo cómo procede con las mujeres. Se muestra amable con ellas, incluso le gustan algunas… pero las considera personas, no mujeres, concretamente. Ya me entiendes…
–Ahora, con Vareñka, parece, sin embargo, que es diferente…
–Quizá. Pero es preciso conocerlo. Es un hombre muy extraño. Sólo vive una vida espiritual. Tiene un alma demasiado pura y elevada.
–¿En qué puede rebajarlo ese sentimiento?
–No lo rebajaría. Pero él está habituado a llevar una existencia puramente espiritual; no sabría reconciliarse con la realidad y Vareñka, al fin y al cabo, es una realidad…
Levin se había acostumbrado ahora a expresar directamente sus pensamientos sin tomarse el trabajo de revestirlos de palabras precisas. Sabía que su mujer, en momentos como éste, lo entendía con medias palabras.
Y Kitty, en efecto, lo comprendió.
–Oh, no, Vareñka pertenece más a la vida espiritual que a la real. No es como yo. Comprendo que una mujer como yo no puede gustarle a tu hermano.
–No, él te quiere mucho y a mí me es muy grato que los míos te quieran.
–Sí, es muy bueno conmigo, pero…
–Pero no como el difunto Nikoleñka. Llegasteis a quereros mucho –concluyó Levin. Y añadió–: ¿Por qué no confesarlo? A veces me reprocho al pensar que acabaré olvidándolo. ¡Qué hombre tan admirable y tan terrible era mi hermano Nicolás! Sí… Y ¿de qué hablábamos? –preguntó tras un silencio.
–Entonces, ¿crees que él no puede enamorarse? –insistió Kitty, traduciendo a su idioma las palabras de Levin.
–No es que no pueda enamorarse. –repuso él sonriendo– Pero no es lo bastante débil para… Siempre lo he envidiado; hasta ahora, que soy feliz, lo envidio.
–¿Le envidias que no sea capaz de enamorarse?
–Lo envidio porque vale más que yo. –contestó Levin, sonriendo– No vive más que para sí. Toda su vida obedece al deber. Y por eso puede estar siempre tranquilo y contento
–¿Y tú no? –dijo Kitty con sonrisa irónica y afectuosa. No habría podido decir qué camino seguían sus pensamientos para llevarla a sonreír, pero consideraba que su marido, al elogiar de aquel modo a su hermano y rebajarse tanto él, no era sincero. Sabía que esta falta de sinceridad procedía del cariño a su hermano, de una especie de vergüenza de ser demasiado feliz y, sobre todo, de su deseo constante de ser mejor.–¿Así que tú estás descontento? –insistió, con la misma sonrisa, feliz de descubrir en él aquellos sentimientos.
La incredulidad de ella respecto a su satisfacción alegraba a Levin, porque involuntariamente lo obligaba a exponer las causas de su descontento.
–Soy feliz, pero no estoy contento de mí mismo.
–¿Cómo puedes estar descontento si eres feliz?
–No sé cómo explicarlo. Ahora no siento en mi alma otro interés sino el que tú, por ejemplo, no des un paso en falso. ¡No saltes así! ––exclamó, interrumpiendo el diálogo, para reprocharle al verla que realizaba un movimiento demasiado vivo para pasar sobre una gruesa rama seca caída en el camino– Pero cuando pienso en mí y me comparo con otros, sobre todo con mi hermano, siento que no valgo nada…
–¿Por qué? ––exclamó Kitty con la misma sonrisa– ¿No haces lo mismo que los demás? ¿Y tu granja y tu propiedad y tu libro?
–No… Ahora lo noto sobre todo por culpa tuya. ––dijo él, apretándole el brazo– Sí, es por culpa tuya… Todo lo hago de cualquier manera. Si pudiese apasionarme por esas cosas como por ti… Pero, últimamente, lo hago todo como una lección que me obligaran a aprender de memoria…
–Entonces, ¿qué dirás de papá? –preguntó Kitty– No debe de valer nada tampoco, puesto que no ha hecho nada en beneficio de la Humanidad.
–¿Él? ¿Pero acaso tengo yo la bondad, la sencillez, la claridad de ideas de tu padre? Yo, al no hacer nada, me atormento. ¡Y todo eso te lo debo a ti! Cuando tú no estabas, cuando no existía esto, –dijo Levin, indicando con una mirada el vientre de Kitty, lo que ella comprendió en seguida– todas mis fuerzas se empleaban en mi actividad, pero ahora no puedo hacerlo y me avergüenzo de ello. Lo hago todo como quien recita una lección, finjo…
–Entonces, ¿querrías cambiarte por Sergio Ivanovich? –preguntó Kitty– ¿Habrías querido ocuparte del bien colectivo y dedicarte a esta tarea señalada y nada más?
–Claro que no. –repuso Levin– En cualquier caso, soy tan feliz, que no sé nada de nada… ¿Crees que se declarará hoy mi hermano? –interrogó, después de un silencio.
–Sí y no. Pero me agradaría mucho que sucediese. Espera…
Kitty se inclinó para coger una margarita silvestre que crecía al borde del camino.
–Mira a ver si se declarará o no –dijo, dándole la flor.
–Sí, no… –empezó Levin, deshojando los blancos y recios pétalos de la flor.
–¡Alto! –exclamó Kitty, que seguía con afán el movimiento de sus dedos, cogiéndole la mano– ¡Has arrancado dos de una vez!
–Entonces este pequeño no se cuenta. –dijo él, arrancando un pequeño pétalo apenas crecido– Mira, la tartana: ¡nos ha alcanzado!
–¿Estás cansada, Kitty? –gritó su madre.
–En modo alguno.
–Si lo estás, siéntate aquí. Los caballos son mansos y andan despacio.
Pero no valía la pena subir; estaban ya cerca del lugar y continuaron el camino, todos a pie.

SEXTA PARTE – Capítulo 4

Vareñka estaba muy atractiva, con su pañuelo blanco sobre la negra cabellera, rodeada de niños, ocupándose alegremente de ellos y visiblemente conmovida por la posibilidad de que el hombre que le gustaba se le declarase.
Sergio Ivanovich, a su lado, la miraba sin cesar, recordando las agradables conversaciones que había mantenido con ella y comprendiendo, cada vez más claramente, que experimentaba por la joven un sentimiento especial, que ya sintiera otra vez, mucho tiempo atrás, en su primera juventud. Sí, sólo una vez…
La impresión de alegría que le causaba su proximidad fue creciendo sin cesar hasta el momento en que, al darle una seta, una enorme seta de tallo delgado, con los bordes vueltos hacia afuera, la miró a los ojos y observó el rubor que su emoción tímida y alborozada hacía subir a su rostro. Él mismo se turbó y le sonrió con una de aquellas sonrisas que dicen tantas cosas.
«De ser así», se dijo, «debo pensarlo antes de resolverme, sin dejarme llevar, como un chiquillo, de la influencia del momento».
–Voy a separarme de todos para buscar setas por mi cuenta, –pronunció en voz alta Sergio Ivanovich– porque, si no, mis hallazgos van a pasar inadvertidos.
Y se alejó del lindero del bosque por cuya suave alfombra pasaban, entre los viejos álamos poco frondosos, hacia el interior, donde a los troncos blancos de los álamos se unían los grises de los olmos y los oscuros de los avellanos.
Habiéndose apartado unos cuarenta pasos, Sergio Ivanovich se encontró detrás de un avellano en pleno florecimiento, cuyas ramas con sus racimos de un rojo rosado lo ocultaban a los ojos de sus acompañantes y se detuvo.
Todo estaba en calma en tomo suyo. Sólo en torno de los álamos a cuya sombra se encontraba, zumbadoras moscas volaban como un enjambre de abejas y, a lo lejos, se oían, de vez en cuando, las voces de los niños.
De pronto, muy cerca, en el lindero del bosque, sonó la voz de contralto de Vareñka llamando a Gricha.
Una sonrisa alegre iluminó el rostro de Sergio Ivanovich y, al tener conciencia de su sonrisa, movió la cabeza en señal de desaprobación y, sacando un cigarro del bolsillo, se dispuso a fumar.
Estuvo mucho rato sin conseguir inflamar el fósforo que frotaba en el tronco de un abedul. La suave pelusa de la blanca corteza se pegaba al fósforo y apagaba la llama.
Al fin, consiguió encender uno y el aromático humo del cigarro se elevó ante él como un ondulante velo hacia las ramas colgantes del abedul.
Siguiendo con la vista las volutas del humo, Sergio Ivanovich continuó su camino pensando en su situación.
«¿Por qué no?», se decía. «Si esto fuera una explosión de sentimientos, una pasión, si hubiera sentido esta inclinación, que ya puedo llamar recíproca y notara, a la vez, que ello iba contra mi modo de vivir; si, entregándome a esta inclinación observara que traiciono mi vocación y mi deber… Pero no hay nada de eso… Sólo puedo alegar en contra que, al perder a María, prometí ser fiel a su memoria. Sólo esto puedo oponer a mi sentimiento y, desde luego, comprendo que es importante.»
Pero mientras se hacía estas reflexiones, advertía, a la vez, que para él no podían tener ninguna importancia, salvo, tal vez, la de que estropearía a los ojos de los demás su papel de fiel enamorado.
«Aparte de esto, por mucho que busque, no encontraré nada contra mi sentimiento. Si hubiera escogido sólo ateniéndome a la razón, no habría hallado nada mejor.»
Pensando en cuantas mujeres conocía, no lograba recordar ninguna que reuniese aquellas cualidades que él, reflexionando fríamente, había siempre deseado para su esposa.
Vareñka tenía el encanto y lozanía de la juventud pero no era una niña y si lo amaba, era conscientemente, como debe amar una mujer.
Pero había algo todavía mejor y era que ella no sólo estaba apartada de las opiniones del gran mundo, sino que, evidentemente, el gran mundo le repugnaba, sin perjuicio de conocerlo y de saberse mover en él dignamente, sin lo cual Sergio Ivanovich no podía concebir a la compañera de su vida.
Además, Vareñka era religiosa, pero no como una niña, al modo de Kitty, religiosa y buena por instinto, sino con conocimiento de causa, ordenando su vida según los principios religiosos.
Incluso en otros detalles, Sergio Ivanovich hallaba en ella cuanto pudiera desear en su esposa: Vareñka era pobre y vivía sola en el mundo y no traería con ella una caterva de parientes y su influencia en casa del marido, como sucedía con Kitty, y estaría obligada en todo a su marido, cosa que había deseado también siempre para su futura vida conyugal.
Y la joven que reunía todas aquellas condiciones lo amaba, lo que él, aunque modesto, no podía dejar de observar. Y Sergio Ivanovich la amaba también.
Había un obstáculo: su edad. Pero en su familia eran todos fuertes y vivían muchos años. No representaba apenas cuarenta y recordaba que sólo en Rusia se considera viejos a los hombres cincuentones.
En Francia un cincuentón está dans la force de l’âge y un cuarentón es un jeune homme. ¿Qué significaba la edad si él se sentía tan joven de espíritu como veinte años atrás? ¿Acaso no era juvenil el sentimiento que experimentaba ahora cuando, al salir desde el centro del bosque a su límite, veía bajo los oblicuos rayos del sol, inundada en su luz, la graciosa figura de Vareñka, con su vestidito amarillo?
Ella, con el cesto al brazo, pasó con rápido andar ante el tronco de un abedul. La impresión que le causara Vareñka se unió en él a una perspectiva que le sorprendió por su belleza: el campo de avena que empezaba a amarillear, anegado en los rayos oblicuos del sol y, más allá, el añoso bosque, también salpicado de manchas amarillas, que desaparecía en la lejanía azul…
Su corazón se estremeció de alegría, su alma se llenó de ternura y Sergio Ivanovich se decidió.
En aquel momento, Vareñka, que se había inclinado para coger una seta, se erguía con gentil ademán.
Sergio Ivanovich tiró el cigarro con un rápido movimiento y se dirigió hacia ella.

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