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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: mayo 31st, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 13 Y 14

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 13

Ni aun los más allegados a Alexis Alexandrovich sabían que aquel hombre de aspecto tan frío, aquel hombre tan razonable, tenía una debilidad: no podía ver llorar a un niño o a una mujer. El espectáculo de las lágrimas le hacía perder por completo el equilibrio y la facultad de razonar.

El jefe de su oficina y el secretario lo sabían y, cuando el caso se presentaba, avisaban a los visitantes que se abstuvieran en absoluto de llorar ante él si no querían echar a perder su asunto.

–Se enfadará y no querrá escucharles –decían.

Y, en efecto, en tales casos, el desequilibrio moral producido en Karenin por las lágrimas se manifestaba en una imitación que le llevaba a echar sin miramientos a sus visitantes.

–¡No puedo hacer nada! ¡Haga el favor de salir! –gritaba en tales ocasiones.

Cuando, al regreso de las carreras, Anna le confesó sus relaciones con Vronsky e, inmediatamente, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar, Alexis Alexandrovich, a pesar del enojo que sentía, notó a la vez que le invadía el desequilibrio moral que siempre despertaban en él las lágrimas. Comprendiéndolo, y comprendiendo también que la exteriorización de sus sentimientos estaría poco en consonancia con la situación que atravesaban, Alexis Alexandrovich procuró reprimir toda manifestación de vida, por lo cual no se movió para nada ni miró a Anna. Y aquél era el motivo de que ofreciese aquella extraña expresión como de muerto que sorprendiera a su mujer.

Al llegar, la ayudó a apearse y, dominándose, se despidió de ella con su habitual cortesía, pronunciando algunas frases que en nada lo comprometían y diciéndole que al día siguiente le comunicaría su decisión.

Las palabras de su mujer al confirmar sus sospechas dañaron profundamente el corazón de Karenin y el extraño sentimiento de compasión física hacia ella, que despertaban en él sus lágrimas, aumentaba todavía su dolor. Mas, al quedar solo en el coche, Alexis Alexandrovich, con gran sorpresa y alegría, se sintió absolutamente libre de aquella compasión y de las dudas y celos que le atormentaban últimamente. Experimentaba la misma sensación de un hombre a quien arrancan una muela que le hubiese estado atormentando desde mucho tiempo. Tras el terrible sufrimiento y la sensación de haberle arrancado algo enorme, algo más grande que la propia cabeza, el paciente nota de pronto, y le parece increíble, tal felicidad, que ya no existe lo que durante tanto tiempo le amargara la vida, lo que absorbía toda su atención y que, ahora, puede vivir de nuevo, pensar a interesarse en cosas distintas a su muela.

Tal era el sentimiento de Alexis Alexandrovich. El dolor fue terrible e inmenso pero ya había pasado y ahora sentía que podía vivir y pensar de nuevo sin ocuparse sólo de su esposa.

«Es una mujer sin honor, sin corazón, sin religión y sin moral. Lo he sabido y lo he visto siempre, aunque por compasión hacia ella procuraba engañarme», se dijo.

Y en efecto, le parecía haberlo visto siempre. Recordaba los detalles de su vida con ella y éstos, aunque antes no le parecieron malos, ahora, a su juicio, demostraban claramente la perversidad de su esposa.

«Me equivoqué al unir su vida a la mía, pero en mi equivocación no hay nada de indigno y por tal razón no he de ser desgraciado. La culpa no es mía, sino suya», se dijo. «Ella no existe ya para mí.»

Lo que pudiera ser de Anna y de su hijo, hacia el que experimentaba iguales sentimientos que hacia su mujer, dejó de interesarle. Lo único que le preocupaba era el modo mejor, más conveniente y más cómodo para él –y como tal, el más justo– de librarse del fango con que ella le contaminara en su caída, a fin de poder continuar su vida activa, honorable y útil.

«No puedo ser desgraciado por el hecho de que una mujer despreciable haya cometido un crimen. Únicamente debo buscar la mejor salida de la situación en que me ha colocado. Y la encontraré», reflexionaba, arrugando el entrecejo cada vez más. «No soy el primero, ni el último…» Y aun prescindiendo de los ejemplos históricos, entre los cuales le venía primero a la memoria el de la bella Elena y Menelao, toda una larga teoría de infidelidades contemporáneas de mujeres de alta sociedad surgieron en la mente de Alexis Alexandrovich.

«Darialov, Poltavky, el príncipe Karibanob, el conde Paskudin, Dram… Sí, también Dram, un hombre tan honrado y laborioso…, Semenov, Chagin, Sigonin… –recordaba– Cierto que el más necio ridiculo cae sobre estos hombres pero yo nunca he considerado eso más que como una desgracia y he tenido compasión de ellos», se decía Alexis Alexandrovich.

Esto no era verdad, pues nunca tuvo compasión de desgracias tales, y tanto más se había apreciado hasta entonces a sí mismo cuantas más traiciones de mujeres habían llegado a sus oídos.

«Es una desgracia que puede suceder a todos, y me ha tocado a mí. Sólo se trata de saber cómo puedo salir mejor de esta situación.»

Y comenzó a recordar cómo obraban los hombres que se hallaban en casos como el suyo de ahora.

«Darialov se batió en duelo.»

En su juventud el duelo le preocupaba mucho, precisamente porque físicamente era débil y le constaba. Alexis Alexandrovich no podía pensar sin horror en una pistola apuntada a su pecho y nunca en su vida había usado arma alguna. Tal horror le obligó a pensar en el duelo desde muy temprano y a calcular cómo había que comportarse al ponerse en frente de un peligro mortal. Luego, al alcanzar el éxito y una posición sólida en la vida, hacía tiempo que había olvidado aquel sentimiento. Y como la costumbre de pensar así se había hecho preponderante, el miedo a su cobardía fue ahora tan fuerte que Alexis Alexandrovich, durante largo tiempo, no pensó más que en el duelo, aunque sabía muy bien que en ningún caso se batiría.

«Cierto que nuestra sociedad, bien al contrario de la inglesa, es aún tan bárbara que muchos –y en el número de estos «muchos» figuraban aquellos cuya opinión Karenin apreciaba más– miran el duelo con buenos ojos. Pero ¿a qué conduciría? Supongamos que lo desafío», continuaba pensando. E imaginó la noche que pasaría después de desafiarlo, imaginó la pistola apuntada a su pecho y se estremeció, y comprendió que aquello no sucedería nunca. Pero seguía reflexionando: «Supongamos que me dicen lo que tengo que hacer, que me colocan en mi puesto y aprieto el gatillo», se decía, cerrando los ojos. «Supongamos que lo mato…»

Alexis Alexandrovich sacudió la cabeza para apartar tan necios pensamientos.

«Pero ¿qué tiene que ver que mate a un hombre con lo que he de hacer con mi mujer y mi hijo? ¿No tendré también entonces que pensar lo que he de decidir referente a ella? En fin: lo más probable, lo que seguramente sucederá, es que yo resulte muerto o herido. Es decir, yo, inocente de todo, seré la víctima. Esto es más absurdo. Pero, por otro lado, provocarlo a duelo no sería por mi parte un acto honrado. ¿Acaso ignoro que mis amigos no me lo permitirían, que no consentirían que la vida de un estadista, necesaria a Rusia, se pusiera en peligro? ¿Y qué pasaría entonces? Pues que parecerá que yo, sabiendo bien que el asunto nunca llegará a implicar riesgo para mí, querré darme un inmerecido lustre con este desafío. Esto no es honrado, es falso, es engañar a los otros y a mí mismo. El duelo es inadmisible y nadie espera que yo lo provoque. Mi objeto es asegurar mi reputación, que necesito para continuar mis actividades sin impedimento.»

Su trabajo político, que ya antes le parecía muy importante, ahora se le presentaba como de una importancia excepcional. Una vez descartado el duelo, Karenin estudió la cuestión del divorcio, salida que eligieran otros maridos que él conocía. Recordando los casos notorios de divorcios (y en la alta sociedad existían muchos que él conocía perfectamente), Alexis Alexandrovich no encontró ninguno en que el fin del divorcio fuera el mismo que él se proponía. En todos aquellos casos, el marido cedía o vendía a la mujer infiel; y la parte que, por ser culpable, no tenía derecho a casarse de nuevo, afirmaba falsas relaciones del esposo. En su propio caso, Alexis Alexandrovich veía imposible obtener el divorcio legal de modo que fuera castigada la esposa culpable. Comprendía que las delicadas condiciones de vida en que se movía no hacían posibles las demostraciones demasiado violentas que exigía la ley para probar la culpabilidad de una mujer.
Su vida, muy refinada en cierto sentido, no toleraba pruebas tan crudas, aunque existiesen, ya que el ponerlas en práctica lo rebajaría más a él que a ella ante la opinión general. El intento del divorcio no habría valido más que para provocar un proceso escandaloso que aprovecharían bien sus enemigos a fin de calumniarlo y hacerlo descender de su posición en el gran mundo.

De modo que el objeto esencial, obtener la solución del asunto con las mínimas dificultades, no lo llenaba el divorcio. Además, con el divorcio -o su planteamiento- se evidenciaba que la mujer rompía sus relaciones con el marido y nada le impedía ya unirse a su amante. Y en el alma de Karenin, pese a la completa indiferencia que hacia su mujer creía experimentar ahora, restaba aún un sentimiento que se expresaba por el deseo de que ella no pudiese unirse libremente con Vronsky, con lo que su delito habría redundado en beneficio de ella. Tal pensamiento irritaba tanto a Alexis Alexandrovich que sólo al imaginarlo se le escapó un gemido de íntimo dolor. Se irguió, cambió de sitio en el coche y durante un prolongado instante permaneció con el entrecejo fruncido mientras envolvía sus pies huesudos y friolentos en la suave manta de viaje.

En vez del divorcio legal podía, como Karibanov, Paskudin y el buen Dram, separarse de su mujer, siguió pensando Alexis Alexandrovich cuando se sintió un poco calmado. Pero este procedimiento tenía los mismos efectos deshonrosos que el divorcio y lo peor era que, como el divorcio legal, arrojaba a su mujer en brazos de Vronsky.

« ¡No: es imposible, imposible!», dijo en alta voz, mientras comenzaba a desenrollar otra vez la manta de viaje. «Yo no he de ser desgraciado, pero no quiero que ni él ni ella sean dichosos.»

El sentimiento de celos que experimentara mientras ignoraba la verdad se disipó en cuanto las palabras de su mujer le arrancaran la muela con dolor. A aquel sentimiento lo sustituía otro: el de que su mujer no sólo no debía triunfar, sino que debía ser castigada por el delito cometido. No reconocía que experimentara tal sentimiento, pero en el fondo de su alma deseaba que ella sufriese, en castigo a haber destruido la tranquilidad y mancillado el honor de su marido. Y, estudiando de nuevo las posibilidades de duelo, divorcio y separación, y rechazándolas todas otra vez, Alexis Alexandrovich concluyó que sólo quedaba una salida: retener a Anna a su lado, ocultar lo sucedido ante la sociedad y procurar por todos los medios poner fin a aquellas relaciones, lo que era el medio más eficaz de castigarla, aunque esto no quería confesárselo.

«Debo decirle que mi decisión es, una vez examinada la posición en que ha puesto a la familia, y considerando que cualquier otra medida sería peor para ambas partes, mantener el «statuto quo» exterior, con el cual estoy conforme, a condición inexcusable de que cumpla enteramente mi voluntad, es decir, suspenda toda relación con su amante.»

Y cuando hubo adoptado definitivamente esta resolución, acudió, como un refuerzo de ella, un pensamiento muy importante a la mente de Alexis Alexandrovich:

«Sólo con esta decisión obro de acuerdo con las prescripciones de la Iglesia», se dijo. «Únicamente con esta solución no arrojo de mi lado a la mujer criminal y le doy posibilidades de arrepentirse e incluso, aunque esto me sea muy penoso, consagro parte de mis fuerzas a su corrección y salvación.»

Alexis Alexandrovich sabía que carecía de autoridad moral sobre su mujer y que de aquel intento de corregirla no resultaría más que una farsa y, a pesar de que en todos aquellos tristes instantes no había pensado ni una sola vez en buscar orientaciones en la religión, ahora, cuando la resolución tomada le parecía coincidir con los mandatos de la Iglesia, esta sanción religiosa de lo que había decidido le satisfacía plenamente y, en parte, le calmaba. Le era agradable pensar que, en una decisión tan importante para su vida, nadie podría decir que había prescindido de los mandatos de la religión, cuya bandera él había sostenido muy alta en medio de la indiferencia y frialdad generales.

Reflexionando acerca de los demás detalles, Alexis Alexandrovich no veía motivo para que sus relaciones con su mujer no pudiesen continuar como antes. Cierto que jamás podría volver a respetarla, pero no había ni podía haber motivo alguno para que él destrozara su vida y sufriese porque ella fuera mala e infiel.

«Sí; pasará el tiempo, que arregla todas las cosas, y nuestras relaciones volverán a ser las de antes», se dijo Alexis Alexandrovich.

Y añadió:

«Es decir, esas relaciones se reorganizarán de tal modo que no experimentaré desorden alguno en el curso de mi vida. Ella debe ser desgraciada, pero yo no soy culpable y no tengo por qué ser desgraciado a mi vez».

TERCERA PARTE – Capítulo 14

Al acercarse a San Petersburgo, no sólo Karenin había adoptado su decisión de una manera definitiva, sino que hasta redactó mentalmente la carta que iba a escribir a su mujer. Entró en la portería, vio las cartas y documentos que le habían llevado del Ministerio y ordenó que los llevaran a su gabinete.

–Apaguen y no reciban a nadie –contestó a la pregunta del portero, con satisfacción que denotaba su buen humor, acentuando la frase «no reciban».

Ya en su gabinete, Karenin paseó recorriéndolo dos veces en toda su longitud y se detuvo ante su gran mesa escritorio, en la que había seis velas encendidas que había puesto allí su ayuda de cámara.

Luego hizo crujir las articulaciones de sus dedos, se sentó y comenzó a arreglar los objetos que había en el escritorio. Con los codos sobre la mesa y la cabeza inclinada de lado, reflexionó un momento y luego escribió sin detenerse ni un segundo. Escribía en francés, sin dirigirse directamente a ella y empleando el «usted», que no posee en aquel idioma la frialdad que posee en el ruso:

En nuestra última entrevista le indiqué mi intención de comunicarle lo que he decidido respecto a lo que hablamos.

Después de reflexionar detenidamente, le escribo como le prometí. Mi decisión es ésta: sea cual sea su proceder, no me considero autorizado a romper lazos con los que nos ha unido un poder superior. La familia no puede ser deshecha por el capricho, el deseo o incluso el crimen de uno de los cónyuges. Nuestra vida, pues, debe seguir como antes. Eso es necesario para usted, para mí y para nuestro hijo. Estoy seguro de que usted se arrepiente de lo que motiva la presente carta y que me ayudará a arrancar de raíz la causa de nuestra discordia y a olvidar el pasado. En caso contrario, puede suponer lo que le espera a usted y a su hijo. De todo ello espero hablarle en nuestra próxima entrevista. Como termina la temporada veraniega, le pido que vuelva a San Petersburgo lo antes posible, el martes a más tardar. Se darán las órdenes necesarias para su regreso. Le ruego que tenga en cuenta que doy una especial importancia al cumplimiento de este deseo mío.

A. Karenin.

P. D. Acompaño el dinero que pueda necesitar para sus gastos.

Releyó la carta y se sintió contento, sobre todo por haberse acordado de enviar dinero; no había un reproche ni una palabra dura, pero tampoco ninguna condescendencia. Lo principal era que en ella había como un puente dorado para que pudiese volver. Plegó y alisó la carta con la grande y pesada plegadera de marfil, la puso en un sobre, en el que metió el dinero, y llamó con la particular satisfacción que le producía el adecuado empleo de sus bien ordenados útiles de escritorio.

–Llévala al ordenanza para que la entregue mañana a Anna Arkadievna en la dacha–dijo, levantándose.

–Bien. ¿Tomará vuestra excelencia el té en el gabinete?

Alexis Alexandrovich ordenó que llevasen el té allí y, jugueteando con la plegadera, se dirigió a la butaca junto a la que había una lámpara y a su lado el libro francés que había empezado a leer, relativo a inscripciones antiguas. Sobre la butaca, en un marco dorado, pendía el magnífico retrato de Anna hecho por un célebre pintor. Alexis Alexandrovich lo miró. Los ojos impenetrables le miraban burlones, insolentes, como en aquella última noche en la que habían tenido la explicación.

Todo en aquel retrato le parecía impertinente y provocador: desde los encajes de la cabeza, con los cabellos negros, excelentemente pintados, hasta la hermosa mano blanca, cuyo dedo anular estaba cubierto de sortijas, todo le causaba la misma desagradable impresión. Después de mirarlo durante un instante, Karenin se estremeció de tal modo que sus labios temblaron y hasta emitieron un sonido casi imperceptible:

–¡Brrr!

Volvió la cabeza, se sentó precipitado en la butaca y abrió el libro. Trató de leer, pero en modo alguno consiguió que despertara en él su anterior interés por las inscripciones antiguas. Mientras miraba el libro, pensaba en otra cosa. No en su mujer, sino en una complicación de su actividad gubernamental que surgiera últimamente y en la que radicaba el interés principal de su trabajo del momento.

Ahora le parecía penetrar más profundamente que nunca en aquella complicación y parecíale que en su cerebro surgía la idea capital –lo podía decir sin presunción–, el pensamiento que debía aclarar todo el asunto, haciéndole ascender en su camera, abatiendo a sus enemigos, convirtiéndole más útil aún al Estado.

En cuanto el criado, después de llevarle el té, hubo salido del aposento, Alexis Alexandrovich se levantó y se dirigió a la mesa escritorio. Apartó a un lado la cartera que contenía los asuntos corrientes y, con una sonrisa de satisfacción apenas perceptible, sacó el lápiz y se sumió en la lectura de los documentos relativos a aquella complicación.

El rasgo característico de Alexis Alexandrovich como alto funcionario del Estado, el que le distinguía especialmente y el que, unido a su moderación, su probidad, su confianza en sí mismo y su amor propio excesivo, había contribuido más a encumbrarle, era su absoluto desprecio del papeleo oficial, su firme voluntad de suprimir en lo posible los escritos inútiles y tratar los asuntos directamente, solucionándolos con la mayor rapidez y con la máxima economía.

Ocurrió, con esto, que en la célebre Comisión del 2 de junio se expuso el asunto de la fertilización de la provincia de Zaraisk, asunto perteneciente al Ministerio de Karenin y que constituía un claro ejemplo de los gastos estériles que se hacían y de los inconvenientes de resolver los asuntos sólo en el papel. Alexis Alexandrovich sabía que eso era justo.

El asunto de la fertilización de Zaraisk había sido iniciado por el antecesor de Karenin. Y en él se habían gastado y gastaban muchos fondos totalmente en balde, ya que estaba fuera de duda que todo ello no había de conducir a nada. Al ocupar aquel cargo, Alexis Alexandrovich lo comprendió en seguida y pensó en ocuparse de ello.

Pero hacerlo al principio, cuando se sentía aún poco seguro, no era razonable, teniendo en cuenta que con ello lastimaba muchos intereses. Luego, absorbido ya por otros asuntos, simplemente se había olvidado de aquél, que, como tantos otros, seguía su camino por fuerza de inercia. Mucha gente comía en torno a él y en especial una familia muy honrada y distinguida por sus dotes musicales, ya que todas las hijas tocaban algún instrumento de cuerda (Alexis Alexandrovich no sólo los conocía, sino que incluso era padrino de boda de una de las hijas mayores). Los enemigos del Ministerio se ocuparon del asunto y se lo reprocharon, con tanta menos justicia cuanto que en todos los Ministerios los había mucho más graves y que nadie tocaba, por no faltar a las conveniencias en las relaciones interministeriales.

Pero, puesto que ahora le lanzaban aquel guante, él lo recogería gallardamente y pediría una comisión especial que estudiase el asunto de la fertilización de Zaraisk. No quería, sin embargo, que la cosa quedase en manos de aquellos señores, por lo cual exigió, ante todo, el nombramiento de otra comisión especial para estudiar el asunto de la organización de la población autóctona. Aquel asunto se había planteado también ante la Comisión del 2 de junio y Alexis Alexandrovich lo presentaba con energía como muy urgente por el deplorable estado de la citada población.

En la Comisión, el asunto motivó discusiones de varios Ministerios entre sí. El Ministerio enemigo de Karenin demostraba que el estado de los autóctonos era excelente y que los cambios propuestos podían resultar funestos para la prosperidad de aquellas poblaciones; que si algo iba mal, se debía a que el Ministerio de Alexis Alexandrovich no cumplía las disposiciones legales. Y ahora Karenin se proponía exigir: primero, que se nombrara otra comisión que estudiara sobre el terreno la situación de las poblaciones autóctonas; segundo, que si se demostraba que su situación era efectivamente la que se desprendía de los datos oficiales que poseía la Comisión, se formara un nuevo comité técnico que estudiara las causas de aquella situación desde el punto de vista político, administrativo, económico, etnográfico, material y religioso; tercero, que el Ministerio adversario presentase datos de las medidas adoptadas durante los últimos años para evitar las malas condiciones en que ahora se encontraban los autóctonos, y cuarto, que se pidiera a dicho Ministerio explicaciones sobre por qué –según informes presentados a la Comisión con los números 17017 y 18308, fechas 5 de diciembre de 1863 y 7 de junio de 1864– procedía abiertamente contra la ley orgánica, artículo 18 y observación en el 36.

Un animado color cubrió las mejillas de Alexis Alexandrovich mientras anotaba rápidamente aquellas ideas. Una vez escrita la primera hoja de papel, se levantó, llamó y mandó una nota al jefe de su despacho para que le enviasen los informes necesarios.

Y tras levantarse y pasear por la habitación, volvió a mirar el retrato, arrugó las cejas y sonrió con desprecio. Leyó de nuevo el libro sobre inscripciones antiguas y a las once se fue a dormir. Cuando, una vez en la cama, recordó lo sucedido con su mujer, ya no le pareció tan terrible.

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