ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 15, 16 Y 17
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 15
Aunque Anna contradecía a Vronsky, con terca irritación, cuando él le aseguraba que la situación presente era imposible de sostener, en el fondo de su alma también ella la consideraba como falsa y deshonrosa y de todo corazón deseaba modificarla.
Al volver de las carreras con su marido, en un momento de excitación se lo había dicho todo y, pese al dolor que experimentara al hacerlo, se sintió aliviada. Cuando Karenin se hubo ido, Anna se repetía que estaba contenta; que ahora todo quedaba aclarado y que ya no tendría necesidad de engañar y fingir. Le parecía indudable que su posición quedaría ya, a partir de ahora, definida para siempre; podría ser mala, pero era definida y en ella no habría ya sombras ni engaños. El daño que se había causado a sí misma y el que causara a su marido al decirle aquellas palabras sería recompensado por la mayor claridad en que habían quedado sus relaciones.
Cuando, aquella misma noche, se vio con Vronsky, no le contó lo sucedido entre ella y su marido, aunque habría debido decírselo para definir la situación. Al despertar, a la mañana siguiente, pensó antes que nada en lo que había dicho a su marido y le parecieron, de tal manera, duras y terribles sus palabras, que no podía comprender cómo se había decidido a pronunciarlas. Pero ahora estaban ya dichas y era imposible adivinar lo que podría resultar de aquello, ya que Alexis Alexandrovich se había ido sin decirle nada.
«He visto a Vronsky y no le he contado lo ocurrido», reflexionaba. «Incluso cuando se disponía a marchar estuve a punto de llamarle y decírselo todo, pero no lo hice porque pensé que encontraría extraño que no se lo hubiese explicado en el primer momento. ¿Por qué no se lo dije?»
Y al tratar de contestar a tal pregunta, el rubor encendió sus mejillas. Comprendió lo que se lo impedía, comprendió que sentía vergüenza. La situación, que le había parecido aclarada la tarde anterior, se le presentaba de repente no sólo como sin aclarar, sino, además, sin salida. Quedó aterrada ante el deshonor en que se veía hundida, cosa en la cual ni siquiera había pensado. Y al detenerse a reflexionar sobre lo que haría su marido, se le ocurrían las más terribles ideas.
Imaginaba que iba a llegar, ahora, el administrador, para echarla de casa y que su deshonra iba a ser publicada ante todos. Se preguntaba a dónde iría cuando la echaran de allí y no encontraba contestación.
Al recordar a Vronsky, se figuraba que él no la quería, que empezaba a sentirse cansado, que ella no podía ofrecérsele y esto le hacía experimentar animosidad contra él. Le parecía que las palabras dichas a su marido, que continuamente acudían a su imaginación, las hubiera dicho antr todos y todos las hubiesen oído.
No se atrevía a mirar a los ojos a quienes vivían con ella. No osaba llamar a la criada ni bajar a la planta baja para ver a la institutriz y a su hijo. La muchacha, que esperaba hacía tiempo en la puerta, escuchando, decidió entrar en la alcoba. Anna la miró interrogativamente a los ojos y, sintiéndose cohibida, se ruborizó. La criada pidió perdón, diciendo que creía que la señora la había llamado.
Traía la ropa y una nota de Betsy, quien recordaba a Anna que aquel día irían a su casa, por la mañana, Lisa Merkalova y la baronesa Stalz con sus admiradores: Kaluchsky y el viejo Stremov, para jugar una partida de cricket.
«Venga, aunque sea sólo para aprender algo de nuestras costumbres. La espero», concluía el billete.
Anna leyó y suspiró dolorosamente.
–No necesito nada, nada. –dijo a la muchacha, que colocaba frascos y cepillos en la mesita del tocador– Váyase. Voy a vestirme y salir. No necesito nada, nada…
Anuchka salió de la alcoba, pero Anna, sin vestirse, continuó sentada en la misma posición, con la cabeza baja y los brazos caídos, estremeciéndose de vez en cuando de pies a cabeza como si fuese a hacer o decir algo y se sintiera incapaz de ello. Repetía sin cesar, para sí: «¡Dios mío, Dios mío!». Pero tales palabras nada significaban para ella. La idea de buscar consuelo en la religión le resultaba tan extraña como la de buscar consuelo en su propio marido, aunque no dudaba de la religión en que la habían educado. Sabía bien que el consuelo de la religión sólo era posible a base de prescindir de aquello que era el único objeto de su vida. Y no sólo sentía dolor, sino que comenzaba a experimentar miedo ante aquel terrible estado de ánimo que nunca hasta entonces experimentara. Le parecía que todo en su alma comenzaba a desdoblarse, como a veces se desdoblan los objetos ante una vista cansada. A ratos no sabía ya lo que deseaba ni lo que temía, ni si temía o deseaba lo que era o más bien lo que había de ser después. Y no podía precisar qué era concretamente lo que deseaba.
«¿Qué hacer?», se dijo al fin, sintiendo que le dolían las sienes. Y al recobrarse se dio cuenta de que se había cogido con las dos manos sus cabellos cercanos a las sienes y tiraba de ellos. Se levantó de un salto y empezó a pasear por la habitación.
–El café está servido y mademoiselle y Sergio esperan –dijo Anuchka, que había entrado de nuevo, hallando a Anna en la misma posición.
–¿Sergio? ¿Qué hace Sergio? –preguntó Anna, animándose de repente y recordando, por primera vez durante la mañana, la existencia de su hijo.
–Parece que ha cometido una falta –dijo Anuchka sonriendo.
–¿Qué falta?
–Pues ha cogido uno de los melocotones que había en la despensa y se lo ha comido a escondidas.
El recuerdo de su hijo hizo que Anna saliese de aquella situación desesperada en que se encontraba. Se acordó del papel, en parte sincero, aunque más bien exagerado, de madre consagrada por completo a su hijo que viviera en aquellos últimos años y notó con alegría que en el estado en que se encontraba aún poseía una fuerza independiente de la posición en que se hallara respecto a su marido y a Vronsky y que esta fuerza era su hijo. Fuera la que fuera la situación en que hubiera de encontrarse, no podría dejar a su hijo; aun cuando su marido la cubriese de oprobio y aunque Vronsky continuara viviendo independiente de ella, –y de nuevo lo recordó con amargura y reproche– Anna no podría separarse de su Sergio. Tenía un objetivo en la vida. Debía obrar, obrar para asegurar su posición con su hijo, para que no se lo quitasen. Y había de actuar inmediatamente si quería evitarlo. Debía coger a su hijo y marchar. No le cabía hacer otra cosa.
Tenía que calmarse y salir de tan penosa situación. El pensamiento de que urgía hacer algo, que tenía que tomar a su hijo inmediatamente y marchar con él a cualquier sitio, le proporcionó la calma que necesitaba. Se vistió deprisa, bajó y con paso seguro entró en el salón, donde, como de costumbre, la esperaban el café y Sergio con la institutriz.
Sergio, vestido de blanco, estaba de pie ante la consola del espejo, con la espalda y cabeza inclinadas, expresando aquella atención concentrada que ella conocía y que señalaba más su semejanza con su padre, manipulando unas flores que había llevado del jardín.
La institutriz presentaba un aspecto severo. Sergio exclamó, chillando como solía:
–¡Mamá!
Y se interrumpió, indeciso. ¿Debía saludar primero a su madre, dejando las flores o terminar la corona antes y acercarse a su madre ya con las flores en la mano?
Después de saludar, la institutriz comenzó a relatar, lenta y detalladamente, la falta cometida por el niño. Pero Anna no la escuchaba y pensaba si convendría o no llevársela consigo.
«No, no la llevaré», decidió. «Me iré sola, con mi hijo.»
–Sí, eso está muy mal ––dijo Anna, tomando al niño por el hombro y mirándole no con severidad, sino con timidez, lo que confundió al pequeño y lo llenó de alegría.
Anna le dio un beso.
–Déjelo conmigo –indicó a la extrañada institutriz. Y, sin soltar las manos de Sergio, se sentó a la mesa en que estaba servido el café.
–Yo, mamá… no, no… –murmuró el niño, pensando en lo que podría esperarle por haber cogido sin permiso el melocotón.
–Sergio –dijo Anna, cuando la institutriz hubo salido del aposento–. Eso está muy mal pero no lo harás más, ¿verdad? ¿Me quieres?
Sentía que le acudían las lágrimas a los ojos. «¿Cómo puedo dejar de quererlo?», pensó, sorprendiendo la mirada, asustada y al mismo tiempo jubilosa, de su hijo. «¿Es posible que se una a su padre para martirizarme? ¿Es posible que no me compadezca?» Las lágrimas corrían ya por su rostro y, para disimularías, se levantó bruscamente y salió a la terraza. Después de las lluvias y tempestades de los últimos días, el tiempo era claro y frío. Bajo el sol radiante que iluminaba las hojas húmedas de los árboles, se sentía la frescura del aire. Al contacto con el exterior, el frío y el terror se adueñaron de ella con fuerza nueva y la hicieron estremecer.
–Ve, ve con Mariette –––dijo a Sergio, que la seguía.
Y comenzó a pasear arriba y abajo por la estera de paja que cubría el suelo de la terraza.
«¿Será posible que no me perdonen? ¿No comprenderán que esto no podía ser de otro modo?», se dijo.
Se detuvo, miró las copas de los olmos agitadas por el viento, con sus hojas frescas y brillantes bajo la fría luz del sol y le pareció que en ningún lugar del mundo hallaría piedad para ella, que todo había de ser duro y sin compasión, como aquel cielo frío y aquellos árboles… Y de nuevo sintió que su alma se desdoblaba.
«No, no pensemos en ello», se dijo. «He de preparar mi viaje: tengo que irme. ¿Adónde? ¿Y cuándo? ¿Quién me acompañará? Sí; me iré a Moscú en el tren de la noche, llevándome a Anuchka y a Sergio y las cosas más necesarias. Pero antes debo escribirles a los dos.»
Entró en casa precipitadamente, pasó a su gabinete, se sentó a la mesa y escribió a su marido:
«Después de lo sucedido, no puedo continuar en casa. Me marcho llevándome al niño.
Ignoro las leyes y no sé si el hijo debe quedarse con el padre o con la madre. Pero lo llevo conmigo porque no puedo vivir sin él. Sea generoso y déjemelo.»
Hasta llegar aquí escribió rápidamente y con naturalidad, pero la apelación a una generosidad que Anna no reconocía a su marido y la necesidad de terminar la carta con algo conmovedor la interrumpieron. «No puedo hablarle de mi culpa y de mi arrepentimiento, porque…» Se detuvo otra vez, no hallando conexión en sus pensamientos. «No», se dijo, «no es preciso escribir nada de esto».
Y rompiendo la hoja, la redactó de nuevo, excluyendo la alusión a la generosidad, y cerró la carta.
Tenía que escribir otra a Vronsky.
«He dicho a mi marido…», empezó y permaneció un rato sentada sin hallar fuerzas para continuar. ¡Aquello era tan indelicado, tan poco femenino…! «Además, ¿qué puedo escribirle?», se preguntó. Y otra vez la vergüenza cubrió de rubor sus mejillas.
Recordó la tranquilidad de Vronsky y un sentimiento de irritación contra él le hizo romper en pequeños pedazos la hoja con la frase ya escrita.
«No hay necesidad de escribir nada», se dijo. Y cerrando la carpeta, subió a anunciar a la institutriz y a la servidumbre que salía aquella noche para Moscú. Y comenzó a hacer los preparativos del viaje.
TERCERA PARTE – Capítulo 16
En todas las habitaciones de la casa de verano se movían lacayos, jardineros y porteros, llevando cosas de un lado a otro. Armarios y cómodas estaban abiertos y dos veces hubo que ir corriendo a la tienda a comprar cordel. Por el suelo se veían pedazos de periódicos esparcidos, dos baúles, sacos y mantas de viaje plegadas habían sido bajados al recibidor. El coche propio y dos de alquiler esperaban a la puerta.
Anna, olvidando con los preparativos del viaje su inquietud interna, estaba en pie ante la mesa de su gabinete, preparando su saco de viaje, cuando Anuchka llamó su atención sobre el ruido de un coche que se acercaba.
Anna miró por la ventana y vio junto a la escalera al ordenanza de Alexis Alexandrovich, que tocaba la campanilla de la puerta.
–Ve a ver de qué se trata –ordenó Anna.
Y serenamente dispuesta a todo, se sentó en la butaca, con las manos plegadas sobre las rodillas.
El lacayo llevó un abultado sobre con la dirección escrita de mano de Karenin.
–El ordenanza espera la contestación ––dijo el lacayo.
–Bien –repuso Anna.
Y en cuanto hubo salido el criado, abrió el sobre con trémulos dedos y un paquete de billetes sin doblar, sujetos por una cinta, cayó al suelo.
Anna separó la carta y la leyó empezando por el final.
«Se darán las órdenes necesarias para su regreso. Le ruego que tenga en cuenta que doy especial importancia al cumplimiento de mi deseo…», leyó.
Siguió leyéndola al revés y volvió después a empezar la lectura desde el principio. Al terminar, se sintió helada, y tuvo la impresión de que una gran desgracia mucho mayor de lo que esperaba se abatía sobre ella.
Por la mañana estaba arrepentida de lo que había confesado a su marido y deseaba no haber pronunciado aquellas palabras. Y ahora la carta daba las palabras por no dichas: le concedía lo que ella deseaba. Pero ahora esta carta le parecía a Anna lo más terrible que podía imaginar.
«¡Tiene razón, tiene razón!», pronunció para sí. «¡Siempre, siempre tiene razón! Es cristiano, es generoso… Pero, ¡cuán vil y despreciable! ¡Y nadie lo comprende, excepto yo! Jamás podrán comprenderlo, ni yo explicarlo. Para los demás es un hombre religioso, moral, honrado, inteligente… Pero no ven lo que yo he visto. No saben que durante ocho años ese hombre ha ahogado mi vida, cuanto en mí había de vivo, sin pensar jamás que soy una mujer de carne y hueso que necesita amor. No saben que me ofendía constantemente y se sentía satisfecho de sí mismo. ¿No he procurado con todas mis fuerzas hallar la justificación de mi vida? ¿No he tratado de amarlo y luego de amar a mi hijo cuando ya no podía amarlo a él? Pero llegó el momento en que comprendí que no podía seguir engañándome, que vivo, que no tengo la culpa de que Dios me haya hecho así, que necesito vida y amor. Si me hubiera matado, si hubiera matado a Vronsky, yo lo habría soportado todo, lo habría perdonado… Pero él no es así…
¿Cómo no adiviné lo que iba a decidir? Hace lo que es propio de su ruin carácter. Seguirá viviendo conmigo ya caída. Él se quedará con la razón y a mí me hará sucumbir, me humillará cada vez más… –y recordó las palabras de la carta: «puede suponer lo que le espera a usted y a su hijo»– Esta es la amenaza por la que me va a quitar al niño y seguramente su ley estúpida lo hace posible. ¿Acaso no sé por qué me lo dice? No cree en mi amor a mi hijo o, más bien, lo desprecia. Siempre se burlaba de este amor. Sí, desprecia este sentimiento, pero sabe que no he de abandonar a mi hijo, porque sin él no me es posible vivir, ni siquiera con el hombre a quien amo; y, en todo caso, si le dejara y huyera, había de obrar como una mujer más baja y más deshonrada aún. Sí, lo sabe y le consta que no tendré fuerzas para hacerlo.
Nuestra vida debe seguir como antes. –continuó pensando, al recordar otra frase de la carta– ¡Pero esa vida, antes, era penosa y, últimamente, horrible! ¿Cómo será, pues, de ahora en adelante? Y él no lo ignora, sabe que no puedo arrepentirme de lo que siento, de lo que he hecho por amor. Sabe que nada puede resultar de esto sino mentira y engaño, pero él necesita continuar martirizándome. Lo conozco: se que goza y nada en la mentira como un pez en el agua. Pero no le proporcionaré ese placer. Romperé la red de mentiras en que quiere envolverme y será lo que Dios quiera… Todo, antes que la ficción y el engaño.
¿Pero, ¿cómo lo podré hacer? ¡Dios mío, Dios mío! ¿Habrá habido nunca en el mundo mujer tan desgraciada como yo?»
–¡Pero, basta: voy a romper con todo! –exclamó, levantándose de un salto y conteniendo las lágrimas. Y se acercó a la mesa para escribirle otra carta. Pero presentía, en el fondo, que no tendría fuerzas ya para romper nada, que no tendría fuerzas para salir de su situación anterior por falsa y deshonrosa que fuera.
Se sentó a la mesa, mas en vez de escribir apoyó los brazos en ella, ocultó la cabeza entre las manos y lloró, con sollozos y temblores que agitaban todo su pecho, como lloran los niños. Lloraba al pensar que su ilusión de que las cosas habían quedado aclaradas estaba destruida para siempre. Sabía de antemano que todo continuaría como antes o peor. Comprendía que la posición que ocupaba en el mundo aristocrático, y que por la mañana le parecía tan despreciable, le era muy preciosa y que no tendría fuerzas para cambiarla por la despreciable de una mujer que ha abandonado a su hijo y a su esposo para unirse a su amante. Y comprendía también que, por más que quisiera, no podría ser más fuerte de lo que era en realidad.
Jamás tendría libertad para amar y viviría eternamente como una mujer culpable, bajo la amenaza de ser descubierta a cada momento, una mujer que engaña a su marido a fin de continuar sus relaciones deshonrosas con un extraño, un hombre libre, cuya vida no podía ella compartir. Sabía que todo marcharía así, pero le parecía terrible y no imaginaba de qué modo podría terminar. Y Anna lloraba, sin contenerse, como llora un niño al que se castiga.
Oyó los pasos del lacayo y se recobró y, ocultando el rostro, fingió que escribía.
–El ordenanza pide la contestación –anunció el lacayo.
–¿La contestación? ––dijo Anna–. ¡Ah, sí! Que espere. Ya avisaré.
«¿Qué escribiré?», pensaba. «¿Qué puedo decidir por mí misma? ¿Sé yo acaso lo que quiero o lo que deseo?»
Otra vez le pareció que su alma se desdoblaba. Asustada de aquel sentimiento, se aferró al primer pretexto de actividad que se le ofrecía para no pensar en sí misma.
«Debo ver a Alexis», se dijo mentalmente, refiriéndose a Vronsky, al que siempre llamaba así, «él podrá decirme lo que conviene hacer. Iré a casa de Betsy. Quizá lo vea allí».
Olvidaba, absolutamente, que el día antes había dicho a Vronsky que no iría a casa de la princesa Tverskaya y que él había contestado que en tal caso no iría tampoco. Se acercó a la mesa y escribió a su marido.
«He recibido su carta–. A.»
Y llamando al lacayo, le dio la carta.
–Ya no nos vamos ––dijo a Anuchka cuando ésta entró.
–¿Definitivamente?
–No; no deshagan los paquetes hasta mañana y que me reserven el coche ahora. Voy a casa de la Princesa.
–¿Qué vestido debo preparar?
TERCERA PARTE – Capítulo 17
La reunión que iba a jugar la partida de cricket a la que la princesa Tverskaya había invitado a Anna, consistía en dos señoras con sus admiradores.
Aquellas dos señoras representaban un nuevo y muy selecto círculo que se autodenominaba, a imitación de no se sabía qué, Les sept merveilles du monde. A decir verdad, tales señoras pertenecían a una capa muy elevada de la sociedad, pero muy diferente a la que frecuentaba Anna. Además, el viejo Stremov, admirador de Lisa Merkalova y uno de los hombres más influyentes de San Petersburgo, era, ministerialmente, enemigo de Karenin. Por todas esas consideraciones, Anna no deseaba ir y a esas consideraciones aludían las indirectas de la carta de la Princesa. Pero ahora se resolvió a acudir con la esperanza de encontrar a Vronsky.
Llegó a casa de la Tverskaya antes que los otros invitados. En el momento en que entraba lo hacía también el lacayo de Vronsky, que, con sus patillas muy bien peinadas, casi parecía un caballero.
El criado se detuvo junto a la puerta y, quitándose su gorra de visera, le cedió el paso. Anna lo reconoció y sólo entonces recordó que Vronsky le había dicho que no iría. Probablemente enviaba aviso de ello.
Mientras se quitaba el abrigo en el recibidor, Anna oyó que el lacayo decía, pronunciando las enes a la manera de las personas distinguidas:
–Para la señora Princesa, de parte del señor.
Ella habría querido preguntarle dónde estaba ahora su señor; habría querido volverse y darle una carta pidiendo a Vronsky que fuese a su casa o bien, ir Anna misma a casa de él. Pero nada de lo que pensaba podía hacerse, porque ya sonaba la campanilla anunciando su llegada y ya el criado de la Princesa se colocaba, de pie, junto a la puerta abierta, esperando que Anna entrase en las habitaciones interiores.
–La Princesa está en el jardín. Ahora mismo le avisan. ¿Acaso la señora desea pasar al jardín? ––dijo otro lacayo en la siguiente estancia.
Sentía la misma impresión de inseguridad y vaguedad que sintiera en su casa. Era imposible ver a Vronsky; había que continuar aquí, en esta sociedad tan ajena y distante de su estado de ánimo.
Anna llevaba el vestido que sabía que le sentaba mejor; no estaba sola; la rodeaba ese ambiente de ociosidad suntuosa que le era habitual y en él se sentía más a gusto que en su casa, pues aquí no tenía que discurrir sobre lo que había de hacer. Aquí todo se hacía solo.
Cuando Betsy salió a recibirla, vestida de blanco y con una elegancia que la sorprendió, Anna le sonrió como siempre. A la princesa Tverskaya la acompañaban Tuchkevich y una señorita pariente suya que, con gran satisfacción de sus provincianos padres, pasaba el verano en casa de la célebre princesa.
Anna debía de tener un aspecto especial, porque Betsy manifestó notarlo en seguida.
–He dormido mal –repuso Anna, mientras miraba al lacayo que se les acercaba y que, como ella supusiera, traía la carta de Vronsky.
–¡Cuánto me alegro de que haya venido usted! –dijo Betsy–. Me siento fatigada. Quiero tomarme una taza de té mientras llegan los demás. Usted –––dijo a Tuchkevich– podría ir con Macha a ver cómo está el campo de cricket, ahí, donde han cortado la hierba. Entre tanto, nosotras podremos hacernos confidencias durante el té. We’ll have a cosy chat, ¿verdad? –sonrió a Anna, mientras le apretaba la mano con que ésta sujetaba la sombrilla.
–Pero no puedo quedarme mucho rato. Tengo que visitar a la vieja Vrede. Hace un siglo que se lo tengo prometido.
La mentira, tan ajena a su carácter, le resultaba ahora tan sencilla y natural en sociedad que hasta le daba placer. No habría podido explicarse por qué lo había dicho, ya que un segundo antes ni siquiera pensaba en ello. En realidad, sólo la movía el pensamiento de que, como Vronsky no estaba allí, debía asegurarse su libertad para poder verle. Pero decir por qué precisamente había nombrado a la vieja dama de honor, a la que no tenía más motivo de visitar que a muchas otras, era imposible para Anna. Sin embargo, resultó después que, por muchos medios que hubiese imaginado para ver a Vronsky, no habría podido dar con ninguno mejor.
–De ningún modo la dejaré marchar –repuso Betsy, escrutando el rostro de Anna–. Le aseguro que me molestaría con usted si no fuera por lo que la quiero. Parece que teme usted que el trato conmigo pueda comprometerla. Hagan el favor de servirnos el té en el saloncito –ordenó, entornando los ojos, como hacía siempre que hablaba a los criados.
Y tomando la carta la leyó.
–Alexis nos ha jugado una mala partida –dijo en francés–. Me escribe que no puede venir –añadió con un acento tan natural como si no pensara ni remotamente en que el cricket pudiera tener para Vronsky otro significado que el de ver a Anna.
Anna sabía que Betsy estaba enterada de todo, pero al oírla hablar así de Vronsky en presencia suya quiso persuadirse por un momento de que Betsy no sabía nada.
–¡Oh! –dijo Anna, con indiferencia, sonriendo y como si ello le interesara poco– ¿Cómo puede su trato comprometer a nadie?
Aquel juego de palabras, aquel ocultamiento de secretos, tenía para Anna, como para todas las mujeres, muchos atractivos. No era la necesidad de ocultar ni el fin para que se fingía, sino el proceso del fingimiento en sí lo que le agradaba.
–Yo no puedo ser más papista que el Papa –agregó–. Lisa Merkalova y Stremov son la crema de la sociedad. Además, a ellos los reciben en todas partes, y yo –y subrayó el yo– nunca he sido intolerante y severa. No me ha quedado tiempo para ello.
–¿Acaso no quiere usted encontrarse con Stremov? Déjele que rompa lanzas con su marido en la comisión. A nosotras no nos importa eso. Como hombre de mundo, es el más amable que conozco y un apasionado jugador de cricket, ya lo verá. Y a pesar de su ridícula situación de viejo galanteador de Lisa, hay que ver lo bien que afronta la situación. ¡Es un hombre simpatiquísimo! ¿No conoce usted a Safo Stolz? Es de un estilo nuevo, nuevo completamente.
Mientras Betsy hablaba así, Anna comprendía, por su mirada alegre e inteligente, que su amiga adivinaba en parte su situación y estaba tratando de inventar algo para ayudarla. Ahora se hallaban en el saloncito.
–Entre tanto escribiré a Alexis ––dijo Betsy.
Se sentó ante una mesa, escribió unas líneas en un papel y lo puso en un sobre.
–Le digo que venga a comer, si no, una de las señoras se quedará sin caballero. Espere, verá usted cómo le convenzo. Perdone que la deje sola un instante. Le suplico que me cierre la carta. –dijo desde la puerta– Yo tengo que dar algunas órdenes…
Anna, sin un instante de vacilación, se sentó a la mesa y escribió al pie de la carta de Betsy, sin leerla:
Necesito verle. Espéreme al lado del jardín de Vrede. Estaré allí a las seis.
Cerró la carta y Betsy, al volver, la entregó en presencia suya para que la llevasen.
Efectivamente, durante el té que sirvieron en una mesa bandeja en el saloncito, muy fresco entonces, entre las dos mujeres medió la cosy chat que había prometido la Tverskaya antes de que llegaran los invitados. Comenzaron a pasar revista a los que esperaban y la conversación se detuvo en Lisa Merkalova.
–Es muy agradable; siempre he simpatizado con ella –decía Anna.
–Hace usted bien en apreciarla, Lisa también la quiere mucho a usted. Ayer se me acercó después de las carreras, desesperada porque no la pudo ver. Dice que es usted una verdadera heroína de novela y que si ella fuera hombre habría cometido por usted mil locuras. Stremov le contesta siempre que ya las comete sin necesidad de serlo.
–Dígame, se lo ruego, porque no lo he comprendido nunca… –insinuó Anna, tras un corto silencio, con acento que indicaba claramente que lo que preguntaba era más importante para ella de lo que parecía– Dígame, se lo ruego: ¿qué clase de relaciones hay entre Lisa y el príncipe Kaluchsky? Ese a quien llaman Michka… ¡Apenas los he visto juntos! ¿Qué hay entre ellos?
Betsy, sonriendo con los ojos, miró atentamente a Anna.
–Es un nuevo estilo –dijo–. Todas lo han adoptado… Se han atado la manta a la cabeza. Ahora, que hay muchos modos de atársela…
–Sí, ya; pero ¿qué relaciones mantiene con el príncipe Kaluchsky`?
Betsy, súbitamente, rompió a reír con jovialidad y sin contenerse, lo que le acontecía muy contadas veces.
–Invade usted los dominios de la princesa Miágkaya. ¡Vaya una pregunta de niño travieso! –y Betsy, a pesar de sus esfuerzos, no pudo contenerse y estalló al fin en una risa contagiosa propia de la gente que ríe poco –¡Habría que preguntárselo a ellos! –añadió a través de las lágrimas que la risa arrancaba a sus ojos.
–Usted ríe –dijo Anna, contagiada contra su voluntad por aquella risa––– pero yo no he podido comprenderlo nunca. No comprendo el papel del marido…
–¿El marido? El marido de Lisa Merkalova lleva a su esposa la manta de viaje y se desvive por atenderla. En cuanto a lo demás, nadie quiere darse por enterado. ¿Usted sabe? En la sociedad selecta no se habla, ni se piensa siquiera, en ciertos detalles de tocador… En esto sucede lo mismo…
–¿Asistirá usted a la fiesta de Rolandaky? –preguntó Anna para cambiar de conversación.
–Creo que no –repuso Betsy sin mirar a su amiga. Y comenzó a llenar de té aromático las pequeñas tazas transparentes. Luego acercó una taza a Anna, sacó un cigarrillo y, ajustándolo a una boquilla de plata, empezó a fumar. –¿Ve usted? Yo soy feliz. –dijo, sin reír ya, sosteniendo su taza en la mano– La comprendo a usted y comprendo a Lisa. Lisa es una de esas naturalezas ingenuas que no distinguen el bien del mal. Al menos, no lo comprenden mientras son jóvenes. Además, ahora sabe que esa ignorancia le conviene y tal vez ponga en ello alguna intención… –agregó Betsy, con fina sonrisa– Sea lo que sea, le interesa no comprenderlo. Vera usted: una misma cosa se puede mirar desde un punto de vista trágico, convirtiéndola en un tormento, como cabe mirarla con sencillez y hasta con alegría. Acaso usted se incline a considerar las cosas demasiado trágicamente…
–Quisiera conocer a los demás como a mí misma. –dijo Anna, seria y reconcentrada– ¿Seré peor o mejor que las demás? Yo creo que peor…
–¡Es usted una niña! ¡Una verdadera niña! –exclamó Betsy–. ¡Mire: ya vienen!