ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 5 Y 6
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 5
Después del almuerzo, Levin ocupó otro lugar en la siega, entre un viejo burlón, que le pidió que se pusiera a su lado y un joven que se había casado en otoño y segaba aquel verano por primera vez.
El viejo, muy erguido, con las piernas abiertas y firmes, manejaba la guadaña como si jugase, con un movimiento recio y acompasado que parecía no costarle mayor esfuerzo que el de mover los brazos al andar, y amontonaba haces altos de hierba y todos iguales. Dijérase que no era él, sino su guadaña sola, la que segaba la jugosa hierba.
Tras Levin seguía el joven Michka. Su rostro juvenil y agradable, con los cabellos ceñidos por hierbas entrelazadas, mostraba el esfuerzo que le costaba la faena. Pero en cuanto le miraban sonreía. Se notaba que habría preferido morir a mostrar debilidad.
Levin iba entre ambos. A la hora de más calor, el trabajo no le pareció tan difícil. El sudor que lo bañaba le producía cierto frescor y el sol que le quemaba las espaldas, la cabeza, los brazos, arremangados hasta el codo, le daba más vigor y más tenacidad en el esfuerzo. Cada vez eran más frecuentes los momentos en que trabajaba como sin darse cuenta y la guadaña parecía, entonces, segar por sí sola. Eran momentos de dicha, más dichosos aún cuando, al acercarse al río en el que terminaba el prado, el viejo secaba la guadaña con la hierba espesa y húmeda, lavaba el acero en el río y, llenando de agua su botijo, se lo ofrecía a Levin.
–¿Qué me dice usted de mi kwas (1)? ¡Es bueno! ¿Eh? ––decía el viejo guiñando el ojo.
Y, efectivamente, nunca había tomado Levin bebida más agradable que aquella agua tibia en la que flotaban hierbas y con el regusto del hierro oxidado del botijo.
Luego seguía el agradable y lento paseo, con la guadaña en la mano, durante el cual podía enjugarse el sudor, respirar a pleno pulmón, contemplar la amplia línea de los segadores, mirar el bosque, el campo, cuanto le rodeaba…
Cuanto más trabajaba, más frecuentes eran en él los momentos de olvido total en los cuales no eran los brazos los que llevaban la guadaña, sino que era ésta la que arrastraba tras sí en una especie de inconsciencia todo el cuerpo pletórico de vida. Y, como por arte de magia, sin pensar en él, el trabajo más recio y perfecto se realizaba como por sí solo. Aquellos momentos eran los más felices.
En cambio, cuando se hacía preciso interrumpir aquella actividad inconsciente para segar alguna prominencia o agacharse para arrancar una mata de acedera, el retorno a la realidad se hacía más penoso. El viejo lo hacía sin dificultad. Cuando hallaba algún pequeño ribazo, afirmaba el talón y, de unos cuantos golpes breves, segaba con la punta de la guadaña ambos lados del saliente. Mientras lo hacia así, no apartaba, sin embargo, un momento la atención de lo que había ante él y, ora arrancaba algún fruto silvestre y lo comía o lo ofrecía a Levin, ora separaba una rama con la punta del pie, ora contemplaba un nido del cual, bajo la misma guadaña, salía volando alguna codorniz o bien cogía con la hoja, como con un tenedor, alguna culebra que encontraba en su camino, la mostraba a Levin y la arrojaba lejos de allí.
Para Levin, así como para el joven que trabajaba a sus espaldas, tales cambios de movimiento se hacían muy difíciles. Los dos, una vez hallada la forma adecuada de moverse, se embebían en el ardor del trabajo y eran incapaces de modificar el ritmo y observar a la vez lo que había ante ellos y segar.
Levin no reparaba en el tiempo que transcurría. Si le hubisen preguntado cuántas horas llevaba trabajando, habría contestado que apenas media, cuando en realidad había llegado ya la hora de comer.
Volviendo por el lado segado ya, el viejo señaló a Levin varios niños de ambos sexos que, por todas partes, incluso por el sendero, aunque apenas visibles entre las altas hierbas, se acercaban a los segadores llevando saquitos con panes y jarros de kwass sujetos con cintas que apenas podían sostener.
–¡Eh! ¡Ya están aquí los renacuajos! –––dijo el viejo, indicando a los niños, mientras, protegiendo sus ojos con la mano, miraba el sol.
Trabajaron un poco más. Luego, el viejo se detuvo.
–¡Ey, señor, ya es hora de comer! –dijo decididamente.
Acercándose al río, los segadores se dirigieron a sus caftanes, junto a los que les esperaban los niños que traían la comida. Los aldeanos que llegaban de más lejos se colocaron bajo los carros y los de más cerca a la sombra de los sauces, extendiendo antes en el suelo manojos de hierba.
Levin se sentó junto a ellos. No tenía deseos de irse.
El malestar que imponía a los hombres la presencia del amo se había disipado hacía rato. Los aldeanos se preparaban a comer. Algunos se lavaban. Los niños se bañaban en el río. Otros preparaban sitios para descansar, desataban los saquitos de pan, destapaban los jarros de kwass.
El viejo cortó pan, lo echó en su tazón, lo aplastó con el mango de la cuchara, vertió agua del botijo de lata, volvió a cortar pan y, poniéndole sal, oró de cara a oriente.
–¿Quiere probar mi tiuria, señor? –dijo, sentándose y apoyando el tazón en las rodillas.
La tiuria estaba tan buena que Levin desistió de ir a casa. Comió con el viejo, hablándole de los asuntos que podían interesarle y poniendo en ellos la más viva atención, a la vez que le hablaba también de aquellos asuntos propios que podían interesar a su interlocutor.
Se sentía moralmente más cerca de su hermano y sonreía sin querer, penetrado del sentimiento afectuoso que el viejo le inspiraba.
El anciano se incorporó, rezó y se tendió allí mismo, a la sombra de unas matas, poniendo bajo su cabeza un poco de hierba y Levin hizo lo propio; y, a pesar de que las fastidiosas moscas y otros insectos que zumbaban bajo el sol le cosquilleaban el rostro sudoroso y el cuerpo, se durmió en seguida y no despertó hasta que el sol, pasando al otro lado de las matas, llegó hasta él.
El viejo, que hacía rato que no dormía, estaba sentado arreglando las guadañas de los mozos.
Levin miró en torno suyo y halló tan cambiado el lugar que apenas lo reconocía. El enorme espacio de prado estaba segado ya y brillaba con una claridad particular, nueva, con hileras de hierbas olorosas a heno bajo los rayos del sol ya en su ocaso. Distinguíanse los arbustos, con la hierba segada en torno, próximos al río; el río mismo, no visible antes y ahora brillante como el acero en sus recodos; la gente que se despertaba y se ponía en movimiento; el alto muro de las hierbas en la parte del prado no segada aún y los buitres que revoloteaban incesantemente sobre el prado desnudo.
Era un espectáculo completamente nuevo. Viendo lo que había avanzado el trabajo, Levin comenzó a calcular cuánto se habría segado y cuánto se podría segar aún en aquel día. Para cuarenta y tres hombres se había adelantado mucho. El enorme prado, que en los tiempos de la servidumbre exigía treinta hombres durante dos días para segarlo, ya estaba terminado todo, salvo en las extremidades. Pero Levin quería tenerlo terminado lo antes posible y le contrariaba que el sol corriese tan rápidamente.
No sentía cansancio alguno y habría deseado seguir trabajando más y más.
–¿Qué le parece? ¿Tendremos tiempo de segar el Machkin Verj? –preguntó al viejo.
–Sí, si Dios quiere, aunque el sol no está ya muy alto. ¿Por qué no ofrece usted a los mozos un poco de vodka?
Hacia media tarde, cuando los trabajadores volvieron a sentarse para merendar y los que fumaban encendieron sus cigarrillos, el viejo anunció que, si segaban y terminaban en el día Machkin Verj, tendrían vodka.
–¡Pues cómo no! Venga, Tit, empecemos… ¡Hala, de una vez! ¡Ya comeremos por la noche! Muchachos, a vuestros sitios –se oyó gritar.
Los guadañadores, terminando rápidamente de comer el pan, corrieron a sus puestos.
–¡A ver quién siega más –gritó Tit. Y, echando a correr, empezó el trabajo antes que ninguno.
–Corre, corre –decia el viejo, siguiéndole en su velocidad sin esfuerzo–––. ¡Cuidado; voy a cortarte!
Jóvenes y viejos segaban en competencia. A pesar de la prisa con que trabajaban, no estropeaban la hierba y ésta iba cayendo con la misma regularidad y precisión. A los cinco minutos habían terminado de segar el rincón que faltaba.
Todavía los últimos guadañadores estaban terminando su tarea cuando los primeros, echándose sus caftanes al hombro, se dirigían, atravesando el camino, hacia Machkin Verj.
Ya rozaba el sol las copas de los árboles, cuando los segadores entraron en la barrancada boscosa de Machkin Verj. En el centro de la quebrada, las hierbas llegaban hasta la cintura. Era una hierba suave y blanda, jugosa, con flores silvestres diseminadas aquí y allá.
Tras breve consulta sobre si convenía cortar a lo largo o a lo ancho del prado, Projor Ermilin, conocido también como famoso segador, se puso en el primer puesto para iniciar la faena. Recorrió una hilera, se volvió atrás y todos le imitaron con decisión; unos segando en las laderas de la barranca, hacia abajo; otros arriba, en el mismo límite del bosque.
Empezaba a caer el rocío; el sol daba ya a los que trabajaban en una de las laderas. En el centro de la barranca comenzaba a extenderse una leve bruma. Los que segaban en la otra pendiente se hallaban a la sombra, húmeda por el fresco recio. El trabajo hervía.
La hierba cortada, que con un sonido blando caía bajo el filo de las guadañas despidiendo un fuerte aroma, quedaba amontonada en grandes haces. Los segadores trabajaban vigorosamente, codo con codo.
No se oía más que el ruido de los botijos de lata, el ruido de las guadañas que chocaban, el chirriar de las piedras al afilar en ellas las guadañas y los gritos alegres de los segadores, animándose unos a otros en el trabajo.
Levin trabajaba, como antes, entre el viejo y el mozo. El viejo, que se había puesto su chaqueta de piel de cordero, seguía tan alegre, animado y ágil en sus movimientos como antes.
En el bosque, entre la hierba jugosa, había muchos hongos hinchados que todos cortaban con las guadañas. Pero el viejo, cada vez que encontraba una seta se inclinaba, la cogía y murmuraba, guardándosela en el pecho, entre los pliegues del zamarrón:
–Una golosina para mi vieja.
Resultaba fácil guadañar la hierba aquella, blanda y húmeda pero resultaba fatigoso subir y bajar las empinadas cuestas de la barranca. Mas ello no incomodaba al viejo. Moviendo la guadaña al paso corto y firme de sus pies calzados con grandes lapti, subía poco a poco la pendiente y, aunque a veces tenía que poner en tensión todo el cuerpo hasta parecer que los calzones iban a escurrírsele de las caderas, no dejaba pasar una brizna de hierba ni una seta y continuaba bromeando con Levin y con los mozos.
Levin lo seguía; y aunque temía muchas veces caer al subir con la guadaña aquella pendiente, difícil de escalar aun sin nada en la mano, con todo, trepaba y hacía lo que debía hacer. Le parecía como si lo empujara una fuerza exterior.
(1) Kwass o Kvas (literalmente «levadura»; en ruso y en ucraniano квас; en polaco kwas chlebowy, literalmente «levadura de pan»; en lituano gira; en estonio kali; en letón Kvas) es una bebida alcohólica fermentada muy suave (la más fuerte ronda los 2,2% de concentración alcohólica) muy popular en Rusia, Ucrania y otros países del Este de Europa. También existen kvas sin alcohol. El kvas se elabora con harina de centeno y malta o también con harina de salvado, un poco de pan de centeno (pan negro) y manzanas, a esta mezcla se le deja fermentar en agua. A menudo se le suele dar un sabor afrutado y durante el proceso se le añaden frutas.
TERCERA PARTE – Capítulo 6
Una vez que hubieron terminado de segar Machkin Verj, los campesinos pusiéronse sus caftanes y regresaron alegremente a sus viviendas. Levin montó a caballo, se despidió de ellos con cierta tristeza y regresó a su casa.
Al subir la cuesta, volvió la cabeza hacia atrás para mirar el campo. La niebla que ascendía del río ocultaba ya a los labriegos. Sólo se oían sus broncas voces joviales, sus risas y el ruido de las guadañas al entrechocar.
Sergio Ivanovich había terminado de comer hacía rato y ahora estaba en su habitación bebiendo agua con limón y hielo mientras hojeaba los diarios y revistas que acababa de recibir por correo.
Con los cabellos enmarañados y pegados a la frente por el sudor, con el pecho y la espalda tostados y húmedos y profiriendo alegres exclamaciones, Levin entró corriendo en el cuarto de su hermano.
–¡Ya hemos segado todo el prado! ¡Ha sido una cosa magnífica! ¿Y tú? ¿Cómo estás? –preguntó Levin, completamente olvidado de la ingrata conversación del día antes.
–¡Dios mío, qué aspecto tienes! –exclamó su hermano desagradablemente sorprendido, al principio, por la apariencia de Levin– ¡Pero cierra la puerta! –exclamó casi gritando– De seguro que has hecho entrar por lo menos diez moscas.
Sergio Ivanovich aborrecía las moscas. En su habitación sólo abría las ventanas por las noches y cerraba con cuidado las puertas.
–Te aseguro que no ha entrado ni una. Y si ha entrado la cazaré. ¡No sabes qué placer ocasiona trabajar así! ¿Cómo has pasado tú el día?
–Muy bien. Pero ¿es posible que hayas estado segando todo el día? Me figuro que debes de tener más hambre que un lobo. Kusmá te ha preparado la comida.
–No tengo apetito, pues he comido allí. Lo que haré es lavarme.
–Muy bien, ve a lavarte y luego iré yo a tu cuarto. –dijo Sergio Ivanovich, moviendo la cabeza y mirando a su hermano– Ve a lavarte, ve…
Y, recogiendo sus libros, se dispuso a seguir a su hermano, cuyo aspecto optimista le animaba hasta el punto de que ahora sentía separarse de él.
–¿Y dónde te has metido cuando la lluvia? –preguntó.
–¡Vaya una lluvia! Unas gotas de nada. Ey; vuelvo en seguida. ¿De modo que has pasado bien el día? Me alegro.
Y Levin salió para cambiarse de ropa.
Cinco minutos después los dos hermanos se reunieron en el comedor. Levin creía no sentir apetito y parecíale sentarse a la mesa sólo por no disgustar a Kusmá, pero cuando empezó a comer, los manjares le resultaron muy sabrosos.
Sergio Ivanovich le miraba sonriendo.
–¡Ah! Tienes una carta. –dijo– Kusmá: haga el favor de traerla. ¡Pero cuidado con la puerta, por Dios!
La carta era de Oblonsky, que escribía desde San Petersburgo. Levin la leyó en voz alta:
«He recibido carta de Dolly, que está en Erguechovo, y parece que las cosas no marchan bien allí. Te ruego que vayas a verla y la aconsejes, puesto que tú sabes de todo. Dolly se alegrará de verte. La pobrecilla está muy sola. Mi suegra se halla todavía en el extranjero, con toda su familia».
–Está bien. Iré a verles. –dijo Levin– Podríamos ir los dos. Dolly es muy simpática, ¿verdad?
–¿Está lejos?
–Unas treinta verstas. Quizá cuarenta… Pero el camino es excelente. Será una magnífica excursión.
–Conforme. Me gustará mucho –contestó Sergio Ivanovich, siempre sonriente.
El aspecto de su hermano menor le predisponía a la jovialidad.
–¡Qué apetito tienes! –dijo mirando a Levin, quien, con el rostro y cuello atezados y tostados por el sol, se inclinaba sobre el plato.
–¡Excelente! No sabes lo útil que es este régimen para echar de la cabeza toda clase de tonterías. Me propongo enriquecer la medicina con un término nuevo: la gigiyena truda (1).
–Creo que tú no la necesitas.
–Sí, pero sería buena contra muchas enfermedades nerviosas.
–Sí. Tal vez conviniera experimentarlo. Pensé ir al prado para verte guadaña en mano, pero hacía un calor insoportable, así que no pasé del bosque. Estuve sentado allí y luego, me llegué al arrabal y encontré a tu nodriza. La he sondado un poco para saber lo que opinan los aldeanos de tu ocurrencia. Me ha parecido entender que no la aprueban. La nodriza me dijo: «Ese trabajo no es para señores». En general, creo que el sentir popular define muy estrictamente lo que deben hacer «los señores», como ellos dicen. Y no admiten que éstos se salgan de los límites en que el criterio de ellos ha fijado su actuación.
–Es posible que sea así. Pero he experimentado un placer como nunca en mi vida lo experimenté. Y en ello no hay nada malo, ¿verdad? –dijo Levin–. Si no les gusta, ¿qué le voy a hacer? En todo caso, creo que no hay en ello nada de particular.
–Noto que en general estás muy satisfecho de tu jornada de hoy –continuó Sergio Ivanovich.
–Muy satisfecho. Hemos segado todo el prado. Y he hecho amistad con un viejo admirable. ¡No puedes figurarte lo admirable que es!
–De modo que estás contento, ¿eh? Yo también. En primer término, he resuelto dos problemas de ajedrez, uno de ellos muy divertido. Se inicia con un peón… Ya te lo explicaré. Luego he pensado en nuestra conversación de ayer…
–¿Qué conversación? –preguntó Levin, entornando los ojos y soplando satisfecho, una vez terminada la comida y sin lograr acordarse en modo alguno de la conversación del día antes.
–Me parece que en parte tienes razón. El desacuerdo entre nosotros estriba en que tú pones como principal móvil el interés personal, en tanto que yo pienso que todo hombre que posea cierto grado de instrucción debe tener como móvil el interés común. Acaso tengas razón en decir que el interés material sería más deseable. Eres, en principio, una naturaleza demasiado primesautière, como dicen los franceses. Quieres la actividad impetuosa, enérgica, o nada.
Levin escuchaba a su hermano sin comprenderle y sin querer comprender; y lo único que temía era que su hermano le preguntase algo que le permitiera advertir que Levin no le escuchaba.
–Sí, amiguito; así es ––dijo Sergio Ivanovich dándole un golpe en el hombro.
–Sí, claro… Pero, ¿sabes?, no insisto en mi opinión ––dijo Levin con sonrisa infantil, como disculpándose.
«¿De qué discutimos?», pensaba, entre tanto. «Se ve que yo tenía razón y él también. De modo que todo va bien. Ahora tengo que ir un momento al despacho para dar órdenes.»
Se levantó y se estiró, sonriendo.
Sergio Ivanovich sonrió también.
–Si quieres, salgamos a dar una vuelta juntos. –sugirió, no deseando separarse de su hermano, tan animado y lozano en aquel momento– Vamos. Si quieres, podemos pasar antes al despacho.
–¡Dios mío! –exclamó de pronto Levin, con voz tan fuerte que asustó a Sergio Ivanovich.
–¿Qué te pasa?
–¡La mano de Agafia Mijailovna! ––dijo, golpeándose la cabeza–. Me había olvidado de ella.
–Está mucho mejor.
–No obstante, voy en dos saltos a verla. Antes de que te hayas puesto el sombrero estoy de vuelta.
Y bajó corriendo la escalera levantando, con el golpear rápido de los tacones, un ruido como el de una carraca.
(1) Gigiyena truda: Salud laboral – una sección de la higiene. Estudia las condiciones y la naturaleza del trabajo y su impacto en el estado de salud y función de las personas; desarrolla las bases científicas y las medidas prácticas encaminadas a prevenir los efectos nocivos y peligrosos de los factores ambientales y las bases de la terapia ocupacional. Se refiere a la ciencia de la medicina preventiva.