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Categoria: Chaepítie - чаепитие - "Tetear" ;-), Cocinar-té, Té Verde | Fecha: octubre 17th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

JAZMINES EN EL PELO, ROSAS EN LA CARA Y MUCHO HIELO

-Миргород, Игорь Петрович-
Ya es hora de un té? Se viene un infierno para esta tarde; unos «Jazmines en el pelo» bien helados no vendrían nada mal.

Éste es un blend de tés verdes Pi Lo Chung, Jasmine y Darjeeling verde orgánico, pimpollos de jazmín, pétalos de rosas, cascaritas de naranjas dulces, piel de limón y azahares. Es fantástico para preparar TÉ HELADO y NO NECESITA AZÚCAR!

Consejito para prepararlo: Colocar en una tetera de 1 litro de capacidad, 8 cucharaditas de té del blend. Calentar un poco más de 1 litro de agua hasta el primer hervor, dejar enfriar 8 minutos (hasta que llegue a aproximadamente 75 a 79 °C) y verter sobre las hebras. Tapar la tetera y dejar reposar por 3 minutos. Colar, pasarlo a una jarra de vidrio y llevarlo a la heladera hasta que enfríe. Servir en vasos de trago largo, con mucho hielo!

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 16th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 21

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Buenas noches, dachas lectoras y las más vaguitas, también. Les dejo el Capítulo 21 de Aguas de primavera, mientras sirvo unos cuencos de Jazmines en el pelo, heladísimo.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 21

No se durmió hasta el alba; nada tiene esto de particular. Con la racha de aquel cálido torbellino que tan repentinamente pasó sobre ellos, había sentido también, de repente, no que Gemma era hermosa y que la admiraba, porque esto ya lo sabía, sino que estaba casi… que estaba, sin casi, enamorado. Aquel amor lo había envuelto de pronto, como el torbellino de la víspera. ¡Y ahora ese duelo estúpido! Fúnebres presentimientos lo asaltaron. Aun suponiendo que no resultase muerto, ¿qué podía ser de su amor hacia aquella joven, futura esposa de otro? Ese «otro» era poco de temer: conformes. Gemma podía amar a Sanin y quizás lo amase ya… Pero, aun así, ¿en qué podía terminar todo aquello? ¡Qué importa! Cuando se trata de una belleza como ella…

Dio algunas vueltas por el cuarto, se sentó ante la mesa, tomó un pliego de papel, escribió algunas líneas y las borró enseguida. Le parecía que volvía a ver en aquella ventana, a oscuras, bajo la claridad de las estrellas, la figura de Gemma, ondulando entre el cálido torbellino; sus marmóreos brazos dignos de las diosas del Olimpo; sentía su palpitante peso sobre los hombros… Enseguida tomó la rosa que Gemma le había entregado y se imaginó que sus pétalos, medio marchitos, exhalaban un aroma más sutil que el de las demás rosas.

¿Y si lo mataban o quedaba desfigurado?

No se fue a la cama; se durmió vestido sobre el diván. Alguien lo tocó en el hombro. Abrió los ojos y vio a Pantaleone.

—¡Duerme como Alejandro de Macedonia la víspera del combate de Babilonia! —exclamó el viejo pobre hombre.

—¿Qué hora es? —preguntó Sanin.

—Las siete menos cuarto. Desde aquí hay dos horas de carruaje hasta Hanau, y es preciso que lleguemos primero: los rusos se anticipan siempre a sus enemigos. He alquilado el mejor coche de Francfort.

Sanin comenzó a arreglarse, y dijo:

—¿Y las pistolas?

—Ese ferroflucto tedesco las llevará, como también a un cirujano.

Pantaleone se las daba de valiente, como la víspera. Pero cuando se hubo sentado en el coche con Sanin, cuando el cochero hizo restallar la fusta y los caballos partieron a galope, se produjo un cambio repentino en el antiguo cantante y amigo de los dragones de Padua. Se sintió turbado, le entró miedo; se diría que algo se derrumbaba en su interior como un muro mal construido.

—¡Pero qué hacemos, gran Dios, santissima Madonna! —exclamó de pronto con voz lacrimosa, tirándose de los pelos —¡Qué hago yo, viejo imbécil, viejo loco, frenético!

Sanin, asombrado al principio, se echó a reír, y abrazando ligeramente por la cintura a Pantaleone, le recordó el proverbio francés: “Le vin est tiré, il faut le boire” (cuando se ha echado el vino, hay que beberlo).

—Sí, sí, —respondió el viejo —participaremos del cáliz; pero eso no quita que yo sea un insensato. ¡Sí, un insensato! Todo estaba tan tranquilo, tan agradable, y de pronto ¡patatrás, tralará!

—Como en un tutti(1) de orquesta. —añadió Sanin, con risa forzada —Pero usted no tiene la culpa.

—¡Ya sé que no tengo la culpa! ¡Pues no faltaba más! Sin embargo… aquel proceder incalificable… Diàvolo, diàvolo! —repitió suspirando y sacudiendo la melena.

Y el coche rodaba, rodaba sin parar.

Hacía una magnífica mañana. Las calles de Francfort, que empezaban a animarse apenas, tenían un aspecto limpio y hospitalario; las ventanas de las casas brillaban y relucían como papel dorado, y, no bien salió el coche a las afueras, del cielo, pálido aún, descendieron los trinos sonoros de las alondras. De pronto, por un recodo del camino, apareció, tras un gran álamo blanco, una figura conocida, dio unos pasos adelante y se detuvo. Miró Sanin… ¡Santo Dios, era Emilio!

—¿De modo que lo sabía? —preguntó Sanin a Pantaleone.

—¡Cuando le decía a usted que soy un loco! —farfulló desesperadamente, y casi con un grito de dolor, el infeliz italiano —¡Ese malhadado muchacho me atormentó toda la noche y, a la postre, esta mañana se lo he dicho todo!

“¡Vaya con su segretezza!”, pensó Sanin.

El carruaje había alcanzado a Emilio. Sanin hizo parar y llamó al “malhadado muchacho”. Emilio, pálido, tan pálido como el día de su desmayo, se acercó con paso incierto. Apenas podía tenerse en pie.

—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó con severidad Sanin —¿Por qué no está usted en casa?

—Permita… permítame que vaya con usted —tartamudeó Emilio con voz trémula, juntando las manos y castañeteándole los dientes como en un acceso de fiebre —¡No estorbaré! Pero, ¡lléveme! ¡Oh, lléveme usted consigo!

—Si me tiene usted el menor aprecio, el menor cariño, —contestó Sanin —vuélvase enseguida a su casa o al almacén de Klüber, no diga nada a nadie y espere usted mi regreso.

—¡Su regreso! —dijo Emilio con voz parecida a un gemido —Pero, ¡¿y si usted…?!

—Emilio —interrumpió Sanin, señalando al cochero con la vista —¡Tenga usted cuidado! Emilio, se lo suplico, váyase a casa. Óigame, amigo mío. Dice usted que me quiere; pues bien, váyase, se lo ruego.

Y le tendió la mano. Se precipitó Emilio hacia él sollozando, apretó aquella mano contra sus labios, y, apartándose del camino, huyó a campo traviesa en dirección a Francfort.

—¡Noble corazón también! —murmuró Pantaleone.

Pero Sanin lo miró con aire de reconvención. El viejo se acurrucó en el ángulo del coche, comprendiendo su falta. Además, su asombro iba en aumento por minutos: ¿era verdaderamente él quien iba a ser testigo de un duelo, quien había encargado los caballos, tomado todas las disposiciones y abandonado su apacible morada a las seis de la mañana? Y al mismo tiempo empezaban a dolerle los pies aquejados por la gota.

Sanin se creyó en el deber de consolarlo, y halló precisamente lo que convenía decirle.

—¿Dónde está tu antiguo valor, respetable signor Cippatola? ¿L’antico valor?

Se irguió il signor Cippatola y sacudió la melena.

—¿L’antico valor? —dijo con voz de bajo —¡Non è ancora spento l’antico valor! (¡Aún no se ha extinguido el antiguo valor!)

Tomó un aire digno, habló de su carrera, de la Ópera, del gran tenor García, y llegó a Hanau con arrogancia. ¡Lo que somos…! No hay nada en la tierra tan fuerte… ni tan débil, como la palabra.

(1) Palabra italiana que se emplea para designar la participación de toda la
orquesta.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 15th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 20

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Empezó la semana y, con ella, la lectura de nuestra novela. Y, en verdad, la semana ya había empezado ayer pero, fíjate tú, que yo viví todo el día creída que era domingo! En fin, podemos decir que, ahora sí, en el Capítulo 20, l’amour a commencé
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 20

El cielo estaba colmado de estrellas cuando salió Sanin. ¡Y cuántas por todas partes: grandes, pequeñas, amarillas, azules, rojas, blancas, que centelleaban e irradiaban cruzando sus resplandores intermitentes! No había luna en el cielo, pero no por eso se veían peor los objetos en aquella semioscuridad transparente y sin sombras. Sanin llegó hasta el final de la calle… No tenía ganas de regresar tan temprano a la fonda; sentía la necesidad de tomar el aire. Volvió sobre sus pasos y, antes de llegar a la casa donde estaba la confitería de Roselli, se abrió bruscamente una de las ventanas de la planta baja que daba a la calle. En el rectángulo oscuro —no había luz en el cuarto—, apareció una forma femenina, y oyó que lo llamaban:

—Monsieur Dmitri.

Se precipitó hacia la ventana… Era Gemma, acodada en el alféizar con el busto hacia delante.

—Monsieur Dmitri, —dijo en voz baja —durante todo el día he querido darle a usted una cosa…, pero no me he atrevido. Ahora, al verlo de una manera tan inesperada, me he dicho que probablemente es el destino…

Sin que su voluntad interviniese para nada en ello, Gemma se detuvo en esta palabra. Le impidió proseguir una cosa extraordinaria que ocurrió en aquel momento.

En medio de aquella profunda tranquilidad y bajo el cielo completamente sin nubes, se alzó, de pronto, un ventarrón tan fuerte que la misma tierra tembló; la tenue claridad de las estrellas se estremeció y onduló, la atmósfera pareció rodar sobre sí misma. Un torbellino, no frío, sino cálido y casi ardiente, descargó sobre los árboles y el tejado de la casa, chocó contra las fachadas de toda la calle, se llevó de un golpe el sombrero de Sanin y agitó y enmarañó los negros rizos del cabello de Gemma. Sanin tenía la cabeza a la altura de la repisa de la ventana; involuntariamente se encaramó a ella, y Gemma, que lo tomó por los hombros con ambas manos, cayó de pecho sobre el rostro de él. Toda aquella confusión, aquella batahola y aquel estruendo duraron apenas un minuto… Luego, huyó tumultuosamente el torbellino, como una bandada de enormes aves, y se restableció la más profunda tranquilidad.

Sanin levantó la cabeza y vio encima de sí unos grandes ojos tan espléndidos, magníficos y terribles, una cara tan maravillosamente hermosa en su expresión de turbación y espanto, que sintió desmayársele el alma; oprimió contra los labios un fino rizo de cabellos que se había soltado sobre el pecho de ella, y no pudo decir más que dos palabras:

—¡Oh, Gemma!

—¿Qué ha sucedido? ¿Un relámpago? —preguntó ella, abriendo muchísimo los ojos y sin retirar los desnudos brazos de encima de los hombros de Sanin.

—¡Gemma! —repitió él.

Se estremeció ella, miró tras de sí a la estancia, y, con rápido ademán, sacándose del corset una rosa marchita, se la entregó a Sanin.

—Quería darle a usted esa flor…

Sanin reconoció la rosa que él había reconquistado la víspera… Pero la ventana se había cerrado ya, y no se veía ninguna forma blanca detrás de las vidrieras oscuras.

Sanin regresó a la fonda sin sombrero; ni siquiera notó que se le había perdido.

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Categoria: Arte con T, Chaepítie - чаепитие - "Tetear" ;-), In-fusión ~la música de DaCha~ | Fecha: octubre 14th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

A TEA. ON YOUR KNEE. AND MY LIFE FOR THEE.

A tea on your knee.

Tarde en el Parque, con niños y perro Chay. A la vuelta pasamos por Malvón y nos compramos medialunas, alfajores, arrollados de canela y tartas de limón, y nos volvimos contentos a casa a preparar el té, cantando Tea for two. Y ahora, les dejo mi propia versión de una foto del maravilloso artista escocés Bruce McLean y la letra de la canción (más el audio), que me parece que maridan perfecto, para cerrar este fin de semana largo.

Oh honey,
picture me upon your knee
with tea for two and two for tea,
just me for you and you for me, alone!

Nobody near us
to see us or hear us,
no friends or relations
on weekend vacations.
We won’t have it known, dear,
that we own a telephone, dear.

Day will break and I’m gonna wake
and start to bake a sugar cake
for you to take, for all the boys to see.

We will raise a family,
a boy for you and a girl for me.
Can’t you see how happy we will be?

Picture you upon my knee,
tea for two and two for tea,
me for you and you for me, alone!

Nobody near us,
to see us or hear us,
no friends or relations
on weekend vacations.
We won’t have it known, dear,
That we own a telephone, dear.

Day will break and I’m gonna wake
and start to bake a sugar cake
for you to take, for all the boys to see.

We will raise a family,
a boy for you and a girl for me.
Oh, can’t you see how happy we will be?
How happy we will be…

Para escuchar la música del enlace que aquí abajo les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

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Categoria: Chaepítie - чаепитие - "Tetear" ;-) | Fecha: octubre 13th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

HACER EL (TÉ) BIEN, SIN MIRAR A QUIÉN

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El término japonés “Ichi-go, Ichi-e” significa, literalmente, “un encuentro, una oportunidad”. Es un término que deriva del budismo zen, del concepto de transitoriedad, y nos enseña a atesorar cada encuentro porque puede no volver a repetirse.
En el marco de la ceremonia del té, «Ichi-go, Ichi-e» recuerda a los participantes que cada reunión para tomar el té es única, que nunca se repetirá en la vida de uno, y que, por lo tanto, debe ser tratada con la mayor presencia, en términos de estar conectado con lo que sucede, íntimamente.

Cada cultura le da al té y a la ceremonia para prepararlo, servirlo y beberlo, distintos sentidos, todos válidos. En el culto oriental, está dirigida a la introspección y a la comunicación con el mundo interior; la cultura del desierto se enfoca en la hermandad, la igualdad, el compartir lo mejor que se tiene con los propios y los extraños; el té de las cinco hace hincapié en el intercambio protocolar, en las formas y la elegancia; la ceremonia rusa del té está destinada a generar la unificación del mundo espiritual de la gente, el descubrimiento de cada alma en particular ante la sociedad, la familia, los amigos y crear las condiciones para la conversación íntima. Desde este punto de vista, cada encuentro es una oportunidad singular e irrepetible que merece ser honrada.

El maestro japonés de té Sen no Rikyū (1522-1591) propuso siete reglas para el Camino del Té:
-Preparar una buena tetera.
-Colocar el carbón de forma que caliente bien el agua.
-Arreglar las flores como si estuvieran creciendo en el campo.
-En verano sugerir frescura; en invierno, calidez.
-Estar listo antes de hora.
-Prepararse para la lluvia, por si acaso.
-Estar atento a las necesidades de los invitados.
Esencialmente, todas sus reglas nos dicen que la hospitalidad se basa en la consideración para con los demás.

Ser anfitrión es un privilegio y una gran responsabilidad. En cada paso, es fundamental honrar a nuestro huésped, tanto en la preparación adecuada de los utensilios, la presentación de las hebras, el respeto por la secuencia y su explicación si es necesaria, como en la disposición de ánimo, la entrega y la generosidad. Perderse esa oportunidad de compartir el té o de colaborar a que otros puedan tener la experiencia de un momento de comunión con su familia o amigos, es una pena. ¿No les parece?

Que empiecen una hermosa semana. Compartan su mejor té.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 11th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 19

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Viaje a Šipan de sobremesa, un Toblerone y el Capítulo 19 de Aguas de primavera. Con éste, los dejo en suspenso hasta el lunes. Les dejo una foto de la dacha de Turguéniev en Bougival, a 15 km del centro de París. Que pasen un hermoso fin de semana.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 19

Emilio salió al encuentro de Sanin —lo estaba acechando hacía más de una hora— y le dijo rápido, al oído, que su madre ignoraba todos los disgustos de la víspera y que era preciso no hablar de ellos; que a él lo mandaban de nuevo al almacén, pero que, en vez de ir allá, se escondería en cualquier parte. Después de haber dado estas noticias en pocos segundos, se arrojó bruscamente al cuello de Sanin; lo abrazó con entusiasmo y desapareció corriendo. Sanin encontró a Gemma en la tienda. Quería decirle ella alguna cosa, pero no pudo hablar. Le temblaban los labios ligeramente, y sus párpados oscilaban sobre los inciertos ojos. Para tranquilizarla, se apresuró a asegurarle que todo había terminado, que aquel asunto no era más que una chiquillada.

—¿No ha ido a verlo nadie? —preguntó ella.

—Estuvo un caballero, nos explicamos, y… hemos llegado al acuerdo más satisfactorio.

Gemma volvió detrás del mostrador.

«No me cree2, pensó Sanin. Sin embargo, pasó al aposento inmediato, donde encontró a Frau Lenore.

Ésta ya no tenía jaqueca, pero se encontraba en una melancólica disposición de ánimo. Sonriéndole con cordialidad, le previno que se aburriría aquel día, pues no se sentía capaz de ocuparse de él. Al sentarse junto a ella, notó que tenía rojos e hinchados los párpados.

—¿Qué le pasa Frau Leonore? ¿Ha llorado usted?

—¡Silencio! —dijo, indicando con la cabeza la estancia donde se encontraba su hija —¡No diga usted eso… en voz alta!

—Pero, ¿por qué ha llorado usted?

—¡Ah, señor Sanin, yo misma no lo sé!

—¿Alguien le ha dado a usted algún disgusto?

—¡Oh, no…! Me he sentido triste de repente… he pensado en Giovanni Battista…, ¡en mi juventud! ¡Qué pronto pasó todo eso! Me hago vieja, amigo mío, y no puedo acostumbrarme a esta idea. Me parece que soy siempre la misma de antes… y llega la vejez… ¡Ya la tengo encima! —brotaron las lágrimas en los ojos de Frau Lenore —Me mira usted con extrañeza, lo veo… ¡También usted se hará viejo, amigo mío, y verá cuán amargo es eso!

Sanin se esforzó por consolarla, hablándole de sus hijos, en los cuales veía revivir su juventud. Hasta trató de bromear, diciéndole que buscaba el medio de hacer que le dijesen piropos. Pero ella le impuso silencio en tono serio; y por primera vez comprendió Sanin que nada puede consolar ni distraer de la pena el ver acercarse la vejez; hay que esperar a que esa pena se calme por sí misma. Sanin propuso a Frau Lenore jugar al tressette; no hubiera podido imaginar nada mejor. Ella consintió enseguida y pareció aclararse su negro humor.

Sanin jugó con ella antes y después de la comida. También Pantaleone tomó parte en el juego. ¡Nunca le había caído tan abajo el capote sobre la frente, nunca se le había hundido tan en lo hondo de la corbata la barbilla! Todos sus movimientos denotaban una importancia tan reconcentrada, que al mirarlo, se preguntaba cualquiera:

«¿Qué secreto podrá ser el que con tanto celo guarda este hombre?»

Pero segretezza, segretezza.

Durante todo el día se esforzó por manifestar a Sanin la más extrema consideración; en la mesa le servía primero, antes que a las damas, con aire solemne y resuelto; durante la partida de naipes, le cedió su turno y no se permitió obligarlo a plantarse; por último, declaró en redondo, sin venir a cuento, que la nación rusa era la más magnánima, la más valerosa y la más audaz del mundo. “¡Anda, viejo cómico!”, se dijo Sanin para sus adentros.

Si la disposición de ánimo de la señora Roselli lo asombraba, no menos lo sorprendía el modo de conducirse Gemma con él. Y no porque lo evitase. Antes, por el contrario, nunca se sentaba muy lejos, y lo oía hablar mirándolo; ahora, decididamente, no quiso entablar conversación con él, y en cuanto Sanin le dirigía la palabra, se levantaba ella con dulzura y se alejaba unos instantes; volvía después y se sentaba en algún rincón, donde permanecía inmóvil como quien medita, o más bien, como quien duda. Por fin la misma Frau Lenore notó lo extraño de sus maneras y en dos ocasiones le preguntó qué le ocurría.

—No es nada; —contestó Gemma —ya sabes que algunas veces soy así.

—Es verdad —asintió la madre.

De ese modo transcurrió aquel largo día, ni animado, ni languideciente, ni alegre, ni triste. Si Gemma se hubiese conducido de otro modo, ¿quién puede asegurar que Sanin no hubiera cedido a la tentación de dárselas un poco de valiente? Quizás se hubiera abandonado sencillamente a la tristeza, al pensar en una separación que podía ser eterna… Pero, falto de la oportunidad de hablar con Gemma, tuvo que limitarse, antes de tomar el café por la noche, a tocar unos acordes, en tono menor, durante un cuarto de hora, en el piano.

Emilio volvió tarde, y para evitar toda pregunta relativa a Herr Klüber, se retiró enseguida. Llegó en el momento de marcharse Sanin.

Al decir adiós a Gemma, recordó la separación de Lenski y Olga, en Eugenio Oneguin. Le apretó con mucha fuerza la mano y trató de verle de frente la cara; pero ella se volvió un poco y retiró los dedos.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 10th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 18

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Buenas noches, dachas primaverales. Les dejo el Capítulo 18 de la novela que nos convoca… con un tilo.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 18

Al cabo de una hora el mozo entregó a Sanin una tarjeta vieja, mugrienta, que decía:

PANTALEONE CIPPATOLA DI VARESE
Cantante di Camera di S.A.R.(1) il Duca di Modena

Y Pantaleone en persona entró en pos del camarero. Se había cambiado de ropa de pies a cabeza. Llevaba un frac negro con las costuras de color de ala de mosca y un chaleco de piqué blanco, sobre el cual zigzagueaba una cadena de cobre dorado. Un pesado sello de cornerina bajaba hasta sus negros pantalones ajustados, de antigua moda, «de puente». Tenía en la mano derecha un sombrero negro de pelo de conejo y en la mano izquierda un par de grandes guantes de gamuza. La corbata era aún más ancha y más alta que de costumbre, y en su almidonada pechera brillaba un alfiler adornado con un ojo de gato. El índice de la mano derecha ostentaba un anillo formado por dos manos enlazadas alrededor de un corazón echando llamas.
Toda la persona del viejo exhalaba olor a baúl, a alcanfor y almizcle; y la preocupación, la solemnidad de su porte, hubiera chocado hasta al espectador más indiferente. Sanin se levantó y salió a su encuentro.

—Seré su testigo —dijo Pantaleone en francés, e inclinó todo el cuerpo hacia delante después de lo cual puso los pies en primera posición, como un maestro de baile. —Vengo a tomar sus instrucciones. ¿Desea usted batirse sin cuartel?

—¿Por qué sin cuartel, mi querido señor Pantaleone? ¡Por nada del mundo retiraría las expresiones que ayer proferí, pero no soy un bebedor de sangre! Por lo demás, aguarde usted; pronto va a venir el testigo de mi adversario, me retiraré a la habitación contigua y él se entenderá con usted. Quede usted convencido de que nunca olvidaré este servicio, por el cual le doy las gracias con todo mi corazón.

—¡El honor ante todo! —respondió Pantaleone, y se arrellanó en una butaca sin esperar a que Sanin lo invitara a sentarse —¡Si ese ferroflucto spiccebubbio, ese mercachifle de Klüber, no sabe comprender el primero de sus deberes, o si tiene miedo, tanto peor para él…! ¡Alma vil! Eso es todo. En cuanto a las condiciones del duelo, soy testigo de usted y sus intereses son sagrados para mí. Cuando vivía yo en Padua, había allí un regimiento de dragones blancos y estaba relacionado con varios oficiales… Todo su código me es familiar, y a menudo he hablado de estos asuntos con un compatriota suyo, il principe Tarbusskiy… ¿Vendrá pronto ese testigo?

—Lo espero de un momento a otro…, y aquí viene ya —añadió, mirando por la ventana.

Pantaleone se levantó, consultó la hora en su reloj, se arregló el cabello, y se apresuró a meter dentro del zapato una cinta que le salía por debajo del pantalón. Entró el alférez, siempre tan encendido y tan turbado.

Sanin presentó uno a otro los testigos.

—Von Richter, alférez… El señor Cippatola, artista…

El alférez experimentó alguna sorpresa al ver al viejo… ¡Qué hubiera dicho si alguien le hubiese cuchicheado al oído que «el artista» en cuestión practicaba también el arte culinario…! Pero Pantaleone tenía tal prosopopeya, que un duelo parecía ser para él una cosa habitual y corriente. En aquella circunstancia, los recuerdos de su carrera teatral vinieron probablemente en su auxilio, y representó el papel de testigo precisamente como un papel. El alférez y él guardaron silencio un instante.

—¡Vamos, empecemos! —dijo por fin Pantaleone, jugando, al descuido, con su sello de cornerina.

—¡Comencemos! —respondió el alférez —Pero… la presencia de uno de los adversarios…

—Señores, los dejo a ustedes —anunció Sanin, saludándolos, y entró en su dormitorio y cerró la puerta.

Se echó en la cama y se puso a pensar en Gemma. Pero la conversación de los testigos, a pesar de estar cerrada la puerta, llegaba a sus oídos. Hablaban en francés, destrozándolo ambos sin compasión, cada cual a su antojo. Pantaleone mencionaba a los dragones de Padua y de il principe Tarbusskiy; el alférez insistía en lo de las exghizes léchères (ligeras excusas) y los goups de bisdolet à l’amiaple (pistoletazos de amigo). Pero el viejo no quiso oír hablar de ningún género de exghizes. Con gran espanto de Sanin, se puso de pronto a hablar de «una joven señorita inocente, cuyo dedo meñique vale más que todos los oficiales del mundo» (oune zeune damigella innoucenta qu’a ella sola dans soun peti doa vale pinque toutt le zouffissié del mondo). Y varias veces repitió con calor: “È ouna onta, ouna onta!” (¡Es una vergüenza, una vergüenza!) Al principio, el alférez no prestó a ello ninguna atención; pero después se oyó la voz del joven, temblorosa de cólera, haciendo observar que no había venido a oír sentencias morales…

—A la edad de usted siempre es útil oír cosas justas —exclamó Pantaleone.

La discusión llegó varias veces a ser tempestuosa. Al cabo de una hora de disputas, convinieron las condiciones siguientes: «el barón von Dönhof y el señor Sanin se encontrarían al día siguiente, a las diez de la mañana, en un bosquecito cerca de Hanau; tirarían a veinte pasos, teniendo cada uno derecho a hacer dos disparos, a la señal de los testigos. Se servirían de pistolas corrientes».

Von Richter se retiró. Pantaleone abrió la puerta de la alcoba y comunicó a Sanin el resultado de la entrevista, exclamando:

—Bravo russo! Bravo giovanotto! ¡Saldrás vencedor!

Pocos instantes después se encaminaron a la confitería Roselli.

Sanin tuvo la precaución de exigir a Pantaleone el más profundo secreto acerca del duelo. Como respuesta, el viejo alzó un dedo y repitió dos veces guiñando los ojos:

—Segretezza!

Se había rejuvenecido visiblemente y andaba con paso más firme. Todos aquellos sucesos extraordinarios, aunque poco agradables, le recordaban con viveza la época en que enviaba y recibía él mismo cartas de desafío… en escena. A los barítonos, como se sabe, les gusta gallear en sus papeles.

(1)S.A.R.: Abreviatura de Su Alteza Real, igual que en español.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 9th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 17

aisha yusaf
En medio de estas aguas de primavera, que dan de beber a la tierra para que florezca, les dejo el Capítulo 17 de nuestra novela nocturna. Últimos días de promo de Alma de noruega a $100 (no se lo pierdan).

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 17

«Aguardaré las explicaciones del caballero oficial hasta las diez», pensaba, al arreglarse por la mañana, al día siguiente, «y después, que me busque si le da la gana».

Pero los alemanes se levantan temprano; y antes de que el reloj marcase las nueve, el criado entró a anunciar a Sanin que el señor alférez (der Herr Seconde Lieutenant) von Richter(1) deseaba verlo.

Sanin se puso raudamente un redingote(2) y le dijo que lo hiciese pasar. En contra de lo que Sanin esperaba, von Richter era un jovenzuelo, casi un niño; se esforzaba en vano por dar un aire de importancia a su rostro imberbe; ni siquiera lograba ocultar su emoción, y habiéndosele enredado los pies en el sable, por poco se cae al sentarse. Después de muchas vacilaciones, y con notable tartamudeo, comunicó a Sanin, en muy mal francés, que era portador de un mensaje de su amigo, el barón von Dönhof; que su misión consistía en exigir excusas al caballero von Sanin por las expresiones ofensivas empleadas por él la víspera, y que en el caso de que el caballero von Sanin se negase a ello, el barón von Dönhof exigía satisfacción.

Sanin respondió que no tenía el propósito de presentar excusas, y que sostenía lo dicho.

Entonces, el caballero von Richter, siempre tartamudeando, le preguntó con quién, dónde y a qué hora podrían celebrarse las conferencias indispensables.

Sanin le respondió que podía volver dentro de un par de horas, y que de allí a entonces trataría de hallar un testigo.

«¿A quién diablos tomaré de testigo?», pensaba mientras tanto.

El caballero von Richter se levantó y saludó para despedirse. Pero al llegar al umbral, se detuvo como presa de un remordimiento de conciencia, y dirigiéndose a Sanin, le dijo que su amigo el barón von Dönhof no dejaba de comprender que hasta cierto punto habían sido culpa suya los sucesos de la víspera, y que, por consiguiente, se contentaría con «ligeras excusas» (des exghizes léchères[3]).

Sanin contestó a eso que no considerándose culpable de nada, no estaba dispuesto a presentar ninguna clase de excusas, ni ligeras ni pesadas.

—En ese caso, —replicó el caballero von Richter, poniéndose aún más encarnado —habrá que cruzar unos pistoletazos amistosos (des goups de bisdolet à l’amiâple[4]).

—No comprendo ni pizca lo que usted quiere decir. —observó Sanin —Supongo que no se trata de tirar al aire.

—¡Oh, no, no! —tartamudeó el alférez, desorientado por completo —Pero suponía que ventilándose el asunto entre hombres distinguidos… —se interrumpió —Hablaré con el testigo de usted —dijo, y se retiró.

En cuanto el alférez hubo salido, Sanin se dejó caer en una silla, con los ojos fijos en el suelo, diciéndose:

«¡Vaya una broma la de esta vida, con sus bruscos virajes! Pasado y futuro, todo desaparece como por arte de magia; ¡y lo único que saco en limpio es que me voy a batir en Francfort con un desconocido y no se sabe por qué!»

Se acordó de una anciana tía loca que bailaba sin cesar, cantando estas palabras extravagantes:

¡Alférez rebonito!
¡Mi pepinito!
¡Mi cupidito!
¡Báilame, mi pichoncito!

Se echó a reír y se puso a cantar como ella: «¡Alférez rebonito; báilame, mi pichoncito!»

—Pero no hay tiempo que perder; hay que moverse —exclamó en voz alta, levantándose. Y vio delante de él a Pantaleone con una esquela en la mano.

—He llamado varias veces, pero no ha oído usted. Yo creía que había salido — dijo el viejo, dándole la carta —De parte de la señorita Gemma.

Sanin tomó maquinalmente la carta, la abrió y leyó. Gemma le escribía que estaba intranquila con el asunto consabido, y que deseaba verlo de inmediato.

—La signorina está inquieta. —dijo Pantaleone, que por lo visto estaba enterado del contenido de la esquela —Me ha dicho que me informe de lo que hace usted, y que lo lleve conmigo junto a ella.

Sanin miró al viejo italiano y se quedó pensativo: una idea repentina cruzaba por su mente. En el primer instante le pareció extraña, imposible… «Sin embargo, ¿por qué no?», se dijo a sí mismo.

—Señor Pantaleone —casi gritó.

Se estremeció el viejo, sepultó el mentón en la corbata y fijó los ojos en Sanin.

—¿Sabe usted lo que pasó ayer? —prosiguió este.

Pantaleone sacudió su enorme pelambre, mordiéndose los labios, y respondió:

—Lo sé.

Apenas de regreso, Emilio se lo había contado todo.

—¡Ah, lo sabe usted! Pues bien, he aquí de qué se trata. Ahora mismo acaba de salir de aquí un oficial. Ese insolente de ayer me desafía a duelo. He aceptado, pero no tengo testigo. ¿Quiere usted ser mi testigo?

Pantaleone tembló y levantó tanto las cejas, que desaparecieron bajo sus mechones colgantes.

—¿Pero no tiene usted más remedio que batirse? —dijo en italiano; hasta entonces había hablado en francés.

—Es preciso. Negarme a ello sería cubrirme de oprobio para siempre.

—¡Hum! Si me niego a servirle a usted de testigo, ¿buscará usted otro?

—Seguramente.

Pantaleone bajó la cabeza.

—Pero permítame usted que le pregunte, signor de Zanini, si ese duelo no echará una mancha sobre la reputación de cierta persona.

—Supongo que no; pero, aunque así fuese, no hay más remedio que resignarse.

—¡Hum…! —Pantaleone había desaparecido por completo dentro de su corbata —Pero ese ferroflucto Kluberio, ¿no interviene en eso? —exclamó de pronto, levantando la nariz como si otease el aire.

—¿Él? Nada.

—¡Che! —Pantaleone se encogió de hombros con aire despectivo, y dijo con voz insegura: —En todo caso, debo dar a usted las gracias, porque en medio de mi actual rebajamiento ha sabido usted reconocer en mí un hombre decente, un galant’uomo. Con eso demuestra usted mismo ser un galant’uomo. Pero necesito pensar su proposición.

—No hay tiempo que perder, querido señor Ci… Cippa…

—…tola. —concluyó el viejo —No le pido a usted más que una hora para reflexionar. Este asunto atañe a los intereses de la hija de mis bienhechores… ¡y por eso es un deber, una obligación para mí el reflexionar…! Dentro de una hora, de tres cuartos de hora, conocerá usted mi resolución.

—Bueno, esperaré.

—Y ahora, ¿qué respuesta llevo a la signorina Gemma?

Sanin tomó un pliego de papel y escribió:

«No tenga usted miedo, mi querida amiga. Dentro de tres horas iré a verla, y todo se explicará. Le doy a usted las gracias con toda mi alma por el interés que me manifiesta.»

Y entregó la esquela a Pantaleone.

Éste la puso con cuidado en el bolsillo interior de su paletot, y después de repetir otra vez: «¡Dentro de una hora!», se dirigió a la puerta; pero bruscamente se volvió, corrió hacia Sanin, le tomó la mano, y estrechándosela contra el pecho, con los ojos levantados al cielo, exclamó:

—Nobile giovanotto! Gran cuore!(5) ¡Permita usted a un débil viejo (a un vecchiotto), estrecharle su valerosa mano! (la vostra valorosa destra).

Y dando algunos pasos de espalda, agitó ambos brazos y salió.

Sanin lo siguió con la vista…; después tomó un periódico y se creyó en el caso de leer. Pero por más que sus ojos se empeñaban en recorrer las líneas, no comprendió nada de lo que leía.

(1) Palabra alemana que significa “de”. Antepuesta a un apellido suele ser indicación de nobleza o ascendencia ilustre.
(2) Redingote: Capote de poco vuelo y con mangas ajustadas.
(3) Mala pronunciación de las palabras francesas excuses légères.
(4) Deformación de la frase en francés des coups de pistolet à l’amiable.
(5) En italiano: ¡Noble mancebo! ¡Gran corazón!

Créditos de la imagen: Aisha Yusaf

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 8th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 16

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AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 16

Sabido es de lo que suele componerse una comida alemana: una sopa de aguachirle con canela y unas bolitas de pasta erizadas de gibosidades; carne cocida, seca como corcho, con una grasa blanca, rodeada de remolachas fofas, de rábano picado y papas viscosas; una anguila azulenca con salsa de alcaparras en vinagre; un asado con conservas en vinagre y el imprescindible mehlspeise, especie de pudding rociado con una salsa roja agria; en cambio, vino y cerveza excelentes. Tal era el menú que el fondista de Soden presentó a sus huéspedes.

Por lo demás, el almuerzo transcurrió muy bien. En verdad, no se distinguió por una animación particular, ni siquiera cuando Herr Klüber brindó «¡Por lo que nos es querido!» (Was wir lieben!). Todo se realizó con la mayor dignidad y decoro. Después de la comida se sirvió un café claro y rojizo, un verdadero café alemán. Herr Klüber, como galante caballero, pedía permiso a Gemma para fumar un tabaco, cuando, de pronto, ocurrió una cosa imprevista, una cosa verdaderamente desagradable y hasta indigna…

Algunos oficiales de la guarnición de Maguncia se habían instalado en una de las mesas próximas. Por sus miradas y cuchicheos podía adivinarse, sin esfuerzo, que la belleza de Gemma no les había pasado inadvertida. Uno de ellos, que probablemente había estado alguna vez en Francfort, miraba a la joven como se mira a una persona conocida; estaba claro que sabía quién era. De repente se levantó, vaso en mano —los señores oficiales habían hecho ya numerosas libaciones, y el mantel aparecía cubierto de botellas delante de ellos—, y se acercó a la mesa donde estaba sentada Gemma. Era un jovenzuelo con cejas y pestañas de un rubio desvaído, aunque con una fisonomía agradable y hasta simpática, pero sensiblemente alterado por el vino que había bebido. Tenía las mejillas tirantes e inflamados los ojos, que vagaban de acá para allá, con expresión insolente. Sus camaradas quisieron contenerlo en un principio, pero lo dejaron ir. Empezado el asunto, era preciso ver en qué terminaba.

El oficial, tambaleándose un poco, se detuvo frente a Gemma, y con voz que quería hacer segura, pero en la cual, a pesar suyo, se revelaba una lucha interior, exclamó:

—¡Brindo por la más hermosa botillería que hay en todo Francfort y en el mundo entero! —de un trago apuró el vaso—¡Y en recompensa, tomo esta flor arrancada por sus divinos dedos! —y cogió una rosa que yacía junto al plato de Gemma.

Sorprendida y asustada de pronto, la muchacha se puso pálida; después, trocándose en ira su espanto, se ruborizó hasta la raíz de los cabellos. Sus ojos, fijos en el insolente, se oscurecieron y centellearon a la vez con las tinieblas y los relámpagos de una indignación desbordada.

El oficial, turbado al parecer por esa mirada, murmuró algunas palabras incoherentes, saludó y se fue a donde estaban sus amigos, quienes lo acogieron con risas y ligeros aplausos.

Herr Klüber se levantó bruscamente, se irguió en toda su estatura, y, calándose el sombrero, dijo con dignidad, pero no muy alto:

—¡Esto es inaudito! ¡Es una insolencia inaudita! (Unerhört! Unerhörte Frechheit!)

Enseguida llamó al mozo con voz severa, pidió que le trajesen la cuenta, y no contento con eso, ordenó que enganchasen el coche, añadiendo que era inconcebible que personas distinguidas viniesen a este establecimiento, donde se podía ser insultado. Al oír Gemma estas palabras, inmóvil en su sitio —una respiración jadeante sacudía su pecho—, dirigió los ojos a Herr Klüber y le lanzó la misma mirada que había lanzado al oficial. Emilio temblaba de rabia.

—Levántese usted, meine Fräulein; —profirió Herr Klüber, siempre con idéntica severidad —no conviene que permanezca usted aquí. Vamos dentro del restaurante.

Gemma se levantó sin decir nada, le presentó él su torneado brazo, puso la mano encima, y Herr Klüber se dirigió entonces al restaurante con un andar majestuoso, más solemne y arrogante, conforme se alejaba del teatro de los sucesos. El pobre Emilio los siguió todo trémulo.

Pero mientras Herr Klüber ajustaba la cuenta con el mozo, a quien no dio ni un kreuzer de propina, para castigarlo por lo sucedido, Sanin se había acercado rápidamente a la mesa de los oficiales y, dirigiéndose al que había insultado a Gemma, y que en aquel momento daba a oler su rosa a los demás, uno tras otro, con voz clara pronunció en francés estas palabras:

—¡Caballero, lo que acaba usted de hacer es indigno de un hombre de honor, indigno del uniforme que viste; y vengo a decirle a usted que es un fatuo mal educado!

El joven dio un salto, pero otro oficial de más edad lo detuvo con un ademán, lo hizo sentarse, y encarándose con Sanin le preguntó, en francés también, si era hermano, pariente o novio de aquella joven.

—Nada tengo que ver con ella. —exclamó Sanin —Soy un viajero ruso, pero no puedo permanecer impasible ante tamaña insolencia. Por lo demás, aquí está mi nombre y mi dirección; el señor oficial sabrá dónde encontrarme.

Al decir estas palabras, Sanin arrojó sobre la mesa su tarjeta, y con rápido ademán, tomó la rosa de Gemma, que uno de los oficiales había dejado caer en un plato. El joven oficial hizo un nuevo esfuerzo para levantarse de la silla, pero su compañero lo detuvo por segunda vez, diciéndole:

—¡Quieto, Dönhof! (Still, Dönhof!)

Luego se levantó él mismo, y llevándose la mano a la visera de la gorra, no sin un matiz de cortesía en la voz y en la actitud, dijo a Sanin que a la mañana siguiente uno de los oficiales de su regimiento tendría el honor de visitarlo. Sanin respondió con un breve saludo y se apresuró a reunirse con sus amigos.

Herr Klüber fingió no haber notado la ausencia de Sanin ni sus explicaciones con los oficiales; apresuraba al cochero para que enganchase los caballos, y se irritaba en extremo ante su lentitud. Gemma tampoco dijo nada a Sanin; no lo miró siquiera. Por sus cejas fruncidas, sus labios pálidos y apretados, su misma inmovilidad, se adivinaba lo que sucedía en su alma. Sólo Emilio tenía visibles deseos de hablar con Sanin y de interrogarlo; lo había visto acercarse a los oficiales, darles una cosa blanca, un pedazo de papel, carta o tarjeta. Le palpitaba el corazón al pobre muchacho, le abrasaban las mejillas; estaba pronto a echarse al cuello de Sanin, a punto de llorar, o de lanzarse con él para pulverizar a todos aquellos odiosos oficiales. Sin embargo, se contuvo y se limitó a seguir con atención cada uno de los movimientos de su noble amigo ruso.

Por fin, el cochero acabó de enganchar; subieron los cinco al coche. Emilio, precedido por Tartaglia, trepó al pescante; allí estaba más libre y no le quitaba el ojo a Klüber, a quien no podía ver tranquilamente.

Durante todo el camino discurseó Herr Klüber… y habló él solo; nadie lo interrumpió ni le hizo ninguna señal de aprobación. Insistió especialmente en lo mal que hicieron en no escucharlo cuando propuso comer en un gabinete reservado. De ese modo no hubieran tenido ningún disgusto. Enseguida enunció juicios severos y hasta con ribetes de liberalismo acerca de la imperdonable indulgencia del gobierno con los oficiales; lo acusó de descuidar la observancia de la disciplina y de no respetar bastante al elemento civil en la sociedad (das bürgerliche Element in der Societät). Después, predijo que con el tiempo esto produciría descontento general; que de eso a la revolución no había más que un paso, como lo atestiguaba (aquí exhaló un suspiro compasivo pero grave) el triste, el tristísimo ejemplo de Francia. Sin embargo, al punto añadió que personalmente se inclinaba ante el poder, y que él no sería revolucionario nunca jamás, pero que no podía dejar de manifestar su desaprobación a tanta licencia. Luego entró en consideraciones generales sobre la moralidad y la inmoralidad, las conveniencias y el sentimiento de la dignidad.

Durante el paseo que precedió a la comida, Gemma no había parecido enteramente satisfecha de Herr Klüber, y por eso mismo se había mantenido un poco apartada de Sanin, como si la presencia de este la turbase; pero a la vuelta, mientras escuchaba perorar a su prometido, era evidente que se avergonzaba de él. Al final del viaje experimentaba un verdadero sufrimiento, y, de pronto, dirigió una mirada suplicante a Sanin, con quien no había reanudado la conversación. Por su parte, Sanin sentía más compasión hacia ella que descontento contra Klüber, y hasta, sin confesárselo del todo, se regocijaba en secreto por lo acontecido aquel día, aun cuando esperaba las condiciones de un duelo para la mañana siguiente.

La penosa partie de plaisir(1) concluyó. Al ayudar a Gemma a apearse del coche ante la puerta de la confitería, sin decir una palabra, Sanin le puso en la mano la rosa que había rescatado. Se ruborizó ella, le apretó la mano e inmediatamente ocultó la flor. Aunque apenas era de noche, ni él tuvo ganas de entrar en la casa, ni tampoco ella lo invitó a que lo hiciese. Además, apareció en el quicio de la puerta Pantaleone y anunció que Frau Lenore estaba durmiendo. Emilio murmuró un tímido adiós a Sanin: casi le tenía miedo; ¡tanta era la admiración que le produjo! Klüber acompañó a Sanin en coche hasta la fonda y lo dejó allí, haciéndole un saludo afectado. A pesar de toda su suficiencia, este alemán, ordenado al extremo, se sentía un poco molesto. En fin, todos ellos, quién más, quién menos, se encontraban a disgusto.

Preciso es decir que ese sentimiento de malestar se disipó enseguida en Sanin y se trocó en un estado de ánimo bastante vago, pero alegre y hasta triunfal. Se puso a silbar paseándose por su cuarto. Estaba contentísimo de sí mismo y no quería pensar en nada.

(1)En francés: Salida de placer.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 7th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 15

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Perdón por la demora, dachas lectoras y compañeras. Día arduo de trabajo pero con la satisfacción del deber cumplido. Con mi taza de Alma de noruega y el Capítulo 15 de Aguas de primavera, me despido hasta mañana. Que lo disfruten.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 15

Soden es un pueblecito situado a media hora de Francfort, en un paraje delicioso, en las faldas del Taunus. Entre nosotros, los rusos, es un lugar famoso por sus aguas minerales, eficaces en las enfermedades del pecho, según se asegura. Los francfortenses nunca van allí sino de excursión, porque Soden posee un magnífico parque y Wirtschaft(1), donde puede tomarse café y cerveza a la sombra de los tilos y de los arces.

El camino de Francfort a Soden, bordeado de árboles frutales, costea la margen derecha del Main. Mientras el coche rodaba tranquilamente por aquel espléndido camino, Sanin observaba a hurtadillas cómo se comportaba Gemma con su prometido. Era la primera vez que los veía juntos. La actitud de la joven era serena y sencilla, pero un poco más reservada y seria que de costumbre; Klüber tenía el porte de un superior indulgente que se permite a sí mismo, y permite a su subordinado, un placer discreto y de buen tono. Sanin no observó en él ninguna particular atención para con Gemma, nada de lo que los franceses llaman empressement (obsequiosidad). Evidentemente, Herr Klüber consideraba el asunto cosa hecha, y no veía ningún motivo para molestarse y hacerse el galán; en cambio, su condescendencia no lo abandonaba un minuto, y hasta en el largo paseo que dieron antes de comer, más allá de Soden, por montañas y valles frondosos, mientras saboreaba las bellezas de la naturaleza, el alemán miraba el paisaje con aquel invariable aire de indulgencia a través del cual se traslucía, de vez en cuando, la severidad natural de un superior. Así, hizo notar que cierto riachuelo corría demasiado en línea recta, en vez de dar pintorescos rodeos; hasta desaprobó la conducta de un pinzón que variaba muy poco su canto. Gemma no se aburría, y, al parecer, hasta experimentaba satisfacción. Sin embargo, Sanin no encontraba ya en ella la Gemma del día anterior, y no porque la más leve sombra oscureciese su hermosura —nunca había estado más resplandeciente—, sino porque su alma parecía haberse escondido en lo más recóndito de su ser. Elegantemente enguantada y con la sombrilla abierta en la mano, andaba con aplomo, sin apresurarse, como hacen las señoritas bien educadas, y hablaba poco. Emilio tampoco se encontraba a sus anchas, y Sanin aún menos. Una de las cosas que contribuían a molestarla era que la conversación se sostuvo todo el tiempo en alemán.

Sólo Tartaglia estaba eufórico. Corría dando furiosos ladridos tras de los tordos que levantaba al paso; saltaba las zanjas, los tocones y por encima de las raíces; se tiraba al agua de un brinco, bebiéndola con avidez; se sacudía, gimoteaba, luego salía disparado como una flecha, colgante su lengua roja. Por su parte, Herr Klüber hacía todo lo que estimaba necesario para divertir a la sociedad. Invitó a sus compañeros a sentarse a la sombra de un copudo roble y, sacando del bolsillo un librito titulado Knallerbsen, oder du sollst und wirst lachen! (Petardos, o ¡Debes reírte y te vas a reír!), se creyó en el caso de leer los escogidos chascarrillos de que estaba lleno ese libro. Leyó una docena sin provocar mucha alegría. Sólo Sanin, por urbanidad, enseñaba los dientes. En cuanto a Herr Klüber, después de cada anécdota, dejaba oír una risita de pedagogo, sombreada como siempre por un tinte de condescendencia. Hacia mediodía volvieron todos a Soden, al mejor restaurante de la comarca.

Se trataba de disponer la comida.

Herr Klüber propuso realizar este acto en un pabellón cerrado por todas partes, im Gartensalon; pero Gemma se sublevó de pronto, y dijo que no comería sino al aire libre, en el jardín, en una de las mesitas colocadas a la puerta del restaurante; y explicó que le aburría ver siempre las mismas caras, y que deseaba poder contemplar otras. Varios grupos de recién llegados se habían sentado ya alrededor a esas mesitas.

Mientras Klüber, sometiéndose con condescendencia «al capricho de su prometida», iba a entenderse con el maître(2), Gemma permaneció de pie, inmóvil, con los ojos bajos y los labios apretados; sentía que Sanin no apartaba de ella la mirada, casi interrogadora, y se hubiera dicho que eso le causaba enfado. Por fin regresó Klüber, anunciando que la comida estaría lista dentro de media hora, y propuso jugar una partida de bolos mientras tanto.

-Eso es muy bueno para abrir el apetito, ¡je, je, je! -añadió.

Jugaba a los bolos magistralmente; al arrojar las bolas, adoptaba posturas arrogantes, presumía de la musculatura de los brazos y piernas y se balanceaba con gracia en un pie. Era un atleta en su género; estaba sólidamente configurado. Y luego, ¡eran tan blancas, tan bellas, sus manos! ¡Y se las enjugaba con tan rico fular(3) de la India, con flores de color amarillo oro!

Llegó la hora de comer, y toda la compañía se sentó a la mesa.

(1) En alemán: Especie de cantina.
(2) En francés: Maître d’hôtel, empleado que preside el servicio al público en un restaurante.
(3) Fular: Tela de seda muy fina, por lo general con dibujos estampados.

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