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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: diciembre 3rd, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – CAPÍTULO 43 – LECTURA

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Categoria: Eventos, Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: diciembre 1st, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

TÉ LITERARIO – AGUAS DE PRIMAVERA – ÚLTIMO CHAEPÍTIE DEL AÑO

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Quiero agradecer con todo mi corazón a todos los amigos que ayer compartieron con nosotros el último chaepítie del año, muchos de los cuales hicieron gran esfuerzo para poder estar, corriendo después de exámenes, viajando desde lejos, moviendo sus doloridos cuerpos o almas, ubicando hijos, maridos, esposas. Comimos rico, bebimos rico, leímos juntos, debatimos, nos reímos y nos emocionamos con el final de estas «Aguas de primavera» tan movilizadoras. Gracias gigante a La Biblioteca Café y su gente, que estuvieron impecables, al Prof. Mauricio Stelkic que nos cuenta la Historia de la historia con seriedad y humor, a Martín Weiskind -mi compañero incondicional- que me banca todas las chinches y desencantos que, a veces, este proyecto también trae, a Larisa Segovia que es la asistente perfecta, a Colectivo Felix que con toda celeridad deshidrató los duraznos para Coup de foudre, a Laban Catering Personalizado y Marta´s Cakes que cocinaron deliciosamente para que todo estuviera perfecto, a Rica Comida Rusa Por Pedido que siempre está presente, a Trippelheim Hidromiel Artesanal que llenó nuestro botellón de cristal para brindar por la vida y el inicio de un año mejor, a La Pé Patisserie que cocinó kilos de matrioshkas, glaseadas y pintadas, una por una, para poner en los arbolitos, a Gustavo García Melieni que con todo su amor y amistad tomó decenas de fotos y sostuvo, con su mirada, mi cadera rotita y a Iván Turguéniev que, con su obra, me inspiró a crear un hijo más de esta DaCha, del que estoy orgullosa. Hasta que tengamos las imágenes del evento, le robo algunas a Miru Pozzo (Miru qué suerte que subís las fotos «on the spot»!). Hasta el próximo Té Literario. Los quiero mucho. Gabriela
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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: diciembre 1st, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULOS 42 Y 43

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Bonjour!!! Domingo de madrugada, ya repuesta de la maratón de ayer, les dejo los dos últimos capítulos de Aguas de primavera para maridar con el «Coup de foudre» del desayuno. Parece que será un domingo lleno de sol. Disfrútense, que la vida es muy cortita

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 42

Todo esto fue lo que se le vino a la memoria a Dmitri Sanin cuando, en el silencio del gabinete, revolviendo entre sus papeles antiguos, tropezó con la crucecita de granates. Los acontecimientos que acabamos de referir desfilaron con claridad ante los ojos de su alma… Pero al llegar al momento en que había dirigido a la señora Pólozov aquella humillante súplica, en que había comenzado su esclavitud, en que se había puesto a los pies de aquella mujer, ahuyentó las imágenes evocadas y ya no quiso recordar más. Y no es que le fuese infiel la memoria, no; sabía bien, harto bien, lo que siguió a aquella hora fatal; pero la vergüenza lo ahogaba, aun ahora, al cabo de tantos años; le daba horror el invencible desprecio que sentía por sí mismo, le parecía que esa sensación acabaría por apoderarse de todo él, anegando sin remedio, como una ola, todos los demás sentimientos si no lograba acallar su memoria. Pero por grande que fuera su empeño en luchar contra los recuerdos que ante él se alzaban, no podía ahogarlos por completo. Se acordaba de aquella lastimosa y miserable carta, llena de mentiras y de lágrimas viles, que había escrito a Gemma y que no tuvo ninguna respuesta… En cuanto a presentarse delante de ella, volver a su lado después de tal engaño, después de semejante traición, ¡no, eso no!, todo lo que aún quedaba en él de conciencia y de honradez se había opuesto a ello. Y luego, ¿no había perdido toda confianza en sí mismo, toda estima de su persona? ¿Cómo se atrevería, en lo sucesivo, a dar su palabra de honor?

Se acordaba también Sanin, ¡oh, vergüenza!, de cómo había enviado a uno de los lacayos de Pólozov a Francfort en busca de su equipaje; cómo, en su cobarde inquietud, sólo pensaba en una cosa, en partir cuanto antes, en marchar a París; cómo, por orden de María Nikoláevna, se había esforzado en granjearse el afecto de Hipólito Sídorovich, y se había hecho amigo de Dönhof, en cuyo dedo había visto un anillo de hierro ¡completamente igual al que le dio a él la señora Pólozov!

Después vinieron los recuerdos más dolorosos, más humillantes aún… Un criado le trae una tarjeta de visita que dice: “Pantaleone Cippatola, cantante de cámara de Su Alteza Real el duque de Módena”. Se niega a recibir al viejo, pero no puede evitar encontrarlo en el corredor; ve aparecer ante sus ojos aquella cabeza iracunda, cuya melena gris se riza flamígera, cuyos ojos rodeados de arrugas brillan como ascuas encendidas; oye rezongar exclamaciones amenazadoras, imprecaciones de “Maledizione!”, terribles insultos: “Cobardo! Infame traditore!”
Sanin cierra los ojos y mueve la cabeza para intentar otra vez ahuyentar sus recuerdos, pero en vano: vuelve a verse sentado en la estrecha banqueta delantera de una magnífica silla de postas, mientras que María Nikoláevna e Hipólito Sídorovich se arrellanan en la mullida testera… y cuatro caballos, trotando con paso igual por el empedrado de Wiesbaden, los conducen a París. ¡París! Hipólito Sídorovich se come una pera que Sanin le ha mondado, y María Nikoláevna, al mirar a aquel hombre convertido en una cosa suya, sonríe con esa sonrisa que ya conoce él, sonrisa de amo y señor…

Pero, ¡santo Dios! ¿Qué ve allá lejos, en la esquina de una calle, poco antes de salir de la ciudad? ¿No es Pantaleone? Alguien lo acompaña: ¿será Emilio? Sí, es él: su amiguito devoto y entusiasta. Pocos días atrás, ese corazón juvenil lo veneraba como a un héroe, como a un ideal, y ahora el desprecio y el odio encienden ese noble rostro, pálido y bello, tan bello que hasta María Nikoláevna se ha fijado en él y se asoma por la ventanilla de la portezuela. Sus ojos, tan parecidos a los de “ella”, a los ojos de su hermana, están fijos en Sanin, y sus labios comprimidos se separan de pronto para proferir una injuria…

Y Pantaleone extiende el brazo y le señala a Sanin ¿a quién?, a Tartaglia, que está a su lado. Y Tartaglia le ladra a Sanin, y hasta el ladrido del honrado perro resuena en sus oídos como un intolerable insulto… ¡Horrible pesadilla!

Luego, la vida en París, y todos los rebajamientos, todos los oprobiosos suplicios del esclavo a quien ni siquiera se le permite estar celoso ni quejarse, ¡y al que por fin se arroja como un vestido viejo…!

Después, el regreso a la patria, una existencia envenenada y vacía, mezquinos cuidados y agitaciones, un arrepentimiento amargo y estéril, un olvido no menos estéril ni menos amargo; un castigo vago, pero incesante y eterno, análogo a un sufrimiento poco agudo, pero incurable, a una deuda que se paga ochavo a ochavo sin poder cancelarla nunca.

El cáliz estaba lleno hasta los bordes… ¡Basta!

¿Por qué casualidad conservaba Sanin la crucecita que Gemma le había dado? ¿Por qué no la había devuelto? ¿Cómo hasta ese día no la había visto nunca? Largo tiempo estuvo absorto en sus pensamientos, y aunque instruido por la experiencia, después de tantos años, no pudo llegar a comprender cómo había podido abandonar a Gemma, querida tan tierna y apasionadamente, por una mujer a quien no amaba ni mucho ni poco, sino nada…

Al día siguiente produjo enorme asombro en sus amigos y conocidos al anunciarles que salía para el extranjero sin indicar a dónde. En Petersburgo cundió el estupor. Sanin abandonaba la ciudad en pleno invierno, en el momento en que acababa de alquilar y amueblar un espléndido apartamento y hasta había adquirido un abono para la Ópera Italiana, en la que cantaba la señora Patti, la misma, la mismísima Patti, ¡ese ideal, esa última palabra de la tabaquera de música! Sus amigos y conocidos estaban perplejos; pero la gente, por lo general, no se ocupa, largo tiempo, de los asuntos ajenos, y cuando Sanin salió para el extranjero, la única persona que lo acompañó a la estación del ferrocarril fue su sastre francés, y eso porque esperaba cobrar el resto de una cuenta “pour un saute-en-barque en velours noir, tout à fair chic” (3).
(3) En francés: Por un abrigo de viaje de terciopelo negro, elegantísimo.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 43

Sanin dijo a sus amigos que salía para el extranjero, pero no a dónde.

No costará trabajo a los lectores adivinar que se fue directamente a Francfort. Gracias a los ferrocarriles que surcan toda Europa, llegó a los tres días de haber salido de Petersburgo.

Era su primera visita a Francfort desde 1840. La fonda El Cisne Blanco no había cambiado de sitio y continuaba prosperando, aunque no fuese ya de las primeras; la Zeile, la avenida principal de Francfort, había sufrido pocos cambios, pero ya no quedaban vestigios de la casa Roselli, ni aun de la calle donde estuvo la confitería. Sanin anduvo errante como un loco por aquellos lugares, con los cuales tan familiarizado estuvo antaño, sin conseguir orientarse: las antiguas construcciones habían desaparecido, las reemplazaban nuevas calles de apretadas hileras de grandes casas y elegantes palacetes; y en el mismo jardín público donde había tenido su entrevista decisiva con Gemma, habían crecido tanto los árboles, y se había transformado todo hasta tal punto, que Sanin se preguntaba si aquel jardín era, en efecto, el mismo.

¿Qué hacer? ¿Qué curso seguir en sus indagaciones? Habían transcurrido desde entonces treinta años… ¡Y cuántas dificultades! Ni uno solo de aquellos a quienes se dirigió había oído siquiera pronunciar el nombre de Roselli. El dueño de la fonda le aconsejó que fuese a informarse a la biblioteca pública, donde podría encontrar todos los periódicos antiguos. Pero le costó sumo trabajo explicarle de qué podrían servirle esos periódicos viejos.

A la desesperada, preguntó Sanin por Herr Klüber. Nuevo desengaño, por más que el dueño de la fonda conocía mucho este apellido. El elegante tendero había prosperado al principio, elevándose a la alcurnia de capitalista; después, los negocios le fueron mal y concluyó por declararse en quiebra, y murió en la cárcel… Por supuesto, esa noticia no causó ninguna pena a Sanin.

Comenzaba a convencerse de que había emprendido muy apresuradamente el viaje, cuando un día, recorriendo el Anuario de direcciones, se topó con el apellido de von Dönhof, mayor retirado (Major v. D.). Enseguida tomó un coche para dirigirse a la casa indicada. Nada le probaba que “ese” Dönhof fuera “aquel” a quien había conocido, y, por otra parte, aun suponiendo que fuese el mismo, ¿cómo podría darle noticias de la familia Roselli? No importa: un hombre que se ahoga, se agarra del menor tallo de hierba.

Sanin encontró en su casa al comandante von Dönhof, y reconoció a su antiguo adversario en este hombre de cabellos grises que lo recibió. También éste lo reconoció y hasta se puso contentísimo de volver a verlo, pues le recordaba su juventud y sus calaveradas de antaño. Hizo saber a Sanin que hacía mucho tiempo que la familia Roselli había emigrado a América y se había establecido en Nueva York; que Gemma se había casado con un negociante; que, él, Dönhof, tenía un amigo, también del comercio, y que probablemente sabría las señas del marido de Gemma, porque tenía muchos negocios con América. Sanin suplicó a Dönhof que fuese a ver a ese caballero, y, ¡oh, dicha!, Dönhof le trajo la dirección: “M. J. Slocum, New York, Broadway, No. 501”. Sólo que esas señas eran del año 1863.

—¡Esperemos —exclamó Dönhof— que nuestra antigua hermosura francfortesa viva aún, y no haya abandonado Nueva York! A propósito, —añadió, bajando la voz— ¿vive todavía aquella dama rusa, recuerda usted, que estaba en Wiesbaden por aquel entonces, la señora Bo… von Bólozov.

—No, —respondió Sanin— hace mucho que murió.

Dönhof levantó los ojos; pero al ver que Sanin había vuelto la cara con aire sombrío, se retiró sin añadir una palabra.

Aquel mismo día Sanin escribió a la señora Gemma Slocum, en Nueva York. Le dijo en su carta que le escribía desde Francfort, donde había ido exclusivamente para buscar sus huellas; que sabía muy bien hasta qué punto había perdido el derecho a pedir alguna respuesta; que por nada era merecedor de su perdón, y que sólo tenía una esperanza, y era que en medio de la ventura de que ella gozaba, hubiese perdido desde largo tiempo hasta el recuerdo de su existencia. Añadió que, sin embargo, se había atrevido a escribir a consecuencia de una circunstancia fortuita que despertó en él, vivamente, la memoria del pasado; le habló de su vida solitaria, sin familia, sin goces; le suplicó que comprendiese los motivos que lo impelían a dirigirse a ella, que no le dejase llevar a la tumba la amarga conciencia de una culpa expiada desde mucho tiempo atrás, pero no perdonada aún, y que se dignase dirigirle cuatro letras para decirle cuál era su vida en ese nuevo mundo donde se había establecido.

“Escribiendo esas cuatro letras”, terminaba Sanin, “hará usted una buena obra, digna de su hermosa alma, y le daré las gracias por ello hasta mi último suspiro. Permaneceré aquí, en la fonda «El Cisne Blanco»”, subrayó estas tres palabras, “esperando con ansiedad su respuesta hasta la primavera próxima”.

Mandó la carta y se dispuso a esperar. Vivió seis semanas enteras en el hotel sin salir casi de su habitación, y sin ver a nadie. Nadie podía escribirle de Rusia ni de ninguna parte. Y eso le agradaba. Cuando llegase alguna carta a su nombre, él sabría de antemano que era “esa” la que esperaba. Leía de la mañana a la noche, no revistas, sino libros viejos, ensayos históricos. Esas prolongadas lecturas, ese silencio, esa vida claustral de caracol, encajaba muy bien con la disposición de su ánimo: ¡esto era ya suficiente para que Gemma mereciera su gratitud! ¿Pero vivía aún? ¿Le contestaría?

Por fin recibió una carta con sello de Norteamérica, una carta de Nueva York. El carácter de la letra del sobre era inglés… No lo reconoció, y se le oprimió el pecho. Vaciló antes de abrirla, y luego buscó ante todo la firma: “¡Gemma!” Brotaron lágrimas de sus ojos. Ese nombre bautismal solo, sin apellido de familia, era para él una prenda de perdón y de reconciliación. Desdobló el pliego de papel, fino y azulado… y cayó una fotografía. La recogió enseguida y se quedó estupefacto. ¡Gemma, la misma Gemma, joven, tal como la había conocido treinta años antes! ¡Los mismos ojos, los mismos labios, el mismo tipo de cara! En el dorso del retrato leyó: “mi hija Mariana”.

Toda la carta era muy sencilla y muy bondadosa. Gemma daba las gracias a Sanin por no haber dudado en dirigirse a ella, por haber tenido confianza; no le ocultaba que, en efecto, después de aquella brusca ruptura, había pasado momentos muy penosos; pero añadía que, a pesar de todo, consideraba y había considerado siempre su encuentro con él como una cosa feliz, pues era lo que le había impedido casarse con Herr Klüber; y, por consiguiente, aunque de una manera indirecta, aquel encuentro había sido causa de su enlace con su marido actual, de quien era, desde hacía veintisiete años, compañera perfectamente dichosa. Su casa era rica y muy conocida en toda Nueva York. Gemma agregaba que tenía cuatro hijos varones y una hija de dieciocho años, prometida ya, cuyo retrato le enviaba, puesto que, según opinión general, se parecía mucho a su madre. Gemma había reservado para el final de su carta las noticias aflictivas. Frau Lenore había muerto en Nueva York, adonde había ido con su hija y su yerno; pero antes de morir tuvo tiempo de gozar de la felicidad de sus hijos y las caricias de sus nietos. También Pantaleone había querido partir para América, pero murió antes de poder salir de Francfort. “Y Emilio, nuestro querido, nuestro incomparable Emilio, cayó gloriosamente en Sicilia por la independencia de la patria. Formaba parte de los «mil» que mandaba el gran Garibaldi. Hemos llorado amargamente la muerte de nuestro adorable hermano; pero, al llorarlo, estábamos orgullosos de él, y siempre lo estaremos de conservar su memoria, sagrada para nosotros. ¡Su alma noble y generosa era digna de la corona del martirio!” Después, expresaba Gemma su pesar porque la vida de Sanin, por lo que él decía, fuese tan triste; le deseaba ante todo el sosiego y la paz del alma, y le decía que hubiera tenido sumo gusto en verlo, aunque confesaba que semejante entrevista tenía pocas probabilidades de realización…

No describiremos los sentimientos que la lectura de esta carta despertó en Sanin. Ninguna expresión sería capaz de transmitir exactamente esos sentimientos profundos y poderosos; pero demasiado imprecisos para poder expreasarse con palabras: sólo la música podría traducirlos.

Sanin respondió en el acto y envió a Mariana Slocum, como regalo para la joven desposada, de parte de un amigo desconocido, la crucecita de granates pendiente de un collar de perlas. Este regalo, aunque muy valioso, no lo arruinó. Durante los treinta años transcurridos desde su primera estancia en Francfort, había reunido una bonita fortuna.

Regresó a Petersburgo en los primeros días de mayo, sin duda, no por mucho tiempo. Se dice que vende todas sus propiedades y se dispone a partir para América.

FIN

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Categoria: Eventos, Té Literario ~ Aguas de primavera, Uncategorized | Fecha: noviembre 30th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

TÉ LITERARIO – AGUAS DE PRIMAVERA – IVAN TURGUENIEV

Un evento feliz empieza por el sueño de hacerlo. Hemos leído juntos la última novela compartida del año. Cerramos de manera hermosa. Nuevamente, les agradezco a todos con mi alma y brindo a vuestra salud. <3
*Todas las fotos, con excepción de aquéllas robadas de los jardines primaverales de la Sra. Miriam Susana Pozzo y la Sra. Norma Ramirez, fueron tomadas por el Sr. Gustavo García Melieni en un acto de arrojo y cariño incondicional.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: noviembre 30th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

HOY, GRAN TÉ LITERARIO, HOY, OY, OY, OY!

Preparando todo, todito para nuestro Té Literario. A los amigos dacheros que van, los espero 15 minutos antes de que el reloj marque las 4 de la tarde (que en punto, empezamos), en La Biblioteca -Marcelo T. de Alvear 1155-. Tenemos tanto por compartir, que espero no tener que brindar en la Plaza Libertad!
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Categoria: Arte con T, Chaepítie - чаепитие - "Tetear" ;-) | Fecha: noviembre 24th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

BLOMSTENE I NYVEIEN

Flower Perfume
Hermosa tarde de primavera. Hay quienes salen a andar en bicicleta, se van de compras, se trasladan en caravana a los clubes de campo. A mí, nada me saca más las penas que la música y un poco de alquimia. Canto, me curo las heridas, pienso, vuelo con la imaginación, escribo, mezclo hebras, enlato, etiqueto, revivo en las tripas el perfume de las peonías sobre la almohada de Nyveien… El amor que recibí es el amor que entrego cada vez que juego a hacer magia en la dacha. Disfruten de este hermoso fin de semana, preparen y compartan muchas chashki chayu, muchas tazas de té.

~Hagan click sobre la imagen. No se van a arrepentir.~ Perfume de flores, de Piotr Frolov

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Categoria: Arte con T, Chaepítie - чаепитие - "Tetear" ;-) | Fecha: noviembre 23rd, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

DEJAME QUE TE CUEN TE

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Noche de té y cuentos en nuestra dacha. ¡Anímense! Lean en voz alta para sus familias, mientras se extingue la última tetera del día. Les dejo un cuento mágico, lleno de secretos, de Marguerite Yourcenar, que nos empuja a descubrir el valor y el poder del arte, y nos hace comprender el escaso valor real de las cosas materiales. Buenas noches a todos y todas.

CÓMO SE SALVÓ WANG-FÔ

El anciano pintor Wang-Fô y su dis­cípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.

Avanzaban lentamente pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su dis­cípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosa­mente la espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.

Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apo­deraba de la aurora y apresaba el crepúscu­lo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las in­seguridades. Aquella existencia, cuidadosa­mente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cum­plió quince años, su padre le escogió una es­posa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo con­solaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos pro­tege. Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailari­nas y acróbatas.

Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borra­cho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel arte­sano taciturno, y aquella noche, Wang habla­ba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadur­narla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas ca­lientes, el esplendor tostado de las carnes la­midas de una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por el manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero pe­netró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.

Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni mora­da, le ofreció humildemente un refugio. Hi­cieron juntos el camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos. Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él creía, sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma deli­cada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar va­cilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sen­tía por aquellos bichitos se desvaneció. Enton­ces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.

Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, pues­to que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe ten­sando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes del poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Des­de que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchi­taba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la en­contraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas.

Ling vendió sucesivamente sus escla­vos, sus jades y los peces de su estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púr­pura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maes­tro y discípulo, vagaron por los caminos del reino de Han.

Su reputación los precedía por los pue­blos, en el umbral de los castillos fortifica­dos y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los señores que­rían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo.

Wang se alegraba de estas diferencias de opi­niones que le permitían estudiar a su alre­dedor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.

Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avan­zada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.

Un día, al atardecer llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasi­llos de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en du­da que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.

Entraron los soldados provistos de fa­roles. La llama, que se filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.

Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupa­dos, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desespe­rado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.

Llegaron a la puerta del palacio impe­rial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pro­nunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados. Final­mente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cor­tina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.

Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Ce­leste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido ad­mitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.

El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de un viejo, aunque ape­nas tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero im­pasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a su iz­quierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.

—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no ten­go más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.

—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Em­perador.

Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transforma­ban en glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Em­perador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arra­bales de las cortesanas y las tabernas del mue­lle en las que disputan los estibadores.

—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, in­clinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para poner­te en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colec­ción de tus pinturas en la estancia más es­condida del palacio, pues sustentaba la opi­nión de que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los pro­fanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contempla­ba, cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una al­fombra cuyo dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano monótono y hueco de la mano surcada por las líneas fa­tales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una pie­dra al caer no puede por menos de con­vertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puer­tas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a lu­ciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los pueblos me im­piden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis solda­dos me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Cur­vas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas a poder salir he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio he dispues­to que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?

Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo mella­do y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:

—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.

Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores se lleva­ron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.

El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.

—Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben per­manecer claros, con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto, ya que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admi­rable en donde se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra, no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pa­saba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pin­tura, que encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan pró­ximas a caer, temblarán sobre la seda y el in­finito penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos hu­manos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus espe­ranzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una conse­cuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hom­bre que va a morir.

A una seña del dedo meñique del Em­perador, dos eunucos trajeron respetuosamen­te la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura del alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había con­templado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos des­nudos, ni tampoco se había empapado lo su­ficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su dis­cípulo Ling.

Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singu­larmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.

La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó sua­vemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el bra­sero del verdugo. Con el agua hasta los hom­bros, los cortesanos, inmovilizados por la eti­queta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón im­perial. El silencio era tan profundo que hu­biera podido oírse caer las lágrimas.

Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella ma­ñana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja.

Wang-Fô le dijo dulcemente, mientr­as continuaba pintando:

—Te creía muerto.

—Estando vos vivo —dijo respetuosa­mente Ling—, ¿cómo podría yo morir?

Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el in­terior de una gruta. Las trenzas de los cor­tesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Em­perador flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancó­licamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?

—No temas, Maestro— murmuró el discípulo. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Empera­dor conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están he­chas para perderse por el interior de una pintura. Y añadió:

—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.

—Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fô cogió el timón y Ling se in­clinó sobre los remos. La cadencia de los mis­mos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresio­nes del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.

El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco dejando tras ella un del­gado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.

La pulsación de los remos fue debili­tándose y luego cesó, borrada por la distan­cia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha im­perceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borrose el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desapare­cieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.

(de Cuentos orientales)

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Categoria: Historia, In-fusión ~la música de DaCha~ | Fecha: noviembre 19th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

VOLGA, VOLGA

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Ilya Yefímovich Repin, plasmaría en una de sus obras más conocidas, «Los sirgadores del Volga» (1870-1873), al río más grande de Europa, mostrando el rostro de la miseria y opresión en la era Zarista, que terminaría en la revolución de Octubre en 1917. La obra es un reflejo de la desesperación y los bríos de la nueva juventud , que alza la cabeza mirando al horizonte sobre los adultos que, con mirada resignada enfrentan su destino, representando al pueblo y los mas ancianos, que sólo se dejan llevar, mientras arrean un bote atrapado en la arena de la marea baja, simbolizando al Imperio Ruso.
Si bien no era un idealista del movimiento bolchevique, su trabajo le valió el titulo de «artista de la Rusia revolucionaria» e inspiró una de las canciones más conocidas y populares de la Rusia Soviética, Los remeros del Volga, cuya primera estrofa usa la letra y música de una genuina canción de tiradores de barcos rusos.
sirgadoras
Mily Alexeyevich Balakirev, en su recopilación de canciones tradicionales rusas, fue quien la descubrió por casualidad, bajo el nombre de La cancion de los Burlak de Volga; Burlak (Бурлак) se refiere a gente (hombres y mujeres) que arreaba barcos entre el siglo XVII e inicios del XX. Deriva de la palabra tártara bujdak que significa desposeído.
Durante la segunda guerra, esta canción representó la dura resistencia y voluntad inquebrantable del pueblo ruso ante los Nazis.

Para escuchar la música del video que aquí abajo les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Ahora cae el sólido abedul,
ahora, vamos, tiren duro.
Ay, si, si, ay, si, Ay, si, si, ay, si,
ahora cae el sólido abedul.

Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Arrastramos las barcazas a lo largo del río,
tiramos con fuerza,
Ay, si, si, ay, si, Ay, si, si, ay, si,
tiramos con fuerza.

Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Caminamos y empujamos un largo camino,
cantamos al sol nuestra canción.
Ay, si, si, ay, si, Ay, si, si, ay, si,
cantamos al sol nuestra canción.

Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Tú Volga, nuestro río y madre,
inmenso y profundo.
Ay, si, si, ay, si, Ay, si, si, ay, si,
inmenso y profundo

Hey, hey, tirad con fuerza!
Tú Volga, nuestro río y madre.

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Categoria: Arte con T, Chaepítie - чаепитие - "Tetear" ;-), De flores y frutos | Fecha: noviembre 18th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

SOMOS BICHOS DE PRIMAVERA

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Somos bichos de primavera, no hay nada que hacer. Recién llegadas, mis pequeñas rosas robadas, para mezclar con los más ricos tés. Y una poesía del magnífico Ruben Darío que, creo, ya les ofrecí… pero qué importa! Acaso la primavera no regresa cada año? Otra vez, toda la casa huele a rosas y té.

DIVAGACIÓN (Tigre Hotel, diciembre de 1894)

¿Vienes? Me llega aquí, pues que suspiras,
un soplo de las mágicas fragancias
que hicieron los delirios de las liras
en las Grecias, las Romas y las Francias.

¡Suspira así! Revuelen las abejas
al olor de la olímpica ambrosía
en los perfumes que en el aire dejas;
y el dios de piedra que despierte y ría.

Y el dios de piedra que despierte y cante
la gloria de los tirsos florecientes
en el gesto ritual de la bacante
de rojos labios y nevados dientes;

en el gesto ritual que en las hermosas
ninfalias guía a la divina hoguera,
hoguera que hace llamear las rosas
en las manchadas pieles de pantera.

Y pues amas reir, ríe y la brisa
lleve el son de los líricos cristales
de tu reir, y haga temblar la risa
la barba de los Términos joviales.

Mira hacia el lado del boscaje, mira
blanquear el muslo de marfil de Diana,
y después de la Virgen, la Hetaíra
diosa, su blanca, rosa y rubia hermana,

pasa en busca de Adonis; sus aromas
deleitan a las rosas y los nardos:
síguela una pareja de palomas,
y hay tras ella una fuga de leopardos.

¿Te gusta amar en griego? Yo las fiestas
galantes busco, en donde se recuerde,
al suave son de rítmicas orquestas
la tierra de la luz y el mirto verde.

(Los abates refieren aventuras
a las rubias marquesas. Soñolientos
filósofos defienden las ternuras
del amor, con sutiles argumentos,

mientras que surge de la verde grama,
en la mano el acanto de Corinto,
una ninfa a quien puso un epigrama
Beuamarchais, sobre el mármol de su plinto.

Amo más que la Grecia de los griegos
la Grecia de la Francias, porque en Francia,
al eco de las Risas y los Juegos
su más dulce licor Venus escancia.

Demuestran más encantos y perfidias,
coronadas de flores y desnudas,
las diosas de Clodión que las de Fidias;
unas cantan francés, otras son mudas.

Verlaine es más que Sócrates; y Arsenio
Houssaye supera al viejo Anacreonte.
En París reinan el Amor y el Genio:
ha perdido su imperio el dios bifronte.

Monsieur Prudhomme y Homais no saben nada.
Hay Chipres, Pafos, Tempes y Amatuntes,
donde al amor de mi madrina, un hada,
tus frescos labios a los míos juntes).

Sones de bandolín. El rojo vino
conduce un paje rojo. ¿Amas los sones
del bandolín y un amor florentino?
Serás la reina en los decamerones.

(Un coro de poetas y pintores
cuenta historias picantes. Con maligna
sonrisa alegre aprueban los señores
Clelia enrojece. Una dueña se signa).

¿O un amor alemán -que no han sentido
jamás los alemanes-? La celeste
Gretchen; claro de luna; el aria; el nido
del ruiseñor; y en una roca agreste,

la luz de nieve que del cielo llega
y baña a una hermosura que suspira
la queja vaga que a la noche entrega
Loreley en la lengua de la lira.
Y sobre el agua azul el caballero
Lohengrín; y su cisne, cual si fuese
un cincelado témpano viajero,
con su cuello enarcado en forma de S.

Y del divino Enrique Heine un canto,
a la orilla del Rhin; y del divino
Wolfang la larga cabellera, el manto;
y de la uva teutona, el blanco vino

O amor lleno de sol, amor de España
amor lleno de púrpuras y oros:
amor que da el clavel, la flor extraña
regada con la sangre de los toros;

flor de gitanas, flor que amor recela.
amor de sangre y luz, pasiones locas;
flor que trasciende a clavo y a canela,
roja cual las heridas y las bocas.

¿Los amores exóticos acaso?…
Como rosa de Oriente me fascinas:
me deleitan la seda, el oro, el raso.
Gautier adoraba a las princesas chinas.

¡Oh bello amor de mil genuflexiones:
torres de kaolín, pies imposibles,
tazas de té, tortugas y dragones,
y verdes arrozales apacibles!

Ámame en chino, en el sonoro chino
de Li-Tai-Pe. Yo igualaré a los sabios
poetas que interpretan el destino;
madrigalizaré junto a tus labios.

Diré que eres más bella que la luna:
que el tesoro del cielo es menos rico
que el tesoro que vela la importuna
caricia de marfil de tu abanico.

Ámame, japonesa, japonesa
antigua, que no sepa de naciones
occidentales; tal una princesa
con las pupilas llenas de visiones,

que aun ignorase en la sagrada Kioto,
en su labrado camarín de plata
ornado al par de crisantemo y loto
la civilización de Yamagata.

O con amor hindú que alza sus llamas
en la visión suprema de los mitos,
y hace temblar en misteriosas bramas
la iniciación de los sagrados ritos,

en tanto mueren tigres y panteras
sus hierros, y en los fuertes elefantes
sueñan con ideales bayaderas
los rajahs, constelados de brillantes.

O negra, negra como la que canta
en su Jerusalén el rey hermoso,
negra que haga brotar bajo su planta
la rosa y la cicuta del reposo…

Amor, en fin, que todo diga y cante,
amor que encante y deje sorprendida
a la serpiente de ojos de diamante
que está enroscada al árbol de la vida.

Ámame así, fatal cosmopolita,
universal, inmensa, única, sola
y todas; misteriosa y erudita:
ámame mar y nube, espuma y ola.
Sé mi reina de Saba, mi tesoro;
descansa en mis palacios solitarios.
Duerme. Yo encenderé los incensarios.
Y junto a mi unicornio cuerno de oro,
tendrán rosas y miel tus dromedarios.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: noviembre 13th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 41

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Buenas noches, llegamos al último capítulo que compartiremos, por esta vía, hasta reunirnos a tomar juntos el té, leer en voz alta y debatir. PROHIBIDO LEER LOS 2 CAPÍTULOS QUE FALTAN, ANTES DE NUESTRA CITA! Ahora sí, los dejo con el Capítulo 41 de Aguas de primavera, del divino Iván Turguéniev. En mi taza blanca, Dunas del Magreb. Hoy todo huele a menta.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 41

El caminito se convirtió bien pronto en un trillo y desapareció por completo, cortado por una zanja. Sanin habló de volver atrás.

—¡No! —dijo la señora Pólozov —¡Quiero ir a la montaña! ¡Sigamos adelante, a vuelo de pájaro!

Hizo que la yegua saltase la zanja, y Sanin la imitó. Por detrás de la zanja se extendían unos prados, al principio secos, luego húmedos y que más lejos se transformaban en un pantano; se filtraba el agua por todas partes, formando charcos, en los cuales le gustaba a la señora Pólozov meter a su yegua.

—¡Hagamos travesuras! —exclamó con alegres carcajadas —¿Sabe lo que se llama en Rusia “cazar salpicando”?

—Sí —respondió Sanin.

—A mi tío le gustaba esa caza, la caza a la carrera en primavera, cuando por todas partes hay agua. Yo lo acompañaba. ¡Era delicioso! ¡Y también nosotros dos vamos «salpicando»! Sólo que veo una cosa: usted es ruso y quiere casarse con una italiana. Pero eso es asunto de usted. ¡Ah! ¿Qué es esto? ¡Otra zanja! ¡Hop!

La yegua saltó por encima del obstáculo, pero María Nikoláevna perdió el sombrero, y se le desparramó el cabello en rizos por los hombros. Sanin quería echar pie a tierra para recoger el sombrero, pero ella exclamó:

—¡No lo toque! ¡Yo misma lo tomaré!

Se inclinó muy bajo desde la silla, enganchó el velo con la fusta y recogió, en efecto, el sombrero, que se puso sin arreglarse el cabello; después prosiguió a más y mejor su loca carrera, lanzando el brioso grito gutural del cosaco al cargar contra el enemigo.

Sanin iba siempre pegado a ella, saltando zanjas, setos y arroyos, bajando a los valles, subiendo las cuestas, hundiéndose en los fangales, saliendo del paso bien o mal él y su caballo, y siempre con los ojos puestos en el rostro de la señora Pólozov.

En aquella cara todo estaba abierto: los ojos luminosos y devoradores, que brillaban con un ardor salvaje, la boca y las aletas de la nariz dilatadas, aspirando con avidez al viento que la azotaba de lleno. Miraba de frente, y se hubiera dicho que su alma quería tragarse todo, conquistar cuanto veía: la tierra, el cielo, el sol y hasta el aire, y parecía no sentir sino un solo pesar: que fuesen tan pocos los peligros, para darse el gusto de vencerlos todos.

—¡Sanin! —exclamó —¡Esto es enteramente como en la Lenore(1) de Bürger, sólo que usted no está muerto! ¿Verdad que usted no está muerto…? ¡Yo estoy viva!

Todo cuanto en ella había de audacia, de ímpetu y de fuerza, todo se había desencadenado. Ya no era amazona lanzando su caballo a galope tendido, era una joven centaura que retozaba, medio alimaña montaraz y medio diosa, y la comarca honrada y apacible que hollaba con sus pies, en su impetuosidad desenfrenada, la veía pasar con asombro.

Por fin detuvo a la yegua, cubierta de espuma y salpicaduras de fango, que se rendía bajo su peso. El brioso, pero pesado semental de Sanin, resollaba jadeante.

—¡Qué! ¿Esto le gusta? —murmuró María Nikoláevna bajito, muy bajito.

—¡Que si me gusta…! —contestó Sanin en un arrebato de exaltación. Comenzaba a hervirle la sangre en las venas.

—¡Espere, no hemos concluido! —dijo ella, extendiendo la mano, cuyo guante estaba hecho tiras —Le dije que lo llevaría al bosque, a la montaña… ¡Ahí está la montaña!

En efecto, a doscientos pasos del sitio donde se habían detenido los audaces jinetes, comenzaban a erguirse los montes, cubiertos de grandes bosques.

—Mire, aquí está el camino —prosiguió María Nikoláevna —¡Ahora, juntos y adelante! Pero al paso. Es preciso dejar que respiren nuestras cabalgaduras.

Se pusieron en marcha. Con un brusco ademán, María Nikoláevna se echó atrás los cabellos. Luego se miró los guantes y se los quitó diciendo:

—Me van a oler a cuero las manos; pero eso le es igual, ¿no es cierto?

La señora Pólozov sonreía, y Sanin sonrió también. Aquella furiosa carrera parecía haber acabado de aproximarlos.

—¿Qué edad tiene usted? —le preguntó ella de pronto.

—Veintidós años.

—¡Qué me dice! También yo tengo veintidós. ¡Bonita edad! Poniendo juntos nuestros años, aún falta mucho para la vejez. Pero hace mucho calor. ¿Estoy encarnada?

—Como una amapola.

María Nikoláevna se pasó el pañuelo por la cara.

—Lleguémonos nada más que al bosque, allí hará fresco. Un bosque antiguo es como un amigo viejo. ¿Tiene usted amigos?

Sanin reflexionó un instante, y contestó:

—Sí… pero no muchos; y ni un solo amigo verdadero.

—Yo los tengo verdaderos, sólo que no son viejos… Y mire, un caballo también es un amigo. ¡Con qué precauciones nos llevan! ¡Ah, qué bien se está aquí! ¡Y cuando pienso que pasado mañana estaré en París!

—¡Sí… cuando se piensa eso! —repitió Sanin.

—¿Y usted, en Francfort?

—En Francfort, desde luego.

—Pues bien, sea lo que Dios quiera. En cambio, el día de hoy es nuestro… nuestro… ¡nuestro!

Los jinetes saltaron la linde y se internaron en el bosque, que los envolvió con su sombra húmeda y profunda.

—¡Oh! ¡Pero esto es un paraíso! —exclamó María Nikoláevna —¡Metámonos más adentro, en esa espesura, Sanin!

Los caballos “se metían en aquella espesura” lentamente, cabeceando y dando relinchos apagados. La senda por donde iban hizo un brusco recodo y los condujo a un desfiladero bastante angosto, donde los helechos y los brezos, la resina de los pinos y las hojas medio enmohecidas del año anterior llenaban el aire de aromas intensos y adormecedores. Grandes rocas pardas exhalaban por sus grietas una intensa frescura. A ambos lados del camino se veían acá y allá colinas redondeadas, cubiertas de verde musgo.

—¡Alto! —exclamó la señora Pólozov —Quiero sentarme y descansar en este terciopelo. Ayúdeme a apearme.

Sanin bajó a toda prisa del caballo y acudió. Se apoyó ella en sus hombros, saltó con ligereza al suelo y fue a sentarse en uno de los musgosos montículos. Sanin, de pie ante ella, tenía de las riendas a ambos caballos.

María Nikoláevna lo miró, y dijo:

—Sanin, ¿sabe usted olvidar?

Sanin se acordó de lo sucedido la víspera… dentro del coche… de su prometida, que lo esperaba, y exclamó:

—Eso ¿es una pregunta o un reproche?

—En mi vida he hecho reproches a nadie. ¿Cree usted en brujerías?

—No comprendo.

—En las brujerías, ¿sabe?, de que se habla en nuestras canciones, en las canciones populares rusas.

—¡Ah!, ¿de eso habla usted? —exclamó Sanin, espaciando las palabras.

—Sí, de eso mismo… Yo creo en ellas… y usted también creerá.

—Brujerías… hechizos… —repitió Sanin —Todo es posible en este mundo. Antes no creía, ahora creo. Ya no me reconozco.

María Nikoláevna se quedó pensativa y miró alrededor.

—Me parece que este sitio me es conocido. Mire, Sanin, ¿hay o no una cruz roja de madera tras aquel grueso roble?

Sanin dio unos cuantos pasos hacia un lado, y dijo:

—Sí. ¡Ahí está la cruz!

María Nikoláevna sonrió maliciosa.

—¡Qué bien! Ya sé dónde estamos. Hasta ahora, por lo menos, no nos hemos perdido. ¿Qué ruido es ese? ¿Es un leñador quien da esos golpes?

Sanin miró por entre la espesura.

—Sí… allá hay un hombre cortando ramas secas.

—Entonces, tengo que peinarme. —articuló María Nikoláevna —Porque si me ve así, puede pensar mal. —se quitó el sombrero y se puso a trenzar sus largos cabellos en silencio y con cierta gravedad.

Sanin estaba de pie delante de ella… Las esbeltas formas de la joven se dibujaban insinuantes bajo los oscuros pliegues del vestido, al que se habían adherido, aquí y allá, algunas pequeñas briznas de musgo.

De pronto, uno de los caballos resolló con fuerza a la espalda de Sanin. Él mismo se estremeció involuntariamente de pies a cabeza. Estaba todo trastornado, tenía los nervios tensos como cuerdas. No en vano había dicho que no se reconocía… Se sentía realmente embrujado. Todo su ser estaba obseso de un solo pensamiento, de un solo deseo. María Nikoláevna lo miró fijamente.

—Ahora todo está bien —musitó poniéndose el sombrero —¿No se sienta usted? Siéntese aquí. No, espere… no se siente. ¿Qué es eso que oigo?

Una vibración sorda y prolongada pasó sobre las copas de los árboles y por el aire del bosque.

—¿Será un trueno?

—Creo que sí —respondió Sanin.

—¡Oh, pues entonces esto es una fiesta, una verdadera fiesta! Sólo esto nos faltaba. —el sordo trueno se dejó oír por segunda vez —¡Bravo! ¿Se acuerda usted? Ayer le hablaba de la Eneida. También “ellos” fueron sorprendidos por la tempestad en un bosque. Pero tenemos que buscar donde guarecernos —se levantó con rapidez diciendo: —Tráigame la yegua. Deme la mano… así. No soy muy pesada.

Saltó a la silla como un pájaro. También Sanin montó a caballo.

—¿Quiere… usted… volverse atrás? —preguntó con voz insegura.

—¿Volverme atrás? —contestó ella tras breve pausa, empuñando las riendas; y añadió con tono duro, casi brutal: —¡Sígame!

Volvió al camino, dejó a un lado la cruz roja, bajó la ladera hasta una encrucijada, torció a la derecha y de nuevo subió por la colina… Evidentemente sabía a dónde llevaba ese camino, que iba penetrando cada vez más y más por la espesura del bosque. Sin pronunciar una palabra, sin volver la cabeza, avanzaba ella, en línea recta con aire imperioso; y él, humilde y sumiso, la seguía sin una chispa de voluntad en su corazón anhelante.

Comenzó a caer la lluvia en gotas aún escasas. María Nikoláevna espoleó su montura y él hizo lo mismo.

Por fin, a través del oscuro verdor de los jóvenes abetos vio, apoyada en un peñasco gris, una pobre chocita hecha de ramas, donde se abría una puerta baja. María Nikoláevna se metió a través de los matorrales, saltó a tierra, se detuvo en el umbral de la choza y volvió la cabeza hacia Sanin, murmurando: “¡Eneas!”

Cuatro horas más tarde, María Nikoláevna y Sanin regresaban a Wiesbaden, seguidos por el groom, que dormitaba en la silla. Pólozov, con la carta para el administrador en la mano, recibió a su mujer con una mirada ligeramente inquisitiva; se le nubló un poco el rostro y hasta dijo entre dientes:

—¿Habré perdido mi apuesta?

María Nikoláevna se limitó a encogerse de hombros.

Y el mismo día, dos horas después, rendido y entregado, estaba Sanin de pie ante la señora Pólozov.

—¿Adónde vas, por fin? —le dijo ella —¿A París… o a Francfort?

—Iré a donde tú vayas, y no te abandonaré sino cuando me arrojes —respondió él desesperadamente, tomando las manos de la mujer de quien ya era esclavo.

Ella se desasió, puso sus manos sobre la cabeza de él y con los diez dedos tomó sus cabellos. Cogía y retorcía despacio esos dóciles cabellos, mientras, erguida, esbozaba en sus labios una pérfida sonrisa triunfal, y en sus ojos, grandes y claros hasta parecer blancos, se leía la saciedad y la dureza implacable de la victoria.

Cuando el gavilán clava sus garras en los ijares de su presa, tiene los mismos ojos.

(1) Lenore, patética balada de Gottfried August Bürger (1747-1794), poeta lírico alemán.

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